Capítulo 17. La calma.

El sol se ponía despacio. Delante de Link, una tumba de piedra recién tallada se levantaba sobre la tierra removida. Dampe, el enterrador, dio un largo trago a una botella de licor. Aunque se había disgustado mucho por las dos tumbas profanadas, tuvo que reconocer que los muchachos habían prestado un gran servicio a Kakariko. Hacía días que el pozo daba agua contaminada, y los espíritus que atacaban el rancho Lon-Lon también habían molestado a los ciudadanos de Kakariko. Con la muerte de el espíritu que había tomado el templo de la Sombra, las cosas volvían a la tranquilidad

- Ojalá hubiera podido disculparme. – empezó a decir Link. Zelda asintió, con el rostro apenado.

Kafei se acercó a la pareja. Le pidió a Link que le tradujera las palabras en hyliano, grabadas sobre la tumba. Link se había gastado 100 rupias del premio en ella.

- Dice "Sargento Raponas Dalvania. Fiel servidor de su Majestad Lion II. Murió con honor en acto de servicio."

- ¿Fue soldado de tu padre? – Zelda desconocía ese dato. Link asintió y se apartó de la tumba.

- En cierto modo, ellos eran mi guardia personal. Mi padre así lo dispuso en su testamento. Su deber era protegerme.

Salieron del cementerio, y se acercaron a la carreta de Kafei. El muchacho volvía a cobrar su sueldo, y, para evitar que le volviera a pasar, ataba una por una las cajas. Esto le suponía a veces retrasarse, pero así tenía una excusa para ir a ver a Zelda y a Link.

Nadie denunció a Zelda, ni entregaron a Link a los guardias reales. Estos pasaban cada dos o tres días, pero la gente les ocultaba. La razón era muy simple: Link defendió a una madre; y si estaba hechizado por eso, entonces era más beneficioso dejarle así. Resultó que la mujer con el niño era una prima de Zonta, y éste, aunque aún le miraba con odio, le pidió a los Bomber que les dejaran en paz.

Zelda habría partido hacia el desierto sin dudar, pero dos hechos desafortunados lo impidieron.

El primero fue la nieve. Nevó tanto que los caminos eran imposibles de transitar, y Centella no aguantaría las bajas temperaturas.

El segundo hecho, no tan desafortunado, pero que requirió su atención, fue la llegada de los niños del bosque perdido, capitaneados por Leclas. Cruzaron la ventisca y muchos de ellos, ya de por sí débiles, enfermaron. Se hospedaron en el hospital, donde el médico y la enfermera les trataron bien y hasta les cogieron cariño. A Link y a Zelda les acogió una mujer mayor que vivía sola. En la Torre de Melora no quisieron: ahí venían los guardias reales a beber con frecuencia.

Link dormía en el dormitorio del hijo de la mujer, desaparecido después de que los guardias se lo llevaran. Zelda tuvo que rendirse y dormir bajo techo. Compartía la cama de matrimonio con la anciana señora. Durante el día, Zelda ayudaba con las gallinas y los cerdos; Link limpiaba y después pasaba el resto del tiempo en la biblioteca de Kakariko. No estaba tan bien surtida de textos antiguos como la del Monasterio de la Luz, pero la mayoría estaban en cristiano.

Link recordaría aquel mes como un período de felicidad absoluta. Los aldeanos de Kakariko se detenían a hablar con él, le pedían consejo, le daban ánimos... La bibliotecaria le preparaba leche con galletas y, sin decirle nada, se las dejaba en la mesa, al lado del gran ventanal. Alguna noche, la anciana le pedía escuchar la música de la flauta, y luego Zelda contaba historias de Lynn y viejas leyendas que aprendió.

La muchacha, si no estaba ayudando a la anciana, pasaba a ver a los niños perdidos. Ayudaba a cuidar a los que estaban enfermos y jugaba con los que no lo estaban. Pensaba mucho en Urbión, y tanto Leclas como ella hablaban sobre su destino.

- Después de que te fuiste, empezó a comportarse de otra forma. – le confesó Leclas.

- ¿Qué hacía?

- Se quedaba quieto, pensando, como si tuviera muchos pensamientos a la vez... Descuidaba el fuego, o se iba al bosque a cazar y regresaba sin nada... A veces pienso que aquella canción, la que tatareabas y que Link conocía, le hechizó. Antes de oírla, éramos felices.

"Te equivocas, Leclas. Crees que éramos felices. ¿No recuerdas el hambre y el frío¿Qué hacíamos vestidos de Skull-Kids?" Zelda miró la luna llena redonda desde la ventana del cuarto. Los rayos plateados hacían brillar la nieve como si tuviera diamantes escondidos. "Urbión¿dónde estás?"

