2. PROBLEMA RESUELTO

Debo escribirla de todos modos.

Juramentada, prólogo

—¡Alto! ¿Qué creéis que estáis haciendo?

Clarke Griffin fue con paso firme hacia un grupo de trabajadores con la ropa manchada de crem que descargaban cajas de un carro. Su chull se retorcía, buscando rocabrotes que zamparse. En vano. Se hallaban en las profundidades de la torre, por mucho que aquella caverna fuera tan grande como un pueblecito. Los trabajadores tuvieron la decencia de aparentar desazón, aunque con toda probabilidad no sabrían por qué. La bandada de escribas que seguía a Clarke comprobó el contenido del carro. Las lámparas de aceite que había en el suelo a duras penas lograban apartar un poco la oscuridad de la enorme sala, cuyo techo tenía una altura de cuatro plantas.

—¿Brillante señora? —llamó un trabajador, rascándose el pelo bajo el gorro—. Solo estaba descargando. Eso creo que hacía.

—Cerveza según el manifiesto —informó Rushu, una joven fervorosa, a Clarke.

—Sector dos —dijo Clarke, golpeteando con los nudillos de la mano izquierda contra el carro—. Las tabernas están estableciéndose a lo largo del pasillo central, donde los ascensores, seis cruces hacia dentro. Mi tía se lo comunicó expresamente a vuestros altos señores.

Los hombres se limitaron a mirarla inexpresivos.

—Puedo hacer que os lo muestre una escriba. Recoged otra vez estas cajas.

Los hombres suspiraron, pero empezaron a devolver las cajas a su carro. Sabían que no les convenía discutir con la hija de un alto príncipe. Clarke se volvió para contemplar la profunda caverna, que se había convertido en un punto de descarga para material y personas. Los niños pasaban corriendo en grupos. Los trabajadores levantaban tiendas. Las mujeres recogían agua del pozo que había en el centro. Los soldados llevaban antorchas o lámparas. Hasta los sabuesos-hacha correteaban de aquí para allá. Cuatro campamentos de guerra enteros, a rebosar de gente, habían cruzado a las Llanuras Quebradas forzando la marcha hasta Urithiru, y Echo se las había visto y deseado a la hora de encontrar el lugar correcto para alojarlos a todos. Sin embargo, a pesar de tanta confusión, Clarke se alegraba de tener allí a aquellas personas. Estaban frescas: no habían sufrido la batalla contra los parshendi, ni el ataque de la Asesina de Blanco, ni la terrible colisión de las dos tormentas. Los soldados Griffin estaban en un estado lamentable. La propia Clarke tenía la mano de la espada vendada y todavía palpitante, después de haberse roto la muñeca en combate. También tenía un cardenal muy feo en la cara, y aun así era de las más afortunadas.

—Brillante señora —dijo Rushu, señalando hacia otro carro—. Ese parece de vinos.

—Maravilloso —repuso Clarke. ¿Es que nadie prestaba atención a las indicaciones de su tía Echo?

Se ocupó del segundo carro y luego tuvo que resolver una disputa entre hombres que estaban furiosos por haber sido asignados a acarrear agua. Afirmaban que era trabajo de parshmenios, por debajo de su nahn. Pero por desgracia, ya no había parshmenios. Clarke los tranquilizó y sugirió que fundaran un gremio de aguadores si los obligaban a seguir con ello. Su padre sin duda lo aprobaría, aunque Clarke estaba preocupada. ¿Dispondrían de los fondos para pagar a toda esa gente? Los salarios estaban basados en el rango de un hombre, y no se podía convertir a nadie en esclavo sin motivo.

Clarke se alegraba de la distracción que le proporcionaba su cometido. Aunque no tenía que inspeccionar cada carro en persona —su función era de supervisora—, se sumergió en los detalles del trabajo. Tampoco era que pudiese entrenar teniendo la muñeca como la tenía, pero si se quedaba quieta y sola demasiado tiempo, empezaba a pensar en lo que había ocurrido el día anterior.

