Zelda atravesó las rejas, tras esperar con paciencia a la señal de Nabooru. La joven capitana distrajo a las guardianas con unas instrucciones, y Zelda se deslizó entre las rejas con facilidad. Sin volverse atrás para despedirse de Nabooru, corrió hacia el desierto. Estaba a punto de amanecer, y ya se notaba el calor que le recorría el cuerpo. Nabooru le había prestado unos bombachos blancos, una especie de blusa dorada y una crema para proteger su piel de los infernales rayos del sol. También le había dado tortas y una cantimplora con agua. Con eso y el odre de Kakariko, podría resistir. El Coloso estaba hacia el norte, a unos cuatro días de camino.
- Intenta caminar durante las noches, y dormir durante el día. Así, ahorrarás agua. – le previno la gerudo, mientras Zelda se probaba las nuevas y frescas ropas. – Ten cuidado con las alucinaciones: los espejismos te harán creer que son ciertas, y por lo tanto pueden tenderte trampas. No confíes en nadie que conozcas en el desierto, aunque sea tu propia madre.
Nabooru calló al ver la tristeza en el aura de Zelda. Le deseó suerte, se lamentó de no poder ir con ella, pero su hermana lo había prohibido. Si la desobedecía, las guardianas podrían ser castigadas por dejarla ir. Con la idea de intentar entrar en razón a su hermana, Nabooru tenía pensado alcanzar a Zelda luego.
Ante la extensión de dunas y arena blanca, Zelda no tenía ningún temor. Las alucinaciones no le harían nada. El desierto parecía tan tranquilo como aburrido. Lo único que podría hacerle daño era el calor, por eso seguiría los consejos de Nabooru.
Al menos lo intentó: dormir de día era imposible, y por las noches hacía tanto frío que se quedaba congelada. Decidió andar de día, pero entonces, el calor le impedía moverse. Cada paso era terrible, darlo era exponerse a que las fuerzas le abandonaran en cualquier momento. Resistió como pudo, controlando el gasto del agua y de la comida.
La primera alucinación apareció al finalizar el segundo día de penoso avance. Pasó al lado de una roca, la única flora que había en el desierto, y entonces, la roca se movió. A su lado surgió un zora, pero con la piel de un goron, que abrió las fauces colmadas de dientes afilados. Zelda pasó rápido sin mirarle, y cuando lo tuvo lejos, se giró: la roca había vuelto a ser una vulgar roca.
"A mí me la van a dar con queso..." pensó, orgullosa de sí misma.
No sentía la boca, cada vez más áspera. Se detuvo al lado de una impresionante duna para beber agua. Recordó lo que Nabooru le había contado: había visto a Urbión. Pensó en su amigo, en el alivio de que estuviera vivo, y también se preguntó porque había dejado el bosque. Urbión salió de detrás de la duna y la saludó.
- Hola, Zelda. Estaba esperándote.
Zelda dejó de beber. Urbión se acercó a ella, sonriendo. Los ojos rojos parecían algo achispados. Zelda se abalanzó sobre él para abrazarle.
- Estaba muy preocupada... ¿Dónde has estado, por qué no has vuelto al bosque...?
- Tenía que adelantarme, para preparar la fiesta. – declaró el sheikan. Entonces cogió el brazo de Zelda y la acompañó detrás de la duna. Allí había un oasis inmenso, y alrededor del agua, un grupo de personas charlaban, cantaban o bailaban. Destacaba una pancarta donde se leía "Feliz Cumpleaños, Zelda", y un pastel de varios pisos. Al entrar en el oasis, la gente aplaudió. La muchacha reconoció a los invitados. Habían venido de todas partes de Hyrule para celebrar su cumpleaños: allí estaban sus amigos de Labrynnia, la profesora Mariposa de la escuela, el viejo vendedor de dulces... Y también amigos más recientes. Kafei charlaba animadamente con Cironiem, el zora; mientras Laruto interpretaba con el arpa un baile, que los gorons seguían levantando los brazos y piernas con agilidad. El doctor Sapón trataba de convencer a Mr. Ingo y Zonta de los efectos beneficiosos del barro del lago Hylia. Leclas intentaba en vano impresionar a Nabooru. Los niños del bosque se deslizaban por las piernas del rey biggoron, y este se reía extasiado. De vez en cuando, el flash de la cámara luminográfica cegaba a los invitados. Don Obdulio exclamó "fantástico, maravilloso" cuando le hizo otra luminografía a Zelda.
