Capítulo 4

Los niños se levantaron de sus camas tras toda una noche de nerviosismo, aguardando a que el sol les diera permiso para correr al encuentro de la chimenea.

No importaba en qué zona de la ciudad fuese, o si las familias eran más o menos pudientes, pues la misma escena se repetía: pequeños arremolinados alrededor de las luces y las bolas de cristal, quitando a toda prisa los papeles de colores que cubrían sus regalos.

La Navidad llegó con su cielo claro y limpio de nubes, haciendo que la espesa capa de nieve brillara cuán diamante, creando formas caprichosas en los tejados y los diversos renos artificiales que los decoraban.

Un vecino del barrio principal salió a su jardín armado con pala y sal, siendo su intención despejar de hielo el camino hasta la entrada. Se centró en la tarea hasta que una voz femenina le hizo alzar la vista. Se quedó estupefacto al ver a una jovencita correr carretera a través, propagando su mensaje a todo pulmón.

- ¡Acudid a celebrar la Navidad¡Toda Suburbia está invitada!

El vecino se apoyó en el mango de la pala, interesado por el entusiasmo demostrado.

- ¿Invitada a qué?

Sophie se detuvo ante el porche, regalándose su deslumbrante sonrisa.

- A la reconciliación de nuestros corazones.

Y tras ello, señaló con la mano hacia lo alto, consiguiendo que el hombre siguiera la dirección hasta que sus ojos se abrieron desmesuradamente, fruto del asombro.

Allá, sobre la colina en la que se alzaba el tenebroso castillo al que nadie iba, un gigantesco árbol de hielo saludaba al nuevo día. Era tan perfecto que parecía haber sido tallado por manos divinas.

Sin embargo, de sus labios brotó el temor.

- Aquél que lo habita es peligroso, todos lo saben.

La chica se acercó hasta él, mirándole atentamente con sinceridad.

- ¿Qué clase de maldad podría crear algo tan hermoso? Olvide los prejuicios y acuda con su familia al atardecer. ¡No olvide pasar el mensaje!

Sophie se alejó de allí sin perder su encantadora expresión, corriendo por las avenidas colindantes, atrayendo la atención de todos aquellos que despertaban poco a poco a la actividad.

El boca a boca y la propia situación de la mansión hizo que ya a la tarde no se hablara de otra cosa en Suburbia. El asfalto y las aceras se llenaron de curiosos que desafiaban al miedo colectivo a la nieve, fascinados por aquella escultura sobrenatural.

Dos hermanos sacaron el regalo que habían recibido, un potente telescopio para observar el firmamento.

- ¡Déjame ver a mi primero! – dijo uno de ellos, colocándose las gafas.

Forcejearon, consiguiendo uno enterrar la cuenca ocular en la mirilla del objetivo. Exclamó agitando las manos, describiendo lo que veía.

- ¡Mira, es el hombre de la historia¡El de las tijeras!
- Mentiroso. – respondió el otro, apartándole.

Se tuvo que tragar las palabras al verle no sólo a él, sino a uno más.

- ¡Es verdad!

Y mientras una multitud de chiquillos hacía cola para espiar mediante las lentes, Edward y Alphred ultimaban aquélla, su primera obra de arte conjunta.

Con los rayos del sol acariciando su rostro, Alphred descubrió cuál era su verdadero talento. Así como la luz puede crear sombras y relieves con su mera existencia, él poseía un don para detallar los volúmenes.

Su cuerpo menudo, vestido de brillante negro, se contorneaba al ritmo de los dedos de acero, tallando con la espontaneidad que definía su carácter extrovertido. Había nacido hacía menos de un día, pero el lugar parecía otro gracias a él.

Edward supervisaba el trabajo hecho, sobrecogido por la compañía que siempre anheló. Era tan distinto a él… Atrevido, espontáneo y soñador. Dispar también en físico, pero semejante en condición y pureza.

- ¿Lo he hecho bien? – quiso saber.

