Disclaimer: Los personajes no son míos. Sólo lo que he aportado de mi propia cosecha. Tampoco recibo a cambio retribución algunas más que vuestros reviews.
CAPITULO XXVI
Si tienes un porqué para vivir encontrarás casi siempre el cómo. (Friedrich Wilhelm Nietzsche)
Albus Dumbledore caminó inquieto por su despacho. Había muchas cosas que preparar. Desde que había recibido la carta aquella mañana, parecía haber rejuvenecido 50 años. Sus pies se movieron ligeros hasta la chimenea, donde cogió un poco de polvos floo de la repisa.
–Severus, necesito veros enseguida. Venid a mi despacho, por favor. –pidió.
La negra figura no tardó en atravesar la chimenea, seguida del andar lento del otro Profesor.
–¿Qué sucede? –preguntó Severus preocupado ante la agitación del anciano.
Pero el viejo Director sonreía, lo cual le dejó todavía más desconcertado.
–Le hemos encontrado. –dijo.
Remus estrujó su bastón con fuerza.
–¿Está seguro, Profesor? –inquirió.
Habían sido ya demasiadas las veces en que habían creído tenerle y todo había acabado en agua de borrajas. Pero Dumbledore asintió y le tendió una carta. Remus la leyó con avidez y después se desplomó en una de las sillas del despacho, tras pasársela a Severus.
–¿Cómo diablos ha ido a parar allí? –preguntó todavía aturdido.
–Eso ahora es lo de menos –respondió Dumbledore risueño– Lo importante es cómo vamos a traerle.
Ambos Profesores se miraron. China estaba muy lejos.
El valle de Jiuzhaigou era un pequeño paraíso terrenal escondido entre montañas, con elevaciones que alcanzaban hasta los 4.764 m. sobre el nivel del mar. El Valle de las Nueve Aldeas, traducción literal de Jiuzhaigou, se caracterizaba por sus frondosos bosques, lagos multicolores, cataratas impetuosas y un amplio espectro de fauna y flora. En medio de este paradisiaco paisaje se alzaba el monasterio de Zharu, edificado en el año 1673 al final de la dinastía Ming. Construido en madera y arcilla, era un típico monasterio tibetano dividido también en las habituales dependencias de este tipo de construcciones: el Pasillo, la Torre de Escritura, la Plataforma de la Música, la Casa de Té y las habitaciones de los monjes. El Pasillo principal tenía tres azoteas de oro, al igual que sus cuatro campanas y enfrente una rueda también de oro que simbolizaba la transformación de la vida y la muerte. La estatua del Buda Sakyamuni estaba colocada en el centro del Pasillo, con los instrumentos religiosos en el altar y las mantas de lana en el suelo para las oraciones. Cada mañana temprano, los 51 monjes que habitaban el monasterio asistían al servicio religioso bajo la tenue luz de las minúsculas lamparas de aceite de mantequilla. La persistente cadencia de sus cantos podía oírse por todo el Pasillo a lo largo de la mañana.
También como cada día y tras haber calentado su garganta y su espíritu con los cantos religiosos, Wang Tse Tai se dirigió a su pequeña habitación para tomar su tazón de tsampa. Preparado con quingke, cebada secada al sol, tostada y molida, se comía añadiendo a esta harina un poco de té con mantequilla y se amasaba la mezcla con los dedos. También se podía dorar al fuego, haciendo una pequeña bola o mezclarlo con carne y vegetales en forma de sopa. Era prácticamente lo único que comían los monjes tibetanos junto con el té. Sonrió mientras apresuraba el paso, al recordar los problemas que había tenido al principio su discípulo con esa dieta. Sin embargo, ahora cada mañana Wang encontraba su tazón de tsampa y su taza de té pulcramente preparados sobre la estera. Envuelto en su kasaya de color azafrán, enfiló hacia el área del monasterio donde se encontraban las habitaciones de los monjes, sin poder evitar temblar bajo el húmedo aire que penetraba sin remedio sus ya viejos y cansados huesos. Cuando entró en la espartana habitación, un hombre joven se encontraba sentado en el suelo sobre la fina estera en actitud de meditación, con los ojos cerrados. A diferencia de Wang, llevaba una túnica holgada de mangas largas y suelta en la cintura de color amarillo.
–Buenos días Lim. –saludó.
Desde el principio le había llamado así, ya que él nunca había mencionado su verdadero nombre. Tampoco Wang se lo había preguntado. Pero Lim o Lin, cuyo significaba era bosque o jade en chino, le había parecido perfecto debido a los hermosos y profundos ojos verde del joven occidental.
–Buenos días maestro. –el hombre esbozó una suave sonrisa, pero permaneció con los ojos cerrados.
–¿Cómo andan tus demonios esta mañana? –preguntó el lama mientras se sentaba en la estera y tomaba entre sus manos la taza de té caliente.
–Tranquilos. –respondió él– Parece que hoy andan dormidos.
El anciano lama sonrió mientras sorbía su té. Hacía ya casi dos años que había acogido al joven Lim como discípulo. Aunque nunca lo había sido en el sentido tradicional de la palabra. Había tropezado con él en el mercado de Chengdu, capital de la sureña provincia de Sichuan, en una de las últimas ocasiones que se había desplazado hasta allí. Los 400 km. que separaban la capital del valle de Jiuzhaigou eran como para pensárselo dos veces. Pero una vez al año, con la entrada del buen tiempo, los monjes hacían el recorrido postulando por el camino hasta llegar a la capital. Debido a lo avanzado de su edad, Wang sabía que esa iba a ser la última vez que andara ese camino.
Lim ayudaba en varios de los puestos del mercado, transportando cestos y cargando tinajas para ganarse algunos yuanes que le permitiera llenar su estómago al llegar la noche. Le estuvo observando durante un buen rato, mientras recuperaba el aliento sentando a las afueras de una de las casas de té que rodeaban el mercado. Le sorprendió que un occidental estuviera haciendo ese tipo de trabajo, ya que todas las personas de raza blanca que deambulaban por la región eran turistas atraídos por las maravillas naturales de la región. Mucho más alto que cualquiera de los que se encontraban a su alrededor, el joven se movía con facilidad entre la gente cargando incansable de un lado a otro cuanto le era solicitado, demostrando mucha más fuerza de la que su delgado cuerpo aparentaba. Aunque por la holgura de sus ropas, Wang sospechó que no siempre había sido así. Encuriosado, se acercó a él para pedirle si podía ayudarle a llevar el cesto de frutas y verduras que varios de los comerciantes del mercado habían donado a los monjes, aunque no podría remunerarle por ello. Comprobó entonces que el joven chapurreaba algo del idioma, lo justo para hacerle entender que lo haría aunque no pudiera pagarle. Sólo tendría que esperar a que terminara con su trabajo. Wang estuvo de acuerdo y espero pacientemente sentado en el exterior de la misma casa de té. A media tarde, con el cuerpo empapado en sudor y flequillo del alborotado pelo negro pegado a su frente, el joven se dirigió hacia él y sin mediar otra palabra cargo sobre su hombro el pesado cesto y siguió al lama hasta la casa que alojaba a los monjes. Una vez allí, Wang le retuvo, invitándole a compartir su ración de sofrito de helecho y oveja asada junto con la fruta recogida, a lo que el joven en principio se negó. Sin embargo, no tuvo más remedio que aceptar la copa de licor de Quinke, un líquido lechoso de sabor ligeramente agridulce y de bajo contenido alcohólico que se ofrecía para agasajar a los huéspedes o invitados. El rito de la hospitalidad establecía que de la primera copa que ofrece el anfitrión, el huésped debe tomar un trago; después de volver a llenar la copa, debía tomar otro trago. Así hasta la tercera, en que debía vaciarla. Llegados a este punto, el joven de ojos verdes sentado en la estera frente a él parecía tan cansado que sus ánimos para levantarse y abandonar el lugar se habían esfumado. Con el rudimentario inglés aprendido en su juventud en Pekin, Wang averiguó que era de nacionalidad británica y que había embarcado en un carguero que partió del puerto de Londres con destino a Shangai. No es que hubiera tenido un interés particular en llegar a esa parte del mundo. Tan solo le había parecido que tenía los suficientes kilómetros de distancia desde el lugar que había dejado. Cuando un mes después el carguero atracó en Shangai, Lim se había adentrado en su inmenso país sin rumbo fijo. Casi cuatro meses después había hecho los 2.970 km. que separaban Shangai de Chengdu, sobreviviendo como había podido. Desde el primer momento el lama había percibido algo extrañamente inquietante en él. Tal vez fuera la profunda tristeza de su mirada; o aquella carga de energía que parecía emanar de su cuerpo como un torrente sin cauce; y su aura, potente y brillante como Wang había podido sentir pocas. Y al mismo tiempo enturbiada por algo que el lama no podía acabar de definir. Podía notar perfectamente su espíritu perturbado, en clara lucha consigo mismo. Se preguntó de qué podía estar huyendo un hombre joven como él, tan lejos de su hogar, que por sus maneras había recibido una buena educación y podría, sin lugar a dudas, aspirar a algo más que cargar cestos en un mercado. Aquella noche, seguro de que Lim no tenía un lugar fijo donde dormir, le invitó a quedarse en la pequeña habitación que le había sido asignada y ya fuera por el agotamiento o porque la propuesta solucionaba su problema de alojamiento ese día, el hombre aceptó. Durante la noche el anciano lama le oyó murmurar entre sueños y agitarse inquieto inmerso en sus pesadillas. Todavía de madrugada, Lim se había levantado con la respiración agitada y se había quedado quieto delante de la ventana, donde permaneció hasta la salida del sol. Cuando Wang Tse Tai se levanto horas después, ya había decidido que cuando regresara al monasterio se llevaría al hombre con él. No fue difícil convencerle pues nada le ataba a ninguna parte. Le prometió que le ayudaría a dominar los demonios que sacudían y aterrorizaban sus noches y a cambio sólo le pediría que se ocupara de tener una taza de té bien caliente siempre preparada para él. Había sido una verdadera bendición contar con el fuerte brazo de Lim durante el camino de regreso al monasterio. Una vez allí, Wang había procedido a pedir permiso al amo de presidencia del mismo, un lama casi tan anciano como él, para poder aceptarle como discípulo. Y éste había accedido.
