Capítulo 3. Los niños perdidos.

Frenó a Centella cuando llegó al templo en ruinas. Al instante se acercaron todos los niños, curiosos. A duras penas, desmontó y arrastró al chico al suelo, donde cayó boca abajo.
- ¿Qué ha pasado?- preguntó Leclas. Sudaba mucho por culpa de la carrera y por eso se quitó la máscara en forma de calavera y las hojas que servían de camuflaje.
- No lo sé muy bien. - Zelda se quitó ella también la máscara. Jadeaba por efecto de las emociones. Urbión llegó casi de inmediato. Se arrodilló al lado del desconocido y le dio la vuelta para examinarle el rostro. - ¿Quién es este? - quiso saber Leclas. Zelda y él se inclinaron sobre el extraño. Urbión le tocó el cuello, comprobó que tenía el pulso algo entrecortado y luego usó la red de hojas del disfraz de Skull-kid a modo de almohada. Mientras continuaba examinándole, Zelda les contó cómo había presenciado el combate entre el jinete negro y el chico. Al oír cómo una bola de energía verde había dañado al joven, Urbión se preocupó.
- Es un hechizo paralizador. - rebuscó entre sus bolsillos hasta encontrar el agua del Hada. Urbión la empleaba para curar cualquier herida o enfermedad. No siempre era efectiva, pero tenía fe en sus capacidades.
- ¿Se pondrá bien? - Zelda se arrodilló al lado del muchacho.
- ¿Te preocupa? - Leclas cruzó los brazos sobre el pecho. - Mira que traerle aquí... ¿Por qué lo has hecho?
- Iba a matarle. - se excusó Zelda.
- ¿Y qué? Zelda, lo más importante es encontrar comida, no salvar a guapitos de cara. - Leclas bufó como los gatos rabiosos. - Al menos, podemos vender el caballo en Kakariko.
Urbión terminó de darle agua del Hada, y volvió a recostarle.
- Saldrá de esta. - anunció. - Hum... qué curioso.
Zelda observó el rostro del desconocido, buscando el motivo de la curiosidad de Urbión. Era un chico de su edad, un poco más bajo que ella y mucho más pálido. El cabello rubio se ondulaba alrededor de los remolinos que tenía en la coronilla y en la frente; no llegaba a ser rizado, sin embargo. Zelda tuvo entonces la extraña sensación de conocerle...Vestía una túnica azul con bordados en oro y plata muy elaborados. Una de las niñas, cuyos padres habían sido tejedores, tocó la tela y declaró que era algodón de los Arikos, un tejido muy caro.
- ¡Mirad, tiene las orejas como Zelda! - exclamó otro de los niños.
En efecto, tenía unas enormes orejas puntiagudas. Zelda se tocó las suyas.
- Será descendiente de hylians. - aseguró Urbión.
- Quizá sus padres nos paguen un rescate. - dijo Leclas, los ojos brillando por la codicia. Zelda y Urbión se miraron y, sin decir nada, supieron lo que pensaban el uno y el otro.
El joven empezó a toser, su cuerpo se convulsionó y abrió mucho los ojos, tanto que asustó a los niños. Salieron corriendo hacía el refugio que ofrecían las ruinas del templo. - ¿Dónde...dónde está... Skull-kid? - balbuceó asustado. - ¡Deja a Centella!
- Tranquilo, estás entre amigos. - Urbión le sujetó los hombros y le recostó de nuevo. El chico se relajó; era un efecto que tenía la voz del Sheikan. Era capaz de hacer que todos le obedecieran casi ciegamente.
- ¿Dónde estoy? - dijo el paciente. Observó a su alrededor, y su atención se fijó en la cabellera trenzada y pelirroja de Zelda.
- En el bosque de los Kokiri, más exactamente, en el templo del bosque. Estás a salvo. Yo soy Urbión, él es Leclas, y esta chica se llama Zelda Esparaván. Fue ella quién te salvó.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó Leclas con un tono de fastidio y enfado. Urbión iba a reprenderle cuando el desconocido se incorporó un poco hasta sentarse. La cabeza le daba vueltas, pero logró decir:
- Link. - antes de volver a caer hacia atrás.
- El hechizo paralizador tardará un poco en desaparecer. - aclaró Urbión. - Mientras, debes descansar. Encantados de conocerte, Link.
