CAPÍTULO 8

El silencio estaba empezando a sentirse incómodo. Y, sin embargo, ninguno parecía pensar iniciar la tan esperada conversación.

—Eeehhh... —un sonido de Hitomi interrumpió el espectral silencio— Creo que prepararé té...

La chica condujo su grácil figura a la cocina, y Tomoya no pudo evitar seguirla con la mirada: aún tenía el poder de embelesarlo sin proponérselo. Pero, en ese momento, el muchacho recordó que se encontraba frente al padre de su novia, que también era su padre, y que debía comportarse correctamente.

Kaede carraspeó. Tomoya lo miró sin dejar ver alguna emoción.

—¿Cómo está Haruko? —fue lo único que Kaede pudo pensar en preguntar.

—¿Mi mamá? Eeehhh... Ella está... Bien —sonrió falsamente. Pensó que no era una buena idea comunicarle a Rukawa que Hanamichi había estado en su casa, hablando con Haruko.

—Supongo que vienes a hablar con Hitomi...

Tomoya pensó que Kaede había adivinado sus razones. Sin embargo, viéndose frente a él, sintió que podría solucionar esa situación también.

—Así es, pero... Supongo que también quisiera hablar con usted, señor Rukawa.

Kaede se sintió extraño de que Tomoya lo llamara así. Era cierto que siempre lo había conocido con ese nombre, pero ahora ambos sabían que eran padre e hijo.

Rukawa pensó que uno de sus sueños más fervientes, desde joven, había sido tener un hijo. Si bien Hitomi lo enorgullecía y la quería como a nadie en el mundo, no era lo mismo que tener un hijo propiamente suyo, sangre de su sangre, a su imagen y semejanza. Había renunciado a esa ilusión cuando vio a Hanamichi entre sus brazos y dispuesto a pasar con él el resto de su vida, y ni por un momento le pesó. Sin embargo, aunque se sintió muy feliz cuando lograron adoptar a su hija, no pudo evitar sentirse extrañamente nostálgico, porque comprendió que nunca podría engendrar un hijo propio, como la naturaleza indicaba.

No obstante, el destino le estaba jugando mal. Se enteró de que tenía un hijo hasta dieciséis años después de que éste nació, y las circunstancias no habían sido las mejores.

De pronto, de manera fugaz, miró a Tomoya ahí, sentado frente a él, cabizbajo y serio... Y creyó verse a sí mismo, en su juventud, cuando su madre falleció y su padre se escapó con la vecina, dejándolo solo, al cuidado de una tía anciana... Y deseó, en ese momento, evitarle al muchacho todo ese sufrimiento...

—Lo... —intentó articular, pero las palabras le costaban mucho trabajo— Lo sien... to...

Tomoya abrió los ojos más allá de su capacidad natural. No entendía por qué su padre biológico se estaba disculpando.

—¿Qué?

—Mira, esto no es fácil —Kaede sonó frío, pero firme—. Yo sé que tú no tienes la culpa de las circunstancias, y que todo el error lo cometimos tu madre y yo. Aún así, sé que debí haberme preocupado más por ella, tratar de saber si estaba bien... Y no tengo excusa por no haber estado enterado de tu nacimiento, Tomoya.

El muchacho se sorprendió. Sin saber por qué, sintió unas tremendas ganas de llorar, y sintió que necesitaba un abrazo del hombre que tenía frente a él, pero se contuvo.

—Se... señor Rukawa... —murmuró incrédulo.

Kaede lo miró sin saber qué seguía. Nunca había estado en una situación similar, ni por un pelo, y, ahora, sentado ahí, frente a su único hijo natural, no entendía cómo continuar.

Hitomi, sin atreverse a pararse en medio de esos dos hombres que tanto amaba, permanecía en la cocina, haciendo como que preparaba té. Supuso que Tomoya, más que hablar con ella, quería arreglar las cosas con su padre. Por eso se desanimó y decidió no volver a la sala de estar.

Sus sospechas se confirmaron cuando, antes de que ella abandonara la cocina, escuchó la puerta principal cerrándose. Posteriormente, su padre la alcanzó y le dijo que Tomoya le había dejado saludos.