Al principio no había sido fácil porque Lim se había tomado su estancia allí como una etapa más de su viaje a ninguna parte. Pero Wang no estaba dispuesto a darse por vencido, ya que sentía que aquella era su última misión en el mundo y que no podía fracasar. Lim era un hombre amable y trabajador. Tanto como silencioso e introvertido. Tan calmado como agitadas eran sus noches. Durante el día parecía tener un perfecto dominio de si mismo, aunque daba la impresión de estar luchando continuamente por controlar algo que Wang no acababa de entender. Pero por las noches lo perdía, dejando aflorar el dolor y la rabia que durante el día retenía. Y ese dolor era tan intenso que Wang podía sentirlo traspasando su cuerpo, flotar por la habitación, empapándole de la angustia que Lim detenía cada madrugada al abrir los ojos y levantarse a esperar la salida del sol. Wang le había preguntado en infinidad de ocasiones que era lo que le atormentaba, sin lograr de él más que una sonrisa triste y añorada. Y más silencio.
–Si luchas contra la vida, la vida siempre gana. –le había dicho una vez.
Y en aquel momento, Wang estuvo seguro de que no le había entendido. Sin embargo, cuando le había iniciado en las técnicas de relajación y control de mente y espíritu Lim se había revelado como un alumno aplicado y ansioso por aprender. Con el tiempo, sus noches se habían calmado. Ya no había gemidos ni la tormentosa agitación que envolvía sus sueños al principio. Había cambiado sus convulsionadas pesadillas por un llanto silencioso que derramaba mientras dormía. El dolor seguía allí. Profundo y callado ahora, pero igualmente perturbador.
Wang Tse Tai terminó su tsampa y se quedó mirando por unos momentos al hombre frente a él. Su cuerpo relajado en perfecta armonía con su espíritu. Tranquilo, sin que ninguna sombra atormentara ya su rostro. Su aura ahora era nítida, brillante. Y ese poder que había percibido en él desde el principio, emanaba tranquilo y sereno. Le había costado casi tres años llegar a ese punto. Momentos de desesperación en que le había visto al borde de desfallecer y darse por vencido. Y después recomponerse aferrado al único recuerdo capaz de mantenerle cuerdo. Aunque jamás había mencionado cual era. Y ahora estaba listo No es que le apeteciera dejarle marchar. Iba a echar de menos su compañía. Incluso el silencio que muchas veces hablaba más que sus palabras. Egoístamente, se sentía íntimamente complacido por la atención y los cuidados que el joven le prodigaba. Sobretodo desde el año anterior, cuando había caído enfermo y no se había separado de su lado ni de día ni de noche hasta que se repuso. El último escollo era convencer al propio Lim de que lo había logrado. De que fuera lo que fuera que le había mantenido alejado de los suyos, ya no estaba allí.
–La persona más fácil de engañar es uno mismo. –dijo como si estuviera leyendo los pensamientos de su discípulo.
Lim abrió por fin los ojos y sonrió.
–Y la máxima victoria es la que también se gana sobre uno mismo –recitó con la lección bien aprendida, levantando flexiblemente su cuerpo del suelo– Si no me necesitas, voy al huerto, maestro.
El anciano no pudo evitar mostrarse algo contrariado.
–Esta noche quiero hablar contigo, Lim. No creas que por viejo vas a poder seguir evadiéndome. –le advirtió entrecerrando sus pequeños ojillos rodeados de infinitas arrugas.
–Nada más lejos de mi intención. –aseguró Lim sin dejar de sonreír– Ahora recuéstate y descansa, maestro. Volveré a la hora de comer.
El anciano lama asintió en silencio y pasó el resto de la mañana tratando de encontrar la mejor manera de decirle a Lim que había llegado la hora de que abandonara Zharu y se enfrentara nuevamente al mundo. Poco sospechaba en ese momento que Buda le tenía preparada una inesperada ayuda.
Severus estaba cansado y mareado de saltar de chimenea en chimenea y de Ministerio de Magia en Ministerio de Magia. Cuando llegó a Pekin estaba de un humor de perros y su tez tan amarilla como cualquiera de los habitantes de aquel país. Dio gracias a que Zeng Suying ,el mago amigo de Dumbledore, le estaba esperando y le condujo a su casa, donde pudo asearse y descansar. Al día siguiente el mago chino abrió un portal oficial que les llevó directamente a Chengdu. Pero de allí a Jiuzhaigou no hubo más remedio que tomar el autobús. No es que tuviera nada en contra de los muggles… pero utilizar trenes o autobuses estaba fuera de lo que un mago como Severus consideraba dentro de sus parámetros de normalidad. En cuanto encontrara a Potter se iba a enterar de lo que Severus pensaba de otro medio de transporte que no fuera aparecerse y si le apuraban mucho, de utilizar una escoba.
Sin embargo, cuando llegaron al Valle de las Nueve Aldeas sus ojos se quedaron maravillados, impregnados de agua y verdor. Una inmediata sensación de estar en paz con el mundo tranquilizó su espíritu y deseó de corazón encontrar pronto a Harry y convencer al terco Gryffindor de que tenía una familia esperándole al otro lado del mundo. El monasterio de Zharu inspiraba la misma calma y tranquilidad que el Profesor había percibido al llegar al valle. Como si aquel rincón de mundo no perteneciera al mismo planeta y funcionara a un ritmo distinto, detenido en el tiempo. Por primera vez deploró no hablar mandarín y no poder entender lo que Zeng Suying hablaba con el amo de presidencia del monasterio quien, según traducción del mago chino, lamentaba no conocer a nadie que respondiera al nombre de Harry Potter. Sin embargo, les informó que sí había un occidental viviendo con ellos desde hacia aproximadamente un tres años al que llamaban Lim y que aparte de ser un excelente trabajador, cuidaba de uno de sus lamas más ancianos, Wang Tse Tai, quien le había acogido como discípulo. Por la descripción que hizo de él, el Profesor de Pociones estuvo seguro de que no podía ser otro que Harry.
Encontraron el anciano lama en la Casa de Té, calentando sus huesos con una humeante taza de esa bebida entre sus temblorosas manos. Al ver a Severus, Wang comprendió inmediatamente que el pasado de Lim venía a reclamarle y se alegró de que, a pesar de que el propio Lim no estuviera de acuerdo, su discípulo se encontrara ya en condiciones de reingresar en su vida. Con la inestimable ayuda de Zeng Suying, el anciano y Severus mantuvieron una larga conversación que sirvió a ambos para desentrañar misterios sobre la persona que les ocupaba, aunque Wang lamentara que el occidental no fuera más específico con las circunstancias que habían obligado a Lim a abandonar Inglaterra con tanta precipitación y acabó por aceptar como un designio de Buda que nunca podría satisfacer su curiosidad a ese respecto. También aquel hombre emanaba un caudal de fuerza poderosa, aunque no la percibía tan intensa como en Lim y no pudo por menos que interesarse sobre si les unía algún tipo de parentesco. El occidental pareció sorprendido por la pregunta. Lo meditó durante unos instantes para responder después escuetamente que era su "suegro". Wang Tse Tai lejos de sorprenderse, sonrió ampliamente mostrando su deteriorada dentadura.
