Imagina una habitación, a oscuras. Imagina que estás en ella.
De las paredes, aunque no las ves, sabes que cuelgan argollas, cadenas, esposas.
Imagina que lo sabes porque la mitad de las noches de tu infancia las pasaste ahí encerrado llorando, y más tarde, solo odiando.
Imagina que ahora, has vuelto a ella para poder borrar la última cicatriz de tu alma.
Pero das un paso más adelante. Te internas en un pasillo sin fin. Imagina que caminas, y caminas.
Y te pasas toda la noche, y todo el día, toda la semana ahí encerrado. Y no pasa nada.
El milagro no ocurre.
Imagina que lo aceptas. Nunca cambiarás.
Pero al menos, ahora la tienes a ella.
Imagina que no quieres hacerle daño. Que si vas allí, acabarás destrozando su vida. Porque la lacra de tu familia se contagiará a ella, y no quieres que eso pase bajo ningún concepto.
Imagina que, en esta ocasión, te rindes del todo. Asumes que tu familia está antes que ella, que tu propia felicidad y te presentas ante tu padre.
Y que él te lleva escaleras arriba hasta la cima del poder Tao.
Imagina que te deja ahí solo frente a un montón de hojas en blanco, y una pluma, y tinta, un montón de tinta.
Imagina que confiesas todo. Que dentro ya no te queda nada. Vuelves a estar vacío. Imagina que, a pesar de todo, hay algo que nunca se borrará…
Imagina mi vida.
O al menos. Lo que era.
Te quiero.
Una fría gota de sangre sustituía cualquier firma. Y sin embargo, la nublada y picuda caligrafía evocaba un solo nombre.
Había sido por venganza, ella lo sabía. Pero no para torturarla, sino para que se convenciera de que en realidad la amaba.
Porque hasta Hitler tuvo la decencia de pegarse un tiro.
Y él también se había rendido. Tirar la toalla y seguir la corriente. Pero de esa manera aislante.
Su carta era, en resumidas cuentas, un: ya os he jodido bastante. Ahora me toca a mí.
Como un "lo siento"
Claro, que no lo sentía en absoluto.
Y sin embargo, Anna sintió como el corazón se le rompía en mil pedacitos irreconciliables. Porque todo lo que había querido alguna vez, todo lo que había hecho esfumarse sus caprichos de niña asustada estaba ahora lejos. Muy lejos.
No era solo físicamente.
Era el hecho de que por mucho que ella luchara, ya no serviría de nada. Por mucho que se esforzara por recuperar lo que creía suyo. Porque él era todo lo que alguna vez quiso, y su sola presencia le daba fuerzas para afrontar un nuevo día. Y ahora no estaba. No iba a estar nunca más.
Se había ido para siempre.
Y no se daba cuenta de que de ese modo cometía el mayor error. Porque estaba sola. Yoh se había ido a Izumo para empezar de nuevo allí. Sola y desesperada. Porque Ren era su única salida. Al alcance de la mano…
Llorar no se lo iba a devolver. Nada de lo que ella hiciera. Solo cabía esperarle en ese mismo mundo al que iría a parar tarde o temprano.
Si hasta Hitler pudo hacerlo¿porqué ella no?
Una salida cobarde, es verdad. Para qué negarlo. Pero de todos modos, mejor haber estado un instante con él que pasar la eternidad sin conocer a alguien que la llenara de ese modo.
Siempre le quedaría ese beso, y esas lágrimas que le empaparon la piel. Lágrimas robadas. Cálidas y dulces. Y el tenue y ronco murmullo quedo que acompañaba al llanto, esas quejas inaudibles que nadie escuchó jamás. Solo suyas, como suyo era él en esos minutos dorados. Dorados como sus ojos. Ojos ahora cubiertos por el verdoso del óxido de su propia gloria, orgullo y prepotencia. Oculto, muerto y enterrado bajo el peso de tanto odio.
Al igual que el agua que se filtra entre las rocas y se hiela y las hace trizas, ese había sido siempre su destino.
Morir y renacer. Pero siempre subordinado a la causa de su apellido.
Y Anna prefería morir mil veces antes que haberle perdido. Por suerte, solo tendría que morir una.
Miró fijamente la espada que Ren había dejado como permanente recordatorio de que regresaría a por ella y la cogió, pasando el dedo por el gélido e indiferente filo. ¿Por qué la dejó allí si ya sabía de antemano que no regresaría?
Porque había sido cruel. Darle esperanzas, y después mandarle esa carta confesando todo. En ese papel iba su alma, el alma que Anna había amado. Porque a él no le había quedado nada.
Y en ese momento sonrió.
Caminó hacia el santuario, y rebuscó entre las cajitas de ofrendas. Y bajo una de ellas, había una fina ampolla de cristal, con un líquido verdoso, amarillento, a través del cual la luz se filtraba voluptuosamente, generando juguetones reflejos de colores sobre la pulida superficie de madera de ébano del altar.
Solo la miró un instante. Sin soltar la espada con la mano derecha, puso la ampolla entre sus labios. Y la introdujo en su boca. Y la mordió.
El cristal sesgó su lengua y el líquido bañó su boca entera, deslizándose a través de su garganta, ardiente y doloroso, junto a los fragmentos de cristal roto que arañaron su interior.
Cuando tosió escupió sangre, pero el dolor apenas se intensificaba. El dolor que carcomía sus entrañas, dolor físico. Sin embargo, ese dolor no era ni de lejos tan fuerte como el psíquico, el que la hacía llorar.
Y sin soltar la espada cayó al suelo de rodillas, mientras el veneno la mataba rápidamente.
Hasta que dejó de respirar, casi sin que ella misma se diera cuenta.
Con la espada apretada contra el pecho. Lo último que oyó fue a Ren gritándole: "estás asustada del mundo". Y lo último que pensó fueron sus últimas palabras hacia él: "te esperaré aquí".
Le esperaría eternamente.
A los que no les guste el drama es posible que este capítulo les parezca fuera de lugar, pero, personalmente me encantan estas cosas. No puedo evitarlo. En el fondo, es una concepción bastante romántica de la muerte. El último capítulo y todo se habrá acabado... ¿qué hará Ren ahora?
Gracias a Krmn sk, Loconexion, Saphir Neyraud, caprice, lintu Asakura y valechann14
Espero que os guste.