Se entristeció.

—¿Se fue? —le preguntó a su padre, saliendo de la cocina.

—Sí, pero dijo que volvería para hablar contigo

Hitomi se sintió extrañamente alegre. Eso era una esperanza.

—¿Mamá...?

Creyó que no habría nadie en casa, pero, al encontrar la luz de la habitación encendida, dedujo que se había equivocado.

—¿Puedo pasar? —preguntó. Era la habitación de su madre. la misma que, según había escuchado, ella había ocupado desde que cumplió los ocho meses de nacida.

—Pasa, hijo —escuchó desde el interior.

Empujó la puerta, que estaba entreabierta, y halló a Haruko sentada en la cama, con un montón de papeles arrugados y amarillentos sobre el edredón. También estaban ahí varios juguetes para bebé, que el muchacho reconoció como los que lo entretuvieron cuando pequeño.

—¿Cómo estás, mamá? —se atrevió a preguntar, temiendo que la mujer estallara en llanto o no supiera responderle.

Hubo una pausa silenciosa. Después, Haruko continuó:

—Mira: son tus juguetitos, Tomoya... —dijo con parsimonia— Varios de estos te los regaló tu tío...

Tomoya ya conocía la historia de cada uno de esos juguetes: el trenecito de madera era regalo de Takenori; los muñecos de felpa, obsequio de sus abuelos; la pelota de vistosos colores, cortesía de una de las amigas de su madre... No comprendió el motivo de todo aquello.

—¿Recuerdas este? —preguntó la mujer, sosteniendo un pequeño balón de básquetbol, como hecho para niño.

El chico lo miró. Sí lo recordaba, pero nunca había comprendido por qué lo tenía entre sus pertenencias.

—Este es regalo de Hanamichi...

¿El señor Sakuragi le había obsequiado algo? Pero si él no estaba enterado de nada...

—¿Del padre de Hitomi?

—Sí... —Haruko adivinó la confusión en las facciones de su hijo— Este lo compró Hanamichi para el que fuera nuestro primer hijo...

Así que algún día pensaron en tener hijos...

—Me lo dio a guardar porque creyó que sería lo más adecuado. Yo lo amaba mucho, hijo. Por eso te lo di: era como si fueras nuestro primogénito.

Así que el juguete era de Hanamichi... Había jugado muchas veces con ese balón. De hecho, era esa pelotita la que lo había hecho interesarse en el básquetbol.

—Ellos no son malos, hijo —escuchó decir a Haruko—. Hitomi es una chica buena, que te quiere... Kaede sólo necesita tiempo para asimilarlo, igual que tú. Aquí, quienes menos merecen sufrir son tú y Hitomi...

Tomoya sonrió. Sintió unas enormes ganas de abrazar a su madre... Y lo hizo.

No había nadie en la casa.

Kaede no le había querido avisar a dónde iba, pero ella sospechaba que, de alguna manera, había logrado averiguar en dónde se encontraba Hanamichi. No intentó detenerlo: quería en serio que sus padres se reconciliaran y volvieran a ser una familia feliz.

Por eso se sorprendió cuando el timbre sonó.

Era domingo, el día de la semana en que menos visitantes llegaban a su hogar.

Estaba leyendo en la sala. Era una novela que Hanamichi le había prestado antes de marcharse... Aún antes de todo el alboroto.

Leía una parte interesante, llena de suspenso, y, cuando el timbre sonó, la pérdida de la concentración la hizo respingar sin querer.

—¡Voy! —avisó con un grito. Dejó el voluminoso libro sobre el brazo del sofá, y se encaminó a la entrada. Cuando abrió, no halló a nadie, pero pronto descubrió que su visitante se ocultaba tras uno de los pilares de la puerta.

—Hola... —dijo el chico con algo de vergüenza.

—Hola... —respondió ella conteniendo sus ganas de abrazarlo y llorar entre sus brazos— ¿Qué haces aquí? —continuó, aparentando indiferencia.

–¿Puedo pasar, Hitomi?

La chica dudó un segundo.

—Bueno.

Se adentraron. Ella lo condujo a la sala en donde había estado leyendo casi toda la mañana.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó por cortesía.