Pero Severus ya se estaba cansando de tanta conversación y tanta parsimonia oriental. Quería ver de una vez a Harry, asegurarse de que era realmente él y llevárselo de una vez a casa. Así se lo hizo saber a Zeng Suying, con un poco más de diplomacia, por supuesto. Ambos magos siguieron al anciano lama hasta el huerto, que se encontraba en la parte posterior del monasterio. Al principio le costó distinguirle. Hasta que Wang señaló a un hombre joven, que cavaba con el torso desnudo en mitad de la extensión de terreno. El sol a esa hora de la tarde caía a plomo sobre los monjes que en aquel momento se encontraban realizando esas labores. Severus entrecerró los ojos y haciendo visera con su mano trató de reconocerle. Sólo cuando el hombre se irguió para enjuagar con el brazo su frente, y el sol hizo brillar los cristales de sus gafas el Profesor profirió una exclamación. ¡Pues no había rapado su pelo al cero! Tan calvo como los cabeza huevo que le rodeaban. Por su parte, el hombre también parecía haberse dado cuenta de su presencia y estaba mirando en su dirección. Durante unos momentos permaneció inmóvil, como si le hubieran plantado cual verdura del huerto. Después Severus vio como la azada caía de su mano y tras un ligero titubeo daba dos pasos hacia ellos para después volver a detenerse, como si pensara que se había confundido. Tras unos instantes que al Profesor le parecieron una eternidad, volvió a caminar en su dirección. Cuando llegó frente a ellos se detuvo y miró a Severus como si estuviera viendo una aparición.
–Estarás contento, Potter. –dijo éste tratando de imprimir un deje molesto en su voz– Hasta China me has hecho venir a buscarte.
Como si aquellas palabras fueran las que Harry estaba esperando para acabar con cualquier duda de que era realmente Severus Snape a quien tenía delante, deshizo la poca distancia que quedaba entre ellos.
–¿Cómo me has encontrado? –preguntó con voz quebrada.
El Profesor estudió la delgada figura sin responder, intentando encontrar en los ojos que le miraban fijamente al Harry que él conocía. Al que todos necesitaban que volviera. Sin embargo, escondido tras la expresión de sorpresa que podía leer en ellos, también adivinaba el temor y la vergüenza agazapados tras un frágil muro de cristal verde, la angustia que lo estaba resquebrajando y que en cualquier momento iba a hacerlo estallar.
–¡Maldita sea, Harry! –refunfuñó mientras le agarraba bruscamente por un brazo y le atraía hacía él para abrazarle– ¿En qué estabas pensando?
Al principio Harry se había quedado estático, tal vez sorprendido por aquella inesperada muestra de afecto. Hacia tanto tiempo que nadie le abrazaba que ya había olvidado lo que se sentía.
–Nos has hecho dar muchas vueltas buscándote. –susurró ahora la voz más suave y tranquila del Profesor– Todos te hemos echado de menos.
Harry se separó de él, tal vez algo incómodo después de que durante tanto tiempo nadie hubiera invadido su espacio personal.
–He venido a llevarte a casa. –afirmó el Profesor después– Tu familia te necesita.
Harry volvió a enjuagarse el sudor con el brazo desnudo. Miró fijamente a Severus para después perder la mirada en el horizonte, con el aspecto de estar librando algún tipo de batalla interior.
–Escucha Harry, –dijo el Profesor intentando mantener el tono tranquilo que hasta ese momento había conseguido– todos sabemos lo que hiciste y el porque. Pero está olvidado, incluso perdonado. –aseguró– El único que aún no se ha perdonado a si mismo eres tú. Y ya va siendo hora de que lo hagas.
Harry no respondió, todavía con la mirada perdida más allá de Severus. El Profesor suspiró pesadamente, tratando de adivinar todo lo que estaría pasando en ese momento por su cabeza.
–No puedo creer que no quieras conocer a tu hija. O que sigas castigando a Draco con tu ausencia. –le reprochó en un tono algo más duro.
Harry tardó unos instantes, pero después enfrentó la mirada extrañamente comprensiva de Severus, que en apariencia trataba de mostrarse severo.
–Casualmente, –prosiguió el Profesor rebuscando en su túnica– creo que llevo en mi bolsillo una foto de la pequeña Nadia.
Extrajo por fin la foto que sostuvo frente a él, esperando a que Harry la tomara. Éste extendió la mano sin poder ocultar cierto nerviosismo. Y esta vez sus ojos reflejaron por fin el brillo que hacía tanto tiempo no los iluminaba.
Severus había guardado en su retina la expresión de Harry cuando vio por primera vez a su hija. Tenía que ser capaz de describirles a Draco y a Remus la cara de babeante idiotez que lució en ese momento. Después perdió la cuenta de la de veces que le había hecho repetir cómo era cuando nació (aunque omitió lo de arrugada como una pasa y roja como un pequeño demonio, que Draco todavía le reprochaba a la menor ocasión), cuando había dado sus primeros pasos o el momento en que había pronunciado su primera palabra inteligible (un rotundo No). Habían hablado durante toda la noche y no tan solo de su hija. Al fin Harry había abierto su corazón y dejado salir cuanto tenía guardado en él desde hacía tanto tiempo. Las palabras escaparon atropelladas de su boca, empujándose unas a otras para reverberar en el sonido que por fin las hacía libres. Severus escuchó y comprendió. Y le hizo comprender. Sólo alguien cuya vida había atravesado momentos tan oscuros como la de Severus era capaz de entender a otra alma tan atormentada como una vez se había sentido la suya propia. Y le hizo ver que la luz que necesitaba su vida estaba en París, esperándole. Que tenía que cerrar definitivamente esa etapa y recuperar la paz y el amor que se merecía. Como él lo había hecho al lado de Remus. Jamás le había reprochado nada. Jamás le había sacado a relucir su anterior vida como mortífago. Remus le amaba y le había ayudado a afrontar su pasado y a enterrarlo. Y podía estar seguro de que algunas cosas de las que él había hecho eran igual o peores de las que Harry se arrepentía. Y si podía servirle de consuelo en su caso, Draco le hubiera echado hasta una mano de haber podido. A lo largo de la noche, mientras conversaban, Harry había ido digiriendo sus palabras y al llegar la madrugada ya había encontrado el valor para regresar.
Severus no estaba dispuesto a retrasar la partida ahora que le tenía convencido y no quería pasar en el monasterio más tiempo del necesario. Estaba impaciente por poder darle a Draco el mejor regalo de cumpleaños que su ahijado habría tenido en mucho tiempo. Pese a todo, antes de partir tuvo que esperar a que otro regalo muy especial le fuera ofrecido a Harry, mediante un pequeño rito que Zeng Suying se encargó de explicarle.
El Hada era una cinta de seda, de trama muy rala, que se usaba como homenaje y ofrenda en el rito de las relaciones de los tibetanos. Era tan popular que incluso cualquiera, al salir de casa, llevaba varias Hadas por si acaso se encontraba en el camino con amigos o parientes a quienes hacer una deferencia. Su longitud podía variar desde los hasta 5 m. de las más largas, a 1 m. de las más cortas. Los tibetanos, como otros pueblos del mundo, creían que el color blanco simbolizaba la pureza y la felicidad. Por eso, generalmente las Hadas eran blancas. Sin embargo, había otro tipo de Hada de cinco colores: azul, blanco, verde, rojo y amarillo que simbolizaban respectivamente el cielo, las nubes, los ríos, el sol y la tierra. Las doctrinas budistas explicaban que este tipo de Hada era la indumentaria de Buda, por lo que sólo servían como presente valioso para ofrecer a los budas o a parientes muy cercanos.
Wang Tse Tai, siguiendo el rito a través del cual se ofrece el Hada, sostuvo la cinta multicolor en las dos manos con los brazos extendidos hacia delante, al nivel de los hombros; luego se inclinó y se la entregó a Harry, quien la recibió con otra inclinación. Seguidamente y tras dirigirle una mirada de afecto, el anciano lama regresó al interior del monasterio sin mediar palabra alguna ni volver la vista atrás. Los tres magos abandonaron el monasterio con igual silencio.