- ¿Estás preocupada por él, verdad?

Se giró, y se encontró a Link en el umbral.

- Estoy preocupada por muchas cosas. – Zelda le hizo un hueco en la cornisa y añadió, una vez que se sentó. - ¿Sabes algo del Templo del Espíritu?

- Sí, pero no te va a gustar. – Link cogió un mechón rubio y lo colocó detrás de la oreja izquierda. – Está en un lugar muy peligroso.

- ¿Más que en el interior de un volcán, bajo el agua o en una tumba? Y eso si no cuento con el escondite de la araña gigante.

- Mucho más. – Link suspiró. – Saharasala nos dijo que el Medallón del Espíritu estaba en el desierto ¿verdad? – Zelda asintió. –He hecho mis averiguaciones: la única construcción en el desierto es una enorme estatua llamada el "Coloso". Fue construida por antepasados hylianos, para honrar a los valientes de espíritu. De ahí su nombre.

- Que lugar más raro para honrar a alguien.

- Pleno desierto, pero tiene su explicación. Los hylians pretendían estrechar lazos con las gerudo. Actualmente el Coloso está en medio de sus tierras, y para llegar hasta él...

- Hay que atravesar su fortaleza. – Zelda chocó las palmas. – Estupendo, como siempre. ¿Cuándo partimos?

- Habrá que esperar al menos una semana más a que comience el deshielo. – Link se calló al ver la desilusión en los ojos de Zelda. – Esto... son como unas vacaciones.

- Link, olvidas lo que nos dijo Saharasala. ¿Cómo puedo tomarme vacaciones sabiendo que mi padre está atrapado en ese infierno? El Mal se escapó, y sus monstruos contaminan el agua, destruyen pueblos, matan madres...

Zelda se dio cuenta tarde que había hablado de más. Para evitar ver la mirada compasiva de Link, volvió a contemplar el cielo oscuro y sin estrellas.

- Si partimos ahora, el hielo puede hacerle daño a Centella, que jamás ha cabalgado sobre la nieve. – Link se puso en pie. – Sólo una semana más. Así conseguiré más información. Ten fe. Buenas noches.

- Buenas noches, alteza.


Link no pudo dormir esa noche: cada vez que cerraba los ojos veía la imagen de su madre. Si a Zelda le preocupaba la desaparición de Urbión, a él le preocupaba la actitud de su madre. Era una mujer inflexible y severa... pero ¿ordenar detener a su propio hijo?

"Quizá el Mal ha entrado en el palacio" pensó fugazmente antes de que se le cayeran los párpados.

A la mañana siguiente no recordó ese último pensamiento. Trabajó en la biblioteca, aunque ya había exprimido los fondos hasta la médula. A menos que registrara la exigua colección de poesía, no encontraría más información sobre el desierto, las gerudo o el Coloso.

La perspectiva de una semana completa sin hacer nada le desesperó tanto como a Zelda. Se levantó de su asiento dispuesto a buscar un nuevo entretenimiento. En eso estaba cuando se fijó que en una estantería había un libro mal colocado. Encima del estante superior, casi rozando el techo, estaba sobre los demás libros del estante, como si alguien lo hubiera consultado un momento y lo hubiera olvidado. Link tuvo que encaramarse a los estantes (sin que la bibliotecaria le viera) para poder alcanzar el libro. Cuando lo cogió, sintió cosquillas. Una gruesa capa de polvo envolvió al príncipe, proveniente de las tapas de cuero morado. Link descendió entre toses y contempló la sencilla cubierta.

El cuero morado era de buena calidad. Era un trabajo fino, adornados el lomo y los bordes de las páginas con pan de oro. La tapa tenía un dibujo grabado: el sello de la familia real. Se diferenciaba, constató Link, en que sólo faltaban las alas y las hojas. Era, por tanto, el sello exacto que estaba grabado en su flauta, y que vieron en los anteriores templos. Recorrió con los dedos los tres triángulos, preguntándose qué significaba ese símbolo.

Link apoyó el libro en la mesa. No era excesivamente grande, y nada pesado, pero tuvo que dejarlo un momento para limpiarse el polvo que tenía en el cabello y en la túnica.

