- ¡Aaaatchíiiiiiiiiissss!
El estornudo sonó como un trueno, en la vacía sala del hospital de Kakariko. Zelda se sonó por quinta vez en menos de un minuto, y se acurrucó bajó las mantas. A su lado, ocupando casi toda la mesilla, había una cesta llena de dulces, unas flores hechas con papel, frascos con medicina y un montón de pañuelos de tela inservibles.
La puerta del fondo se abrió. Zelda le vio venir, y se tapó con las mantas:
- ¿A qué has venido, a reírte más de mí?
- No, vengo a saber como estás.
La voz de Link la sorprendió, pero de todas formas no se asomó.
- Leclas ha estado aquí hace un rato, burlándose porque yo suelo decir que nunca me pongo enferma. No comprendo cómo ha ocurrido... Tú eres un flojo y estás más sano que yo.
- Os dije que soy más fuerte de lo que aparento. – sintió el peso del cuerpo de Link al sentarse en la cama. – No me gusta hablar con una manta, prefiero ver tus pecas.
- Ya no tengo... estoy tan pálida que las he perdido. – Zelda volvió a estornudar.
- Vamos, asoma la cara, que tengo algo que darte.
Habían pasado dos días de la aventura en la nieve. Cuando salieron de la gruta, el temporal había empeorado más todavía (algo que Zelda nunca imaginó que fuera posible). Si no llega a aparecer Kaepora Gaebora, hubieran muerto congelados en el bosque Perdido. Fue toda una sorpresa cuando el búho gigantesco aterrizó frente a ellos, y más sorpresa fue ver a Kafei sobre el lomo. Zelda recogió el frasco de cristal, antes de que se le olvidara. Kaepora apresó a Zelda con una de sus patas, a Link en otra y regresaron a villa Kakariko, donde los vecinos continuaban sus fiestas de las tres Divinidades. Tuvieron que hervir el agua de la fuente y dársela a Afnara como si fuera un té, pero la señora respondió enseguida. A la mañana siguiente se encontraba como una rosa... Link tenía la herida fea de la frente y la muñeca torcida por culpa de la caída del trineo, pero aguantó más tiempo despierto que el resto.
No se podía decir lo mismo de la guerrera. Al alba, se quedó dormida en el salón de la casa, y Leclas le hizo notar a Link que la veía más roja de lo normal. La fiebre comenzó esa noche, y fue tan alta que incluso estuvo delirando. Leclas y Link la llevaron al hospital, donde se quedó ingresada. Según el médico, Zelda había estado expuesta a temperaturas muy bajas, y probablemente acabó cogiendo una buena gripe. A Zelda le daba tanta vergüenza que la vieran enferma, que pasaba todo el día con unas cortinas alrededor de la cama y cubriéndose con las mantas.
Zelda apartó un poco la colcha, lo suficiente para ver el rostro pálido pero saludable del príncipe.
- Estoy "hodible" – volvió a estornudar.
- No lo creo... – Link tiró un poco de la manta. – Vamos, que no tengo todo el día.
- No quiero...
- Pero si ya te he visto.
Zelda se asomó un poco.
- ¿Cuándo?
- La primera noche estuve contigo, incluso intenté usar la Canción de Curación, pero no funcionó. Ayer estuve descansando todo el día, y esta mañana me acerqué a verte, pero estabas dormida.
Zelda bajó las mantas al fin y se sentó. Link la miró detenidamente, y declaró que la veía igual que siempre.
- El médico me ha dicho que en un par de días, vuelves "a darnos la lata" como dice Leclas. – Link tenía algo sobre las rodillas, una especie de libro muy delgado.
- ¿Qué es eso?
- Esto es... – Link enrojeció. – Pues verás...Curiosamente, tiene mucho que ver con lo sucedido en la cueva de la Reina.
- ¿Eh? – Zelda, intrigada, volvió a estornudar. Por educación se apartó del príncipe. - ¿Has encontrado algo sobre esa hada en la biblioteca?
- No... aunque no se me había ocurrido. – Link tamborileó los dedos sobre las pastas duras del librito. – Cuando me despertaste del hechizo, lo hiciste porque... me preguntaste qué hacía por las noches.
- Mejor no quiero saberlo. Cuando le pregunté a Leclas porqué sugirió eso, no quiso contarme nada... Y sospecho que...
- Escucha. Las últimas semanas, cuando me di cuenta de que íbamos a quedarnos para la festividad de las tres Divinidades, se me ocurrió hacerte un regalo. No sabía que darte, y quería hacerlo yo mismo. – le tendió el libro y Zelda lo cogió. – Feliz día de las tres Divinidades, con retraso. – y sonrió.