Al llegar a Pekín lo primero que hizo Severus, con la ayuda de Zeng Suying, fue buscar una tienda de ropa occidental y desprender a Harry de aquella horrorosa túnica de color amarillo. Ya era suficiente tener que lidiar con la imagen del Gryffindor sin un solo pelo en su cabeza. Burlón, le dijo que esperaba que Draco no confundiera su cocorota con un huevo duro y la sirviera de entremés en La Petite Etoile. Harry aceptó de buen talante todas sus burlas y bromas desde China hasta Londres. De hecho, estaba tan nervioso que Severus podría haberle maldecido en diez idiomas y él hasta le hubiera dado las gracias. Cuando por fin una semana después ambos salieron de una de las tantas chimeneas del Ministerio de Magia inglés, Harry ya había logrado dominarse. No en vano había pasado casi tres años aprendiendo a hacerlo. Así que cuando se dirigieron hacía donde un sonriente Profesor Dumbledore y un impaciente Remus les estaban esperando, Harry Potter, era la viva imagen de la tranquilidad.
Nadia estaba sentada en su silla al fondo de la cocina, convenientemente alejada de fogones y hornos. La naricita y las mejillas cubiertas de harina, al igual que su camiseta y pantalones, amasando con entusiasmo una nueva bolita entre sus diminutas manos. Draco echó un vistazo de reojo a su pequeña y sonrió. A Nadia le entusiasmaba hacer pastelitos y para tenerla entretenida mientras todos trabajaban, siempre le dejaba un poco de masa para que jugara. Frente a ella, ya tenía tres pequeños montoncitos perfectamente alineados con formas disparejas, que según ella eran un dragón, una Hedwig y un papá. El suyo, por supuesto. En ese momento la niña observaba con preocupación el pequeño montoncito de masa que le quedaba y puso esos adorables morritos que le permitían conseguir casi todo.
–¡Más! –gritó esperando conseguir la atención de cualquiera de los adultos que deambulaban por la cocina.
Pero a la una del mediodia de un domingo, nadie parecía muy dispuesto a atender su petición.
–¡Papá más! –volvió a insistir, no consiguiendo más que una mirada de advertencia de su padre, que en esos momentos no parecía muy dispuesto a derretirse ante su despliegue de seducción infantil.
–Luego cariño. –le dijo mandándole un beso.
Nadia hizo un pequeño mohín y extendió su mirada a la mesa cercana, donde había visto su padre cubrir la masa de hojaldre con un paño. Una sonrisa traviesa iluminó el rostro de la niña, al tiempo que la masa se elevaba y empezaba a levitar hacia ella. Un rápido movimiento de Louanne hizo aterrizar la masa otra vez en su sitio.
–Si tu padre te ve, vas a quedarte sin pastel. –susurró la mujer depositando un beso en su platinada cabecita– Sé buena cariño. Ahora tenemos mucho trabajo.
Draco sonrió para si mismo, sin dejar notar que había visto el travieso movimiento de su hija. Aunque sabía que la magia de los niños era imposible de canalizar hasta que estos crecían y eran capaces de entender lo que significada y aprender a controlarla, su hija a veces le preocupaba. Estaba seguro de que el potencial mágico de Nadia estaba mucho más desarrollado que el de cualquier otro niño de su edad. No es que le sorprendiera, teniendo en cuenta quien era su otro padre. Él mismo era un mago de gran potencial. Lo único que le preocupaba era que Harry no estuviera allí para ayudarle, para encaminar la magia de su hija. Harry... Hubiera deseado que su pequeña se le pareciera más, que hubiera heredado más rasgos de su esposo. Sin embargo, Nadia era su fotocopia, una calca perfecta, en femenino por supuesto, de Draco cuando era niño. Su pelo, sus ojos, aunque su sonrisa todavía angelical era de su esposo. Hubiera dado cualquier cosa porque Nadia hubiera heredado los hermosos ojos verdes de su otro padre. Pero allí estaba ella, desafiando las leyes de la genética. Una cristalina carcajada hizo que apartara unos segundos su atención de la sartén. Nadia por fin se había salido con la suya y Louanne le había dado un trozo de masa de hojaldre, aparentemente pretendiendo que él no se enterara. Meneó la cabeza, escondiendo una sonrisa. Realmente no quería ni imaginar que sería de él si la pequeña no estuviera en su vida, acaparando su atención a cada segundo. Jamás hubiera creído posible amar de la forma en que amaba a su hija. Que la sola sonrisa en esos pequeños labios fuera capaz de atravesar su alma y llenarle de felicidad.
–Louanne, se le va a quemar el sofrito... Pierre, como sigas metiendo el relleno de los vou-le-vents de esa forma no vas a dejar uno entero...
Que su carácter se hubiera dulcificado desde que tenía a Nadia, no quería decir que hubiera perdido el dominio de su cocina, o que no tuviera a todo el mundo bajo control. Pierre resopló y el cocinero le dirigió una mirada de advertencia. Noah frunció el ceño desde el otro lado de los fogones.
–Perdón, jefe. –se disculpó el chico de inmediato.
Después de todo, una de las frías miradas del rubio seguía bastando para ponerle en su sitio. Draco dio un vistazo a su alrededor y comprobó una vez más que todo estuviera en orden. Dejó escapar un suspiró mezcla de satisfacción y conformismo. Sabía que tan solo iba a ser un día más. Un cumpleaños más sin Harry. Recordó con añoranza aquellas ocasiones de celebración íntima en las que después de dos copas a Harry le entraba la tontería. Fue en una de esas noches en la que ambos habían decidido que cuando llegaran a los treinta lo celebrarían por todo lo alto. En agosto, por ser el mes que quedaba entremedio de sus dos cumpleaños y que se irían a algún lugar especial que jamás terminaban de elegir porque no lograban ponerse de acuerdo. De la misma forma que habían decidido que los cuarenta probablemente los pasarían por alto. Los cincuenta jamás llegaron a mencionarlos. Observó a Louanne que andaba ajetreada al fondo de la cocina. Sabia que le había preparado una tarta y una pequeña fiesta sorpresa en cuanto cerraran el restaurante. Al bocazas de Pierre se le había escapado aunque él había fingido no oírlo. Suspiró con resignación. Probablemente Nadia se lo pasaría bien. Además, le había prometido llevarla al zoo por la tarde ya que Noah se haría cargo de la cocina aquella noche.
Sin embargo, en ese momento Draco todavía ignoraba que ese cumpleaños no iba a ser uno más en su vida. No muy lejos de allí, Remus paseaba nerviosamente por el parque cercano a La Petite Etoile, haciendo tiempo. Era portador de noticias que no podían darse intempestivamente, sino con mucho tacto y cuidado. Miró su reloj una vez más y decidió que el restaurante debía estar ya casi vacío y se dirigió con paso presuroso hacia allí. Mientras caminaba, se reprimía mentalmente por no poder dominar sus propios nervios. Y tenía que hacerlo. No podía prever la reacción de Draco. Sobre el restaurante todavía estaban vigentes todos los hechizos de protección que Harry había puesto en su día por lo que él, como mago, no podía verlo. Así que cuando llegó frente al edificio semiderruido con aspecto de almacén, activó el traslador que le dejaría directamente dentro de la pequeña oficina del restaurante. Una vez dentro, tomó el pomo de la puerta con mano algo temblorosa, inspiró profundamente y abrió. Campo libre. Asomó la cabeza al comedor y no vio a nadie en la puerta de entrada. Apareció allí, justo como si acabara de llegar. Nada sospechoso para Juliette y el personal que Draco había contratado en el último par de años. Marie, que en ese momento estaba en la caja preparando la cuenta de su último cliente, sonrió con alegría al verle.
–¡Remus! –exclamó abrazándole segundos después– ¡Draco no nos dijo nada sobre tu visita!
Remus abrazó a la joven con cariño.
–Él tampoco lo sabe. –dijo guiñándole el ojo– Pero le traigo un pequeño regalo de cumpleaños. Y por supuesto echaba de menos a mi princesa. –añadió.
Marie sonrió.
–Pues está en la cocina, y se ha puesto de harina hasta las cejas.
–¡Oh! Pues su abuelo le dará un baño con mucho gusto. –aseguró él.
Y depositando un beso en la mejilla de la joven desapareció en dirección a la cocina, no sin antes saludar por el camino a Juliette y a los otros empleados.
El agudo chillido de la Sra. Bouchoir hizo respingar a Draco y al resto de tranquilos ocupantes de la cocina. Cuando miró en su dirección, la buena mujer ya estaba colgada del cuello de Remus.
–¿Me dijiste que venias? –preguntó Draco gratamente sorprendido.