¿De verdad lo había hecho?

¿De verdad había asesinado a Torol Sadeas?

Fue casi un alivio cuando, por fin, llegó un mensajero corriendo para susurrarle que habían encontrado algo en los pasillos del tercer piso.

Clarke estaba segura de saber qué era.

Bellamy empezó a oír los gritos mucho antes de llegar.

Resonaban por los túneles en un tono que conocía bien. El conflicto estaba cerca.

Echó a correr y, dejando atrás a Echo, llegó sudando a una amplia intersección de túneles. Unos hombres de azul, iluminados por la burda luz de las lámparas, se enfrentaban a otros vestidos de verde bosque. Del suelo emergían furiaspren con la forma de charcos de sangre. Y allí, tendido, había un cadáver con una casaca verde cubriéndole el rostro.

—¡Basta ya! —bramó Bellamy, cargando hacia el espacio entre los dos grupos de soldados. Apartó a un hombre del puente que se había encarado con un soldado de Sadeas—. ¡Si no lo dejáis estar, os envío al calabozo a todos!

Su voz sacudió a los hombres como los vientos de las tormentas y atrajo las miradas de ambos bandos. Bellamy empujó al hombre del puente hacia sus compañeros y a continuación apartó a un soldado de Sadeas, rezando para que el hombre tuviera la claridad suficiente como para no atacar a un alto príncipe. Echo y la exploradora se detuvieron al borde del conflicto. Los hombres del Puente Cuatro por fin se retiraron por un pasillo, y los de Sadeas por el opuesto. Pero solo lo justo, asegurándose de seguir pudiendo mirarse furibundos.

—¡Más vale que te prepares para el trueno de la mismísima Condenación! —gritó el oficial de Sadeas a Bellamy—. ¡Tus hombres han asesinado a un alto príncipe!

—¡Lo hemos encontrado así! —replicó a viva voz Marcus, del Puente Cuatro—. Seguro que tropezó y cayó sobre su propio puñal. Por la tormenta, a ese cabronazo le está bien merecido.

—¡Marcus, ya es suficiente! —le gritó Bellamy.

El hombre del puente pareció avergonzarse e hizo un agarrotado saludo marcial. Bellamy se arrodilló y retiró la casaca de la cara de Sadeas.

—Esa sangre está seca. Lleva ya un tiempo tendido aquí.

—Estábamos buscándolo —dijo el oficial de uniforme verde.

—¿Buscándolo? ¿Habías perdido a vuestro alto príncipe?

—¡Los túneles son un mareo! —exclamó el hombre—. No siguen las direcciones naturales. Nos perdimos y…

—Creíamos que habría vuelto a otra parte de la torre —dijo un hombre—. Estuvimos buscándolo allí toda la noche. Algunos decían que les parecía haberlo visto, pero no era así y…

«Y un alto príncipe se ha quedado yaciendo en su propia sangre durante medio día —pensó Bellamy—. ¡Sangre de mis padres!»

—No lo pudimos encontrar —añadió el oficial—, porque tus hombres lo asesinaron y movieron el cuerpo.

—Esa sangre lleva horas acumulándose ahí. Nadie ha movido el cuerpo —señaló Bellamy—. Meted al alto príncipe en esa sala lateral y enviad a buscar a Ialai, si aún no lo habéis hecho. Quiero observarlo mejor.

Bellamy Griffin era un entendido en la muerte. Ya en su juventud, se había acostumbrado a ver hombres muertos. Si alguien pasa el suficiente tiempo en el campo de batalla, se acostumbra a su señora. En consecuencia, el rostro ensangrentado y partido de Sadeas no lo impresionó. Como tampoco el ojo perforado, aplastado contra su cuenca por la hoja que le había apuñalado el cerebro. El fluido y la sangre habían manado y luego se habían secado. Una puñalada en el ojo era la clase de ataque capaz de matar a un hombre con armadura y yelmo completo. Era una maniobra que se practicaba para emplearla en el campo de batalla. Pero Sadeas no había llevado armadura ni estado en un campo de batalla. Bellamy se inclinó sobre la mesa en la que estaba tendido el cadáver para inspeccionarlo a la titilante luz de las lámparas de aceite.