Lo que había tomado por un libro, era en realidad una especie de carpetilla compacta. La abrió, y en su interior había muchas hojas cosidas entre ellas, con pentagramas y notas. Zelda apenas sabía leer música, y se sorprendió que el príncipe le hiciera semejante regalo.
- La he compuesto yo, para ti. – Link le señaló el título. – "Claridad", para Zelda. A eso me he dedicado todas estas noches... Cuando tenga mejor la mano, podrás escucharla.
- Muchas gracias. Es curioso. – Zelda tanteó debajo de la cama. – Nosotros también teníamos un regalo preparado, alteza. Feliz día de las tres Divinidades, con retraso. – y extrajo un paquete para dárselo a Link. – Leclas tenía la absurda idea de que fuera yo quién te lo diera. Le daba algo de vergüenza.
- Gracias. – Link parecía muy impresionado. Decidir que regalar a alguien que parece que puede tenerlo todo, era complicado. Podrían haber optado por un libro o un objeto para escribir... Incluso una funda nueva para la flauta... Pero Leclas y Zelda no tenían mucho dinero, así que lo habían hecho ellos mismos. Link desenvolvió el paquete y se sorprendió mucho. – Pero si es Centella.
Le enseñó a Zelda la estatua hecha de madera de una yegua y un jinete sobre ella. Por las orejas largas de hylian, Link se reconoció.
- Es preciosa. Mi primer retrato ecuestre, jejeje...
- Aún tienes la herida. – Zelda se dio cuenta de una brecha casi naranja que cruzaba una parte de la sien derecha del príncipe.
- No es nada. – Link sonrió y le enseñó también la venda en la muñeca. – Nunca me he hecho daño¿sabes? Nunca me he roto un brazo ni una pierna, ni he sangrado. Cada vez que había algo que pudiera ser peligroso, me lo prohibían. No repetiría la experiencia, pero ahora sé que si no me arriesgo, no iré nunca a ningún sitio.
Zelda y Link se miraron. La chica le apartó un poco uno de los mechones rubios que le molestaban constantemente en los ojos. El chico se sonrojó y se atrevió entonces a coger la mano de Zelda.
- Les comprendo muy bien, la verdad es que te echaría mucho de menos si te ocurriese algo. – murmuró Zelda. De todos los hechos de esa noche, el que se había quedado profundamente marcado en su memoria eran los ojos inermes del príncipe. - ¿Ves lo que hace estar enferma? Sólo digo tonterías...
Y apartó la mano. Link iba a decirle que él también la echaría de menos, cuando un estallido procedente del exterior les alertó. Zelda casi salta de la cama y coge su espada, pero el príncipe le contó enseguida que se trataba de un regalo de don Obdulio a la villa de Kakariko.
- Son fuegos artificiales. – Link vaciló.
- ¿Nunca los has visto? – Zelda cogió su partitura.
- No, pero no importa. Me quedo contigo.
Zelda se rió.
- Yo saldré dentro de un rato, bien abrigada. Anda, ve a verlos. Te gustarán. – Zelda volvió a leer el encabezamiento de la partitura, escrito con una letra elegante y alargada.
- Cuando acaben, regreso a por ti. Hasta ahora. – el rostro del príncipe se iluminó como cuando a un niño le prometen un juguete nuevo. Salió casi corriendo del hospital.
Zelda se despidió de forma vaga. Estaba mirando el regalo de Link con más detenimiento. Había algo en el título que le resultaba conocido, familiar... Leyó la palabra "Claridad" en voz alta varias veces, y entonces el corazón le dio un vuelco.
- Clara... Clara...Esparaván. – acarició las notas. Reconoció un do, luego un sol... poco a poco tarareó los primeros pentagramas, y descubrió que se trataba de algo parecido a una nana. – Mi madre se llamaba Clara.
Los compases se parecían a esa nueva melodía que Link tocó dentro de la cueva, y que logró liberarla del frío. Pensó que había sido una versión nueva de la Canción del Tiempo, pero no, era esa nana. Era muy extraño... Link había revivido gracias al recuerdo de haber compuesto esa canción para ella.
Se secó las lágrimas. ¿Cómo lo había hecho¿Habría sido casualidad, era cierto que las habilidades mágicas de Link le permitirían ver el futuro o el pasado, como alguna vez escuchó decir de los magos? Le importaba bien poco. Se sonó la nariz, buscó la bata gruesa del hospital, y se levantó de la cama dispuesta a disfrutar de los fuegos artificiales.
