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Título original: The Snow Raven, Chapter 1
Autor: Krista Perry - kperry©aros..net
Traducción: Miguel García - garcia.m©gmx..net
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Advertencia: Hay MUCHAS revelaciones de lo ocurrido en el pasaje
Venganza del manga, y en los OAV (aunque tiendo a usar el manga
como fuente principal).
Vocabulario japonés:
Hitokiri: Literalmente, "asesino". El término usado para los más
mortíferos y poderosos samurai asesinos usados por ambas partes
del conflicto en la guerra Bakumatsu.
Battousai: Sobrenombre de Kenshin, dado por sus compañeros de
armas. Juega con la palabra "battou-jitsu", el estilo de pelea de
Kenshin, que implica desenvainar la espada y atacar en un único
movimiento mortal.
Ishin-shishi: La facción imperialista que intentó y a la postre logró
el derrocamiento del reinado de 300 años del shogunado, restituyó
al emperador en el trono, y promovió la Restauración Meiji de fines
del siglo XIX y comienzos del XX.
~ o ~
El Cuervo de Nieve, Capítulo 1
un Fanfic basado en Rurouni Kenshin
escrito por Krista Perry
traducción de Miguel García
~ o ~
Una lluvia de primavera,
escarlata, trae muerte,
y la esperanza se apaga dentro
de atormentados ojos ámbar.
(Del diario privado de Yukishiro Tomoe)
«««»»»
Lo reconozco de inmediato al verlo.
—Lo reconocerás por su cabello, niña —me dijo el anciano—. Completamente
antinatural, así es. Cabello tan rojo como la sangre que ha hecho correr por
las calles de Kioto con su espada inhumana.
Pero el anciano se equivocaba. Su cabello no es en nada como la sangre.
La sangre es de un color fuerte, vibrante. Su pelo es, en cambio, de un
color cálido, como las brasas de una hoguera casi apagada; el color de
una nube pálida teñida de carmesí por el atardecer antes de una tormenta.
No es en nada como lo había imaginado.
Imaginaba a un hombre inmenso, mayor, con un cuerpo grueso de músculos
y surcado con cicatrices de guerra. Nunca, ni una sola vez en mis más
negras fantasías vislumbré a este chico de rostro suave y de cabello cálido
—que parece tan frágil de cuerpo que es un asombro que pueda siquiera
alzar las espadas que penden a su costado— como al asesino de mi
prometido.
Está sentado a la mesa, en silencio, mirando, sin mirar, el interior de una
copa de sake. Y, a diferencia de los demás hombres del restaurante, ni
siquiera levanta la vista cuando entro.
Me detengo un solo momento, luego me siento a la mesa que está junto
a la suya, con la espalda hacia él. Aun así, incluso ahora que no puedo
verlo, ese primer momento queda marcado en el ojo de mi mente, y su
imagen está todavía ante mí.
Pido sake frío, porque no tengo apetito. Y porque me siento repentinamente,
desesperadamente confundida. Quizá un trago calme mis nervios.
No puedo estar confundida. No ahora, no después de todo este tiempo,
después de haber llegado hasta aquí.
Creí que encontraría un monstruo. Un demonio homicida, un sanguinario,
malignidad en un disfraz apenas humano. No este desolado hombre-niño
de ojos vacíos, que parece tan perdido como yo me siento...
Me pregunto si puede sentirme cerca suyo. Si sus instintos de asesino
pueden percibir mis intenciones hacia él, la promesa marcada a fuego en
mi alma cuando recibí la noticia de que mi amado Akira-san había sido
masacrado en las calles de Kioto por el asesino del Ishin Shishi...
Voy a destruirte.
Pero el fuego detrás de mi convicción, que ha ardido tan intenso desde
que salí de Edo, parece mermar en su presencia.
Me llevo el sake a los labios y bebo, sintiendo profunda vergüenza de mí
misma. ¿Cómo puedo vengar mi pérdida si me dejo distraer de mi propósito
simplemente porque él es joven? ¿Simplemente porque no se ajusta a mi
idea de un hitokiri brutal?
No podía tener más de quince años. Apenas un hombre por ley, y poco
más que un niño en estatura. Como mínimo, tres años completos menor
que yo...
Tan absorta estoy en esas ideas tumultuosas, que advierto demasiado
tarde que he atraído la atención de un par de hombres verdaderamente
brutos. Alzo la vista cuando llegan con paso ebrio hasta mi mesa, y no
puedo sino notar la ironía de que el grueso par se asemeja más a mi
imagen mental del asesino de mi prometido que el chico que está detrás
de mí.
—Oye, niña —dice uno de ellos, un hombre cuyo cuello es tan grueso como
el tronco de un árbol, cuya quijada es cuadrada y sólida como la piedra.