—Un asesino —dijo Echo, haciendo chasquear la lengua y meneando la cabeza a los lados—. Mal asunto.

Detrás de ella, Clarke y Aden se unieron a Lexa y a algunos hombres del puente. Enfrente de Bellamy estaba Kalami, una mujer delgada y de pelo anaranjado que se contaba entre sus escribas más expertas. Habían perdido a su marido, Teleb, en la batalla contra los Portadores del Vacío. A Bellamy le agriaba la boca convocarla durante su período de duelo, pero ella insistía en permanecer de servicio. Tormentas, qué pocos oficiales superiores le quedaban. Cael había caído en el choque entre tormenta eterna y alta tormenta, a punto de lograr ponerse a salvo. Había perdido a Ilamar y Perethon cuando Sadeas lo traicionó en la Torre. El único alto señor que aún tenía era Khal, que aún se recuperaba de una herida del enfrentamiento con los Portadores del Vacío, una herida que se había callado hasta que todos los demás estuvieron a salvo. Incluso Finn, el rey, había resultado herido por asesinos en su palacio mientras los ejércitos combatían en Narak. Estaba convaleciente desde entonces. Bellamy no estaba seguro de si acudiría a ver el cuerpo de Sadeas o no. En cualquier caso, la carencia de oficiales de Bellamy explicaba los demás ocupantes de la sala: el alto príncipe Sebarial y su amante, Palona. Agradable o no, Sebarial era uno de los dos altos príncipes vivos que habían respondido a la llamada de Bellamy a marchar hacia Narak. Bellamy tenía que apoyarse en alguien, y la mayoría de los altos príncipes le inspiraban la confianza justa. Muy justa. Sebarial y Roan, que estaba convocado pero aún no había aparecido, tendrían que constituir los cimientos de una nueva Alezkar. Que el Todopoderoso se apiadara de todos ellos.

—¡En fin! —exclamó Palona, contemplando el cadáver de Sadeas con los brazos en jarras—. ¡Supongo que problema resuelto!

Todos los presentes se volvieron hacia ella.

—¿Qué pasa? —dijo la mujer—. No me digáis que no estabais pensándolo todos.

—Esto va a tener muy mala pinta, brillante señor —dijo Kalami—. Todo el mundo hará como esos soldados de fuera y supondrá que tú lo has hecho asesinar.

—¿Algún rastro de la hoja esquirlada? —preguntó Bellamy.

—No, señor —dijo un hombre del puente—. Quienquiera que lo matara debió de llevársela.

Echo frotó el hombro de Bellamy.

—Yo no lo expresaría igual que Palona, pero es cierto que Sadeas intentó hacerte matar. Quizá esto sea para bien.

—No —repuso Bellamy con la voz ronca—. Lo necesitábamos.

—Sé que estás desesperado, Bellamy —dijo Sebarial—. Mi presencia aquí es prueba suficiente de ello. Pero no creo que hayamos caído tan bajo como para desear a Sadeas entre nosotros. Opino como Palona. Con viento fresco.

Bellamy alzó la mirada y estudió a los presentes en la sala. Sebarial y Palona. Marcus y Wallace, tenientes del Puente Cuatro. Otro puñado de soldados, entre ellos la joven exploradora que había ido a buscarlo. Sus hijos, la firme Clarke y el inescrutable Aden. Echo, con la mano apoyada en su hombro. Y la madura Kalami, con las manos juntas, mirándolo a los ojos y asintiendo con la cabeza.

—Estáis todos de acuerdo, ¿verdad? —preguntó Bellamy.

Nadie puso objeciones. En efecto, el asesinato perjudicaba la reputación de Bellamy, y por supuesto ninguno habría llegado al extremo de matar a Sadeas por sí mismo. Pero si estaba muerto… en fin, ¿para qué derramar lágrimas?

