Capítulo II: Egao
Raramente se sentía atraído por las muchachas de la aldea, si bien coqueteaba descaradamente con todas, y sólo una de ellas logró atrapar su corazón. Miroku estaba tan enamorado, que durante el día soñaba con ella y por las noches murmuraba incesantemente su nombre. Miroku había llegado a la aldea cuando tenía dieciséis años y había permanecido allí menos de doce meses. La joven, un año menor que él, era muy inteligente y divertida, y aunque no era tan bonita como las demás, tenía una chispa de felicidad encendida en el alma, una luz que la mantenía siempre alegre, y sobretodo, conseguía que Miroku olvidara su vida pasada y el mundo que los rodeaba. Cada vez que estaban juntos, todo desaparecía y sólo estaban ellos, abrazándose, besándose, amándose...juntos. Eso era lo único que les importaba, poder estar juntos, hablando o riendo, conectados mediante fuertes lazos que resistirían cualquier cosa mientras se tuvieran el uno al otro.
El padre de Egao, así se llamaba la joven, sabía que su hija estaba enamorada, pero él ya la había prometido a otro hombre, cuando ella era sólo una bebé, y romper su promesa desataría una peligrosa enemistad entre las dos familias y era un lujo que no podía permitirse. Un mes después, el mismo día en que Miroku iba a pedir su mano, le comunicó a su hija que la boda se efectuaría y que no tenía otra opción: debía casarse.
Egao sintió como se desgarraba y sangraba por dentro. Tanto le dolía que literalmente empezó a sangrar por la nariz. Su padre la sostuvo, aterrado, cuando vio que las piernas le fallaban y caía al suelo. La recostó en su cama y allí durmió durante dos días, y era el leve latido de su corazón lo único que indicaba que seguía con vida. Miroku no dormía y se pasaba las horas sentado cerca del lecho de la joven, junto a su padre y a su familia, llorando en silencio.
Se sentía tan mal que las lágrimas salían por su cuenta, automáticamente. De pronto, Egao lanzó un sollozo y todos se acercaron a ella para ver si había despertado. Mientras acariciaba su larga cabellera, desordenada sobre la almohada, Miroku pensó "Junto a ella pasé los momentos más agradables de mi vida, si la pierdo moriré, de eso estoy seguro".
Egao despertó esa misma noche, y aunque el color había vuelto a sus mejillas, la luz que tenía dentro se había apagado para siempre. Su voz sólo era alegre cuando se dirigía a Miroku e incluso entonces era una alegría forzada. Miroku sufría por ella, sufría porque se casaría con otro y no con él, porque había perdido su felicidad, y ella también. Sufría porque las cosas nunca serían como antes.
El padre de la joven permitía que Miroku la visitara, aunque fuera sólo para oír hablar a su hija, quién lloraba todos los días y no hablaba con nadie a menos que fuera necesario. Todos en la aldea le llevaban regalos esperando que se recuperase, pero sabían la verdad: Egao había perdido su sonrisa.
Poco después, el prometido de Egao llegó a la aldea para visitarla y se encontró con una mujer muy diferente de la que había conocido. Notó cómo cada vez que ella entraba en una habitación, la atmósfera se tensaba y todos medían sus palabras cuidadosamente, como si su vida dependiera de ello. Egao estaba vacía por dentro, se levantaba cada mañana y afrontaba el mundo porque sabía que Miroku la necesitaba, dependía de ella, aunque estuviera en ese estado.
Por su parte, Miroku se había vuelto hosco y aborrecía estar acompañado. Se levantaba temprano por las mañanas, cuando conseguía dormir, y no volvía hasta la noche. Sólo permitía que Kyrara se le acercase, nadie más.
Cuando Egao se casó, todos menos él asistieron a la boda. Ella lo fue a ver apenas terminaron los festejos, para darle un último beso y despedirse para siempre.
Le dijo que debía irse con su marido. Por unos minutos, la noticia lo paralizó y recordó la antigua historia que le había contado su abuela, sobre Rumikyo e InuYasha. "Esta maldita mujer quiere matarme" pensó, pero sabía que no era así. Miroku le dijo que no se marchara por él, que no hacía falta porque se iría pronto.
– Eso no importa, – le contestó – porque si me quedo, todo me recordará a ti, no lo soportaría.