Su compañero, un hombre no tan musculoso, con dientes superiores que
le asoman por sobre el labio inferior, se me acerca, y puedo oler la fetidez
abrumadora del sake en su aliento:
—¿Quieres acompañarnos a brindar?
Devuelvo en silencio la mirada inestable del hombre, con mi respuesta
contenida en los ojos. Asimismo, soy incapaz de mostrar en mi expresión
el miedo repentino que me llena el alma. Por una vez, mi máscara protectora
de impasividad, que tan bien esconde las penas, alegrías y deseos de mi
alma interior, me sirve bien. Mejor parecer indiferente que temerosa con
este tipo de gente, puesto que el miedo no hace sino alimentar sus
naturalezas agresivas.
Pero al parecer no es así esta vez. Mi aparente impavidez lo enfurece a él
y a su compañero. El hombre del cuello grueso pega un puñetazo en la mesa,
pero aun así no retrocedo, ni aun cuando me grita en la cara.
—¡Mira, mujerzuela malagradecida! ¡Somos los líderes del clan Aizu del Ishin
Shishi! ¡Arriesgamos la vida y matamos día y noche por ustedes, perros!
¡Están en deuda con nosotros!
El terror me cierra la garganta, y no puedo responder, ni aunque lo deseara.
Aún así, como en un actor de Noh, mi máscara impasible se mantiene en su
lugar.
—Mentirosos —murmura alguien del otro lado del salón—. Aizu está de lado
del Shogunado, idiotas.
—¿Quién dijo eso? —El hombre se vuelve hacia el que habló, con la mano
en la empuñadura de la espada, pero quienquiera que se haya atrevido a
hablar cae en silencio bajo esa mirada intimidatoria. Aunque así sea, le
estoy agradecida, por desviar de mí la atención de estos hombres.
El hombre de aliento fuerte ríe entre dientes.
—Olvídalo. Ruido sin importancia, nada más —dice.
El bruto asiente y mira con una sonrisa de perdonavidas a la gente que
ahora está espantada ante la amenaza de su acero.
—El que habló está de suerte hoy —advierte.
Y se vuelve hacia mí de nuevo, con sus intenciones previas ahora
aumentadas en su sonrisa lujuriosa. No, por favor, no... Por favor, que
me dejen en paz...
El miedo me aprieta el pecho, y puedo sentirme el corazón martillear
en los oídos cuando él intenta asirme de la muñeca con una mano
enorme y carnosa...
—Los que están de suerte son ustedes —dice una voz suave y aguda
detrás mío, y siento la respiración atorárseme en la garganta ante el
sonido de esa voz—. Si hubieran desenvainado, estarían peleando conmigo.
—¿Qué...?
El hombre de cuello grueso se da vuelta, con los ojos llameando de cólera,
aferrando la empuñadura de su espada, presto en su furia de ebrio a
matar al ofensivo interlocutor...
Pero el chico ya está allí. De pie, aunque nunca lo sentí siquiera moverse
de su asiento. Empequeñecido ante el hombre borracho, que es de dos
veces su tamaño en altura y ancho.
Y los ojos del chico ya no están vacíos. Arden con el ámbar de un fuego
frío al impedir, con el movimiento fugaz de una mano grácil, que el bruto
desenvaine la espada, bloqueando el pomo con la palma.
El inmenso hombre de cuello grueso se esfuerza contra la mano del chico
para desenvainar la espada... Y no puede moverse.
Me pregunto por un breve momento por qué ese hombre gigantesco no
hace algo tan simple como golpear al chico con un puño, romperlo como a
una simple varilla...
Pero entonces veo un miedo puro llenar los ojos del hombre más grande,
mientras mira al muchacho calmado e sobrehumanamente fuerte que
tiene delante. Y en ese momento, veo también en la cara del hombre la
patente comprensión de que, de hacer el más ínfimo movimiento de amenaza
contra este chico, o contra cualquier otra persona..., nunca más volverá a
respirar.
Porque la promesa incontestable de silenciosa, veloz muerte, brilla en los
ojos de párpados caídos del chico.
—Una advertencia —murmura el chico en esa voz baja y sedosa; un sonido
suave, pero teñido de un peligro innegable—: Habrá otra revuelta más. No
hay cabida en Kioto para hipócritas como ustedes. Si valoran sus vidas,
vuelvan pronto al campo.
Sus palabras quedas parecen derretir el temor de los demás parroquianos,
restaurando su valor frente a estos opresores.
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! —concuerda un hombre, blandiendo un puño
hacia el aspirante a Ishin Shishi.
—¡Fuera de Kioto, charlatanes! —exclama otro.
