Capítulo32. El Caballero- Demonio.

"- Hija¿qué haces?

El sol de la tarde ilumina...mi casa... Entra por las ventanas, y puedo ver el rostro de mi padre, sentado a mi lado. Estoy en el patio de mi casa. Hace mucho calor, y desde la hamaca puedo ver el mar... y veo... los barcos que parten a Hyrule.

Mi padre está sentado a mi lado. Fuma con su pipa. Hace calor, es el verano más caluroso de los últimos años... sin embargo, me parece que en realidad tengo frío.

- Debes ponerte en pie. – me dice.

- No puedo... – murmuro.

- Sí puedes. Zel, hija, un Esparaván no se da nunca por vencido. - No quiero. – me doy la vuelta, buscando algo de paz. Pero mi padre insiste.

- Yo no he educado ni a una vaga ni a una egoísta.

Mi padre deja la pipa en el brazo del sillón.

- Estoy harta, papá.

Me miro las manos: no son humanas, son las garras de un tigre.

- Pero tú y yo sabemos que te necesita.

- Es mayorcito. Por una vez, que sea él el que me ayude a mí."


- Link... Zelda abrió los ojos, confusa. El sueño le había parecido tan real que despertar en medio de esa oscuridad la sorprendió. Estaba convencida de que estaba durmiendo la siesta en su casa, en Labrynnia. La voz de su padre fue más real que el goteo intermitente que escuchaba.

Pero, ya despierta, recordó los detalles del sueño que le indicaban que no era real: desde el patio de su casa no podía verse el mar, y su padre no conocía a Link, pues era de él de quién hablaban. El frío que había sentido se debía al duro suelo sobre el que estaba tumbada.

- Menudo golpe me he dado...- Zelda se tocó la cabeza, buscando heridas. Excepto una quemadura en los brazos, no tenía nada grave. Se miró el dorso de la mano derecha, y allí brillaba el triforce del Valor. – Ah, claro, has sido tú... Pues gracias.
Estaba en una especie de caverna húmeda y oscura, pero que parecía tener un final. Zelda caminó hacia la luz, preguntándose cómo estarían esos dos. Buscó la piedra telepatía un momento, y lo único que encontró fue el cordón roto. Calculó que quizá la explosión la hizo saltar por los aires.

"Me pregunto si ellos vendrán a ayudarme". Zelda recordó el sueño. Su padre tenía razón: debía ayudar a Link, defenderlo. Era su misión. Al final de la cueva, encontró unas escaleras excavadas en la piedra. Conducían a la cumbre. Zelda dudó en subir o esperar a que ellos bajaran, pero optó por moverse. Le daba mala espina el silencio y la soledad de aquel lugar. Subió las escaleras. Cada escalón era tan alto, que en más de uno tuvo que trepar con las dos manos. Tenía la negra sensación de que esos escalones estaban allí para conducirla a ella en exclusiva como si hubieran esperado años a que Zelda Esparaván los pisara. Subió el último escalón, y se encontró sobre una plataforma de mármol pulido, redonda e inmensa, que coronaba la montaña. Desenvainó inmediatamente. Había alguien esperándola en el centro de la plataforma. Debido al viento y a los copos de nieve que caían despacio, Zelda no fue capaz de distinguir nada excepto que era alguien corpulento.

- ¿Quién eres? – Zelda se colocó tras el escudo espejo.

La figura se dio la vuelta, poco a poco, y se alzó sobre las dos piernas. Vestía una armadura dorada con remaches de pinchos. Un casco protegía el rostro, pero dejaba vislumbrar unos ojos de animal al acecho, rojos y alargados como rendijas. Con una mano, empezó a girar una gruesa cadena rematada con una bola de pinchos de metal. No hizo falta que hablara. Zelda ya sabía quién era: lo había visto en pesadillas desde los cinco años. Era el Caballero-Demonio.

El estupor no la dejó reaccionar, hasta que la bola de pinchos descendió sobre ella. Los reflejos la salvaron. Dio una voltereta hacia atrás y se protegió con el escudo.