Los recuerdos se revolvieron en la mente de Bellamy. Los días enteros en los que Sadeas escuchaba los grandiosos planes de Bellamy. La víspera de la boda de Bellamy, cuando había compartido vino con Sadeas en la fiesta desenfrenada que este había organizado en su nombre. Costaba reconciliar aquel hombre más joven, aquel amigo, con el rostro más grueso y viejo que había en la mesa frente a él. El Sadeas adulto había sido un asesino cuya traición había provocado las muertes de hombres mejores. Por esos hombres, por los abandonados durante la batalla en la Torre, Bellamy no podía sentir más que satisfacción al ver muerto a Sadeas por fin. Y eso lo atormentaba. Porque sabía exactamente, sin lugar a dudas, lo que estaban sintiendo los demás.

—Acompañadme.

Dejó el cuerpo y salió a zancadas de la sala. Pasó entre los guardias de Sadeas, que se apresuraron a entrar. Ellos se encargarían del cuerpo; con un poco de suerte, Bellamy había apaciguado el encontronazo lo suficiente para evitar un choque espontáneo entre sus fuerzas y las de ellos. De momento, lo mejor era alejar de allí al Puente Cuatro. El séquito de Bellamy lo siguió por los corredores de la torre cavernosa, portando lámparas de aceite. Las paredes estaban surcadas de líneas que se retorcían, estratos naturales de tonos térreos alternados, como los del crem al secarse en capas. No podía reprochar a los soldados que hubieran perdido a Sadeas; era increíblemente fácil perderse en aquel lugar, con sus inacabables pasillos que llevaban sin excepción a la oscuridad. Por suerte, Bellamy tenía cierta idea de dónde estaban y guio a los suyos al borde exterior de la torre. Una vez allí, cruzó una cámara vacía y salió a una terraza, una de las muchas que se parecían a espaciosos patios. Sobre él se alzaba la gigantesca ciudad-torre de Urithiru, una estructura de inconcebible altura construida contra las montañas. Estaba compuesta de una secuencia de diez capas con forma de anillo, cada una de las cuales contenía dieciocho niveles, y rematada con acueductos, ventanales y terrazas como a la que acababan de llegar. Además, el anillo inferior contaba con amplias secciones que se extendían hacia el perímetro, grandes superficies de piedra, cada una de ellas una meseta de pleno derecho. Tenían barandillas de piedra en los bordes, donde las plataformas terminaban con una abrupta caída a plomo hacia las profundidades de los abismos entre las cimas de las montañas. Al principio, aquellas secciones de piedra anchas y planas lo habían desconcertado. Pero los surcos en la piedra y los maceteros a lo largo de los bordes le habían revelado su propósito. De algún modo, aquello eran campos de cultivo. Al igual que los extensos espacios que había sobre cada anillo de la torre para jardines, aquella zona se había labrado a pesar del frío. Uno de aquellos campos se extendía bajo la terraza que ocupaban Bellamy y los demás, dos anillos por debajo. Bellamy fue al extremo de la terraza y apoyó las manos en el liso muro protector de piedra. Los demás se congregaron a su espalda. Por el camino habían recogido al alto príncipe Roan, un distinguido alezi calvo con la piel oscura. Iba acompañado de May, su hija, una veinteañera bajita y guapa con los ojos castaños y una cara redonda en torno a la que se curvaba su cabello alezi negro azabache, que llevaba corto. Echo les susurró los detalles de la muerte de Sadeas. Bellamy hizo un amplio gesto hacia fuera en el aire gélido, señalando lejos de la terraza.

—¿Qué veis?

Los hombres del puente se acercaron para mirar fuera de la terraza. Entre ellos estaba el herdaziano, que volvía a tener dos brazos después de hacer crecer el que le faltaba con luz tormentosa. Los hombres de Raven habían empezado a manifestar poderes de Corredores del Viento, aunque por lo visto eran solo «escuderos». Según Echo, eran una especie de aprendices de Radiante que en sus tiempos fueron muy comunes, hombres y mujeres cuyas capacidades se derivaban de las de su maestro, un Radiante completo.