Remus negó con la cabeza mientras se desprendía suavemente de los brazos de Louanne.
–Siento llegar sin avisar pero¡feliz cumpleaños! –dijo con una amplia sonrisa, para seguidamente ignorarle y dirigirse directamente hacia donde Nadia estaba sentada.
–¡Buelito Emus! –chilló la niña, excitada.
Las visitas del abuelo Remus siempre eran preludio de juegos y diversión. Nadia le tendió los bracitos para que la cogiera y el feliz abuelo no se hizo de rogar.
Draco sonrió, acostumbrado ya a ser totalmente ignorado cuando abuelo y nieta se encontraban en la misma habitación.
–Echaba de menos a esta pequeña granujilla. –dijo Remus con los ojos brillantes mientras sujetaba a la niña que ahora saltaba descontrolada sobre su regazo.
–Nadia, –la regañó su padre– para. Vas a lastimar al abuelo.
–Juego con buelito Emus. –dio ella por toda explicación, mientras miraba a su padre extrañada de que no entendiera algo tan obvio.
Pero si Draco pretendía que la niña se calmara, el abuelo no estaba colaborando demasiado en la misión. Nadia chillaba entusiasmada mientras Remus la balanceaba hasta que su cabeza tocaba casi el suelo para después volver a sentarla sobre sus rodillas y vuelta a empezar.
–Si después no logró que duerma su siesta –advirtió Draco pretendiendo ponerse serio y lográndolo solo a medias– vas a ser tú quien va a pringar, Remus. Palabra de mago.
Remus le dirigió una sonrisa, casi tan traviesa como la que tenía su propia hija en los labios. Draco puso los ojos en blanco y les dejo por imposibles. Al menos cuando Severus le acompañaba, parecía poder inculcarles un poco más de sentido común, tanto al abuelo como a la nieta.
–¿Severus sigue todavía en esa convención de alquimistas en Frankfurt? –preguntó.
–No, ha regresado esta mañana.
Draco se volvió sorprendido.
–¿Y cómo no ha venido contigo?
Era chocante que después de casi dos semanas, Remus eligiera venir solo a ver a Nadia, por mucho que la adorara. Y estaba seguro de que su cumpleaños solo era una excusa más para poder malcriar a su nieta. Además, tampoco Severus se hubiera perdido la ocasión de visitar a Nadia. Su padrino, aunque menos expresivo que Remus, apenas podía disimular que la pequeña le tenía el corazón robado.
–Siéntate cariño –dijo Remus volviendo a colocar a Nadia en su sillita– papá y el abuelo tienen que hablar.
–¡No¡Tero jugar! –protestó ella contrariada.
–Luego, mi vida. –dijo el abuelo besando la rubia cabecita– Te lo prometo.
La niña pareció conformarse y volvió a sus bolitas de masa. Por su parte, Draco seguía mirando a Remus, ahora con un nudo en el estómago.
–¿Le ha pasado algo a Severus? –preguntó con ansiedad.
–No, claro que no. –le tranquilizó Remus– Pero me gustaría que pudiéramos hablar en algún sito algo más privado. ¿La oficina tal vez?
Aquello le gustó todavía menos. Pero asintió con un sentimiento de creciente nerviosismo. Salieron de la cocina bajo la atenta mirada de Louanne, que ya veía peligrar su fiesta sorpresa.
–Verás, –dijo Remus una vez Draco hubo cerrado la puerta del pequeño despacho– Severus ha vuelto. Pero no lo ha hecho solo.
Draco siguió mirándole fijamente, todavía sin comprender. Una absurda idea pasó por su cabeza.
–¿Te... te ha dejado por alguien? –preguntó incrédulo.
Al menos eso explicaría porque Remus había aparecido de repente, solo, buscando el cariño de su nieta. Pero el licántropo soltó una sonora carcajada y negó con la cabeza.
–¡Por su puesto que no! –y añadió guiñándole un ojo– Sabe lo que le espera si se atreviera a hacer algo así.
Draco estaba desconcertado. Remus habló nuevamente.
–No te dijimos nada, porque no queríamos darte falsas esperanzas, otra vez. –inmediatamente notó la tensión que se apoderaba del rostro de Draco– pero el Profesor Dumbledore recibió hace algunos días noticias de un mago amigo suyo que reside en Pekín. –el Slytherin se había puesto rígido– La cuestión es que su amigo viaja continuamente por toda China, ya que trabaja para el Ministerio de allí, en el Servicio de Administración del Wizengamot. –un ligero sobresalto ante la mención de ese nombre– Ya sabes, aquello es muy grande y los funcionarios tienen que desplazarse continuamente para resolver problemas.
–¿A dónde quieres llegar? –preguntó Draco antes de que Remus pudiera continuar.
Sus nudillos estaban blancos, sus puños fuertemente cerrados sobre la mesa. Remus casi hubiera jurado que había dejado de respirar.
–Severus ha vuelto con Harry, Draco. Le hemos encontrado por fin.
Durante unos segundos, Remus había dudado que Draco no se hubiera convertido en una figura de cera, pálido e inmóvil. Ni siquiera parpadeaba.
–¿Draco¿Me has oído? –preguntó empezando a preocuparse.
Sólo un ligero movimiento de sus ojos le indicó a Remus que el joven no se había convertido realmente en estatua. Después su boca se abrió como para decir algo, pero lo único que salió de sus labios fue un sollozo ahogado. Remus le abrazó en silencio y pudo notar como su cuerpo se sacudía ligeramente, intentando dominarse.
–¿Esta bien? –preguntó al cabo de unos segundos Draco con voz algo ronca
–Perfectamente. Algo delgado, tal vez. –Remus sonrió– Nada que tú no puedas solucionar.
Las pupilas de Draco brillaron como plata bruñida.
–¿Dónde está? –preguntó esta vez casi sin voz.
–En Londres. –respondió Remus.
Draco se separó del licántropo y desató su delantal con rapidez.
–No, espera Draco. –el joven le miró ansioso– Ahora mismo están en el Ministerio...
Draco frunció el ceño y tiró el delantal con rabia encima de la mesa de despacho. Una llama de furia empezó a arder en sus pupilas.
–Cálmate Draco, sólo es un trámite. –se apresuró a decir Remus– Dumbledore y Severus están con él.
Pero Draco no parecía muy dispuesto a atender a razones.
–¡No voy a permitir que esos imbéciles le pongan una mano encima! –gritó sintiendo que la ira le invadía– ¡Suficiente nos han hecho ya.!
El solo recuerdo de que también podía haber perdido a su hija por culpa de aquellos cretinos le hizo hervir todavía más la sangre.
–Cálmate, escucha... –intentó tranquilizarle Remus– Harry está bien, te lo juro. Yo jamás te mentiría. –puso sus manos sobre los hombros del joven y pudo sentir su respiración agitada y el ligero temblor de su cuerpo, en lo que parecía el inicio de una crisis nerviosa– No van a retenerle. No pueden.
La mano de Draco todavía estaba crispada en su brazo y sus ojos dilatados por el miedo y la rabia que la sola mención del Ministerio le había causado.
–Ahora escúchame. –dijo Remus obligándole a prestar atención– Dentro de dos o tres horas Severus le traerá. Hemos acordado que les esperaríamos en casa, tranquilamente. Lo que menos necesitáis los dos es bullicio a vuestro alrededor. Todavía nadie más sabe que está aquí, para evitar revuelo. Ni siquiera Ron y Hermione.
Remus sonrió. Al parecer Draco por fin estaba tomando conciencia de todas sus palabras.
–Además, está la niña. –continuó– Necesitará el ambiente adecuado para conocer a su padre. Así que debes tranquilizarte porque si sigues desatando tus nervios de esa forma vas a asustarla.
Draco reconoció que tenía razón y asintió en silencio. Remus consultó su reloj.
–Creo que incluso nos da tiempo de asistir a esa pequeña fiesta sorpresa que te han preparado ahí afuera. –dijo señalando la puerta.
Draco negó con la cabeza e hizo intención de protestar pero Remus le detuvo.
–Si no lo haces, Louanne se llevará un disgusto y tendrás que dar muchas explicaciones.
Draco entrecerró los ojos y esbozó media sonrisa.
–Hoy has venido cargado de razones¿verdad? –dijo recuperando su ironía.