"Esta vez estoy en condiciones de pelear"

Atacó de frente, sin miramientos, buscando una hendidura, apertura, o debilidad en la armadura. La Espada Maestra relució, su hoja brilló de color azul al chocar contra el peto dorado del enemigo. El Caballero-Demonio la golpeó con el guantalete, y Zelda, aunque dolorida, cayó de pie y volvió a atacar.

Sentía tanta rabia que le temblaba todo el cuerpo... Rabia y dolor. No era consciente de cada mandoble, acometida o ataque. El Caballero-Demonio y ella estaban en una realidad aparte, lejos de Hyrule, el Mundo Oscuro, Ganondorf... Sólo existía la plataforma de piedra y el choque de los metales. Luchaban con la plena certeza de que en aquella ocasión, uno de los dos moriría.
Zelda esquivaba la bola de pinchos. El caballero era inmune a sus golpes. La chica se deslizó por un costado y, saltando detrás de él, le cortó las correas de la armadura, tal y como había hecho con el "caballero" del Templo del Espíritu. El peto de la armadura cayó al suelo.

Echó el brazo hacia atrás. Su enemigo empezaba a girar la cadena por encima de su cabeza, cogiendo impulso. Zelda pensó en su madre, esa mañana en Lynn, el momento antes de que su pacífica y apacible vida cambiara. Toda su fuerza se concentró en el filo de la Espada Maestra, y el Triforce del Valor emitió un apagado fulgor dorado.

Dio un giro completo, y la fuerza de la extraordinaria arma hizo caer al caballero, que gritó de dolor.

Zelda se detuvo. Jadeaba por el esfuerzo. El Caballero-Demonio se quedó arrodillado en el suelo. A su alrededor caían más copos de nieve que trataban de tapar el charco de sangre alrededor del caballero.

La chica se acercó. Con un gesto de cabeza se retiró una de sus trenzas. ¿Qué podía decirle a la persona que más odiaba en el mundo?
Los ojos rojos la miraron con tristeza.

- Gracias.

La voz del caballero la sorprendió.

- ¿Gracias¿Me das las gracias? – la irritación recorría su cuerpo como una marea.

- Por liberarme, Zelda. – la voz del caballero era suave y melancólica. – Hace muchos años, yo fui el Primer Caballero, protector de la familia real y de los ciudadanos de Hyrule... Pero tenía un grave defecto: era muy orgulloso y vanidoso. Ganon conocía mis debilidades, y las fomentó para que yo accediera a ayudarle. Recuperé la cordura demasiado tarde. Él me maldijo a ser su marioneta, y de este modo he entrado y salido del mundo real a este lugar, siguiendo sus órdenes.
"Me ordenó que asesinara a todos los niños con orejas puntiagudas que viera. Viajé a Labrynnia con ese fin, y por eso os ataqué a ti y a tu madre.

- Pero no me mataste.

- El triforce del Valor te protegió. Comprendí que si alguna vez podía llegar a ser libre, sería porque tú me vencerías. Ha sido la única vez que engañé a Ganon. – hizo un gesto de dolor. – No me queda mucho tiempo. Zelda, ten cuidado... Ganondorf está dividido, más que eso... Ganon... sólo tiene miedo... de sí mismo.

Y cayó derrumbado a los pies de su verdugo.


Urbión y Link tuvieron que descansar un poco. El príncipe estaba totalmente empapado. Cuando sus ropas se secaron, continuaron avanzando, buscando alguna solución para ayudar a Zelda. Urbión miraba de reojo al príncipe, cuando este no podía verle. Le observaba, inquieto, pues aún no había recuperado el habla ni sus poderes.

Link estaba igual de inquieto, pero no por el mismo motivo. Al llenarse la cueva de agua, fue materialmente imposible descender para buscar a Zelda. Urbión había tratado de encontrarla con la piedra telepatía, pero no recibió ninguna respuesta.
Llegaron a la cima de la segunda montaña. Link señaló a su alrededor. Urbión también se había dado cuenta que en la cima había suelo pulido y restos de columnas.

