PRIMERA PARTE
UNIDOS
1. ROTOS Y DIVIDIDOS
Sin duda, habrá quien se sienta amenazado por esta narración. Quizá unos pocos se sientan liberados. La mayoría, simplemente, sentirá que no debería existir.
De Juramentada, prólogo
Bellamy Griffin apareció en la visión de pie junto al recuerdo de un dios muerto. Habían transcurrido seis días desde que sus fuerzas llegaran a Urithiru, la sagrada ciudad-torre de los Caballeros Radiantes. Habían huido de la llegada de una nueva y devastadora tormenta, buscando refugio a través de un antiguo portal. Estaban asentándose en su nuevo hogar oculto en las montañas. Y aun así, Bellamy tenía la sensación de no saber nada. No era capaz de comprender la fuerza que combatía, y mucho menos la forma de derrotarla. Apenas comprendía la tormenta y su significado en el retorno de los Portadores del Vacío, antiguos enemigos de la humanidad. De modo que acudía allí, a sus visiones. Pretendía extraer secretos al dios, llamado Honor o el Todopoderoso, que los había abandonado. Aquella visión concreta era la primera de todas las que había experimentado Bellamy. Comenzaba con él de pie junto a una imagen del dios en forma humana, ambos en lo alto de un risco desde el que se dominaba Kholinar, el hogar de Bellamy y sede del gobierno. En la visión, la ciudad había sido arrasada por una fuerza desconocida. El Todopoderoso empezó a hablar, pero Bellamy le hizo caso omiso. Bellamy se había convertido en Caballero Radiante al vincular al mismísimo Padre Tormenta, al alma de la alta tormenta, el spren más poderoso de Roshar, y había descubierto que a partir de entonces podía reproducir sus visiones a voluntad. Ya había escuchado el monólogo tres veces, y lo había recitado al pie de la letra a Echo para que lo transcribiera. En esa ocasión, Bellamy fue hasta el borde del precipicio y se arrodilló para contemplar las ruinas de Kholinar. El aire de allí tenía un olor seco, polvoriento y cálido. Forzó la vista, intentando captar algún detalle significativo entre el caos de edificios derrumbados. Incluso las hojas del viento, que una vez fueron majestuosas formaciones rocosas en forma de pico, con incontables estratos y variaciones, estaban hechas añicos. El Todopoderoso siguió pronunciando su discurso. Aquellas visiones eran como un diario, una sucesión de mensajes inmersivos dejados atrás por el dios. Bellamy agradecía su ayuda, pero en ese momento le interesaban los detalles. Escrutó el cielo y descubrió una ondulación en el aire, como calor alzándose de una piedra lejana. Un titilar del tamaño de un edificio.
—Padre Tormenta —dijo—, ¿puedes llevarme ahí abajo, a los escombros?
No se supone que debas bajar. Eso no forma parte de la visión.
—Olvida un momento lo que se supone que debo hacer —pidió Bellamy—. ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes transportarme a esas ruinas?
El Padre Tormenta rugió. Era un ente extraño, conectado de algún modo con el dios muerto, pero no del todo lo mismo que el Todopoderoso. Por lo menos, ese día no estaba usando la voz que sacudía todos los huesos del cuerpo de Bellamy. En un abrir y cerrar de ojos, Bellamy fue transportado. Ya no estaba en la cima del risco, sino en la llanura, ante las ruinas de la ciudad.
—Gracias —dijo Bellamy, mientras cruzaba a zancadas la escasa distancia que lo separaba de los escombros.