Minutos después Draco ponía cara de sorpresa y apagaba las velas del pastel con la inestimable ayuda de Nadia, que con sus empeñosos soplidos se encargó de regar de saliva el pastel y a los ilusos que no habían tenido la precaución de retirarse un poco. Un desafinado pero esforzado "cumpleaños feliz" fue entonado a todo pulmón por La Petit Etoile en pleno mientras Nadia daba saltitos encima de la mesa, peligrosamente cerca de la tarta. Poco después, Draco se las ingeniaba para encontrar una excusa, poco convincente a pesar de todo y coger en sus brazos a Nadia, que llevaba un hermoso bigote de chocolate y estrujaba concienzudamente en su mano un trozo de tarta.
–Papá ha vuelto, cariño. –susurró sin poder ya contener su impaciencia– Y hoy vas por fin a conocerle.
La niña parpadeó confundida. Su papá no se había ido. Estaba allí, tratando de limpiar sus morritos y la pringosa mano embadurnada de chocolate y nata. Le echó los bracitos al cuello y acomodó la cabecita en su hombro. Tenía sueño. Ya casi era la hora de su siesta. Con un apresurado saludo al resto de los desconcertados celebrantes, los tres dejaron la cocina y desde el despacho, aparecieron en su casa. A partir de ese momento el corazón y el cuerpo de Draco empezaron a funcionar a marchas forzadas. Agradeció interiormente que Remus estuviera allí en esos momentos, ya que pensamientos e ideas se atolondraban en su cabeza.
–Yo me ocuparé de la niña. –dijo el licántropo, comprensivo, cogiendo a una prácticamente dormida Nadia en sus brazos y empujando al padre hacia su habitación.
Una vez solo, Draco se desmoronó sobre la cama, todavía conmocionado por la noticia. Apenas podía creerlo. Harry había vuelto. Estaba en Londres. Estaría en casa en apenas dos o tres horas. Podría tocarle, abrazarle, besarle. Un escalofrío nervioso recorrió todo su cuerpo ante la perspectiva de estar otra vez entre sus brazos. Y él en los suyos. Y la niña, se preguntó de pronto. ¿Qué diría Harry al conocer a su hija¿Y cómo reaccionaria Nadia al conocer a su otro padre? La pequeña sabía de su existencia. Draco no se había cansado de hablarle de él y mostrarle fotos. Otra cosa sería encontrárselo delante en carne y hueso. ¡Dioses¿Y si Nadia no le aceptaba? Al fin y al cabo era un extraño para ella. Un padre del que solo había oído hablar y visto en fotografía. Se preguntó también si Harry seguiría tan ofuscado, pensando que era un peligro para todo el mundo. Si habría regresado por voluntad propia o su padrino, conociéndole, le habría arrastrado quieras que no de vuelta. ¡Tenía tantas preguntas que hacerle a Remus que con el impacto de la noticia ni se le habían ocurrido en ese instante! Después de todo, existía la posibilidad de que Harry no quisiera ya volver. ¿Habría cambiado tanto¿Y si después de todo ese tiempo ya no sentía lo mismo por él, si no le había echado de menos? De pronto le dolía la cabeza. Si seguía así, pensó, los nervios iban a provocarle la úlcera de estómago más rápida de la historia. Miró su reloj. Las cuatro y media. Sobre las siete pudiera ser que Severus apareciera ya en casa con Harry. Se incorporó de un salto y prácticamente corrió hacia el cuarto de baño. Tenía que ducharse, vestirse, esperar a que Nadia despertara de su siesta, bañarla, darle la merienda, vestirla a ella también. Repasó mentalmente el guardarropa de su hija. Harry tenía que verla adorable. Aunque Nadia siempre estaba adorable. Pero su esposo iba a verla por primera vez. Sería un momento especial e inolvidable. Como la primera vez que él la tuvo en sus brazos. Draco dejó que el chorro de agua fría cayera sobre su embotada cabeza, reanimándole. Diez minutos más tarde estaba vestido y bajaba de tres en tres los escalones hasta la planta baja en busca de Remus, con el cabello todavía húmedo goteando sobre su camisa.
–¿Nadia? –preguntó al entrar en la cocina.
Remus estaba preparando la merienda de la niña. Sonrió al ver el manojo de nervios que era Draco en ese momento.
–Dejémosla dormir un poco más. –dijo– De lo contrario se despertará de mal humor y no queremos a una niña enfadada para conocer a su padre ¿verdad?
–No, supongo que no. –Draco se derrumbó en una de las sillas de la amplia cocina.
Remus dejó el plato con un yogurt que había sacado de la nevera para que no estuviera demasiado frío cuando Nadia lo tomara y unas cuantas galletas encima de la mesa. Después se sentó junto a Draco, dispuesto a afrontar la batería de preguntas que esperaba poder contestar.
–Él... él quería volver¿verdad? –preguntó Draco sin poder evitar que su voz reflejara la inseguridad que sentía en aquellos momentos.
–¡Claro que quería! Pero creía que no podía. –Remus le miró con cariño antes de continuar– Está un poco... cambiado. Espero que su aspecto no te sorprenda demasiado. Ya te he dicho que está algo delgado… y al fin y al cabo el pelo vuelve a crecer. –acabó sin poder evitar reírse de la cara desencajada de Draco.
Remus le explicó lo poco que él aún sabía, ya que no había querido atosigar a Harry con demasiadas preguntas durante el par de horas que habían estado juntos antes de partir hacia París. Tiempo habría.
–Me alegro de que ese monje le ayudara. –se conformó Draco tras la escueta explicación recibida. Y entrecerrando los ojos preguntó –Pero¿por qué coño tenía que raparse el pelo?
Las horas siguientes pasaron despacio. Cuando despertó de su siesta, Nadia fue bañada, alimentada y primorosamente vestida. Contenta de que su padre le hubiera puesto el vestido azul que a ella le encantaba, y que el abuelo Remus le hubiera hecho dos colitas con lacitos del mismo color. Después de tanto acicalamiento la pequeña no dudaba que se iban de paseo. No había manera de hacerle entender que la habían arreglado porque esperaban visita, no porque fueran a salir. Y que esa visita era su otro padre, que venía con el abuelo Severus. Draco trató de explicarle lo mejor que pudo que su otro papá había estado de viaje y que ahora volvía. Para conocerla y quererla mucho. Nadia asentía a todos y cada uno de los razonamientos de su padre con carita muy seria. Y cuando Draco creía que ya la tenía convencida, inmediatamente después volvía a preguntarle que cuando se iban a ver los animalitos. Draco estaba ya al borde de la desesperación, cuando sonaron unos golpes secos y firmes contra la puerta del salón. En realidad fue como si hubieran golpeado directamente contra su estómago, dejándole de pronto sin aire.
–Me llevaré a la niña. –susurró Remus cogiendo a Nadia de su regazo– Esperaremos en la cocina.
–¡Vamos paseo! –exclamó la pequeña, contenta de que por fin alguien se decidiera a moverse.
Y se fue dando palmadas en brazos de su abuelo, mientras su padre seguía observando la puerta con expresión aturdida. Draco se levantó del sofá oyendo cada latido de su corazón golpear claramente contra su pecho con una sensación casi dolorosa. Irguió el cuerpo y alisó su pantalón de invisibles arrugas, intentando serenarse. Sus ojos se desviaron, por costumbre, al reloj situado en la repisa de la chimenea. Siete y media. A sus espaldas le llegó el sonido de los excitados chillidos de Nadia y el corretear de sus pequeños pies, acompañados de fondo por la amortiguada voz de Remus. Al parecer en esos momentos había una divertida persecución alrededor de la mesa de la cocina. La inocente risa de su hija cargó sus ánimos. Deshizo la distancia que le separaba de la puerta del salón con paso más lento del que pretendía, queriendo llegar y no llegar. Con la mente en blanco, como si de pronto se la hubieran vaciado de otra cosa que no fuera la puerta frente a él. Y ésta se abrió de repente, cuando estaba a punto de posar su mano en la manilla. Draco dio un respingo, para encontrarse después con el rostro impaciente de su padrino.
–Creí que no había nadie. –gruñó Severus. Y añadió suavizando el tono de voz– Feliz cumpleaños, Draco.
El Profesor de Pociones tenía un aspecto cansado y malhumorado, aunque parecía estar haciendo un gran esfuerzo por disimularlo. Draco pensó que tenía trazas de haberla emprendido con el Ministerio en pleno y se preguntó angustiado si finalmente no habría podido traer a Harry.
–¿Remus? –le preguntó su padrino.
–En la cocina... –apenas pronunció Draco, mirándole ansiosamente, esperando alguna indicación, una palabra.
–Bien. –se limitó a decir.