Zelda se puso en pie y anunció que ella se ocuparía de la cena. Urbión se quedó al lado de Link, que había vuelto a dormirse, arropado por su propia capa.

Unas horas más tarde, Link estaba sentado cómodamente en el interior de las ruinas. Frente a él, ardía un fuego que servía tanto para calentar la estancia del templo como para cocinar. Formando un coro alrededor de la fogata, el grupo de niños que vio al despertar le observaban sentados en el suelo. Centella estaba fuera, mordisqueando las yedras que crecían entre las rocas. La había despojado de su silla de montar, y las escasas pertenencias de Link estaban colocadas a su lado. Hacia un rato que había despertado, y Urbión le había acompañado junto al fuego. El Sheikan hablaba con Zelda, que servía los cuencos de sopa. A su lado, el niño gruñón se quejaba.
- No hay suficiente. - Leclas encogió el labio, otro de sus gestos para indicar enfado. La olla tenía, en efecto, muy poca sopa para todos. - Y encima queréis darle de comer.
- Lo necesita. El hechizo le ha dejado muy débil. - explicó Urbión. - Yo no quiero mi ración. - Yo tampoco. - Zelda le tendió un cuenco a uno de los niños, y este se alejó.
- ¡Muy bien! El resto nos moriremos de hambre, y vosotros le dais doble ración al señor marqués.
- ¿Hay algún problema?
La voz de Link les sorprendió a los tres. El joven les miraba sentado en su sitio, con el rostro más pálido de lo normal.
- No, ninguno. - dijo con cortesía Urbión. A pesar de la contestación, el "marqués" buscó en el interior de su mochila.
- Yo tengo...- y extrajo un paquete de tela. - creo que son 10 panecillos de leche. Tomad, a mi no me gustan.
Leclas los cogió con avaricia y empezó a repartirlos. Urbión se acercó a Link y le tendió el cuenco.
- Muchas gracias. - Link sorbió el caldo, hecho con un par de patatas y un hueso de animal. Estaba soso y sabía a rayos, pero el líquido caliente le calmó el hambre. - Gracias por ayudarme. - ¿A dónde ibas? - preguntó Zelda, sentándose a su lado. Link miró el rostro dorado por el sol y con pecas naranjas como sus cabellos. Tenía los ojos verdes muy oscuros, casi negros; y le miraban con curiosidad. Nunca había visto un peinado así: todo el cabello estaba peinado en pequeñas trenzas tirantes y largas. Se preguntó si acaso era la moda en Hyrule.
No sabía cómo tratarles: si de usted o tutearlos. Entre las muchas cosas que jamás había hecho estaba la de tratar con niños de su edad.
- Camino de Kakariko. - sorbió un poco de sopa y preguntó. - Y vosotros ¿qué hacéis aquí, en medio del bosque?
- Es una larga historia. - Urbión echó un trozo de leña al fuego. - Algunos somos huérfanos, que nos refugiamos en el bosque para evitar los orfanatos. Pero la gran mayoría fueron abandonados aquí por sus padres. Sobrevivimos de lo poco que hay en el bosque y de lo que nos dan los caminantes.
- Qué fino te has vuelto, Urbión. - Leclas tragó el trozo de pan de leche y, masticando con la boca abierta, continuó hablando. - Dilo bien: robamos a los caminantes. Nos disfrazamos de Skull-Kid y les asustamos para que suelten comida o dinero... Si no te hubieran atacado, sin duda te habríamos dejado pelado... Por cierto¿por qué ibas tan acompañado? Había más de diez soldados.
- Soy un peregrino, nada más. Mi destino es el Templo de la Luz. - Link tenía la sospecha de que debía mantener en secreto su verdadera personalidad, sobre todo a Leclas. Encantado, pues no quería que le trataran con más solemnidad, continuó la mentira. - Ese ejército también se dirigía allí, yo sólo les acompañaba. - ¡Ja! - exclamó incrédulo Leclas.
- Con ladrones por el camino, no podía ir sólo. - dijo Link. Leclas se atragantó por la contestación, mientras Zelda y Urbión se rieron. - Explicadme, por favor¿por qué hay tantos niños abandonados?