Solo habían pasado seis días desde que descubrieran Urithiru. Seis días desde el despertar de los parshendi, que habían obtenido extraños poderes y unos brillantes ojos rojizos. Seis días desde la llegada de la nueva tormenta, la tormenta eterna, una tempestad de truenos oscuros y relámpagos rojos. Entre sus tropas había quienes la consideraban extinta, pasada, un acontecimiento catastrófico puntual. Pero Bellamy sabía que no era así. La tormenta eterna volvería, y no tardaría en alcanzar Shinovar, en el lejano oeste. Después de hacerlo, recorrería de nuevo la tierra. Nadie daba crédito a sus advertencias. Los monarcas de lugares como Azir y Thaylenah reconocían que había aparecido una tormenta inusual por el este, pero no creían que fuese a volver. No podían adivinar lo destructivo que sería el regreso de esa tormenta. En su primera aparición, había impactado contra la alta tormenta, generando un cataclismo único. Con un poco de suerte, por sí misma no sería tan destructiva, pero no dejaría de ser una tormenta que soplaba desde el lado contrario. Y despertaría a los siervos parshmenios del mundo para transformarlos en Portadores del Vacío.
¿Qué esperas descubrir?, preguntó el Padre Tormenta mientras Bellamy llegaba a los escombros de la ciudad. La visión se construyó para llevarte al risco y que hablaras con Honor. Todo lo demás es un escenario, un cuadro.
—Honor puso aquí estos cascotes —respondió Bellamy, señalando las murallas destruidas que se apilaban ante él—. Escenario o no, su conocimiento del mundo y de nuestro enemigo no pudo sino afectar a la forma en que creó esta visión.
Bellamy escaló los restos de las murallas exteriores. Kholinar había sido… ¡Tormentas! Kholinar era una gran ciudad, como muy pocas en el mundo. En vez de acurrucarse a la sombra de un acantilado o cobijarse en la protección de un abismo, Kholinar confiaba en sus enormes murallas para resguardarla de los vientos de las altas tormentas. Desafiaba a los vientos y no se plegaba a las tormentas.
En esa visión, algo la había destruido de todos modos. Bellamy coronó los restos y estudió sus alrededores, tratando de imaginar cómo habría sido asentarse en aquel lugar hacía milenios. Cuando aún no había murallas. Los constructores de la ciudad habían sido una gente robusta y tozuda. Vio raspones y hendiduras en la piedra de las murallas caídas, como los que haría un depredador en la carne de su presa. Las hojas del viento estaban destrozadas, y desde cerca distinguió marcas de zarpas también en una de ellas.
—He visto criaturas capaces de hacer esto —dijo, arrodillándose junto a una piedra y palpando el basto tajo en su superficie de granito—. En mis visiones, vi a un monstruo de piedra que se desgajaba de la roca subyacente.
»No hay cadáveres, pero imagino que será porque el Todopoderoso no pobló la ciudad en esta visión. Solo quería un símbolo de la destrucción que se avecina. No creía que Kholinar fuese a caer frente a la tormenta eterna, sino frente a los Portadores del Vacío.
Así es, confirmó el Padre Tormenta. La tormenta será una catástrofe, pero ni por asomo en la misma escala de lo que seguirá. De las tormentas puedes refugiarte, hijo de Honor. De nuestros enemigos, no.
Dado que los monarcas de Roshar se habían negado a escuchar la advertencia de Bellamy de que la tormenta eterna los alcanzaría pronto, ¿qué otra cosa podía hacer? Según los informes, la auténtica Kholinar era presa de las revueltas, y la reina había dejado de comunicarse. Los ejércitos de Bellamy habían salido cojeando de su primer enfrentamiento con los Portadores del Vacío, y hasta muchos de sus propios altos príncipes habían rechazado unirse a él en esa batalla.
Se avecinaba una guerra. Al despertar la Desolación, el enemigo había reavivado un conflicto que databa de milenios atrás, entre criaturas antiguas con motivaciones inescrutables y poderes desconocidos. Se suponía que debían aparecer los Heraldos para dirigir la carga contra los Portadores del Vacío. Los Caballeros Radiantes ya deberían estar establecidos, preparados y entrenados, dispuestos a enfrentarse al enemigo. En teoría, debían poder confiar en la guía del Todopoderoso. Pero en vez de eso, Bellamy solo contaba con un puñado de nuevos Radiantes y no había la menor señal de que fuese a llegar ayuda de los Heraldos. Y, para colmo, el Todopoderoso, el mismísimo Dios, estaba muerto. Y de algún modo, de todas formas, Bellamy debía salvar el mundo.