Abrió el libro con curiosidad, y se llevó una desilusión: estaba en blanco. Movió las páginas, y lo único que logró fue levantar una nube de polvo. La bibliotecaria pasó junto a él, y Link aprovechó para preguntarle por ese libro. La mujer no tenía ni idea de qué libro se trataba. Examinó el ejemplar, buscando los sellos de la biblioteca o el trozo de papel pegado que indicaba su signatura. No tenía nada de eso. Consultó los registros, y no encontró ninguna nota sobre un libro de cuero morado.

- Supongo que puede estar aquí desde hace años; quizá alguien lo olvidó – fue su sensata conclusión. – Puede ser un diario, de ahí lo de las páginas en blanco.

A Link aquello no le convenció. Por algún motivo, su intuición le decía que era importante leer ese libro, pero no le dio tiempo a pensar mucho en ello hasta más tarde.

Leclas entró en la biblioteca y, saltando y gritando, le pidió que se escondiera.

- ¿Otra vez? Pero si pasaron ayer.

- Ya, pero hoy parecen que traen a un tío con ellos... Un tío muy alto y con cara de bobo.

Link se guardó el libro morado en la mochila, junto a la flauta de la que nunca se separaba. Subió al altillo de la biblioteca con Leclas, y la bibliotecaria quitó la escalera. Desde el desván, se podía ver la plaza principal de Kakariko. Link se asomó un poco, desoyendo las protestas y advertencias de Leclas.

Efectivamente, los guardias reales entraban a la plaza, acompañados de un nuevo invitado. Fue este quién habló con el alcalde.

- ¿Van muy vestidos, no? – observó Leclas.

- Son armaduras de combate. – Link se asomó un poco más. – No me gusta el cariz que toma este asunto.

Reconoció al hombre con "cara de bobo". Ahogó una exclamación.

- ¿Pero qué hace él aquí? – se preguntó. Leclas no le había escuchado.

- Zelda está ahí abajo, con Kafei. Se ha tapado la cabeza con una capucha, pero los guardias pueden descubrirla.

Link se asomó un poco más. En efecto, entre la muchedumbre que estaba alrededor del hombre y el alcalde, reconoció a Kafei y a una figura encapuchada. El hombre se acercó una especie de tubo de metal a los labios y empezó a hablar.

- ¡Alteza! – Su voz resonó por todo Kakariko, y los pocos que no se habían enterado aún se asomaron. - Alteza, os lo ruego. Tengo que hablar con vos.

- ¿Le conoces? – Leclas se agachó cuando el tipo dirigió el megáfono en su dirección.

- Es mi maestro. – Link se había agachado también.

- ¡Alteza! Salid, y hablaremos usted y yo. Tengo un importante mensaje que daros.

Link se mordió los labios. Leclas vio antes que él mismo que iba a mostrarse, y trató de detenerle.

- Puede ser una trampa.

- Es mi maestro desde los cinco años, confío en él y en su honradez. Además, creo que esos soldados armados han sido enviados por mi madre para algo más que encontrarme.

Link, a duras penas, logró escabullirse de Leclas; y salió por el tejado. Bajó a la plaza, y todos los habitantes de Kakariko murmuraron.

- Aquí estoy, decidme maestro.

Frod Nonag, que se jactaba de conocer al muchacho como a un hijo, tuvo que admitir que Link ya no era el niño delicado del castillo. Si, seguía delgado y pálido, pero en sus ojos brillaba la determinación de un adulto, y su cuerpo entero puesto en tensión demostraba su osadía. Los soldados reales se quedaron quietos, pero por unos segundos estuvieron tentados de capturar al príncipe.

- Alteza. – Frod se acercó a Link. – Han ocurrido hechos lamentables en los últimos días. Le necesitan en palacio.

- ¿Por qué ha traído un ejército armado? – quiso saber Link.

- Órdenes de la reina. – se acercó a él, de tal forma que lo siguiente que hablaron sólo lo escucharon los dos. – Vuestra madre ha enloquecido, señor. Desde vuestro último enfrentamiento, ha empeorado, y dicta órdenes enfebrecidas, tan absurdas como arrasar Labrynnia o quemar Termina... Por fortuna, he sido capaz de disuadirla de semejantes disparates. El único que no he podido evitar ha sido la orden de eliminar Kakariko del mapa.

Los ojos de Link se abrieron de par en par. Desde la distancia que los separaba, Zelda pudo ver ese gesto de sorpresa. Tocó la piedra telepatía para estar en contacto con el príncipe.

- No os preocupéis. Aunque casi son en vano, mis consejos han hecho mella en vuestra madre. Logré convencerla para que me dejara venir y traeros de vuelta al castillo. Si accede a regresar conmigo ahora, los soldados respetaran las vidas de esta buena gente.

