CAPÍTULO 9

—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió el pelirrojo.

Kaede no encontraba las palabras. Volvió a maldecir el momento en el que Hanamichi se dio cuenta de que lo amaba y le dio un beso que, como resultado, lo condicionó de por vida, haciéndolo tener esa misma reacción cada vez que lo veía en esas circunstancias.

—Yo...

Hanamichi esperaba una respuesta que sabía que no iba a llegar. Conocía tan bien a Rukawa, que estaba perfectamente convencido de que tartamudearía antes de hablar con coherencia.

—Esperaba que tardaras más en dar conmigo —comentó como casualmente.

Le sonrió tímidamente.

—Yo... No fue tan difícil —respondió Kaede.

Ambos miraron el piso, como si en eso se les fuera la vida. Se sentían como un par de adolescentes, como cuando se reencontraron en Estados Unidos y se juraron amarse eternamente.

—¿Quieres pasar? —preguntó Hanamichi.

Kaede lo miró con timidez y se adentró en la habitación, al tiempo que el pelirrojo cerraba la puerta a sus espaldas.

Estaba sola en la vieja casa.

Takenori llegaría hasta la noche, como a eso de las ocho... O al menos eso le había dicho el jueves, cuando se marchó a su convención.

No esperaba recibir visitas en domingo, puesto que no las tenía entre semana. Ya no era una chica de preparatoria que pudiera darse el lujo de tener muchas amigas.

Cuando el timbre sonó, los ojos se le llenaron de lágrimas, mismas que tuvo que enjugar para no aguar la fiesta.

—Hola, mamá —saludó su niño. Lo vio sonreír como no lo había hecho en más de dos semanas.

—¡Tomoya! —exclamó la mujer. Su asombro no pudo crecer más cuando, sonriendo al lado de su hijo, estaba la niña de ojos dorados que protagonizaba los sueños del muchacho— ¿Hitomi?

—Buenos días, señora Akagi —la escuchó decir con cortesía.

—Hola, Hitomi.

¡Por fin las cosas estaban volviendo a su curso natural! Si Hitomi y Tomoya se habían reconciliado, era seguro que no pasaría mucho antes de que Hanamichi y Kaede lo hicieran también, y ella haría las paces con todo el mundo. Le contaría toda la verdad a su hermano, sin temor de que alguien –de preferencia Rukawa– saliera herido, y todo sería cuestión de esperar a que pasaran los años y Tomoya y Hitomi contrajeran matrimonio...

—¿Mamá? —la voz del muchacho la sacó de sus elucubraciones.

—Sí, hijo.

—Hitomi estaba diciéndote que le gustaría que nos reuniéramos todos.

—Sí, señora Akagi. Cuando mi papá y mi papá se reconcilien, me gustaría que todos nos reuniéramos y cenáramos juntos. Papá es un cocinero excelente.

—El mejor —añadió Tomoya, convincente.

—Claro, Hitomi.

Las cosas resultarían de maravilla, no había duda de eso.

—¿Quieres más café?

La pregunta era tonta y redundante. Kaede ya había bebido como litro y medio de café, y no porque le gustara, sino porque, después de cuarenta y cinco minutos en la habitación, aún no se atrevía a hablar de lo importante.

Hanamichi estaba empezando a impacientarse, pero cuando lo dejó entrar supo a lo que se atendría.

—Sí, por favor.

Eso era deprimente.

No le gustaba el café, y mucho menos el desabrido líquido caliente y sin sabor que Hanamichi preparaba como tal. Pero mantener la boca ocupada en beberlo era mejor y más seguro que tratar de convencer a Hanamichi de que volviera a casa.

—¿Por qué? —preguntó Hanamichi desde la cocinita, sirviendo agua fría en la cafetera y colocando el café en su lugar.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué has tomado tanto café?

—Tengo sed.

—Pero no te gusta mi café, Kaede —descubrió el pelirrojo—. Nunca te ha gustado.

Rukawa sintió una extraña sensación de calor que le inundó el rostro. ¿Acaso era un bochorno por sentirse descubierto?

—Dime lo que tengas que decir —fue una orden. Hanamichi estaba casi harto.

—No tengo nada nuevo que agregar —dijo escuetamente—. Te amo, y es lo único que puedo decir para que me perdones.

Así sería Rukawa. No era lo que se llama romántico, pero su sinceridad podía llegar a conmover. Y justo eso hizo con el pelirrojo, que sintió su voluntad flaquear.

Se había prometido no perdonarlo, por orgullo y por decisión. Sin embargo, entre más lo pensaba durante esos días en soledad, llegó a la conclusión de que Kaede era su alma gemela, y que no quería vivir sin él.

—¿Por qué lo hiciste, Kaede? —preguntó con un hilo de voz. Aún no lograba hallar una razón poderosa.

Caminó un paso hacia él.

—No lo sé —respondió el aludido. Y dio otro paso hacia el pelirrojo.

—Yo la amaba —continuó Hanamichi, dando un pasito más, y quedando un poquito más cerca del pelinegro.

—Y yo te amaba a ti —casi finalizó, dando un paso más grande y acabando con toda la distancia que los separaba—. Y aún hoy te amo, Hanamichi.