El suelo empezó a sacudirse: la visión concluía con la tierra hundiéndose. En lo alto del risco, el Todopoderoso habría terminado su discurso hacía pocos instantes. Una última oleada de destrucción recorrió el terreno como una alta tormenta. Se trataba de una metáfora diseñada por el Todopoderoso para referirse a la oscuridad y la devastación que se cernían sobre la humanidad.
«Vuestras leyendas dicen que ganasteis —había dicho—. Pero la verdad es que perdimos. Y estamos perdiendo.»
El Padre Tormenta retumbó. Es hora de irnos.
—No —replicó Bellamy, alzándose sobre los escombros—. Déjame.
Pero…
—¡Déjame sentirlo!
La oleada de destrucción lo alcanzó y cayó contra Bellamy, que bramó en un gesto de desafío. ¡No se había inclinado ante la alta tormenta y no se inclinaría ante aquello! La afrontó con la frente bien alta, y en la descarga de poder que desmenuzó la tierra, vio algo.
Una luz dorada, brillante y aun así temible. De pie frente a ella, una silueta oscura con armadura esquirlada negra. La figura tenía nueve sombras, cada una extendida en una dirección distinta, y sus ojos refulgían en rojo. Bellamy miró al fondo de esos ojos y notó que lo inundaba una sensación gélida. Aunque lo rodeaba una furiosa devastación que vaporizaba las rocas, aquellos ojos le daban aún más miedo. Percibió algo terriblemente familiar en ellos. Era un peligro que superaba con mucho al de las tormentas.
Era el campeón del enemigo. Y se acercaba.
ÚNELOS. DEPRISA.
Bellamy dio un respingo mientras la visión se resquebrajaba. Se encontró sentado al lado de Echo en una tranquila sala de piedra en la ciudad-torre de Urithiru. Ya no era necesario que Bellamy estuviera atado durante sus visiones: tenía el suficiente control sobre ellas para no interpretarlas físicamente mientras las experimentaba. Respiró hondo, con el sudor goteándole de la cara y el corazón acelerado. Echo dijo algo, pero aún no podía oírla. La notaba muy lejos en comparación con la avalancha de sus oídos.
—¿Qué era esa luz que he visto? —susurró.
No he visto ninguna luz, dijo el Padre Tormenta.
—Era brillante y dorada, pero terrible —dijo Bellamy en voz baja—. Lo bañaba todo con su calor.
Odium, retumbó el Padre Tormenta. El enemigo.
El dios que había matado al Todopoderoso. La fuerza que había detrás de las Desolaciones.
—Nueve sombras —susurró Bellamy, temblando.
¿Nueve sombras? Los Deshechos. Sus secuaces, spren antiguos.
¡Tormentas! Bellamy los conocía solo por las leyendas. Eran unos spren espantosos que retorcían las mentes de las personas. Aun así, aquellos ojos lo perturbaban. Por temible que resultara contemplar a los Deshechos, lo que más temía era aquella figura de ojos rojos. El campeón de Odium.
Bellamy parpadeó y miró a Echo, la mujer a la que amaba, con el rostro dolorido y preocupado mientras le sostenía el brazo. En aquel lugar extraño, en aquellos tiempos más extraños, era algo auténtico. Algo a lo que aferrarse. Una belleza madura, y en ciertos aspectos el vivo retrato de una perfecta mujer vorin: labios carnosos, ojos de color violeta claro, pelo entre moreno y plateado recogido en unas trenzas perfectas y curvas acentuadas por la prieta havah de seda. Nadie podría acusar a Echo de ser una mujer esquelética.
—¿Bellamy? —dijo—. Bellamy, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien?
—Estoy… —Bellamy respiró hondo de nuevo—. Estoy bien, Echo. Y sé lo que debemos hacer.
Echo frunció más el ceño.
—¿Qué?
—Tengo que unir al mundo contra el enemigo más deprisa de lo que él es capaz de destruirlo.