Los hombres del Puente Cuatro no habían vinculado sus propios spren y, aunque habían empezado a mostrar poderes, sus capacidades habían desaparecido cuando Raven partió volando hacia Alezkar para avisar a su familia de la tormenta eterna.

—¿Que qué veo? —dijo el herdaziano—. Veo nubes.

—Muchas nubes —matizó otro hombre del puente.

—Y también hay montañas —dijo otro—. Parecen dientes.

—Qué va, parecen cuernos —objetó el herdaziano.

—Nosotros —los interrumpió Bellamy— estamos por encima de las tormentas. Nos resultará fácil olvidar la tempestad que afronta el resto del mundo. La tormenta eterna regresará, trayendo consigo a los Portadores del Vacío. Debemos dar por hecho que esta ciudad, que nuestros ejércitos, tardarán poco en ser el único bastión de orden que permanezca en el mundo. Es nuestro cometido, nuestro deber, guiar al resto.

—¿Orden? —dijo Roan—. Bellamy, ¿tú has visto nuestros ejércitos? Libraron una batalla imposible hace solo seis días y, a pesar del rescate, el resultado es que perdimos. Duele ver lo mal preparado que está el hijo de Jordan para ocuparse de los restos de su principado. Algunas de nuestras mejores tropas, las de Thanadal y Sinclair, ¡se quedaron atrás en los campamentos de guerra!

—Y los que sí nos siguieron ya están riñendo entre ellos —añadió Palona—. La muerte del viejo Torol solo servirá para darles más motivo de disensión.

Bellamy se volvió hacia fuera y asió el parapeto de piedra con los fríos dedos de sus dos manos. Contra él soplaba un viento helado, y unos pocos vientospren pasaron junto a él con la forma de pequeñas personas traslúcidas montando a lomos del aire.

—Brillante Kalami —dijo Bellamy—, ¿qué sabes de las Desolaciones?

—¿Brillante señor? —preguntó ella, vacilante.

—Las Desolaciones. Has estudiado la teórica vorin, ¿no es así? ¿Puedes hablarnos de las Desolaciones?

Kalami carraspeó.

—Fueron la destrucción manifiesta, brillante señor. Cada una de ellas fue tan devastadora que dejó resquebrajada a la humanidad. Poblaciones destruidas, sociedades mermadas, eruditas muertas. La humanidad se vio obligada a dedicar generaciones y generaciones a reconstruir después de cada Desolación. Las canciones hablan de que las pérdidas se fueron acumulando unas sobre otras, haciéndonos caer más hondo cada vez, hasta que los Heraldos dejaron un pueblo que disponía de espadas y fabriales y, a su regreso, los hallaron blandiendo palos y hachas de piedra.

—¿Y los Portadores del Vacío? —preguntó Bellamy.

—Vinieron para aniquilar —dijo Kalami—. Su objetivo era barrer a la humanidad de Roshar. Eran unos espectros informes. Algunos dicen que son los espíritus de los muertos, otros que son spren de Condenación.

—Tendremos que buscar la forma de impedir que vuelva a suceder —dijo Bellamy con suavidad, volviéndose de nuevo hacia el grupo—. Debemos ser aquellos a quien el mundo pueda acudir en busca de ayuda. Debemos proveer estabilidad, ser un punto de reunión. Y por eso no puedo regocijarme de haber encontrado muerto a Sadeas. Era una espina que tenía clavada, pero también un general diestro y una mente brillante. Lo necesitábamos. Antes de que esto termine, necesitaremos a todo aquel que sea capaz de luchar.

—Bellamy —dijo Roan—, yo antes era de los que regañaban. Era como los demás altos príncipes, pero lo que vi en ese campo de batalla… esos ojos rojos… Mi señor, estoy contigo. Te seguiré hasta el mismo final de las tormentas. ¿Qué quieres que haga?