El pelirrojo lo miró a los ojos, igual que muchos años antes, cuando decidieron que se amaban y que querían estar juntos para siempre. Kaede le devolvió la mirada, cargada de pasión, y, en un impulso impropio en él, lo besó con ansias y fiereza. Hanamichi tuvo que corresponderle, por la necesidad de aquella boca que hacía muchos días no lo tocaba. En un beso cargado de fuego y calor, ambos recordaron el amor que se tenían. Recordaron que no podían estar tanto tiempo separados. Recordaron que querían morir en la misma cama, uno al lado del otro. Que querían presenciar juntos toda la vida de Hitomi... Y ahora la de Tomoya. Que querían estar juntos cuando ambos partieran de sus vidas y los dejaran solos...

Hanamichi levantó a Kaede del suelo con gran facilidad. Lo llevó a la cama sin separarse de su boca. Kaede se dejó hacer, como siempre. Sintió las manos de Sakuragi sobre su cuerpo, levantando la playera y desabotonando los pantalones. Por su parte, Rukawa correspondía con caricias furiosas y necesitadas. Hizo lo propio con la vestimenta de Hanamichi. Cuando se dieron cuenta, los dos estaban desnudos, entre las sábanas recorriendo con candorosa pasión el cuerpo ajeno, dejando rastros húmedos por toda la anatomía del otro.

Sin detenerse, Hanamichi se posicionó sobre su amante. No podía aguantar más la presión que sentía entre sus piernas. Necesitaba sentirse dentro de Kaede con la mayor rapidez posible.

Kaede, por su parte, extrañaba la sensación de ser poseído como sólo Hanamichi sabía hacerlo. No deseaba postergarlo más, y estuvo dispuesto a todo, dejándose hacer, dejándolo tomar el control igual que siempre.

Se amaban. Iban a hacer el amor... Y lo hicieron como nunca antes. Sintieron cosas nuevas. Sintieron inexplicables revoloteos internos. Cosas que no pudieron comprender.

Una vez consumado el acto, exhaustos los dos, se derrumbaron sobre la cama.

Instintivamente, Kaede le dio la espalda a Hanamichi. El pelirrojo, por su parte, le rodeó la cintura desde atrás y se acurrucó entre el omóplato y el cuello.

Se quedaron dormidos quién sabe cuánto tiempo, satisfechos y con dulces sueños.

Lo despertó el insistente sonido del teléfono celular. No lo contestó.

Cuando el aparato dejó de hacer ruido, el pelirrojo tardó unos segundos en acostumbrar su mirada a la oscuridad. Ya había anochecido. Supuso que ya sería tarde, y se sorprendió cuando logró visualizar una figura felina frente a él, contemplándolo mientras dormía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. Recordaba todo lo ocurrido. Pero, antes de despertar, tenía la esperanza de haber logrado mantener la cordura durante un poco más de tiempo, y de que todo lo ocurrido hubiera sido sólo un sueño de su necesitada humanidad.

—Pensé que podríamos cenar. Yo te invito —sonrió Kaede. Se sentía completamente seguro de que las cosas estaban bien ya y todo volvería a la normalidad.

—Eh... No lo creo, Kaede.

—¿A qué te refieres?

—Bueno... Yo aún no estoy seguro...

Kaede sintió que algo caía sobre su cabeza: eran sus esperanzas e ilusiones a futuro.

—Comprendo.

Era un hombre de pocas palabras.

Amaba a Hanamichi, pero también tenía su orgullo. Y tenía un límite para ser humillado.

Se levantó del lecho y empezó a vestirse. No volvería a rogar. No más.

—¿Te vas? —escuchó la voz de Hanamichi.

—Sí. Ya no te molestaré.

Hanamichi supo entonces que su amante estaba entendiendo todo mal.

—Kaede... —pronunció— Te quiero.

Eso bastó para que el orgullo del pelinegro se fuera al excusado.

—Yo también, Hana —y esa era la palanca al ser jalada.

—Te amo. No estoy seguro, pero dame tiempo. Te prometo que arreglaremos esto, Kaede.

Sólo eso buscaba.

Con eso sería feliz.

Serían como las once de la noche.

Había pasado toda la mañana con Tomoya, en su casa, haciendo planes con la señora Akagi para cuando Hanamichi y Kaede se reconciliaran. Serían una familia feliz, de eso no habría dudas.

Por la tarde, habían ido al cine. De ahí fueron a la pista de patinaje y luego al parque de diversiones. Tomoya hacía lo posible por hacerla sonreír. Y ella, con gusto, le regalaba esas sonrisas.

Sin embargo, le preocupaba que su papá aún no hubiera regresado.

Se había marchado mucho antes de que Tomoya llegara, y Rukawa no había llamado para nada.

Por eso se alegró tanto cuando escuchó la puerta principal al abrirse.

—¡Papá! —corrió a recibirlo.

—Hola, Hitomi —lo notó sonreír. Eso era una buena señal— ¿Cómo estuvo tu día?

La muchacha dudó un par de segundos. Luego, se aproximó a su padre, rodeándole la cintura con un abrazo que él correspondió.

—Me reconcilié con Tomoya —le confió al oído.

Rukawa se alegró sinceramente por su niña.

—¿Dónde está papá? —preguntó la muchacha, ilusionada.

—Va a pensar las cosas.

Hitomi no pudo evitar entristecerse. Esperaba ver esa misma noche a sus padres entrar tomados de la mano, subiendo a su habitación y no verlos salir durante una semana continua.

Sin embargo, eso era ya una esperanza.

CONTINUARÁ...