Capítulo 21. El prisionero en el castillo.

Kaepora descendió hacia Kakariko bien entrada la mañana. La muchacha se incorporó al sentir el cambio de dirección. Debido al movimiento rítmico del búho se había quedado algo amodorrada, pero se despejó al sentir el aire frío.

La aldea ofrecía un aspecto desolador, pero se consoló pensando que estaba tal y como la había dejado. Habían reconstruido la empalizada, y, al aterrizar el búho en la anterior plaza, Zelda vio que los ciudadanos estaban trabajando a toda prisa para volver a levantar sus casas.

- ¡Zelda! – gritó Leclas, soltando el martillo y escupiendo los clavos. Cuando llegó al su lado, ya la rodeaban el grupo de niños y Kafei.

- ¿Has reunido todos los medallones?

- ¿Cómo era el desierto?

- ¡Qué espejo tan bonito¿Por qué lo llevas atado a la espalda?

Las preguntas de los niños la aturdían. El búho, al que también empezaban a acosar con preguntas sobre su tamaño, le dijo.

- Zelda, recuerda que el tiempo corre.

- No te preocupes, K.G. Avisa a los gorons y a los zoras. – le dijo la chica. El búho remontó el vuelo.

- Me alegra verte, Zelda. – Kafei le estrechó las manos con afecto. – Aunque sabíamos que regresarías...

- ¡Qué dices, Kafei! – Leclas le dio un golpe en el hombro y el repartidor se puso rojo. – Ayer mismo decías que creías que Zelda había palmado...

- Vaya, que confianza... – Zelda se rió un momento. – Escuchadme, tengo algo importante que hablar con el alcalde y con todos los ciudadanos de Kakariko. Reunidlos en la plaza, dentro de media hora. Es muy importante.

Y, dando por concluida la advertencia, Zelda buscó al alcalde de Kakariko. Una media hora más tarde, todos los aldeanos dejaron sus quehaceres, y Zelda, junto con el alcalde, les contó el plan. Fue muy sincera, les relató su misión y el hecho de que Ganondorf (El Mal) había regresado. Algunos no se mostraron de acuerdo. Decían que ya habían perdido bastante, como para ahora perder la vida también. Al final, sólo los jóvenes, y los soldados de la ciudad se unieron a ella. En total, no llegaban ni a las cincuenta personas.

- ¿Cómo pretendes que asaltemos el castillo, si somos tan pocos? – comentaron algunos de sus nuevos soldados. Zelda les apaciguó.

- No lucharemos solos. – fue la enigmática respuesta de la muchacha. Le pidió que se pertrecharan bien, reunieran armas y también que entrenaran. El alcalde les dispensó de las tareas de reconstrucción.

A medida que fueron pasando los días, los aldeanos se sentían inquietos. Una semana más o menos después del regreso de Zelda, llegó un grupo de gerudos, bien armadas. Al principio cundió el pánico, hasta que vieron que Zelda saludaba con afecto a sus líderes. Zenara y Nabooru firmaron un acuerdo de paz, en el que las gerudos se comprometían a no dañar a ningún habitante de Kakariko.

Pocos días después, varias rocas de distintos tamaños bajaron rodando desde la cima del volcán. Se pararon a las puertas de la ciudad, y los gorons se levantaron. Quién les conducía era su príncipe, Link VIII.

- Kaepora te manda saludos, Zelda. – exclamó cuando la muchacha les recibió.

Los siguientes en venir fueron los zoras, esa misma tarde. Surgieron del río y uno por uno se acercaron a la villa, dirigidos por la sacerdotisa Laruto y su hermano Cironiem. Eran muy pocos, no llegaban ni a los veinte. Los zoras estaban casi extintos, y eran pésimos luchadores en tierra firme. Pero, como dijo la sacerdotisa a Zelda y al alcalde, podrían usar el río, y también podrían emplear sus poderes para curar a los heridos.

