Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Wolas! Aqui os traigo el 2do capítulo! Espero que os guste


2

El último rayo de sol se deslizó detrás del horizonte de poniente, tiñendo el cielo crepuscular de oscuros matices lilas. La Espada de Alá, ilusionado por la llegada de su huésped, salió de su suntuosa tienda y aprovechó un instante de soledad para deleitarse con la belleza del ocaso.

Inuyasha Taisho, príncipe del Imperio otomano, tenía el porte del soldado bien curtido que era. Medía algo más de metro ochenta y tenía hombros anchos y cintura estrecha. El pelo le llegaba por debajo del cuello en una espesa melena plateada, y sus desconcertantes ojos dorados, heredados de su bisabuela, chispeaban en su rostro recién afeitado y bronceado. Sus rasgos cincelados casi a la perfección estaban surcados por una cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha desde la sien hasta sus sensuales labios, dándole un halo intimidador.

Alerta siempre a lo inesperado, Inuyasha se sentía incómodo cuando vestía las prendas preferidas por los otomanos. Sus exuberantes túnicas de brocado permanecían en casa, cerca de Estambul, donde se sentía seguro en su entorno. Aquella noche en particular, Inuyasha vestía como un espléndido corsario. Llevaba bombachos blancos, botas de suave piel de cordero y una camisa blanca de algodón con mangas que se cerraban en las muñecas. Envainado en su cintura, llevaba un puñal de mango incrustado con piedras preciosas.

—Merhaba! —saludó una voz familiar—. ¡Hola!

Inuyasha se volvió y vio acercarse a Miroku y su ayudante Rashid. Los dos viejos amigos se saludaron con afecto y entraron en la tienda. Los seguían Rashid y varios hombres del príncipe, pero permanecieron en la antecámara de la tienda. Inuyasha entró en sus aposentos privados y le hizo un gesto a Miroku para que se sentara en los almohadones junto a la mesa baja.

Uno de los hombres del príncipe sirvió una cena de cordero asado con espetón, acompañado de arroz al azafrán y pimientos. También había pepinillos, hojas de parra rellenas, melocotones e higos. Tras dejar una jarra de agua de rosas sobre la mesa, el sirviente hizo una reverencia y salió.

Miroku miró a su amigo con una sonrisa maliciosa y sacó una botella de vino de debajo de su camisa. Llenó su copa de cristal y la levantó en un brindis silencioso.

Inuyasha sacudió la cabeza.

—El Corán prohíbe terminantemente el consumo de alcohol.

—Hablas como un hombre religioso —dijo Miroku—. El sultán Selim es aficionado al jugo fermentado de uva, y he sabido que le interesa invadir Chipre por sus legendarios vinos.

—No repitas lo que te voy a decir —susurró Inuyasha—, pero hay momentos en que me pregunto si mi tío es realmente descendiente de mi ilustre abuelo.

Miroku soltó una risilla.

—Kouga no es mejor.

—Mi primo está tan obsesionado con las mujeres y con el oro como su padre con el vino —reconoció Inuyasha.

—Habrías sido un buen sultán —declaró Miroku.

—Expresar esa idea se considera traición —advirtió Inuyasha, mirando a su amigo de reojo—. Además, yo desciendo de la línea materna y soy fiel al sultán en todas las cosas, por encima de sus debilidades.

—No deseo cuestionar tu lealtad —aclaró Miroku—. Sin embargo, es cierto que posees muchas de las virtudes de tu abuelo.

—A diferencia de mi abuelo, las mujeres no gobiernan mi corazón —respondió Inuyasha—. Seres perversos por naturaleza. El sexo débil necesita una mano firme para evitar que se vuelva incontrolable.

—¿Incluso Khurrem y Izaioy?

—Sobre todo mi fallecida abuela y mi madre —aseguró Inuyasha—. El tío Mustafá habría sido un gran sultán pero, como sabes, fue víctima de las maquinaciones de mi abuela. Y Izaioy no es mejor que su madre.

—El higo cae bajo la higuera —contestó Miroku.

Inuyasha asintió con la cabeza, y cambió de tema.

—Cuéntame de tus viajes durante mi estancia en Estambul.

—Atrapamos uno de los barcos de Naraku —anunció Miroku con aire indolente.

La expresión de Inuyasha se ensombreció al escuchar aquel nombre, y sin darse cuenta acarició la cicatriz que le marcaba la cara.

—Con el tiempo le arrancaré el corazón a esa comadreja, por lo que hizo con mi hermana y hermano.

—Y a tu cara —añadió Miroku.

—Mi cara no tiene importancia.

—Hemos conseguido un botín muy valioso.

Inuyasha miró a su amigo y arqueó una ceja.

—¿Valioso?

Miroku sonrió de oreja a oreja.

—Lo verás con tus propios ojos en cuanto acabemos de cenar. He elegido un regalo especial para ti.

—El único regalo que deseo es la cabeza de la comadreja —replicó Inuyasha—. O sus genitales.

—Te complacerá este regalo cuando lo veas —prefijó Miroku—. Confía en mí.

Su conversación abordó otros asuntos relacionados con el Imperio. Cuando terminaron de comer, entraron dos hombres. Uno recogió los platos y el otro les ofreció recipientes de agua tibia perfumada para lavarse las manos y paños de lino suave para secarse. A continuación, los dos amigos se levantaron de la mesa para estirar las piernas.

—Avisa a mi hombre que ha llegado el momento —ordenó Miroku a uno de los sirvientes.

Rashid regresó al cabo de unos minutos y entró en la antecámara de la tienda, deteniéndose para apartar la lona de modo que pudieran entrar los hombres de su señor. Eran cuatro y llevaban una alfombra enrollada sobre los hombros. Detrás de ellos, entraron seis guerreros de confianza del príncipe.

