Capítulo 3

Cuando el cansancio acumulado por el desplazamiento a su ciudad natal, el anuncio de la imposibilidad de su familia para acudir a la cena, y los sobresaltos emocionales de su aventura se unieron en una vertiginosa avalancha de agotamiento, Sophie decidió que era mejor dormir unas horas a fin de poder aprovechar mejor lo que le restara en la mansión.

Deambuló por las habitaciones portando un candelabro en la mano. Cada vez que abría una puerta era como si se introdujera en mundos de ensueño, sintiéndose como una Alicia en el moderno País de las Maravillas.

Ahí todo era al revés de lo convencional, y por tanto, encantadoramente familiar, como si estuviera atravesando físicamente los pasajes de sus fantasías infantiles.

Por cualquier recoveco los libros parecían sonreírle, invitándole a abrirles y despojarles de su vestidura de polvo. Esculturas de hielo llenaban el lugar, impasibles a los efectos de un cambio de temperatura, sin que nada fuese capaz de derretirlos.

Atraída por una llamada silenciosa, dejó el candelabro en el suelo y tomó asiento en un hermoso trono de cristal. Estaba muy frío al contacto, pero su superficie era lisa y translúcida. Eligió uno de los libros que a su espalda aguardaban, y el vaho se condensó en espesas bocanadas cuando lo exploró, expectante.

Quería saber más del inventor y las razones que le habían llevado hasta allí; su elección no fue arbitraria, había dado con el volumen perfecto.

El desaparecido genio legó muchos artilugios al mundo, los cuáles ahora permanecían olvidados bajo los oscuros techos del edificio. Y de todos dichos inventos, había uno asombroso.

Repasó con los dedos el relieve plateado de las letras grabadas en la cubierta de cuero, leyéndolas en voz baja.

- "Memorias"...

El corazón le latía con rítmica fuerza al abrirlo. Una luz brotó de las páginas, y le transportó a un dulce e intenso sopor.

Sophie se quedó dormida sobre la cómoda butaca con el libro en su regazo, pero sus sueños no provenían del interior de su mente: era el libro quién se los dictaba.

Exactamente no eran imágenes aleatorias del subconsciente... Aquél maravilloso artilugio tenía la capacidad de absorber los recuerdos de los que habían puesto un pie sobre el castillo, permitiéndole revivirlos, interiorizarlos, sentir la dicha o la pena como si fuesen propias.

Vio Suburbia prácticamente un siglo atrás, con sus calles simétricamente trazadas, sus barrios todavía en expansión tras la bonanza económica que siguió a la Gran Guerra. En lo alto había una colina desierta, y un joven con su esposa entregando un cheque.

La pareja se miró feliz, contemplando el enclave donde harían realidad sus ilusiones. Los enamorados invirtieron muchas horas, dinero, sudor y lágrimas en conseguirlo, pero años más tarde la mansión se erigió majestuosa, siendo visible desde cualquier punto de la llanura.

Cientos de reuniones, bailes y festejos acogieron los salones y jardines, siempre llenos de gentes deseosas de visitar el asombroso palacete. La mayor de esas fiestas llegó cuando la mujer quiso anunciar a todos que estaba a la espera de dos gemelos, propagándose la felicidad a los cuatro vientos.

Sophie se agitó levemente desde su vigilia cuando una terrible angustia la invadió. Se le formó un nudo en la garganta al experimentar el dolor del inventor al perderla a ella y sus dos hijos antes de que siquiera llegaran a nacer.

Un manto de tenebrosidad le cubrió, llegando el fin de los banquetes, el color y los deseos de buenaventura. Poco a poco ya nadie acudía a verle, respetando su deseo de aislarse en duelo.

El tiempo pasó, las rejas de la mansión se cerraron con llave, y el apuesto joven se convirtió en el inventor ermitaño, amparado en el desconcierto y los rumores creados por la masa. ¿Qué haría ahí encerrado día tras día? Nadie lo sabía.

Ante el secreto primaba el miedo, y frente al miedo, la prudencia.

La invitada murmuró en sueños palabras sin sentido, dejándose abrazar ahora por la esperanza y el cariño. Eso fue lo que el anfitrión albergó cuando se entregó de lleno a su mayor reto: no quería abandonar el mundo sin saber lo que se sentía ante la presencia de otra vida creada por él. Aunque fuese una falsa paternidad, dotaría a sus creaciones de todo lo mejor que el ser humano podía reunir.

Muchas lunas y soles empleó en conseguirlo; la emoción que ahora Sophie revivía fue idéntica a la de él la mañana en que Edward abrió los ojos.

Mas también sintió el temor a la muerte cuando ésta quedó cercana, y el reproche por no haber tenido tiempo de despertar al otro.

Cuando la chica estuvo a punto de despertar, una lágrima de alegría rodó por sus mejillas... Un nuevo recuerdo afloró en su percepción, el espíritu embriagador y cálido que tantas veces le consoló de niña, el hada madrina que le había alentado a soñar despierta en un mundo demasiado negro.

Pudo ver a la abuela Kim, así como al amor que profesaba a aquél lugar y su tímido habitante. Veía retazos de ella por doquier, su espíritu estaba presente en cada palmo de la casa, en cada chispa de pureza enterrada bajo la soledad.