Con estos tres ejércitos incorporados, alcanzaron la cifra de casi doscientos soldados. Muchos escépticos, al ver que lucharían con gorons, zoras y gerudos, se apuntaron al ejército. Pero no solo iban a luchar los ciudadanos de Kakariko. Personajes aislados se unieron a la lucha: Anju Daimana, de Términa, que había retrasado el viaje de vuelta a su hogar debido a las heridas; y Raven III, el otro jinete, al que la nieve y el mal tiempo retuvieron en el rancho Lon-Lon. Un día antes de partir, llegaron, subidos en el mismo carromato, don Obdulio y el profesor Hederick Sapón. El primero deseaba hacer "una crónica luminográfica de los importantes acontecimientos". El profesor venía a prestar ayuda como médico e inventor. En Kakariko se quedarían, por tanto, los niños y los ancianos.

Partieron a las tres semanas de la llegada de Zelda. El invierno iba dejando paso, poco a poco, a la primavera. Ya se veían pequeñas flores y matojos verdes en el borde del camino. Entre Kafei y Leclas, y montada sobre la grupa de Centella, la muchacha pensó en Link, y en cómo estaría.

"Resiste, ya vamos".


Durante muchos días, se sintió confuso y muy cansado. Apenas abría los ojos, y moverse aunque fuera un poco hacía que un dolor terrible en su nuca le paralizara. A ratos, el dolor subía y le cubría, como una marea, para luego bajar y volver a sentirse aún más somnoliento. Tenía los labios resecos y tiritaba por el frío que le calaba los huesos. En una ocasión, empezó a llamar a su madre y a su padre, pero no recibió más respuesta que un haz de luz sobre los ojos. Una voz, que reconoció en medio del dolor, trató de tranquilizarle con un hechizo.

El último sueño que tuvo fue el más extraño: una chica pelirroja celebraba su fiesta de cumpleaños en pleno desierto. Cuando todos los invitados se convertían en arena, la chica gritaba su nombre y decía "ayúdame" una y otra vez...

Se despertó, consciente por fin después de varios días delirando. Tardó en recordar qué hacía allí, y quién era. Miró a su alrededor y reconoció el lugar.

- ¿Qué hago en la Torre del Observatorio? – gimió. Se llevó la mano al vendaje que le envolvía la cabeza. Se incorporó, ignorando que la habitación parecía dar vueltas.

Estaba sobre una estrecha cama, bien arropado con mantas y colchas. A su lado, en una mesilla de noche reposaba un quinqué y un vaso con agua. El resto de la habitación estaba en sombras.

El observatorio era un lugar al que su maestro le llevaba para observar las estrellas. Estaba situado en la última planta de la torre más alta del castillo. Era una estancia húmeda y fría. Link lo reconoció por el único ventanal, debajo del cual estaba la cama. Solían abrirlo y, desde el tejado, observar las estrellas de cerca.

Link usó el quinqué para iluminar el resto del cuarto. Su maestro le había traído varios libros que colocó en una estantería, pegada a la pared. También había subido su pupitre, su silla y otros enseres del aula, como la pluma, el tintero, papel secante... Link se preguntó por qué su maestro le había traído tales cosas, cuando miró hacia la puerta.

Dividiendo la sala redonda en dos, había una gruesa hilera de barrotes de hierros, sobre los que cruzaba otra hilera, de tal forma que Link tenía ante sí una red compacta. Había una puerta de hierro, cerrada con un grueso candado. Al final de la puerta, casi en el suelo, faltaban dos barrotes pequeños. Por ahí, su carcelero le pasaba una bandeja con comida.

"¿Cuánto tiempo llevaré aquí?" pensó Link. Sintió mucha hambre, y cogió la sopa ya fría y el pan. Saciados hambre y sed, Link se sentó en la cama. Estaba prisionero en la torre del observatorio y, por los objetos que le rodeaba, tenían pensado dejarle allí mucho tiempo.

Mucho, mucho tiempo...

"Fui un estúpido. Confío en él y en su honradez..." Link se recostó de nuevo, pues empezó a sentir nauseas.