—No, gracias.

Hubo silencio unos minutos. Los mismos minutos que les parecieron una eternidad.

—Escucha, Hitomi... —comenzó él, titubeante— Todo este tiempo lejos de ti me ha hecho pensar... —eran ya casi tres semanas desde que todo aquello había iniciado— Y me he dado cuenta de que te quiero demasiado como para perderte por un problema del que no tienes la culpa.

—Es... ¿Es en serio, Tomoya? —preguntó ella, incrédula.

—Sí. Yo sé que nunca me llevaré con mi padre tan bien como lo haces tú... Y tal vez será difícil que consiga entablar una relación con él... Pero creo que, si tú estás a mi lado, todo será mucho mejor —sonrió, mirándola con esos ojos azules que a ella tanto le gustaban.

Hitomi contuvo las lágrimas con mucho esfuerzo. Cosas así sólo las había escuchado en la televisión, en los programas en boga de su época. Y no podía resistirse más al impulso de abrazarlo muy fuerte y no volver a separarse de él nunca jamás.

—¿Todavía me quieres, Tomoya?

—Te amo, Hitomi... Y me sentiría muy feliz si aceptaras volver a ser mi novia.

—¡Claro que acepto! —declaró ella, atrayéndolo hacia sí y abrazándolo muy fuerte.

El muchacho correspondió a su abrazo. Cuando se hubieron separado, se miraron a los ojos. Tomoya la había extrañado, y siempre había querido besarla. Esa mañana, no pudo resistirse y lo hizo... Y la besó con tal ternura, que ambos se sintieron en el cielo, flotando sobre nubes de algodón. Y desearon no volver a pelear nunca, ni separarse por el resto de sus vidas.

—Después de esto, Hitomi, tienes que aceptar.

—¿Aceptar qué?

—Que nos vamos a casar.

La chica rió con nerviosismo. No supo si lo había dicho jugando o en serio, pero, de ser lo segundo, con gusto lo aceptaría.

Encendió el tercer cigarrillo en menos de una hora.

A Kaede Rukawa nunca se la había visto fumar en público. Pero eso se debía a que sólo fumaba cuando se sentía muy nervioso o desesperado... Y eso no ocurría con frecuencia en su vida.

Llevaba como cuarenta minutos aparcado frente al hotel Ekihime. Sólo bastó mover un poco sus influencias y de inmediato consiguió dar con el paradero de Hanamichi.

Sin embargo, no sabía si sería bien recibido en la habitación número nueve de aquel hotel tan discreto que por algo había convencido a su pelirrojo.

El dilema era si debía acercarse más o no.

Llevaba como tres días conduciendo hasta ese mismo lugar, sin atreverse a entrar.

Un par de días atrás, lo había visto marcharse en su auto. Había demorado cerca de dos horas en regresar, y no quiso importunarlo.

Sin embargo, algo en su interior le apremiaba: no podía dormir una noche más sin asirse al bronceado pecho de Sakuragi. No quería que otro amanecer lo hallara sólo en su cama, sollozando entre sueños y murmurando patéticamente el nombre de Hanamichi.

Estaba decidido: entraría, llamaría a la puerta, esperaría a que el pelirrojo abriera y lo haría volver con él, aunque tuviera que ser a la fuerza. He aquí el valor que necesitaba.

Antes de empezar a perderlo, bajó del automóvil, atravesó la calle, entró en el hotel, subió las escaleras al segundo piso y se detuvo frente a la habitación número nueve. En ese momento, se preguntó qué buscaba, si Sakuragi no quería saber de él. Pensó que perdía el tiempo, y estuvo a punto de marcharse.

Pero recuperó la conciencia y supo que, si no lo intentaba, se arrepentiría el resto de su vida.

Estaba a punto de llamar, pero, de improviso, la puerta se abrió, y tuvo frente a él la atractiva figura del hombre que amaba. Sus piernas temblaron imperceptiblemente. Sintió calosfríos en la espalda y maldijo mentalmente, porque recordó que Hanamichi era el único ser sobre la Tierra que podía tener ese efecto en él.

—¿Qué haces aquí?

CONTINUARÁ...