Link vaciló. Vio a Zelda al lado de Kafei. La muchacha movía la cabeza de lado a lado, para decirle que rechazara la propuesta. Link conocía de sobra la fuerza y destreza de la Guardia Real. Su padre los había capitaneado en batallas más justas, y ni uno sólo de sus enemigos (goblins, hombres-lagarto, etc...) habían vencido. ¿Cómo podría entonces sobrevivir la pacífica gente de Kakariko? El maestro, viendo que el príncipe estaba receptivo, le puso una mano en el hombro con cariño.

- Si viene ahora conmigo, el ejército no herirá a nadie.

Link le miró a los ojos.

- ¿Es cierto que mi madre...?

- Creo que acabará muriéndose si no va a verla, alteza.

- Haga que los hombres den su palabra de honor, e iré por mi propia voluntad.

Uno de los oficiales de alto rango dio un paso al frente, se cuadró y dijo en voz bien alta:

- ¡Damos nuestra palabra de honor de que no heriremos a nadie de esta noble villa!

El silencio temeroso sobrecogió Kakariko. Ver tanto soldado armado para la guerra había provocado el miedo y el estupor. Zelda tocaba la empuñadura de su espada.

"Link, ni se te ocurra..."

"Escucha, Zelda. Debo ir al castillo. Mi madre está enferma. Te prometo que volveré antes del deshielo, e iremos al desierto, juntos". Link rozó la piedra telepatía bajo su camisa, fingiendo que se tomaba tiempo para pensar. No quería que los soldados descubrieran a la muchacha. Con ella quizá no serían tan benevolentes.

- Iré, entonces. – Link estrechó la mano del maestro y este le sonrió aliviado.

- Buena decisión, alteza. Justo la que esperaba oír.

Link caminó a su lado para salir de Kakariko. El ejército caminó detrás de él, protegiéndole de la multitud que le seguía. A las afueras, el resto del ejército y los caballos esperaban a que empezara la acción. El maestro preguntó por Centella, y Link tuvo que mentirle, por primera vez en muchos años.

- Enfermó y murió. – Link miró la cabalgadura del maestro: un caballo negro con una extraña pelusa en todo el cuerpo.

- ¡Link, no te acerques! – chilló Zelda. La muchacha se había desprendido de la capa y corría con la espada en alto.

El caballo relinchó, y mostró unos largos colmillos en lugar de dientes. No era un caballo, más bien su cabeza parecía la de un león. Link retrocedió asustado. Kafei, Leclas y Zelda eludían como podían a los soldados. Zelda llegó la primera hasta Link, usando las semillas de ámbar. Llegó en el momento en el que Frod Nonag sujetaba al chico del brazo para impedir que huyera.

- Se acabó, Link. – y le sacudió en la nuca con la fusta. Link, aturdido, trató de quitarse de encima al traidor, pero se desmayó antes de poder huir. Lo último que escuchó fue el grito de Zelda y la voz burlona de su maestro.

- Quemad las casas.


Nunca la espada de Zelda y su amplia colección de semillas trabajaron tanto como esa aciaga tarde. Frod, el maestro, cargó el cuerpo del príncipe en el extraño animal y montó él también. Se elevaron en el aire, y Zelda, corriendo, trató de sujetarse a sus garras. El animal la golpeó en el estómago, y remontó el vuelo tan pronto y tan alto que Zelda sólo pudo ver cómo desaparecía Link entre las nubes.

No pudo detenerse. Los soldados cumplían la última orden. Acercaban teas encendidas a las casas de piedra, madera y paja. Desde el exterior de la empalizada llovían flechas impregnadas con brea ardiente, que ardían en los tejados.

Zelda no puso reparos en golpear y eliminar a todo aquel soldado con casaca azul que veía. A ella se unieron todos los habitantes de Kakariko, Leclas y Kafei. El boomerang del repartidor se ocupó de los arqueros más resguardados, y Leclas y los niños trabajaron para apagar todos los fuegos.

Aún así, el ejército real se retiró, dejando Kakariko convertida en un montón de cenizas. Cumplieron su palabra de honor: ningún habitante de Kakariko murió esa tarde, pero todos perdieron sus casas.

Zelda se dejó caer de rodillas. Estaba manchada de hollín y sangre, tanta que no sabía cuál era suya o de sus víctimas. A su alrededor, el pueblo de Kakariko contemplaba los escasos edificios respetados: el cementerio, el hospital y el ayuntamiento.

- ¡Maldición! – exclamó la muchacha, a la par que un trueno retumbaba en las montañas.