Le tendieron un plato con un gran trozo de pastel, y un vaso de licor de frambuesa, su preferido cuando vivía en Labrynnia. Zelda bebió, comió y bailó, sin importarle mucho que aquello no tuviera sentido. Urbión anunció que era la hora de abrir los regalos, y Zelda, como una niña pequeña, se puso a dar botes.
- ¿Dónde están?
- Aquí. – Urbión apartó una cortina de helechos, y tras ellos había una montaña de túnicas nuevas, unas botas altas de piel vuelta, una funda para la espada, un pañuelo para el cabello, y un caballo con alas. Pero, de entre todos los regalos, hubo uno que hizo que Zelda soltara el vaso y el plato y corriera para aferrarse a él. Su padre, Radge Esparaván, estaba allí, en medio de todas las baratijas. Zelda se abrazó llorando a su cuello, y el botánico la cogió en brazos y le besó la punta de la nariz.
- No vuelvas a irte, no vuelvas a dejarme sola... – le pidió la muchacha.
- Estaré contigo. – le prometió su padre, que la depositó en el suelo de nuevo. Zelda y él continuaron abrazados, mientras Laruto tocaba un vals de Labrynnia y todos se ponían a bailar. Zelda les contempló, el pecho inundado por una sensación cálida de felicidad.
La música, alegre y rápida, se hizo cada vez más lenta, hasta tal punto que sólo eran notas dispersas. La arena del oasis se levantó por el viento, y una a una, las figuras de los danzantes se convirtieron en estatuas de arena que se deshacían. Zelda se giró hacia su padre, y trató de aferrarse a él, pero la arena se escurrió entre sus dedos. Su padre se deshizo a su lado como si jamás hubiera estado allí.
- No... No... Papá... ¡Link, ayúdame, ayúdame...!
Con ese grito se despertó. No estaba en un oasis, sino detrás de la duna. Había oscurecido, y el frío le calaba más todavía debido a que estaba sudando a mares. Empezó a toser, y al hacerlo, escupió granos de arena. Llevada por un impulso, registró sus provisiones: durante la alucinación había tirado todo el agua, comido todas las tortas, y encima, al tragar arena, tenía la boca áspera y sedienta.
Pero lo peor de la alucinación fue ver como su padre desaparecía ante ella. Fue como verle morir, y esa sensación angustiosa la hizo llorar. Sus manos tropezaron con un objeto olvidado: la brújula. La cogió entre sus manos, y el tacto frío la devolvió a la realidad. Recordó lo que Link decía: Ten fe. Se limpió las lágrimas y caminó, dispuesta a vencer al desierto como fuera.
No resultaba tan fácil. Si con agua, las alucinaciones habían sido bastante reales; sin ella, eran peores. A cada recodo del camino, la asaltaban goron-zora (como la piedra que vio el segundo día) que trataban de morderla y arañarla. Vio a algunos de los enemigos con los que se enfrentó: el Fantasma, Gohma o el Aquamorpha, este con tentáculos ardientes. Zelda ignoró las visiones, y de ese modo avanzaba despacio por el desierto bajo el sol. La vecina taimada de Labrynnia trató de hacerle entrar en su casa, y le ofreció bombones de cereza, otra de las delicatessen favoritas de la muchacha. La reina Estrella también apareció. Con sus huesudos dedos la señalaba y ordenaba: Que le corten la cabeza, que la quemen viva, que la encierren en lo más profundo de mis mazmorras... ¡Asesina!