Tuvo que esperar a la mañana para encontrarse mejor. Tras un breve sueño, despertó al amanecer. Registró las pertenencias de la habitación. Encontró una túnica azul nueva y una jofaina con agua y jabón. Con eso se aseó lo suficiente para despejarse y animarse. Encima del escritorio, reposaba el Ojo de la Verdad, y el libro morado que encontró en la biblioteca. Le faltaban la flauta y la piedra telepatía, justo lo que más necesitaba. Quizá con la flauta podría conjurar una forma de huir, como hizo con la canción del tiempo. Sin la piedra telepatía no sabía como estaba Zelda.

La puerta más allá de los barrotes se abrió, y un orco, gruñendo y moviendo su nariz de un lado a otro, retiró la bandeja con comida y colocó una nueva. Link, que esperaba que su carcelero fuera al menos un ser humano, no se acercó. El orco olía demasiado mal. Sin embargo, el orco le miró un momento, y Link supo que le sorprendía verle en pie.

La mañana pasó. Trató de entretenerse con la ventana, con el fin de abrirla y quizá huir por el tejado... Una locura, pues esta torre estaba aislada del resto del castillo, y la caída de varios metros le mataría. La ventana estaba clavada de tal forma que solo podía abrirla unos pocos centímetros. Cansado y algo mareado, se quedó observando el paisaje, reflexionando. ¿Qué estaría planeando su maestro? Link recordó la primera vez que le vio.

Fue tras la repentina muerte de su padre. Su madre le arrastró por el pasillo, sujetando su mano mientras él trataba de huir. Había pasado el verano, y la reina deseaba que el príncipe iniciara su formación. Link recordó lo mucho que lloró ese día cuando su madre le abandonó en la habitación que serviría de aula.

Sir Frod Nonag se agachó para hablar con él:

- Alteza, es un honor conocerle. Admiraba mucho a su padre, y sé que vos seréis un gran rey...


- Es cierto, aún lo pienso.

La voz sobresaltó a Link, que, distraído, se balanceaba sobre las dos patas traseras de la silla. Estuvo a punto de caer, pero recuperó la serenidad y se recompuso.

Se giró para enfrentarse a la mirada del traidor. Link se puso en pie y, en un acto reflejo, trató de no pensar en nada. Era difícil, pues tenía muchas preguntas.

- Y por eso nos traicionas. – fue la única frase que pudo decir Link.

Frod Nonag se mantuvo lejos de los barrotes.

- Me alegra ver que te has recuperado, Link. Temí haberte golpeado con demasiada rudeza. Mi intención era la de aturdirte, no matarte.

Link también se mantenía alejado. Abría y cerraba los puños.

- ¿Por qué? – tragó saliva para reunir valor. - ¿Quién eres?

Su maestro sonrió de forma triste.

- No puedo responderte a ninguna de las dos preguntas, aún es muy pronto. Supongo que, llegado el momento, lo sabrás.

Llevaba en la mano varios vendajes y un frasco con pomada. Antes de dejarla en el suelo, el maestro volvió a repetir:

- No era mi intención hacerte daño, Link... Siempre me ha preocupado tu bienestar...

Link se abalanzó sobre la verja, alargando las manos para cogerle e intentar pegarle. Frod se apartó, y, tras soltar una carcajada como si Link hubiera hecho algo gracioso, se marchó de la habitación.

- ¡C…!- murmuró Link. Nunca había dicho un insulto, pero se sintió un poco mejor. Ahora comprendía porqué Zelda los utilizaba tanto.

Debía pensar en cómo salir de allí, pero sin nadie que le ayudara o un plan, estaba indefenso. Pasaron algunos días, en los que Link luchaba contra el aburrimiento haciendo pajaritas de papel con los libros de matemáticas. Trató de escribir algo en el libro morado, pero ante la página blanca, no era capaz de decidirse sobre qué contar.