- Debió haber un templo por aquí. – Urbión le dio una patada a una piedra. – En este lugar solo hay ruinas.

Descendió del cielo, flotando con suavidad, una hermosa pluma dorada, que se posó sobre el hombro de Link. El príncipe la cogió y admiró el dibujo y la suavidad de la pluma. Brillaba tornasolada al moverla. Miró hacia arriba, intrigado por el tipo de pájaro poseedor de semejante pluma.

Aterrizó frente a él: una especie de águila de diez metros de largo. Urbión le empujó a tiempo para que el ave no le empalara con su largo pico curvo. Un armazón le cubría parte de la cabeza. - ¡Picocuerno! – exclamó Urbión. Link sacó el arco y apuntó con sus flechas. Salió disparada hacia el ala izquierda, donde se clavó. "Picocuerno" ni se inmutó. Alzó el vuelo y se alejó con el fin de coger impulso. Link se maldecía por estar embrujado: no podía usar ni el fuego de Din ni invocar a Farore.

"Pero me quedan las flechas de luz" tanteó en el carcaj con este fin. Las flechas de luz, unas 30, estaban apartadas del resto de flechas normales. Saharasala le había dicho que era lo único que podía dañar a Ganon, aparte de la espada maestra. Pero no tenía nada más contundente en ese momento.

El pájaro no le dio una oportunidad. Se detuvo a ras del suelo y empezó a agitar las alas. Levantó un vendaval, capaz de izar del suelo tierra, piedras y polvo. Link y Urbión salieron volando.

El sheikan apuntó a una roca con su gancho y, atrapando a Link en el aire, disparó. Se afianzó y de este modo regresaron al suelo.
Nada más pisar tierra firme, Urbión se transformó en águila. Con toda la fuerza de su cuerpo del Mundo Oscuro, alzó su puñal curvo y saltó sobre la máscara de Picocuerno. A este le bastó menear la cabeza para atrapar al sheikan con el pico. Retomó el vuelo, con la idea de dejar caer a Urbión. Link apuntó, pero desde donde estaba, podría darle a Urbión. "Va a morir, y todo porque soy un inútil"

Una sombra surgió a su lado. Se giró, con el corazón esperanzado.

Subida a una roca, Zelda Esparaván observaba impasible a PicoCuerno. Su rostro, más demudado e inexpresivo que nunca, estaba vuelto hacia su enemigo. Portaba el escudo espejo en la mano izquierda, y en la derecha, la espada maestra brillaba rojiza.

- ¡Zelda! - de la emoción, fue capaz de hablar, pero no se dio ni cuenta.

- Prepárate, Link. – le ordenó sin hacer gesto de alegría. Zelda movió el escudo espejo, de tal forma que atrapó un poco de luz. El pájaro se había detenido al llegar la nueva invitada al festín. El rayo de sol que se reflejó en la superficie mágica del escudo salió rebotado con velocidad. Dio de lleno en el centro de la máscara de Picocuerno, y esta cayó al suelo. Los fragmentos, al romperse, sonaron a cerámica.

- ¡Ahora!

Link entrecerró los ojos. El Viento de Farore le llevó hasta donde caía Urbión. Le atrapó, y se transportó al suelo. Dejó al sheikan aturdido en el suelo, y retomó las flechas. El pájaro aún no había muerto.

Disparó una flecha cargada de fuego, que esta vez si hizo gritar de dolor al monstruo. Zelda aprovechó la ocasión. Tomó impulso y ascendió por el aire. La espada maestra en alto, daba vueltas sobre sí misma como una hélice. El filo de la espada dañó severamente al pájaro. Este graznó de dolor. Su cuerpo ya inerte aterrizó cerca de Link y Urbión, levantando polvo. Zelda tomó tierra con delicadeza. Se incorporó, limpió un poco la espada en el cuerpo del pájaro y envainó. Link y Urbión se acercaron.