—Tenemos poco tiempo. Roan, te nombro nuestro nuevo Alto Príncipe de Información, encargado de la justicia y la ley en esta ciudad. Establece el orden en Urithiru y ocúpate de que los altos príncipes tengan sus dominios de control delineados con claridad en la torre. Establece una fuerza de vigilancia que patrulle estos pasillos. Mantén la paz y evita enfrentamientos entre soldados como el que hemos impedido antes.

»Sebarial, te nombro Alto Príncipe de Comercio. Haz inventario de nuestros recursos y funda mercados en Urithiru. Quiero que esta torre se convierta en una ciudad funcional, no solo en un lugar de descanso temporal.

»Clarke, ocúpate de que las tropas reciban entrenamiento regular. Haz recuento de los efectivos de que disponemos, los de todos los altos príncipes, y transmíteles que se requerirán sus lanzas para la defensa de Roshar. Mientras permanezcan aquí, se someterán a mi autoridad como Alto Príncipe de la Guerra. Aplastaremos sus rencillas bajo un peso de entrenamiento. Controlamos a los moldeadores de almas y controlamos el alimento. Si quieren sus raciones, deberán obedecer.

—¿Y nosotros? —preguntó el desaliñado teniente del Puente Cuatro.

—Seguid explorando Urithiru junto a mis exploradores y escribas —respondió Bellamy—. Y avisadme tan pronto como regrese vuestra capitana. Espero que traiga buenas noticias de Alezkar.

Respiró hondo. Una voz resonaba al fondo de su mente, como lejana: Únelos. Estad preparados cuando llegue el campeón del enemigo.

—Nuestro primer objetivo es la preservación de todo Roshar —añadió Bellamy en voz baja—. Hemos visto el coste de que haya división en nuestras filas. Por ella, fracasamos en detener la tormenta eterna. Pero aquello fue solo el recorrido de prueba, el combate de práctica antes de la lucha real. Para enfrentarnos a la Desolación, hallaré la forma de lograr lo que mi antepasado, el Hacedor de Soles, intentó y no logró mediante la conquista. Yo sí que unificaré Roshar.

Kalami dio un leve respingo. Nadie había unificado jamás el continente entero, ni durante las invasiones shin, ni en la época más álgida de la Hierocracia, ni con las conquistas del Hacedor de Soles. Bellamy estaba cada vez más convencido de que esa era su tarea. El enemigo desataría sus terrores más crueles, los Deshechos y los Portadores del Vacío. Y aquel campeón fantasmal de la armadura oscura. Bellamy resistiría con un Roshar unificado. Era una pena que no hubiera podido convencer de alguna manera a Sadeas para que se uniera a su causa.

«Ay, Torol —pensó—. ¡Lo que podríamos haber conseguido juntos, si no hubiéramos estado tan divididos!»

—¿Padre? —Una voz suave le llamó la atención. Era Aden, que estaba entre Lexa y Clarke—. A nosotros no nos has mencionado. A la brillante Lexa y a mí. ¿Cuál será nuestro deber?

—Practicar —dijo Bellamy—. Vendrán a nosotros otros Radiantes, y vosotros dos deberéis liderarlos. En tiempos remotos, los caballeros fueron nuestra arma más poderosa contra los Portadores del Vacío. Necesitaremos que vuelvan a serlo.

—Padre, yo… —farfulló Aden—. Es que… ¿Yo? No puedo. No sé cómo… y ya no digamos…

—Hijo —lo interrumpió Bellamy, acercándose a él. Cogió a Aden por un hombro—. Confío en ti. El Todopoderoso y los spren te han concedido poderes para defender y proteger a este pueblo. Utilízalos. Domínalos, y luego ven a informarme de lo que puedes hacer. Creo que todos tenemos mucha curiosidad por averiguarlo.

Aden soltó una tenue bocanada de aire y asintió.