Un buen día, gracias a un despiste, descubrió la naturaleza del libro morado. Había dejado el Ojo de la Verdad sobre el libro, y, al mirar la portada, había letras en el interior del círculo de cristal. Empleando el Ojo de la Verdad, pudo leer el título del volumen: "Libro de Mudora. Historia Secreta de Hyrule".

Link pasó el día entero leyendo el libro. Cuando acabó el tercer capítulo, había oscurecido. Siguió leyendo a la luz del quinqué. Tan absorto estaba en la lectura que se quedó medio dormido sobre el libro. Le despertaron los familiares pasos del orco, que retiró la bandeja con comida aún, pues Link no había comido ni el trocito de fruta o pan habituales. El príncipe esperó a que se fuera para continuar leyendo.

"Estar encerrado me hace tener alucinaciones. ¿He visto que el orco parecía preocupado?" volvió a su libro. Por si acaso, cogió unas pocas galletas y el agua, pero continuó así hasta la noche. El orco regresó y, al retirar la bandeja casi intacta, gruñó:

- Niñato, como no devores el próximo trozo que te traiga, te haré masticar los barrotes.

En otras circunstancias quizá habría asustado al príncipe, pero Link estaba tan aturdido por toda la información que le proporcionaba el libro de Mudora que dijo:

- Vale, vale... – y movió la mano con ademán de quitarse una mosca de encima.

El orco pasó una horquilla entre los barrotes. Con el extremo cogió el cuello del príncipe y dio un poderoso tirón, de tal forma que Link soltó el libro y acabó casi empotrado contra los barrotes.

- Escucha, niñato. Ganon, mi señor, me hará cosas innombrables si mueres de hambre. – visto de cerca, el orco tenía verrugas y canas alrededor del hocico. Olía tan mal que las semillas apestosas eran perfume a su lado.

Le soltó, y Link se apartó de los barrotes. A partir de ese momento, el príncipe se arrinconaba en la pared más alejada para evitar al orco, y también solía tirar los restos por el agujero del baño. De esta forma, tras una semana y media, Link adelgazó tanto que el orco tomó la decisión de obligarle a comer delante de él.

A Link no le quedó más remedio que comer, a desgana, con la horquilla de cuero y metal enganchada a su cuello. El orco esperaba a que terminara para luego soltarle y llevarse la bandeja. Link regresaba entonces a la absorbente lectura del libro.

Una mañana, el orco entró cojeando. Depositó la bandeja. Link se acercó antes de que sacara la horquilla y cogió con repugnancia el trozo de pan duro.

- ¿Qué te ha pasado en la pierna? – le preguntó. Desde donde estaba podía ver la fea herida que cruzaba el muslo del orco.

Este gruñó, pero no respondió. Link terminó de desayunar. Depositó una semilla redonda en la bandeja.

- Es una semilla de Deku-Baba. Una amiga me dijo que el aceite de su interior cura todas las heridas. Sólo tengo esta, pero puedes usarla para aliviar tu herida... si sabes cómo hacerlo, porque esa amiga no me lo explicó. – Link le pasó la bandeja. El orco le miró con desconfianza. – No es veneno, créeme. Sería estúpido matar al único que me sube la comida¿no?

El orco se marchó, y por sus ademanes bruscos y airados, no estaba dispuesto a probar el remedio.

Link olvidó el incidente, hasta la hora de la cena. El orco regresó, pero esta vez un vendaje cubría su pierna. No cojeaba, y al soltar la bandeja en el suelo, comentó con voz ronca:

- Sé por que lo has hecho.

- Para que me saques de aquí, obviamente. – Link comió un poco. Esperaba que el orco sacara la horquilla y volviera a amenazarle. En su lugar, el orco se sentó cerca de la puerta.

- Yo no puedo hacer eso. Sirvo a mi amo, y él podría castigarme por tu fuga. – el orco sacó un odre de licor y echó un largo trago. – Sin embargo, debo darte las gracias. Con esa semilla he curado la herida, que estaba infectada. Por lo tanto, estoy en deuda contigo... Puedo traerte alguna cosa...