Llegó a preguntarse porqué, entre tanta alucinación, no veía a Link por ningún sitio. ¿Y si sólo veía los espectros de personas vivas¿Significaría eso que Link estaba...? Enseguida comprobó que esa teoría no era cierta. Una mujer de largos cabellos rojos surgió de la arena como si fuera una hermosa planta. Abrió los brazos y la llamó:
- Zel, cariño, ven a darle un beso a tu madre.
Zelda se quedó horrorizada. "No confíes en nadie, aunque sea tu propia madre" . Recordando las sabias palabras de Nabooru, empezó a correr sin mirar atrás. La arena volvía a levantarse a su alrededor, cegándola. Se tapó los ojos con las manos y avanzó, mientras escuchaba la voz de su madre: eres una mala hija, me has decepcionado, te odio...
Entre lágrimas, Zelda tropezó y cayó al suelo. Su rostro se hundió en agua fresca. Pensando que era una alucinación, decidió quedarse allí. Ya le daba todo igual. El desierto había vencido, e Hyrule desaparecería bajo el dominio de Ganondorf.
- Oye¿te encuentras bien?
Otra alucinación: la voz de un chico a su lado. "Que diga lo que quiera, ya no importa..." Zelda apartó una especie de luciérnaga que le rozaba las orejas y que emitía un campanilleo.
- ¡Se muere de calor, haz algo, torpe!
La voz le pareció aguda e irritante. Zelda entreabrió los ojos un poco más. La alucinación le cogió de los hombros y la apartó del agua.
- Vale, vale... Muy bien, te felicito. – Zelda se apartó del chico que trataba de ponerla en pie. – Eres la mejor alucinación que he visto en el desierto. Te has superado. Ahora, déjame en paz.
Y se recostó contra una palmera. El muchacho la miraba estupefacto, mientras la luciérnaga se movía de lado a lado sobre la cabeza de Zelda. El desconocido cogió un frasco, lo llenó de agua y se lo arrojó a la muchacha por encima de la cabeza. Entonces, Zelda reaccionó. Fue hasta el lago, y hundió la cabeza bajo el agua, de tal forma que sus trenzas se pegaron al rostro. Bebió todo lo que pudo, incrédula de que aquello sí fuera real.
La luciérnaga se acercó, emitiendo el fulgor mortecino azul de un farol, y el sonido de un cascabel.
- Que rara es...
Al acercarse, Zelda vio el cuerpo diminuto de mujer dentro del halo azul.
- Pero qué demonios... – sacó su espada, y la luciérnaga voló hasta el muchacho y se escondió bajo el sombrero. Este se reía, pero la mujer diminuta empezó a alzar su chillona voz:
- Es muy agresiva. – le dijo, pero el muchacho, tras volver a reír, le dijo algo en voz muy baja. Luego, le dio a Zelda unas cuantas tortas de pan seco, que la muchacha devoró enseguida. Tenía un hambre canina. El chico se sentó a su lado y esperó a que terminara de comer. Con paciencia, extrajo una especie de flauta pequeña y redonda y se puso a tocar una alegre melodía, que hizo recordar a Zelda el refugio del bosque y a los niños. Durante la comida, observó al desconocido.
Debía rondar los 17 ó 18 años, pero no podía decirlo con seguridad, pues era alto y el rostro tenía un cierto aire infantil. Vestía una túnica verde, encima de unos pantalones blancos y unas botas de piel algo grandes. A juego con la túnica, un gorro verde y puntiagudo caía sobre su espalda. Unos guantaletes le protegían las manos. Las orejas puntiagudas, el cabello rubio y los ojos azules le recordaban a Link, solo que este chico tenía un aire humilde y tranquilo, como si nada le afectara. Se sintió observado, y dejó de tocar.
- ¿Eres siempre tan tragona? – le preguntó la mujer diminuta.
- ¿Es siempre tan gritona? – preguntó Zelda al muchacho.
- Sí, para mi desgracia. ¡Ay! – la luciérnaga golpeó la frente del muchacho. – Navi, reconoce que a veces...