Y pasó junto a él, no sin antes darle unos golpecitos en el hombro, dejando libre el hueco de la puerta para que su ahijado pudiera ver la figura que aun en la sombra, aguardaba tras él. Su corazón dio otro vuelco. Quiso hablar, pero su boca estaba tan seca que la lengua se le pegó al paladar. Sus piernas quisieron avanzar, pero permanecieron estacadas en el mismo lugar. Sus ojos buscaron ávidos el rostro amado sin lograr todavía verlo, escondido en la penumbra. Hasta que la silenciosa figura se desplazó hacia la puerta, entrando lentamente en la zona iluminada por la luz provinente del salón. Draco tragó con fuerza el grueso nudo que tenía en la garganta. Harry estaba tan delgado que le pareció más alto. O tal vez fuera la ausencia de pelo, que acentuaba todavía más su aspecto espigado, haciendo su rostro más anguloso. Daba la impresión de que las gafas se sostenían sobre el puente de su nariz sin resbalar tan solo porque algún tipo de encantamiento debía mantenerlas allí. Su piel, excesivamente tostada por el sol, resaltaba todavía más sus ojos verdes, más profundos que nunca, pero también más cansados, más vividos. Su mirada parecía haber perdido la juventud que antaño desprendiera, para impregnarse de una serenidad profunda tan solo alcanzada tras una soledad igual de intensa; después de haber buceado hasta el fondo de su alma y haber sobrevivido. Una madurez dolorosamente conseguida a base de matar los demonios del espíritu. A golpe de corazón roto y ánimo quebrado. Para después de haberse quemado en el mismo fuego que sus fantasmas y demonios, resurgir cual ave fénix de las cenizas de su alma con un alma nueva. Los ojos de Harry decían todo eso y mucho más. Draco podía leerlos, leerle a él de arriba abajo como en un libro abierto. Sobraban las palabras y no las hubo. Era un silencio entendido. Una conversación muda de miradas renacidas. Un diálogo de sentidos que despertaban nuevamente ante la presencia del ser amado. Hablaron con sus cuerpos, fundidos el uno en los brazos del otro, inmóviles, mejillas contra mejilla, como si el tiempo se hubiera detenido en el momento en que ambos se perdieron en su abrazo. No hubiera podido decir el rato que había pasado cuando Draco separó su rostro para mirarle. Las huellas del cansancio marcaban la piel de su esposo. El largo viaje, seguramente las horas de tensión pasadas en el Ministerio. Acarició su mejilla y los labios de Harry buscaron su mano para besarla. Después tomó esta misma mano y la encerró en la suya para apoyarla sobre su corazón.
–Siempre has estado aquí. –susurró, hablando por primera vez.
Draco quiso responder, pero no pudo. El mismo nudo le impidió pronunciar las palabras que deseaba. Solo pudo asentir, con los ojos anegados, intentando inútilmente retener las lágrimas. Harry tomó su rostro entre las manos y besó su frente, sus ojos, sus mejillas, llevándose con los labios lágrimas y dolor, ausencia y añoranza, vacío. Y cuando llegó a su boca, ésta ya le esperaba ansiosa, impaciente por recuperar el sabor que le había faltado durante tanto tiempo.
–Te ves cansado. –logró hablar por fin cuando, renuentes, sus labios se separaron.
–Ha sido un largo viaje. –asintió Harry.
–¿Ha habido algún problema en el Ministerio...? –preguntó inquieto.
Harry negó con la cabeza.
–Dumbledore lo tenía todo muy bien atado. –le tranquilizó
Draco acarició suavemente su delgada mejilla.
–Creo que voy a tener que hacer un intensivo de cocina hasta que logre que asome algo más de carne sobre tus huesos.
–¿El cocinero admite peticiones?
–Por supuesto...
–Patatas fritas... –susurró entonces Harry con un pequeño gemidito–... doradas y crujientes... y pastel de chocolate.
–Pastel de chocolate, por supuesto. –repitió Draco con una sonrisa.
Todavía estaban de pie, frente a la puerta abierta del salón. Draco tomó la mano de su esposo para conducirle hasta el mullido sofá.
–Es una casa preciosa. –admiró Harry, mirando a su alrededor.
No cabía duda de que Draco por fin había conseguido la casa que deseaba y que le había dado a su hija el hogar al que cualquier Malfoy que se precie, debía aspirar.
–A Louanne le supo mal que nos fuéramos. –explicó Draco– Pero un niño necesita espacio para correr. –sonrió orgulloso– Mañana verás el jardín.
El sonido de una risa infantil, salpicada por chillidos de entusiasmo, les llegó a través de la puerta de la cocina, al otro lado del salón. Ambos dirigieron la mirada hacia allí, recordando de pronto que en sus vidas había alguien más que reclamaba su atención.
–¿Quieres conocerla? –preguntó Draco con los ojos brillantes.
–Necesito... –Harry titubeó– ...dame unos minutos. –murmuró al fin.
Draco le abrazó, buscando sus labios nuevamente.
–¿Nervioso? –preguntó después, comprendiendo la inquietud que debía asaltar a Harry en ese momento.
–Aterrorizado. –respondió éste con sinceridad.
Draco buscó su mano y la entrelazó con la suya.
–Siento que tuvieras que pasar por todo esto tú solo. –se disculpó Harry con la voz algo quebrada.
–No estuve solo. –le contradijo Draco suavemente– Remus fue como una gallina clueca revoloteando a mi alrededor a la menor oportunidad. Severus me atiborró a pociones. Y los Weasley cuidaron de mi en La Madriguera. ¿Qué más se puede pedir?
Harry sintió en ese momento un profundo agradecimiento hacia sus amigos, por haber estado al lado de su esposo cuando él no pudo.
–Hasta Ron me traía gominolas cada vez que venía de visita. –la cara de Harry era todo un poema en ese momento– En realidad, creo que era a cambio de dejarme ganar al ajedrez mágico. –ironizó, para después reconocer– Entre Hermione y yo el pobre debió gastarse una pequeña fortuna en chucherías.
Harry abrió la boca, recordando de pronto que Hermione estaba embarazada cuando él se marchó.
–Gemelos. –le aclaró Draco antes de que pudiera preguntar– Artie y Pennie. Por cierto, Pennie es tu ahijada. Una niña adorable...
–¿De veras? –exclamó Harry gratamente sorprendido.
Nunca esperó que sus amigos mantuvieran su promesa de hacerle padrino de su primer hijo. No después de su marcha. Recordó lo feliz que se sintió cuando Ron y Hermione se le dijeron. Especialmente porque nunca contó en que él mismo podía ser padre.
–... y el pequeño monstruito de Arthur me tocó a mí en suerte. –añadió Draco con una mueca– Pero a pesar de todo, tengo grandes esperanzas puestas en él... si logro que su padre no le influya demasiado. –acabó con una sonrisa algo perversa.
Pero Harry le dirigió una mirada taciturna.
–Me he perdido mucho. –dijo con pesar.
–Lo recuperaremos. –le animó Draco– Además, tengo montones de fotos de nuestra hija, desde que era un bebé hasta ahora. Sin contar todas las cintas que he grabado, esperando que tú algún día pudieras verlas. Creo que me he convertido en un video aficionado convulsivo¿puedes creerlo?
Harry sonrió, intentando imaginar a Draco con una cámara de vídeo en la mano.
–Pero antes, creo que deberías conocerla en persona. –tentó su esposo– Al menos para evitar que nieta y abuelos acaben con mi cocina.
Parecía que esta vez, en lugar de actuar como moderador responsable, Severus se había unido a la fiesta. La algarabía que provenía de la cocina era cada vez más notoria. Así que antes de que su esposo tuviera oportunidad de decir nada, Draco se levantó, cruzó el salón y desapareció tras la puerta de la cocina dispuesto a poner orden. Harry se quedó sentando en el sofá con el estómago encogido, retorciéndose nerviosamente las manos. No tuvo que esperar mucho para ver aparecer a Draco con la pequeña Nadia de la mano. La niña dejó de sonreír en cuanto le vio para mirar a Harry con curiosidad.
–Ahora vas a conocer a tu otro papá, cariño. –le decía Draco– ¿Recuerdas cuando mirábamos fotos para acordarnos de él?
La niña asintió en silencio, sin dejar de mirar a aquel hombre con gafas que se había levantado del sofá, estudiándole con detenimiento. Algo no estaba bien.
–Esta es tu hija, amor. –la presentó Draco con orgullo cuando llegaron junto a Harry.
Harry se agachó a la altura de la niña, sintiéndose algo torpe, preguntándose que podía decirle a una niña de casi tres años a la que veía por primera vez y que, además era su hija.