Los dos hombres miran de uno a otro lado llenos de confusión, y me asombra
cuán rápido su amenaza es reducida a mera fanfarronada ante el poder
verdadero. Así y todo, incluso ahora, el hombre más grande gruñe, la
confusión volviéndosele rabia ante la humillación, con sus puños enormes
apretándose...
—Váyanse —dice el joven, tan tenuemente esta vez, que solo los hombres
y yo podemos oírle—. Por su cuenta, o con mi... ayuda. Ustedes eligen.
Sus ojos entornados son como mares de oro fundido; calmos, aunque
prestos a consumir en llamas a cualquiera que cometa la insensatez de
adentrarse en sus profundidades.
He olvidado cómo respirar.
El hombre grande aprieta los dientes. Los puños le tiemblan, con los
nudillos blancos... luego, lentamente, los suelta. Con los ojos bajos, se
abre camino a empujones desde mi mesa y hasta la puerta, con su amigo
siguiéndole de cerca.
El joven los mira irse (¿cuándo empecé a pensar en él como en un joven
y no como un chico?), luego se hurga en una manga hasta sacar unas
monedas, que deja en la mesa junto a su comida sin terminar. Hace una
respetuosa inclinación de cabeza al propietario, al caminar con una gracia
silenciosa e inconsciente hacia la puerta.
—Perdón por los problemas —dice.
—¡No, descuide! —responde el dueño, aferrando su bandeja contra el
pecho y haciendo una profunda reverencia—. ¡Gracias!
Pero cuando se yergue, el joven ya se ha adentrado en la noche.
La conversación estalla de inmediato a mi alrededor, mientras me quedo
sentada, inmóvil, con el corazón martilleándome en el pecho, mis manos
hormigueando, empuñadas sobre la mesa ante mí.
—Qué chico tan fuerte...
—Sí... Como un justiciero.
Un comentario absurdo, considero. Disparates de alguien que ha bebido
demasiado.
Justicia...
Me miro las manos y veo que tiemblan.
Y me doy cuenta, solo ahora que él ya se ha ido, de que nunca me miró
siquiera.
«««»»»
Viene una tormenta.
Una brisa fría me roza el cabello contra la cara, y puedo oler la lluvia
en el viento, mientras camino despacio por la noche húmeda de Kioto.
Nubes, gris y ceniza, corren atravesando la cara llena de la luna, y las
calles oscuras brillan mojadas por un aguacero anterior.
Tengo los pensamientos embotados por el sake. No consigo que la
imagen del chico, del hitokiri, salga de mi cabeza.
No puedo sino preguntarme... qué aspecto tenían sus ojos cuando mató
a Akira-san.
El viento sopla, frío y húmedo. El trueno retumba en la distancia, aunque
la lluvia no cae.
"Murió como un samurai honorable", me dijo mi padre mientras yo me
arrodillaba, insensible, con el pincel de caligrafía aún inmóvil sobre la
carta inconclusa que le había estado redactando a mi amado. Una gran
mancha de tinta derramada se esparció lentamente por el pergamino,
ahogando mis sentimientos a medio formar, sellándolos para siempre a
la mirada humana. Pero recuerdo todavía las palabras.
Ven a casa, había dicho la carta. No creas que, porque las sonrisas no
acuden a mí con facilidad, no me brindas alegría.
"Peleando por la gloria del Shogunado contra el hitokiri del Ishin Shishi
—continuó mi padre—. Los informes dicen que su espada es la única que
le ha hecho una marca a ese asesino sangriento".
Como si el saber que Akira-san había derramado la sangre de otro antes
de caer pudiera aliviar mi dolor, restaurar mi felicidad...
Pude haberlo mantenido a salvo en Edo con lágrimas, o hasta con una
sola sonrisa. Pero el miedo mantuvo mi máscara impasible firmemente
en su lugar, alejando a aquel que me habría amado para siempre.
Y ahora... Ahora que he venido a vengarlo después de tanto tiempo,
el sake me nubla la mente y ni siquiera puedo recordar su cara.
En cambio, mi mente está llena de imágenes de cálido cabello rojo.
De ojos fríos color ámbar. Y de una voz como el roce del ala de una
mariposa contra el pétalo de una flor...
—¡Auxilio! ¡Alguien que me ayude...!
Mis pensamientos son traídos de un tirón al presente por ese grito, que
viene de la calle oscura extendida ante mí. Y el corazón se me congela
en el pecho al oír el grito ser silenciado súbitamente, mojadamente...
seguido por el sonido de carne golpeando el suelo de piedra.
—Nada personal —dice una voz rasposa y profunda desde la oscuridad,
e, incluso mientras la sangre se me hiela de terror, me llena una extraña
sensación de alivio al descubrir que no es del chico—. Pero me estorbabas.
Tengo que huir. Tengo que alejarme de este lugar, rápido...
—Lo mataste, aunque no era ningún peligro.