- En los últimos tiempos se ha convertido en una práctica corriente. - Urbión miró al grupo de niños que comían con avidez sus cuencos de sopa. Eran un grupo muy heterogéneo: había niños de entre 4 y 10 años, altos, bajitos, morenos, rubios, pelirrojos... Los tres mayores eran Urbión, Zelda y Leclas. Fue este quién apuntilló otra vez a Urbión.
- Es por culpa de esa malvada reina Estrella. Cobra más impuestos a las parejas que tienen más de un hijo. - Sí, en efecto. Muchas familias no pueden pagarlo, y optan por darlos en adopción. Sin embargo, en los orfelinatos los niños se mueren enseguida; así que algunos padres los abandonan en este bosque. En tiempos remotos se decía que aquí vivía una tribu de niños, y los aldeanos creen que aún están y que ellos cuidarán de sus hijos. - Pero eso... no puede ser. - Link se puso muy nervioso. Dejó el cuenco. - Es terrible. - Esa reina no tiene corazón. - Leclas golpeó la pared. - Como se nota que esa vieja bruja no tiene hijos.
Link exclamó consternado. A punto estuvo de decirle a ese maleducado que respetara a su madre, cuando se dio cuenta del efecto de la frase. ¿Cómo que no tenía ningún hijo¿Nadie había oído hablar de él?
- Lo lamento mucho. - dijo el príncipe. - Cuando llegue a Kakariko, haré que os recompensen. - No estamos tan mal. Lo que sucede es que el otoño y el invierno son malas épocas. No crece nada: logramos sembrar algunas patatas y otras hortalizas, pero ... - Urbión señaló a Zelda, que estaba muy silenciosa. - Gracias a ella, podemos sobrevivir un poco. Zelda no es de Hyrule.
- ¿De dónde eres? - preguntó Link. Zelda masticó el trozo de pan de leche que le tocó.
- De Labrynnia.
Link abrió mucho los ojos por la sorpresa y soltó un "guau.
- La península de Labrynnia está muy lejos; al otro lado del mar. - ahora se explicaba la piel tostada y el extraño peinado. - ¿Qué haces en Hyrule?
Zelda se mordió los labios. Sobre los pantalones negros se había colocado una túnica verde, que era de un hombre adulto y por eso le estaba algo grande en los hombros. Le asombró un poco que fuera el único, de todos los que había conocido en Hyrule, que sabía que Labrynnia era una península, y no una isla como tradicionalmente se creía.
- Viajar. - Fue la contestación algo escueta. La muchacha se levantó para recoger los cuencos, momento que Leclas aprovechó.
- Oye, Link¿cómo nos recompensarás? - se frotó las manos, los ojillos brillaron más codiciosos que nunca mientras calibraba el origen de las lujosas ropas del extraño.
Link no supo que responder. ¿Dinero? Podrían comprar comida, pero... cuando se acabara¿qué harían? Miró al corro de niños que habían terminado de cenar. ¡Qué delgados y pálidos! Le embargó una sensación desconocida, una pena más honda incluso que la que sintió el día que murió su padre. Sentía la miseria de esos niños como la suya propia. No sabía cómo llamarlo, creyó que quizá fuera eso que su maestro llamaba "solidaridad" o quizás "compasión". Había leído sobre ello tantas veces, pero jamás lo había experimentado. - ¿Qué es esa caja? - inquirió una vocecilla a su lado. Interrumpió la conversación de Leclas sobre unas botas nuevas o una vaca. Link miró a la niña morena. Apenas tenía pelo, y se cubría con una túnica marrón dos o tres tallas mayores. Señalaba con su dedo el estuche negro y alargado. Link le sonrió y le guiñó el ojo.
- Es un estuche, contiene una flauta. - dijo en voz baja, para que sólo la niña lo oyera. Pero el resto estaba atento a sus acciones. De pronto se vio rodeado de más niños, que pedían ver el instrumento. Con un poco de miedo, pues no deseaba repetir la experiencia con los soldados, abrió el estuche.
Por fortuna, la flauta estaba intacta. Su piel plateada brillaba impoluta, tanto que centelleó a la luz del fuego y cegó a algunos niños. - ¡Ohhh! - exclamaron al unísono. Hasta Urbión, algo distraído, y Zelda se acercaron para ver el instrumento.