El ya veterano asintió, felicitando a su amigo, hermano y eterno amante por la labor.

- El inventor habría estado muy feliz.

Alphred le miró con sus ojos celestes, luciendo la profunda cicatriz ya cerrada que había quedado en su barbilla.

- Quiero saber más, Edward. ¿Por qué Sophie se ha ido¿A qué se refería cuando hablaba de la gente mala?

Él suspiró, rememorando aquellos días amargos y el recuerdo de sus aventuras por el mundo exterior. Elevó una tijera hacia la derecha, indicándole que le siguiera.

Los dos caminaron por los bosques que rodeaban la enorme casa, ricos en arboleda tallada ahora repleta de escarcha. Sus figuras de vinilo oscuro resaltaban entre la claridad del jardín de cuento.

Cuando al fin estuvieron en el enclave preciso, procedió a contarle la verdad.

- Nuestro creador no deseaba que sufriéramos, por eso quiso crearnos por completo, pero no pudo acabarnos. – le dijo, moviendo las terminaciones metálicas. – Y la gente nos teme.
- ¿Por qué hacen eso? – preguntó con la mirada vidriada.
- Somos diferentes… Pero algunos de ellos también. No todos nos odian.

Entonces buscó sus tijeras con las suyas, rechinando al encontrarse mientras le llevaba hacia un rincón apartado del jardín, en el que una bella estatua de piedra danzaba como si contara con vida propia.

Alphred soltó su mano y maravillado la rodeó, deleitándose con la expresión conseguida, tan realista que le resultaba hasta conocida.

- ¿Quién es?
- La persona más bella del mundo. – afirmó.

El rubio cerró los ojos, evaporándose la tristeza repentina que había acusado.

- Puedo oír la melodía que está bailando… Esta girando sin parar, y la nieve cae sobre su pelo.

Kim, inmortalizada en granito, cantaba para ellos por la dicha de ver muchos años después de su muerte lo que en vida persiguió. Una parte de su alma se había quedado allí junto a Edward, velándole hasta el día en que ya no tuviera que acompañarle para aliviar su soledad.

- Yo también la escucho. Ella nos protegerá.

Alphred abrió de nuevo los párpados, buscando el cobijo de su pecho palpitante, y el escudo de afilados enseres que no permitirían que nadie le hiriese. Edward le abrazó con cuidado, apoyando el mentón sobre su cabeza.

Permanecieron así largo rato, sumidos el uno en el calor del otro.

En esos precisos momentos, Sophie lograba su objetivo de arrastrar a toda la ciudad. Los mayores se mostraban recelosos, pero era tanta la curiosidad que un río de adultos, ancianos, adolescentes, jóvenes e infantes la siguió, atravesando la gran reja y subiendo por la empinada senda.

A medida que avanzaban metros, exclamaciones de asombro brotaban por doquier. Todas las figuras que llenaban los caminos atraían a los visitantes, tentados de tocarlas y salirse de la ruta.

Alzaron los cuellos hacia arriba, tragando saliva al bañarles las sombras proyectadas por el castillo y el fastuoso árbol de cristal.

- A veces los malentendidos son injustos y nos procuran dolor. – dijo Sophie tras situarse al frente, siendo rodeada en un círculo informal. – Muchos habéis crecido bajo el influjo de la leyenda, creyendo que tras estas paredes se encontraba un ser horrible y peligroso. Pero no es así. Mi abuela lo sabía, y ella me inculcó su amor hacia ellos.
- ¿Ellos? – exclamó la peluquera del pueblo.

Lo confirmó, y para cuando pretendía proseguir, se oyeron los gritos de unas personas que se abrían paso entre la multitud.

- ¡Sophie!

Reconoció a quiénes la reclamaban, arrojándose a los brazos de su familia cuando les vio aparecer atropelladamente, apartándose los demás para formar un pasillo.

- ¡Papá, mamá¿Cómo habéis llegado¡Pensé que el aeropuerto estaba cerrado por la tormenta!
- Conseguimos meternos en el primer vuelo que salió de Phidadelphia. – respondió él.