Debía hallar la forma de hacer que los demás monarcas del mundo lo escucharan. Tenía que prepararlos para la nueva tormenta y los Portadores del Vacío. Y en caso de no poder, debía ayudarlos a sobrevivir a sus efectos. Pero si tenía éxito, no se vería obligado a afrontar solo la Desolación. Aquello no era cuestión de un país contra los Portadores del Vacío. Necesitaba que los reinos del mundo se unieran a él, y necesitaba encontrar a los Caballeros Radiantes que estaban creándose entre sus poblaciones.
Unirlos.
—Bellamy —dijo ella—, me parece un objetivo digno. Pero ¡tormentas!, ¿qué hay de nosotros? Esta montaña es un erial. ¿Cómo vamos a alimentar a nuestras tropas?
—Los moldeadores de almas…
—Se quedarán sin gemas en algún momento —lo interrumpió Echo—. Y solo pueden suplir las necesidades básicas. Bellamy, aquí arriba estamos medio congelados, rotos y divididos. Nuestra estructura de mando está desorganizada y…
—Paz, Echo —dijo Bellamy, levantándose. La ayudó a hacer lo mismo—. Lo sé. Debemos luchar de todos modos.
Echo lo abrazó. Él se agarró a ella, sintiendo su calidez, oliendo su perfume. Prefería un aroma menos floral que otras mujeres, una fragancia con un toque especiado, como la de la madera recién cortada.
—Podemos hacerlo —dijo Bellamy—. Mi tenacidad y tu astucia. Juntos, convenceremos a los demás reinos de que se unan a nosotros. Cuando regrese la tormenta, verán que nuestras advertencias eran ciertas y se unirán contra el enemigo. Podemos usar las Puertas Juradas para trasladar tropas y darnos apoyo mutuo.
Las Puertas Juradas. Había diez portales, diez antiguos fabriales, que daban acceso a Urithiru. Cuando un Caballero Radiante activaba uno de esos dispositivos, quienes estuvieran en la plataforma que la rodeaba se veían transportados a Urithiru y aparecían sobre un artefacto similar en la torre. Solo tenían un par de Puertas Juradas activas, las que trasladaban a la gente entre Urithiru y las Llanuras Quebradas en ambos sentidos. En teoría, podían poner en funcionamiento otros nueve pares, pero, por desgracia, según sus investigaciones había que desbloquear un mecanismo de su interior desde ambos lados para activarlas. Si querían viajar a Vedenar, a Ciudad Thaylen, a Azimir o a alguna de las otras ubicaciones, primero tenían que enviar a un Radiante a la ciudad para desbloquear el aparato.
—De acuerdo —dijo ella—. Lo haremos. De algún modo, lograremos que escuchen, por muy tapadas con los dedos que tengan las orejas. Cosa que, por cierto, cabe preguntarse cómo consiguen, ya que tienen las cabezas metidas en sus propios traseros.
Bellamy sonrió y, de pronto, se sintió estúpido por haberla idealizado un momento antes. Echo Griffin no era ningún ideal perfecto y trémulo, sino una acre tempestad de mujer, inflexible y terca como un peñasco cayendo por una ladera, y cada vez más temperamental con todo lo que consideraba una necedad. Era por eso por lo que más la amaba. Por ser directa y genuina en una sociedad que se enorgullecía de sus secretos. Había roto tabús, y corazones, desde su juventud. En algunos momentos, la idea de que Echo también lo amara a él se le antojaba tan surrealista como sus visiones.
Llamaron a la puerta de su habitación y Echo concedió el paso. Una exploradora de Bellamy asomó la cabeza por la puerta. Bellamy se volvió y frunció el ceño al reparar en la postura nerviosa de la mujer y en su respiración rápida.
—¿Qué ocurre? —exigió saber.
—Señor —dijo la mujer, saludando, con la cara pálida—. Ha habido un… incidente. Se ha encontrado un cadáver en los pasillos.
Bellamy sintió que algo se acumulaba, una energía en el aire parecida a la sensación del relámpago a punto de caer.
—¿Quién?
—El alto príncipe Torol Sadeas, señor —respondió la mujer—. Lo han asesinado.