Link, sin dudar, le pidió:

- Dime al menos cómo está mi madre.

- ¿Tu madre? – tartamudeó, por lo visto sorprendido por la pregunta. – Pues creo... que está encerrada en su habitación.

- Me dijeron que estaba enferma.

- Y lo está, aunque no sé cómo se encuentra ahora. – ante la cara de pena del príncipe, el orco se apresuró a añadir. – Puedo averiguarlo sin problemas. Mientras tanto... ¿puedo traerte otra cosa?

Link reflexionó un momento.

- Entre mis pertenencias había una flauta y un colgante azul, una piedra atada a un cordel... Si me trajeras cualquiera de las dos, te lo agradecería muchísimo.

- No puede ser. – el orco gruñó. – El señor Frod destruyó esa piedra que dices, y ha escondido esa flauta en los calabozos.

- Maldición. – Link golpeó los barrotes. El orco se levantó despacio y recogió la bandeja.

- Intentaré averiguar algo más sobre tu madre. – prometió.

- Muchas gracias, eh... – Link se percató de que el orco no le había dicho su nombre.

- Me llamo Melkor. – aclaró su carcelero. Link le sonrió y pasó la mano entre los barrotes.

- Yo soy Link V Barnerak, encanta...

El orco se marchó con la bandeja, ignorando el gesto de amistad, y cerró la puerta con rudeza.

Unas horas más tarde, Link dormitaba, con el libro de Mudora sobre el pecho, y con la cabeza vuelta hacia la ventana. No vio la silueta de un ave que tapó la luz de la luna, pero se removió inquieto. En medio del sueño, escuchaba cascos de caballos. Luego, vio la extensión de la llanura de Hyrule. El sueño, en apariencia tranquilo, se tornaba pesadilla cuando veía a dos ejércitos enfrentados unos contra otros: en un bando, humanos; en el otro, orcos, goblins, hombres lagarto y esqueletos... Las aguas del río Zora se tornaban rojas, y una marea de oscuridad le alcanzó, una oscuridad que abrasaba. Sintió calor cerca del rostro y pestañeó.

- Sh... Soy yo, Melkor. No grites.

El orco estaba de pie a su lado. Llevaba un farol en una mano, y en la otra una lanza y una capa raída.

- ¿Qué ocurre? – la puerta detrás del orco estaba abierta.

Melkor dio otro de sus habituales gruñidos, y le tendió la capa.

- Pontela. Vas a dar a un pequeño paseo. – le apuntó con la lanza, y su punta afilada le hizo un poco de daño en las costillas. – Rápido, hay que darse prisa.

Link se puso la capa sobre los hombros, y se cubrió con la capucha. Apestaba a mil rayos, pero era tan grande que le cubría por completo. Guardó el Ojo de la Verdad y el libro de Mudora bajo la camisa, y salió detrás del orco.

Aunque era sospechoso que Melkor le sacara de su celda a medianoche, supuso que desobedecía las órdenes de su amo. "Me ayuda a escapar" pensó esperanzado. El orco le cortó las alas enseguida.

- Te llevo a ver a alguien. Luego, regresarás a la celda. – y blandió la lanza, amenazante.
Link prefirió no discutir. Quizás lograra que su carcelero se distrajera, y podría echar a correr. Conocía el palacio a la perfección, había vivido 12 años en él. Algún sitio habría para esconderse o escapar.

Melkor se asomaba a las esquinas, iluminaba el rincón con cautela, y luego instaba a Link a moverse. El príncipe tardó en darse cuenta de adónde quería llevarle el orco. Recorrieron un familiar pasillo lleno de retratos de sus antepasados. Su dormitorio estaba al final, justo al lado del dormitorio de su madre.

Melkor señaló la puerta de doble hoja. Había un sofá a su lado, donde reposaba una labor de punto.

- Rápido, entra. – el orco le empujó hacia la puerta. Link le obedeció, aunque no pudo evitar un estremecimiento.