Por su parte, la madre no pudo ocultar su malestar.

- Cariño¿qué haces en este lugar? Ya sabes que no…
- Estábamos equivocados, y os lo voy a demostrar.

Se alejó de los suyos, pidiéndoles a todos que la siguieran.

- Pero Sophie… - insistió el matrimonio.

Ella les miró con dulzura, muy segura de si misma.

- Hacedlo por la abuela.

La mujer se emocionó ante el recuerdo de su madre, accediendo no sin cierta reticencia a caminar entre las nieves. La muchedumbre bordeó la casa entre más y más tallas que reflejaban los colores de la puesta de sol.

Un murmullo unánime surgió cuando se toparon con la prodigiosa estatua de Kim, y la pareja de escultores a sus pies. Ellos, todavía aferrados, se giraron para confrontar a sus invitados. Se soltaron lentamente, bajando los brazos con naturalidad, quedando desplegadas las tijeras.

Sophie observó que el velo de temor era mayor en Edward y Alphred que en sus convecinos. Avanzó hasta situarse entre ambos, y les tomó de las tijeras con sumo cuidado, dirigiéndose por vez última a los congregados.

- Vivamos en armonía y sin represalias inútiles. Kim así lo quería.

El rostro semi inexpresivo de Edward por los cortes se curvó en una sonrisa, hablando con timidez.

- Podéis venir siempre que queráis, y todos los años haremos más esculturas de hielo para que celebréis aquí este día.

Uno de los muchos niños presentes logró escapar de la vigilancia, mirando fijamente a Alphred hasta estar ante él. Alzó un dedo para tocar sus frías cuchillas, y el manostijeras correspondió arrodillándose parcialmente para poder encararle y hacerle una mueca graciosa. Ante la diversión del pequeño, las últimas reservas de los habitantes de Suburbia desaparecieron.

La madre de Sophie se secó las lágrimas, susurrándole a su marido al oído.

- Mírala… Ha regresado entre nosobotros. – dijo, mirando la estatua.

La paz enterrada bajo la incomprensión inundó cada centímetro del jardín, y las gentes se desperdigaron por doquier para admirar las maravillas de cristal, viviendo la mejor noche de Navidad que se recordaba.

Pequeños copos de nieve comenzaron a caer, y todos miraron hacia el cielo ya oscuro, decidiendo que era hora de regresar a casa. Quisieron despedirse de los escultores, pero por mucho que buscaron no les encontraron.

Los últimos en marcharse fueron los miembros la familia que más ligada estaba a la mansión. El matrimonio alentó a su hija para volver a su casa en Suburbia y celebrar la cena pospuesta por motivos de tráfico aéreo.

Sophie así hizo, feliz por estar con los suyos y haber obrado justicia. Al fin su sueño de niña estaba cumplido, y la fe que siempre tuvo en la abuela Kim estaba bien fundada.

Movida por un presentimiento demasiado real como para venir de su interior, se dejó llevar por el espíritu que desde siempre la había velado. Miró hacia los ventanales, y les vio.

Desde el enorme agujero que todavía permanecía en los tejados del castillo manaba escarcha. Edward y Alphred esculpían hielo, creando para ella una hermosa lluvia de pequeños cristales.

Sonrió ampliamente mientras el agua helada refrescaba sus mejillas. El viento se llevaba los copos, propagándolos varios kilómetros a la redonda.

La joven cerró la puerta exterior de la mansión, de ahora en adelante sin cadenas que la cercaran. Pudo partir de allí completamente plena, pues no se dejaba más asuntos que resolver.

Asimismo, supo que siempre les tendría cerca, pues la esencia de los dos le llegaría a través del aire en forma de suntuosas heladas.

Edward y Alphred le darían la bienvenida cada invierno con su particular homenaje, haciendo lo que mejor sabían…

La recibirían esculpiendo neviscas.

.: Fin :.