–Hola Nadia. –los pequeños ojos grises se clavaron en él con la misma fuerza con la que solían hacerlo otros no tan infantiles– El abuelo Severus me ha hablado mucho de ti estos últimos días.
Nadia miró a Draco y después nuevamente a Harry.
–Tú no. –dijo muy convencida– Mi papá tene pelo.
Ambos hombres se miraron desconcertados.
–No te preocupes por eso, cariño. –intervino rápidamente Draco– El pelo de papá crecerá enseguida. Allí donde estaba hacia mucho calor y por eso se lo cortó.
La niña evaluó a Harry nuevamente con ojos críticos y él tuvo la misma sensación de angustia que cuando Wizengamot en pleno le juzgó a los quince años.
–Tú no. –repitió Nadia– ¡Tero jugar buelos! –y soltándose de la mano de su padre, salió corriendo en dirección a la cocina.
Draco hizo ademán de ir tras ella pero Harry le detuvo.
–No, déjala. Se acostumbrará poco a poco. –dijo intentando convencer con sus palabras más a si mismo que a Draco– Además, como tú has dicho, mi pelo crecerá.
–Conozco un hechizo que ayudará. –sugirió Draco– Voy a buscar mi varita.
–No, Draco. –su esposo le detuvo otra vez– Supongo que hay que darle algún tiempo para que me acepte. No es sólo cuestión de que mi pelo crezca.
A pesar de sus palabras, Harry parecía desolado. Draco le abrazó intentando reconfortarle.
–Lo siento, amor. –murmuró.
Harry suspiró resignado.
–Tampoco esperaba que se lanzara a mis brazos tan solo verme. –reconoció. Y añadió con una sonrisa que pretendía animar a Draco– Eso no se hubiera ajustado demasiado a sus genes Malfoy¿no crees?
Draco alzó una ceja al más puro estilo de su familia y después besó a su esposo.
–De todas formas, después hablaré con ella. –dijo.
Para disgusto de Nadia, los abuelos tan solo se quedaron a cenar. Y no fue una cena fácil. La pequeña no podía comprender porque todo el mundo se mostraba tan atento y cariñoso con ese hombre que le habían presentado como su padre, cuando ella sabía positivamente que no podía serlo. Su otro padre tenía una mata de enmarañado pelo negro que a ella le fascinaba. Tal vez porque su papá y ella misma lo tenían tan rubio que casi parecía blanco. Odió especialmente que su papá y el abuelo Remus le hicieran tanto caso. No podía entender porque Draco estaba continuamente besándole y teniendo gestos cariñosos con él. Como hacía con ella. O porqué el abuelo Remus le abrazó de esa forma cuando entraron en la cocina, casi llorando. Alguien que hacía poner triste al abuelo Remus no podía ser bueno. Para más fastidio, los mayores empezaron a hablar de cosas que ella no entendía. Así que decidió hacer frente común con el abuelo Severus, quien al parecer no estaba tan fascinado por la presencia de aquel hombre y era el único del que en esos momentos conseguía mantener su atención. Cenó sentada en sus rodillas, después de haber montado un pequeño drama porque no quería hacerlo en su silla. Inexplicablemente, el abuelo Severus también dejó que revolviera en su plato cuanto quiso, cosa que jamás le había permitido hasta entonces. Nadia sencillamente ignoró la presencia de Harry durante toda la cena. Después, se había dormido en el regazo de Severus y Draco había subido a acostarla. Harry no quiso acompañarle, temiendo que la niña se despertara. No estaba muy seguro de soportar un segundo rechazo aquella noche. A nadie le habían pasado desapercibidas las miradas de infantil hostilidad que Nadia le había dirigido durante toda la cena. Esa fue la principal razón de que los dos abuelos decidieran no quedarse. Nadia tenía que acostumbrarse y aceptar la presencia de su otro padre y no querían darle la oportunidad de que se refugiara en ellos. No hubiera sido justo ni para el padre ni para la hija.
Horas después de acostarse, cuando Draco por fin había caído dormido, Harry permanecía todavía despierto contemplaba su rostro, ahora tranquilo y relajado por el sueño. Su esposo apenas había cambiado físicamente. Nadie diría que había estado embarazado. Sentía su cuerpo junto al suyo tan delgado y firme como lo recordaba. Tal vez esas dos pequeñas arruguitas a ambos lados de sus ojos. Especialmente cuando sonreía. Cosa que jamás le mencionaría, por supuesto. Sus facciones se habían dulcificado. Su expresión no era tan dura ni agresiva como solía serlo. Supuso que en eso Nadia habría tenido mucho que ver. Antes de que el rubio cayera rendido por el sueño, habían estado horas hablando, cómodamente perdidos el uno en el abrazo del otro, sólo sintiéndose nuevamente. Había sido Draco quien había llevado el peso de la conversación. Él no había hablado demasiado de si mismo. Habría tiempo. Tiempo para que él mismo se sintiera con fuerzas y ganas para hacerlo. Draco había respetado su silencio y se había dedicado a contarle lo bien que iba La Petit Etoile, que había hecho obras y recientemente habían inaugurado un nuevo comedor en lo que antes era una amplia buhardilla llena de trastos viejos; que por supuesto había tenido que contratar más personal, pero que Louanne y Marie seguían, como siempre, a su lado. Le explicó el shock que habían tenido ambas cuando supieron que a Nadia la había parido él y que era hija de ambos. Probablemente morirían de alegría en cuanto supieran que Harry estaba de vuelta; cuanto le habían echado de menos ellas también y cómo Louanne cuidaba de su hija, y la consentía, demasiado para su gusto, cuando estaban trabajando en el restaurante. Pero no podía evitarlo. Nadia pasaba muchas horas allí y de alguna forma tenían que mantenerla entretenida. Y hablando de consentidores, había que hablar de Remus, que se volvía tonto cuando tenía a la niña con él. Harry soltó una carcajada cuando Draco le explicó que Severus le hacía carantoñas y monadas a Nadia cuando era un bebé, sólo cuando creía que nadie le veía. Y que en una ocasión en que Remus y él le habían pescado haciéndolo, se había hecho el desentendido, casi ofendido por la insinuación. Harry intentó visualizar esa imagen del severo Profesor, pero no pudo. Era más de lo que su mente podía imaginar. Sin embargo, había visto a Nadia cómodamente sentada en su regazo, removiendo en su plato sin que Severus dijera esta boca es mía. Y después la niña se había dormido tranquilamente en sus brazos. Harry suspiró. ¡Cuánto se había perdido¡Había tantas cosas que jamás podría recuperar! Siguió contemplando el sueño tranquilo de Draco y recordó en cuantas ocasiones había deseado tenerle otra vez entre sus brazos. Cómo le había añorado y su corazón había llorado por tenerle otra vez. Y ahora... ahora algo estaba trepando por su cama. Harry observó el movimiento del pequeño bulto que avanzaba por encima del cobertor hasta llegar a ellos. Nadia se escurrió bajo las mantas con un movimiento ágil. Su cuerpecito se movió entre ambos, hasta lograr hacerse un hueco. Después empujó a Harry tratando de separarle de Draco. Éste sintió los pequeños pies y manos sobre su pecho, empujándole, y deshizo el abrazo que todavía le mantenía unido a su esposo para dejar que su hija tomara posesión de quien creía era exclusivamente suyo. Nadia se acurrucó junto a Draco, echa un ovillo y Harry oyó el pequeño suspiro de satisfacción. Dos segundos después estaba completamente dormida. Harry contempló a ambos con ternura. Imaginó que padre e hija habían dormido muchas noches así. La pequeña prácticamente pegada al cuerpo de su padre, Draco envolviéndola con su brazo en un gesto automático, aun dormido. Extendió con cuidado la mano y acarició a su hija por primera vez. Sintió la pequeña mejilla suave y tibia. Su pelo tan fino y dúctil como el de Draco. Eran tan parecidos. Como dos gotas de agua. Y Harry sospechaba que no tan solo físicamente. No le iba a resultar fácil acercarse a su hija. Apartó la mano por temor a despertarla. Miró el reloj de la mesita de noche, que marcaba ya las cinco de la mañana. Decidió levantarse, darse una ducha e ir a investigar ese maravilloso jardín del que le había hablado Draco para realizar sus ejercicios de relajación matinales. Dirigió una última mirada hacia la cama antes de entrar en el baño y sonrió. Estaba en casa.
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Si luchas contra la vida, la vida siempre gana – Andrew Matthews
La persona más fácil de engañar es uno mismo – Edward Lytto
La máxima victoria es la que se gana sobre uno mismo – Buda