- ¿Sabes que te digo¡Apáñatelas tú solito! – y Navi voló hasta la copa de una palmera. De vez en cuando escuchaba un tintineo airado. El muchacho esperó un instante, antes de decir:
- Es un hada. A veces es un poco mandona, pero tiene buen corazón. – tendió la mano en dirección a Zelda: - No me he presentado. Me llamo Link.
La muchacha, que atacaba otra deliciosa torta, se quedó a medio camino.
- Debí imaginarlo... Otra vez¡seré estúpida! – Zelda le miraba con asco y con cierto hastío – Por supuesto, esta torta que me estoy comiendo es de arena. – y la arrojó al suelo y escupió. - ¿Qué? No me mires con cara de inocente. Me ibas a decir que eres un príncipe y que llevas un tiempo esperándome...
- ¡Está loca! – Navi descendió de la palmera y revoloteó alrededor de Zelda. El chico, superada la sorpresa, se echó a reír. - ¿Acaso no ves bien¿Cómo va a ser Link un príncipe?
- Déjala, Navi. Acaba de salir del Desierto de la Ilusión, debe estar confundida aún. – Link buscó en su mochila. Había dejado bajo la palmera su arsenal: una hermosa espada que brillaba bajo el sol que se ocultaba, un escudo azul, una mochila... Encontró al fin un tarro de cristal, lleno de un líquido rojo. – Vamos, bebe esto. Te sentirás mejor.
Zelda le miró con desconfianza. Claro que las tortas que se había comido estaban mucho mejor que el "pastel" de cumpleaños... "De perdidos al río" pensó, y tragó el líquido rojo, que sabía a grosellas. Cuando acabó, sintió que la sed, el cansancio, el calor, el hambre... todo desaparecía. El supuesto Link continuó allí, con Navi a su lado.
- ¿Estás mejor? – el chico se mostró solícito. Le ofreció descansar un poco. Se ocupó de encender el fuego. Recogió hojas de palmera y restos que encontró, los reunió, y luego golpeó el montón con su puño. Enseguida brotaron llamas del interior de la hoguera. Zelda, que no salía de su asombro todavía, tragó saliva antes de decir:
- Pe... Pero ¿qué eres?
El chico se sentó a su lado. Se le veía algo cansado, con los hombros caídos y la espalda arqueada. Su expresión era triste cuando mordió una torta.
- Que yo sepa, aún soy humano. – trató de sonreír, dejando atrás la pena. - ¿Cómo te llamas?
- Zelda Esparaván.
Ahora le tocó a él sorprenderse. Navi se acercó tanto al rostro de Zelda, que esta tuvo que trabar la vista para mirar a la diminuta y ofendida mujer.
- ¡No te puedes llamar Zelda¡Es imposible!
- Bueno, si ella conoce a un Link; entonces... – el chico se acercó también a observarla. – Yo también conocí a una princesa llamada a Zelda. Te pareces un poco a ella... Pero sin pecas.
- Tú también te pareces al Link que conozco... Bueno, él es más joven que tú, y es príncipe de Hyrule. – Zelda enrojeció, pues el muchacho, visto de cerca, le pareció bastante guapo.
- Bueno, Zelda Espadaba... Esparrabá... Perdón, lo que sea... Cuéntame quién eres, y por qué has aparecido en este lugar.
Zelda le contó todo, llevada por el cansancio y porque así empezó a sentirse mejor. Link escuchó atento, y ni él ni Navi interrumpieron su largo relato. Cuando acabó, se había hecho de noche. La hoguera iluminaba el rostro del viajero, absorto en sus pensamientos.
- Es curioso, como se parecen nuestras historias. Yo también estoy reuniendo los medallones. – Link reflexionaba. – Más raro es... que yo fui un Kokiri, y que, yo sepa, Kakariko estaba perfectamente bien cuando partí, y de eso hará unos días... ¿Cómo es eso posible, Navi? Ganondorf destruyó el palacio, y la princesa huyó... ¿Cómo puede haber otro príncipe?