Ah...
Es él. Está aquí... perdido en las sombras de la calle por delante de mí.
—Me estorbaba —repite la voz áspera—. Conque... tú eres el Hitokiri
Battousai.
Tengo que huir.
Pero no lo hago.
—¿Qué quieres?
Incluso ahora, su voz, aunque llena de tensión, es queda, desprovista de
vanidad.
—Te conozco —dice la otra voz—. Llevo mucho tiempo observándote.
Quiero... tu vida.
Y el repentino, estridente sonido de acero chocando llena la noche.
No puedo moverme. No puedo huir.
Ni siquiera cuando los dos combatientes saltan de las sombras delante
de mí, ni siquiera cuando la luna rompe por entre las nubes de tormenta,
iluminando de súbito la escena con una umbrosa luz pálida.
El hombre de voz áspera es enorme, incluso más grande que el hombre
de la taberna. Empuña sus espadas, conectadas por los pomos con una
cadena, que de algún modo ha envuelto en torno al delgado cuerpo del
chico, aprisionándole los brazos contra los costados.
El hombre gigante lanza su katana a la cabeza del chico... Pero el chico,
moviéndose tan rápido que apenas puedo verlo, esquiva y atrapa la
espada por el mango unido a la cadena, en el momento que el hombre
salta sobre él para el golpe mortal.
El chico ruge un grito de pelea al partir al hombre en dos desde el hombro
hasta el muslo con la espada encadenada... Y la sangre cae cubriéndome
entera, de pies a cabeza...
Las dos mitades del hombre caen al suelo. Y el chico aterriza de pie
ligeramente, de espaldas hacia mí...
Sangre.
Sangre... Tanta...
No puedo pensar.
Hay sangre por todas partes. En ríos oscuros por el suelo, en manchas
sobre la piel de mis manos y cara, empapando mi kimono.
En la lluvia, que cae del cielo.
Y, mientras las cadenas sueltas caen de alrededor de su cuerpo, él está
de pie con la espalda hacia mí, pero la rigidez de su porte me dice que
sabe que estoy aquí.
—Ciruela blanca —le oigo musitar.
Mi perfume, me doy cuenta con sorpresa insensible. ¿Puede percibir su
aroma entre tanta sangre?
Tiene los hombros caídos y tensos, y casi puedo oírle pensar que he visto
demasiado, que sé demasiado, que tengo que morir...
Extrañamente, no tengo miedo. Quizá por el martilleo de mi corazón,
por mi repentino mareo, por la negrura que tirita en los bordes de mi
vista, amenazando con tragarse mi consciencia aquí mismo.
Pero no puedo desmayarme ahora...
—Vine —digo en un susurro—, a agradecerte lo que hiciste en la taberna.
Y, cuando las palabras dejan mis labios, estoy sorprendida de descubrir
que son la verdad.
Él se paraliza ante el sonido de mi voz. Luego, despacio, se vuelve a
mirarme. Tiene la cara lívida, marcada con una expresión de espanto y
con los ojos abiertos de par en par.
Y al mirarlo, a los ojos por primera vez, noto la cicatriz de su mejilla
izquierda. Una línea oscura y delgada que le corre desde el borde externo
del ojo hasta el mentón.
... su espada es la única que le ha hecho una marca...
Por un momento, sin mirar, el cuerpo a mis pies es el cadáver de mi
amado. La llovizna de sangre, que cae del cielo contra mi cara, es suya.
E incluso ahora, no puedo recordar su cara...
... Porque solo puedo ver la expresión sobresaltada de aquel que me
protegió en una pequeña taberna hace apenas unos minutos.
Sus ojos color ámbar son fieros y atrapados, como aquellos de un tigre
feroz que se encuentra inesperadamente enjaulado tras barrotes de
acero. Solo que yo he abierto la puerta por voluntad propia y estoy
parada, esperando. Y, mientras su mano se aprieta en torno a la
empuñadura de la espada, puedo ver al tigre debatiéndose para decidir
si saltar y desgarrar la garganta de su captor... o seguir enjaulado.
—Ha llovido sangre en estos tiempos trágicos —digo casi sin voz.
Él se detiene, con la indecisión brillando de repente en su ojos grandes
y salvajes.
—Pero... —digo en murmullo—. Tú eres el que hace llover, ¿verdad?
Lentamente... el brillo feroz se le disipa de los ojos. Y ahora, ya no es
un hitokiri, sino un chico de nuevo.
Un desolado hombre-niño de ojos vacíos...
Me mira en un silencio agobiado y lleno de horror. La espada resbala
de su mano laxa y manchada de sangre, hasta caer sobre el suelo
empedrado.
... que parece tan perdido como yo me siento.
La oscuridad me traga entonces, y le doy la bienvenida.
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