Capítulo I: La huida.
Luego de celebrar el comienzo de un nuevo año con su tribu en Kumamoto, una ciudad de la isla Shikoku, en Japón, Miroku se escabulló del templo del Iluminado, alejándose de los festejos, y corrió hacia su choza con lágrimas en los ojos. Al llegar, vaciló un poco, pues sabía que el calor del hogar y la comodidad de su cama evaporarían al instante sus planes para huir de la aldea esa misma noche.
Se recordó a sí mismo que había deshonrado a sus padres y a toda la tribu y que lo único que podía hacer era desaparecer, ya que seguir allí sólo causaría conflicto y dolor. Él siempre había sido un joven tranquilo y dócil, pero al cumplir los quince se había vuelto hosco, irresponsable y arrogante. Bebía demasiado, apostaba y robaba a miembros de su propia tribu y a los dieciséis había llegado incluso a matar. Tan grave era su conducta, que la gente creía que estaba poseído por un demonio y algunos habían sugerido que matasen al muchacho, para que el mal abandonase la aldea. Sus padres lo amaban demasiado y lo perdonarían con el tiempo, pero el resto de los hombres y mujeres lo miraban con desprecio y odio.
Inmerso en esos pensamientos, entró en la choza y se quitó la capa y las botas. El ruido despertó a Kyrara, un tigre de enormes dimensiones, que Miroku había salvado de unos cazadores que atacaron a su manada cuando ella tenía pocos días de vida, y que desde entonces se había convertido en su inseparable compañera. Su pelaje era negro, salvo por dos gruesas franjas color crema a la altura de sus tobillos. Su cola, también negra, se dividía en tres, cada una de ellas del mismo largo, y con las mismas franjas color crema en las puntas. Tenía en su frente un hermoso diamante azul, que brillaba cada vez que movía la cabeza.
Kyrara levantó la cabeza y al reconocer a su amo, cerró los ojos y siguió durmiendo. Miroku se paró delante del espejo y se secó las lágrimas. Su rostro era ancho y de huesos proporcionados; la nariz también ancha pero bien formada. La barbilla era cuadrada y hendida, como la de su padre, un signo de orgullo y testarudez. Sus ojos marrones brillaban por las lágrimas y transmitían una enorme sensación de paz y a la vez, de completa desolación. Miroku esperó a que su padre y su madre regresaran del templo y se fueran a dormir. Los saludó y se metió de vuelta en su choza para preparar su ropa y las cosas que se llevaría.
Una vez que todo estuvo listo, se fue, seguido por Kyrara, sin siquiera mirar atrás, temeroso de volver corriendo junto a sus padres. Quería volver, sin embargo, quedándose seguiría apostando y bebiendo, y sólo incomodaría a la tribu.
Caminó sin rumbo durante horas, pero una vez lejos de la aldea, consultó su mapa. Quería atravesar el bosque antes del amanecer. "No será difícil pensó "Ya que lo he hecho algunas veces cuando era niño...con mi padre". El recuerdo de esos días tan felices y despreocupados le produjo dolor. No sabía dónde ir, pero antes de que pudiese regresar con la cabeza en alto y orgulloso de sí mismo a la aldea, debía conseguir dinero, y una posición respetable en la sociedad.
Cuando atravesó el bosque, marcó una zona en el mapa, con los ojos cerrado, dejándoselo a la suerte. Para llegar, tendrían que pasar por las Montañas Sagradas, llamadas así porque se creía que el espíritu de una sacerdotisa habitara allí. Era sólo una leyenda, pero provocaba escalofríos en todos los aldeanos que las habían atravesado, y sobrevivido para contarlo.
Miroku no sentía miedo, aunque su abuela le contó, cuando él era muy pequeño, que un hombre que se había atrevido a acampar allí, sin hacer caso de las advertencias, había sido encontrado, varias semanas después, completamente desnudo y repitiendo la misma frase una y otra vez: "No te escondas InuYasha... te encontrará y morirás". Nadie sabía quién era InuYasha y de quién se estaba escondiendo, aunque según la leyenda, una joven sacerdotisa guardiana de una hermosa joya que podía conceder cualquier deseo, se había enamorado de un hanyou, un joven mitad demonio llamado InuYasha que le prometió convertirse en humano con la joya para poder casarse con ella. Otro poderoso demonio, deseoso de obtener la joya, les tendió una trampa haciéndole creer a la sacerdotisa, Rumikyo, que el hanyou la estaba utilizando, y al hanyou que la muchacha estaba fingiendo para poder matarlo. El engaño no fue descubierto y Rumikyo, herida gravemente, le lanzó una flecha directo al corazón al hanyou y se quitó la vida. Su cuerpo fue cremado junto con la joya, pero nadie pudo quitar la flecha del cuerpo de InuYasha, ya que al ser sacerdotisa, no pudo matar al demonio con una flecha llena de odio, mas lo selló contra un árbol, sumiendo en un profundo sueño del que nadie podría despertarlo. Con el tiempo, la gente se alejó del bosque, pensando que estaba encantado, y la historia de los dos jóvenes se convirtió en una leyenda muy difundida por todo Japón.
Miroku aún recordaba las palabras de su abuela. Él siempre se había asustado con esa leyenda, pero si bien no había perdido su misterio, ya no lograba asustarlo. Volvió a concentrarse en el camino, calculando cuánto tiempo le llevaría llegar hasta las montañas. Después de consultar el mapa una y otra vez, suspiró con fuerza, porque le tardaría un poco más de un mes en llegar hasta aldea, eso suponiendo que atravesara las Montañas Sagradas sin problemas.
Al caer la noche, había llegado a una aldea cuyo nombre desconocía y no se molestó en averiguar, puesto que no tenía planeado pasar mucho tiempo allí. Por el momento, sólo necesitaba un lugar donde pasar la noche. Cuando amaneció, se asustó al ver que Kyrara no estaba junto a él. Salió a la calle y vio un montón de niños agrupados alrededor de un animal herido. Miroku corrió haca ellos, reconociendo a Kyrara, y los apartó, ordenándoles que consiguieran un doctor. Los niños volvieron poco después con un hombre de unos cincuenta años, que examinó a Kyrara cuidadosamente y le dijo a Miroku que tenía un corte profundo en el lomo, pero podría curarla siempre y cuando reposara durante algunas semanas y se le aplicaran unas hierbas muy raras, que crecían en un bosque cercano a la aldea.
Así fue como Miroku se vio forzado a quedarse allí, ya que Kyrara necesitaba reposar y las hierbas para sanarla se encontraban sólo ahí. Tuvo que conseguir un trabajo para mantenerse a él y a Kyrara, y pagarle al doctor, pero no tuvo problemas con eso, porque era inteligente y muy hábil, y en un día encontró trabajo y un lugar dónde dormir. Ahorrando casi todo el dinero que ganaba, se convirtió en un partido muy conveniente y varios jefes de tribus cercanas le ofrecían a sus hijas en matrimonio ya que sus familias se enriquecerían, pero aunque su reputación en esa aldea era intachable, porque Miroku había madurado enormemente, nadie sabía nada sobre su pasado y él a nadie había contado su historia.
Miroku no había hecho muchos amigos desde su llegada, tenía a Kyrara y eso le bastaba. Aunque era educado con todos, había algo en su opaca mirada, dolor y furia reprimida, que hacía que la gente se sintiera indefensa frente a él. Además, no salía mucho de su casa, salvo para cazar y cuando regresaba dedicaba todo su tiempo a sus caballos y perros, controlando que no estuvieran lastimados.