- ¡Eso ha estado...genial! – Urbión le golpeó el hombro con afecto. - Ya me conoces, siempre intento superarme. – Zelda sonrió, y Urbión también le devolvió la sonrisa. Link, sin embargo, notó algo en ella diferente. Su sonrisa escondía una honda pena, que sí se veía en los ojos verdosos.

- ¿Cómo has llegado hasta aquí? – le preguntó Link.

- Es una curiosa historia. – Zelda miró al cielo cada vez más oscuro. - ¿Qué os parece si descansamos un poco y os la cuento?


Cuando terminó el relato, fue Urbión el primero en hablar.

-Es una buena noticia, Zelda. Debes estar muy contenta: acabaste con ese monstruo. – Urbión se puso en pie. Anunció que iba a cortar un poco de carne del pájaro, para así cenar en condiciones y celebrar el éxito. Zelda ni se movió. Estaba sentada frente a la hoguera que Link había logrado encender con los pocos restos arbóreos de la zona y el fuego de Din. El príncipe había sanado las heridas de sus otros dos acompañantes, pero no había sido capaz de aliviar el sufrimiento interior de Zelda.

- Debería estar contenta... – murmuró Zelda, con la mirada perdida en las llamas. Había pasado un buen rato desde que Urbión se había marchado. Link se sentó a su lado, pero no dijo nada. Zelda había dejado la Espada Maestra y demás enseres amontonados a su lado, y se cubría con la capa del Héroe del Tiempo. En ese momento, no sabía bien porqué, se sentía más unida que nunca a ese chico del desierto.

- Debería estar contenta... y sin embargo, no lo estoy. – apretó los puños. – Toda mi vida he deseado vengarme de la muerte de mi madre. Me daba rabia que mi padre hubiera partido para enfrentarse a él, no porque se pusiera en peligro. Me daba rabia que no me llevara. Creí que el día que encontrase a ese asesino, y le venciese, sería el día más feliz de mi vida. – se relajó un poco, con los ojos acuosos de mirar al fuego. – Pero, no siento felicidad, me siento... – vaciló, incapaz de encontrar palabras.

- Vacía.

Le sobresaltó la voz de Link a su lado. El príncipe la miraba con compasión en sus nobles ojos azules.

- Te sientes vacía¿verdad? – Link jugueteó con la flauta entre las manos. Hacía esto para no mirar a Zelda a los ojos. – Hace muchos años, le pregunté a mi madre por qué no había exterminado a los goblins después de la muerte de mi padre. Me contestó que mi padre había dejado un vacío tan grande, que ni con la mayor de las venganzas podría llenarlo. Matar a todos los goblins, no lograría que mi padre resucitase. – Link sonrió para sí mismo. – El camino de la venganza no conduce a ningún lugar... sólo al vacío de la desesperación.

- ¿Por casualidad tu madre te dijo cómo pudo ella seguir adelante? – Zelda alzó un poco la cabeza.

- Con paciencia, y tiempo.

Zelda se limpió una lágrima, una impertinente que caía por su mejilla derecha. Apoyó la cabeza en el hombro del frágil príncipe.

- Tu madre era una mujer sabia.

Sorprendido aún por la cercanía de Zelda, Link dudó entre rodearla con el brazo o quedarse quieto. Había visto a Zelda apoyarse así en Urbión, y también cómo este acariciaba las trenzas naranjas. Latía el impulso de hacerlo, de acariciar esa cabeza, de estrecharla entre sus brazos y, de ser un poco más experto, besarla.

Pero no hizo nada más que pasar el brazo por encima de sus hombros y dejar que continuara apoyada en él.

- ¿Qué quiso decir el Caballero-Demonio con eso de que Ganon sólo se teme a sí mismo?

Zelda emitió un largo suspiro, mezcla de tristeza y fastidio.

- Me duele demasiado la cabeza para dedicarme a resolver acertijos. – bostezó y se abrazó a Link. – Eso es tu especialidad, alteza.