Su despertar fue lento, reconfortante. Los primeros rayos del amanecer penetraban por los ventanales, a los que acudió corriendo, abriéndolos de par en par.

Suburbia estaba preciosa cubierta en nieve la mañana de Navidad. No era justo que sus convecinos temieran esa blanqueza por supercherías sin fundamento. Al respirar el gélido aire se dijo que su misión todavía no había concluido.

Caminó hasta la sala principal renovada en energías, y allí se topo con los dos manostijeras. El negro brillante de sus ropas, rematado por hebillas de todo tipo, hacía del contraste entre lo blanquecino de sus pieles y lo dispar de sus cabellos un equilibrio encantador.

Edward sonrió levemente al contemplar la melena devuelta y engrifada de la muchacha.

- ¿Puedo cortarte el pelo?

Ella asintió, sentándose en una banqueta giratoria, dando vueltas sobre sí misma hasta quedar a la altura adecuada. Totalmente relajada se dejó hacer ante los expertos dedos metálicos.

Alphred estudiaba los movimientos, intrigado por la noción de sus propias habilidades. Cuando el inventor le creó, dejó impreso en su alma que debía permanecer siempre junto a Edward, pues él le amaría y acompañaría toda la eternidad. Mientras que la noche era precavida y solitaria, el día era impetuoso, expandiendo lo inmenso de su corazón como si de la luz del sol se tratase.

- ¿Me dejarías ayudarte? - le preguntó a su igual.

Edward asintió, haciéndole partícipe en el lado izquierdo de la cabellera de Sophie.

Las extremidades metálicas del rubio se movieron, primero con algo de dubitación y entumecimiento. Imitaban el quehacer de Edward a velocidad moderada, llenándose el espacio del sonido seco de los cabellos cortados.

Una lluvia de puntas y mechones se desperdigó por doquier, arrancándole carcajadas a ella. El resultado final estuvo conseguido, y aunque la zona del novato no había quedado demasiado pareja, no permitió que fuese modificada.

- Es mi orgullo llevar un peinado tan original. - afirmó.

Les miró a los dos, anunciándoles lo que a continuación iban a hacer, repleta de creatividad y predisposición.

- Vamos a darle a Suburbia su mejor regalo de Navidad. ¡Llenaremos los jardines de más esculturas, vistamos de gala los salones! Celebraremos una gran fiesta para que todos os puedan conocer y lleguen a quereos tanto como mi abuela y yo.

Ellos parecieron sorprendidos, buscando Alphred la mirada de Edward.

- ¿Más figuras?
- Sí¡tú también tienes el talento! - asintió entusiasmada. - ¿De dónde podemos obtener hielo?

El escultor por excelencia le indicó que le siguiera hasta la habitación del inventor. Una vez los tres allí, señaló la maquinaria de una de las creaciones, aquella mediante la que se surtía de materia prima para los trabajos.

Sophie indagó en los botones, tratando de realizar alguna conexión entre el funcionamiento de la máquina del día anterior y esa. El afilado dedo de Edward le mostró cuál era la palanca de encendido.

El estruendo del engranaje interior dio paso a unos enormes bloques de hielo que salieron por una cinta transportadora.

- ¡Es estupendo! Llevemos todos los bloques al jardín, y cuando os pongáis a diseñar, yo me encargaré de las invitaciones y hacer correr la voz.

Entre más risas hicieron uso de cuantos trastos encontraron, tomándoles unas horas poblar los exteriores de pedazos de cristal. Una vez todos dispuestos, Edward sugirió hacer un enorme árbol decorado, como los que había visto en la casa cuando la familia de Sophie le adoptó momentáneamente.

- Me parece fantástico. Voy a buscar materiales dentro para hacer carteles y tarjetas. - dijo ella.

Y mientras la joven se sumergía en el universo del castillo, los dos seres se situaron alrededor del bloque macizo, iniciando el mayor de ambos la talla de la silueta del tronco.

Rebajó el grosor del bloque hasta convertirlo en un cilindro irregular, dibujando a continuación las estrías y demás relieves.

Sophie se asomó desde otra de las ventanas, observando cómo la escarcha flotaba alrededor de ellos mientras trabajan el cristal helado.

Alphred se esforzó, adquiriendo velocidad y destreza a medida que avanzaban los minutos. Sin embargo, al tratar de definir un adorno de los tantos que el árbol llevaría, sintió algo que desconocía: dolor físico.

Edward paró, contemplando el corte y la diferencia entre el rojo de la sangre que manaba de su mentón, y el intenso azul de sus ojos.

Los bucles dorados se contornearon cuando el primer manostijeras acercó el rostro al suyo con la intención de curarle. No podía alzar los dedos para limpiarle la herida, pues se la abriría mucho más...

Así que con suavidad depositó sus besos primero sobre la mejilla, descendiendo hasta la futura cicatriz, acabando por rozar trémulamente sus labios.

El vínculo irrompible entre los dos quedó sellado cuando Alphred le rodeó entre un amasijo de cuchillas, sin querer romper esa unión que instintivamente buscaba. Forjando un solo ser de labios y metal conjunto, dedicaron lo que eran, día y noche, a preparar un museo de cristal con el que ganarse el respeto de los pueblerinos.