Era el dormitorio de su madre, el más grande del castillo. Rara vez había entrado, desde los seis o siete años no acudía a ver a su madre al despacho ni a la cama para desearle buenas noches.

Tras la muerte de su marido, la reina Estrella no había introducido ningún cambio en esa estancia. Contaban las doncellas que aún había ropa del rey colgada en el ropero, y que unas botas esperaban junto al fuego a que su amo regresara. Por tanto, aquellas estancias tenían un aire sagrado y decadente. Las pocas veces que Link atravesó esas puertas, salía con el pecho inundado por la pena.

La cama de su madre estaba en el centro. La luz de la luna atravesaba los visillos del dosel, iluminando la figura que dormía. Link se desprendió de la capa y corrió para apartar el dosel. Melkor le había seguido y cerrado la puerta tras él.

Link se llevó las manos a la boca, para evitar gritar. Contempló horrorizado el cuerpo de la reina, antes lleno de vida. La reina Estrella había adelgazado, y su piel amarilla hacía juego con su único ojo abierto, el ambarino. El otro estaba cerrado tras unas bolsas de piel amoratada. Link le cogió la mano, inerte y fría, pero donde aún corría sangre. La llamó, y la reina emitió un hondo y largo gemido.

- Pero... ¿qué le ha pasado, quién le ha hecho esto...?

- Se enfrentó al maestro, para evitar que continuara hechizándola, y creo que la maldijo. Sir Frod la tiene aquí, y procura que coma y alguien la cuide. – Melkor desvió la vista hacia el ventanal. – Se muere, así que despídete de ella.

Link se secó las lágrimas. No sabía qué decir, ni qué hacer. Recordó la mañana en la que se despidió de su padre. El rey hizo una broma sobre el olor de los goblins, y le prometió traerle una espada. "Ya es hora de que pienses en ser un guerrero". Su madre, al contrario, siempre le había dicho que lo importante no era la fuerza, ni la belleza, ni siquiera la valentía... Lo importante es ser siempre libre. Sin libertad, no podía ser fuerte ni hermoso. Primero, debía saber que era libre por encima de todo, y de ahí sacaría las fuerzas para luchar.

- Gracias, mamá. – Link no se molestó en secarse las lágrimas. – Tú no has sido libre. Ojalá lo hubiera sabido antes... Le daré a Frod Nonag su merecido. – Link besó la frente marchita de su madre.

Sobre la mesilla de noche, descansaba un medallón azul. Del tamaño de su palma, tenía la forma de una estrella de ocho puntas. Link lo cogió y sintió la tibieza de una piedra telepatía.

Melkor le apremió, y Link, tras echar un último vistazo a su madre, salió detrás de él. Recorrieron el camino a la inversa, con cuidado de que una hembra goblin no les viera. Al llegar a un pasillo vacío y seguro, Link le preguntó a Melkor:

- ¿Por qué lo has hecho?

- ¿El qué, llevarte a ver a tu madre? – el orco dio un habitual gruñido. – Unos soldados mataron a la mía cuando yo era un cachorro, y no me dejaron despedirme de ella. Link se secó las lágrimas. Hasta ahora, no se le había ocurrido pensar que los orcos, esos seres apestosos y rudos, tenían familia. "Claro, no van a crecer como las setas..."

- Gracias Melkor. Te debo mucho.

- ¿Qué dices? Ya estamos en paz, no quiero más favores tuyos, niñato. – el orco pareció molestarse.

El príncipe trató de explicarle la nueva concepción que tenía sobre las razas de Hyrule, cuando un estruendo hizo vibrar el suelo y las paredes. Melkor empujó a Link contra la pared. Del golpe se quedó sin aliento. El orco olisqueó el aire con su nariz porcina y luego dijo:

- Ya ha comenzado el ataque... Desde luego, los humanos estáis locos.

Desde la Torre del Observatorio, llegaron sonidos de cristales rotos.