El hada reflexionó. Empezó a tintinear, y su voz aguda se volvió muy seria.
- Es por culpa del desierto. Oí hablar de que hay un lugar en el Desierto de la Ilusión, que permite que el pasado y el futuro se crucen por un momento. Esta Zelda quizá venga del futuro.
- O del pasado. – dijeron al mismo tiempo Link y Zelda. Link volvió a sonreír.
- Si es cierto que vienes del futuro, entonces es una buena noticia. – el chico se mostró optimista. Cambió el talante cuando empezó a contarle a Zelda su larga y extraña historia. Creció entre los Kokiri, cuando estos existían, y se sintió desplazado porque no tenía hada como el resto. Una noche, cuando tenía 10 años, apareció Navi, y el árbol Deku le pidió ayuda para exterminar a un monstruo que le devoraba. Entonces inició el viaje que le permitió conocer a la princesa Zelda. Por la descripción, Zelda Esparaván recordó al fantasma que vio en el Templo de la luz: una niña con un vestido de seda y una extraña cofia. Link describió su búsqueda de los tres pendientes.
- Cuando los reuní, me dirigí al castillo... Pero Ganondorf había atacado ya, y la princesa y su guardaespaldas huyeron. Me dejó la ocarina, y gracias a un hechizo, pude averiguar la Canción del Tiempo. Abrí el portal al coger la Espada Maestra... No me explico que sucedió, pero desperté siete años después. – y pasó a contarle como Ganondorf, en ese espacio de tiempo, había diezmado a los gorons, congelado a los zoras y destruido la ciudad del castillo. Desconocía el paradero de la princesa, y tenía pocas esperanzas de volverla a ver.
- Me he perdido, como tú, en medio de este horrible desierto... Hubo un momento en que pensé que moriría, pero por fortuna, Navi ha cuidado de mí.
Zelda estaba tan sorprendida que no podía ni hablar. Este Link que tenía delante era, nada más y nada menos, que el Héroe del Tiempo. Recordó que en las leyendas se decía que "vestía el corazón verde de la pradera, y que su espada era un torbellino que deshacía las tinieblas". Allí sentado, delante de ella, no parecía tan fuerte ni tan valiente. Era lo que era: un muchacho perdido en el desierto. Nunca se habría imaginado que al héroe de leyenda pudieran irle mal las cosas.
- Navi...¿sabes si al salir del oasis volveremos a nuestros respectivos tiempos? – ella preguntó al hada. Esta, posada en el hombro de Link, contestó:
- No lo sé, aunque es probable que sí. – bostezó. – Lo mejor que podemos hacer es descansar un poco. ¿No estáis de acuerdo?
Zelda no quería, pero se le escapó un bostezo. Link tendió su capa en el suelo y se la ofreció para dormir, como un caballero. Zelda rellenó los botes con agua.
- He sido muy grosera contigo, al comer sin darte las gracias. Toma, es todo lo que tengo. – y le ofreció la bolsa con las pocas semillas de Deku Baba que aún tenía. Le explicó que con el aceite de su interior podía curar casi todas las heridas. Link las aceptó, más para tranquilizar a la muchacha que por otro motivo. – Por si acaso mañana no te veo: Link, ha sido un gran honor conocerte.
- Gracias, también ha sido un honor para mí. No sabes la ayuda que me has dado. – calló un momento, y luego añadió. - Tu amigo Link probablemente este bien. Nunca pierdas la esperanza, ten fe en que todo se solucionará.
Y Zelda se permitió el lujo de abrazar al Héroe del Tiempo. Aunque lo contara luego, nadie la creería. Había conocido al héroe más famoso del mundo, el supuesto gran libertador de Hyrule... Pero ahora ella sabía que, en realidad, era un muchacho humilde y generoso.
- Un placer, Link.
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Autora: Antes de irme de vacaciones, pondré un capítulo especial sobre los personajes y alguno detalles. Ea, no paseis mucho calor...