- ¡Qué bonito! - la niña morena alzó la mano para tocarla. Link la sacó del estuche y la acercó al grupo. Algunos valientes se atrevieron a rozar un poco las teclas y los agujeros. La flauta tenía un grabado en una de sus teclas, un triángulo formado por tres triángulos más pequeños. Link rezó en silencio para que sus nuevos amigos no reconocieran el símbolo de la casa real.
- ¿Para qué sirve? - preguntó un niño. Link no pudo evitar reírse, debido a la cara de sorpresa que tenían todos. Humedeció los labios, se acercó la boquilla y, con los brazos extendidos hacia su derecha, los dedos colocados sobre los agujeros, sopló. El aire se removió en el interior del tubo, y el sonido dulce y delicado conmovió las hojas de aquel bosque. Desde los Kokiri, nadie había vuelto a tocar un instrumento. Los niños rieron y se asustaron al mismo tiempo. Había muchos de ellos que jamás habían escuchado música.
- Vaya, Link¿por qué no tocas algo? - pidió Urbión. El príncipe asintió.
- Por supuesto. Habéis sido muy amables; es lo mínimo que puedo hacer. - reflexionó un momento antes de decidirse por una pieza alegre. Los sonidos de la flauta surgieron como un torrente, sus dedos volaron veloces encima de las teclas, impulsados por el frenesí que le embargaba cuando tocaba algo tan divertido. Los niños aplaudieron cuando acabó, e inició otra canción, de corte más popular. Esta tenía letra. Urbión reconoció los compases, y al instante se puso a cantar. Los niños se rieron cuando su jefe sacó a bailar a Zelda, mientras cantaba: "Las chicas el brazo deben aceptar, si al chico no quieren su corazón destrozar..." Representaron una danza, y el público empezó a imitarles.
Link tocó seis o siete canciones más, algunas un poco más lentas, pero todas conocidas por Urbión o por Leclas.
- Las escuchamos en el orfelinato. Algunos guardas las cantaban. - le explicó Urbión.
Poco a poco, los niños se fueron quedando dormidos. Zelda les arropó con unas mantas hechas con hojas y ramas. Luego, se sentó. Ya sólo quedaban Zelda, Urbión y Leclas al lado de Link. Este se había tomado un descanso. Se sentía feliz, como nunca lo había estado en su vida. Durante ese rato, no se había acordado de su viaje, sus miedos... Había olvidado hasta el ataque y las órdenes extrañas de su madre. Aceptó un odre con agua que le tendió Urbión.
- ¿Qué piensas hacer? - le preguntó. Link creyó que le había leído el pensamiento. Nada le apetecía más que permanecer allí, en ese pedacito de bosque, para siempre.
El deber era el deber. Recordó la obligación de su viaje, y su supuesta importancia. Dio su palabra, no podía fallar.
- Tengo que ir a Kakariko, para proseguir mi viaje. - limpió la flauta con el paño correspondiente.
- ¿Qué es lo que tienes que hacer en ese templo? - preguntó Zelda.
- ¡Menuda pregunta! Pues rezar, desde luego... - Leclas, algo más relajado en la última hora, regresó a su mal humor.
- No, exactamente. - Link apreció que Zelda se ponía colorada. - Debo ir a tocar una canción muy especial, por eso llevo esta flauta. Es una tradición muy importante.
- ¿Qué canción es esa? - Urbión le miraba muy serio, los ojos rojos algo oscurecidos. "Quizá sea debido a la fogata, me hace tener visiones..." pensó Link. Parpadeó. La segunda vez que le miró, tenía una expresión dulce e inocente.
- Se llama "La Canción del Tiempo". - Link se mordió un labio mientras aferraba la flauta. - No debería hacerlo, es secreta... Pero, puesto que me habéis salvado la vida, la tocaré para vosotros.
Se llevó la flauta a los labios. El sonido retumbó sobre las piedras del viejo templo, despertando por unos breves instantes los ecos de las otras personas que habitaron allí. Link, mientras la música avanzaba, vio las sombras de unos niños delante de él. Vestían de verde, y entre ellos, destacaba uno un poco más alto y con expresión seria. Dejó de tocar de inmediato. ¿A quién le recordó ese niño fantasma? Al cesar la música, los seres se disiparon. Nadie más que él los había visto.
- ¿Secreta dices¡Pero si Zelda lleva una semana tatareándola! - exclamó Leclas. - Yo me voy a la cama, señor marqués. Estos ricos, se creen especiales, los muy...