– Te amo Egao, te amo de verdad.– dijo él, con un hilo de voz.
– Lo sé Miroku, lo sé – susurró.
Egao se marchó dos días después, y en la aldea no se habló de otra cosa. Comentaban la palidez de su rostro, su mirada triste y ausente, su excesiva delgadez, y su andar alicaído. Egao había dejado de sonreír, pero también de llorar, como si una enorme apatía se hubiera apoderado de ella. Los aldeanos sufrían por su querida amiga, pero también por Miroku, a quién la noticia parecía haberle afectado más de lo que podía soportar.
Cuando estaba en público, le restaba importancia al asunto, se comportaba como si no hubiera sucedido y coqueteaba descaradamente con cada mujer atractiva que encontraba. A todas decía cosas hermosas y a todas gustaba, puesto que era un hombre guapo, pero sus manos eran algo traviesas y al final, atractivo o no, terminaba con varios golpes de las mujeres molestas por su descaro.
En cambio cuando se encontraba solo, se pasaba las horas sin saber qué hacer. No tenía hambre, sed o sueño. Yacía inmóvil en su lecho, imaginando el rostro de Egao junto al suyo.
Después de meditar durante algunos días, sin comer ni abandonar su cuarto, decidió que lo mejor que podía hacer era convertirse en monje, porque a pesar de sus errores pasados, él sabía que había cambiado y que era una mejor persona. Además, esperaba que con la ayuda del Iluminado, pudiera aguantar el dolor, cada vez más intenso, que se apoderaba de su cuerpo y alma, y no le permitía respirar.
Miroku estaba dispuesto a asumir el cargo, pero no quería vivir encerrado en un monasterio, así que juntó sus cosas, como había hecho mucho tiempo atrás cuando huía de sus padres y su pasado, preparándose para hacerlo otra vez. No tenía un destino, sólo deseaba escapar de allí, de ese lugar que tantos malos recuerdos le traía. Después de todo, no podría casarse, pero si tener hijos, y podría formar una familia en otro lugar.
De pronto, recordó la leyenda que su abuela le había contado, y supo adónde tenía que ir. Sabía que tardaría en llegar, pero estaba dispuesto a correr el riesgo si eso le aportaba paz a su alma. Luego de caminar durante días, el agua y la comida comenzaron a escasear.
Afortunadamente, según el mapa había un lago cerca. Se apresuraron para alcanzarlo antes de que anocheciera y juntaron agua suficiente para seguir el viaje. Kyrara lo seguía sin protestar, y fue de mucha ayuda, porque ahuyentaba a los depredadores que, por las noches, merodeaban cerca de su campamento.
En medio de ese arriesgado viaje Miroku se dio cuenta de lo irresponsable e ingenuo que había sido, creyendo que las cosas en el mundo (o al menos en su casa) debían hacerse a su manera, e imponiendo su voluntad ante la del resto de la gente. Recordó, muy afligido, cuán comprensivos fueron sus padres a pesar de los líos en que él los metía. En ese entonces no supo valorar el amor que le daban. Al sentir las lágrimas rodar por sus mejillas, mientras yacía en una cama hecha con hojas caídas de los árboles, lo comprendió y dejó su arrogancia de lado, porque él si tenía un hogar, y ahora que había madurado y ansiaba volver, podría finalmente ser feliz.
Miroku siguió su camino reflexionando sobre su conducta. Comía poco y apenas dormía, porque en sus sueños Egao y sus padres le reprochaban que los hubiera abandonado y él los veía sufrir sin poder evitarlo. Su única distracción era Kyrara, con ella se olvidaba del resto del mundo, se desconectaba totalmente.
Una mañana, Miroku se dio cuenta de que estaban caminando en círculos, y consultando su mapa, descubrió que se habían desviado de su ruta, y tendrían que encontrar una aldea rápidamente, porque no conocía ese territorio lo suficiente para pasar la noche allí, por más que Kyrara estuviera a su lado. Apuraron el paso y encontraron refugio en Fukuoka, la aldea más cercana que pudo encontrar antes de que oscureciera. La gente los miraba extrañada, un harapiento joven de diecisiete años acompañado por una loba no era muy común allí, a pesar de que Miroku vistiera una túnica negra junto con una faja violeta, característica de los monjes de la época, y llevara un báculo de oro con cuatro anillos del mismo material, colgando de la punta.