—¿Una alfombra? —preguntó Inuyasha.

—El regalo está dentro. —Miroku hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus hombres.

Suavemente, dejaron la alfombra en el suelo. Entre dos la desenrollaron, hasta que el extremo de la alfombra abierta tocó la bota del príncipe.

Inuyasha se quedó maravillado ante la mujer más bella que había visto en su vida. Ataviada con una camisola de seda transparente, Kagome estaba dormida y parecía la mítica diosa del amor, sobre la que Inuyasha había leído cuando estudiaba en la escuela principesca del palacio Topkapi. Las tentadoras curvas de su impecable cuerpo pedían a gritos ser exploradas. Nunca había visto una mujer con el cabello azcabache, y Inuyasha no podía apartar la vista de su melena.

Hechizado por aquella belleza tendida a sus pies, Inuyasha se arrodilló junto a ella y tocó la suavidad sedosa de su mejilla. Fue un roce leve pero las pestañas de Kagome temblaron, se abrieron y revelaron unos sobrecogedores ojos esmeralda.

Kagome lo miró aturdida.

Inuyasha sonrió al ver su expresión confundida.

Cuando logró enfocar la vista, Kagome se encontró mirando directamente a un desconocido de cabello plateado y ojos dorados. Una horrible cicatriz mancillaba lo que habría sido un rostro de un atractivo insólito. Al cabo de un instante se fijó en Miroku, de pie junto al otro hombre, y entonces se dio cuenta de que estaba casi desnuda. Con un rápido movimiento, Kagome se apoderó del puñal que llevaba Inuyasha en la cintura y se lo puso contra el cuello, cogiéndolos por sorpresa a todos.

—Levantaos —ordenó en francés.

En el rostro asombrado del príncipe se traslucía la indignación. Con las manos abiertas, Inuyasha se puso en pie lentamente. En realidad no le tenía miedo, pero pensó que la mano le temblaba tanto que podía herirlo sin darse cuenta.

Kagome hizo caso omiso de los calambres que sentía en sus piernas temblorosas al incorporarse con esfuerzo, mareada aún por el somnífero que le habían dado. Con la mano derecha sostenía el puñal; con la izquierda intentaba en vano ocultar su desnudez.

Inuyasha y Kagome se miraron a los ojos largo rato. Él parecía anonadado; ella temblaba de miedo.

Fue entonces que Kagome sintió el frío del acero punzándole la espalda, y se quedó rígida. Sin mover un solo músculo, miró a izquierda y derecha. Le rodeaban seis hombres que empuñaban puñales. Un recuerdo aterrador se apoderó de ella y se le nubló la visión.

—¡No! —gritó, y se desmayó. El puñal cayó sobre la alfombra.

Inuyasha sostuvo a Kagome antes de que cayera y la llevó a su cama, la cubrió con una manta y se sentó a su lado. Por encima del hombro, ordenó a los demás que se marcharan. Sólo Miroku se quedó.

—Es salvaje como una yegua sin domar —dijo Inuyasha con voz maravillada.

—Y malhumorada como un camello —añadió Miroku.

—¿Qué es?

—Inglesa.

—Tienes razón, es un regalo muy singular —convino Inuyasha—, pero no me hace falta una mujer indomable.

—Yo no he dicho que sea indomable —observó Miroku—. Es una mujer muy especial.

—¿La atrapaste en el barco de Naraku?

Antes de que Miroku pudiera responder, Kagome volvió en sí. Abrió sus ojos verdes y los clavó en su captor.

—¿Cómo te sientes? —inquirió Inuyasha en francés.

Procurando cubrirse el escote de los senos, Kagome se incorporó y preguntó:

—¿Quién sois¿Por qué necesitáis un ejército para subyugar a una mujer sola?

—Veo que te sientes mejor. — Inuyasha alargó el brazo y rozó con los dedos la suavidad sedosa de su ruborizada mejilla, y murmuró:

—Suave... hermosa.

Kagome le apartó los dedos de un manotazo.

Inuyasha frunció el ceño, irritado.

—Mi prometido pagará... —empezó Kagome.

—No tienes prometido —la interrumpió Inuyasha—. Me perteneces y olvidarás tu vida anterior.

—Yo me pertenezco a mí misma —protestó Kagome, que no daba crédito a lo que oía Su indignación superaba su temor, y agregó-: El conde de Beauheu os cortará en rebanadas.

Sus palabras provocaron en el una reacción inmediata, pero no la que ella esperaba. Su expresión se ensombreció bajo un velo amenazador y la cicatriz que le marcaba la mejilla derecha se tornó blanca, una señal evidente de ira.

Aquella siniestra transformación provocó, a su vez, una reacción en ella: al darse cuenta de que había llevar do las cosas demasiado lejos, palideció y se echo a temblar. ¡Dios santo¿Es que nunca aprendería a tener la boca cerrada?

—¿El conde de Beaulieu? —pregunto Inuyasha, mirando a su amigo.

Miroku asintió con la cabeza.

—He secuestrado a la futura esposa de Naraku.

Inuyasha clavó los ojos en Kagome como si de pronto le hubiera salido otra cabeza. Le temblaron las comisuras de los labios y luego se abrieron en una sonrisa falsa.

—Soltadme -dijo Kagome, encontrando la voz pese al miedo que la atenazaba- Enviadme a casa, a Inglaterra. No he hecho nada...

Inuyasha se inclinó hacia ella y casi tocándole la nariz con la suya, masculló.

—Silencio.

Kagome obedeció.

Inuyasha se volvió hacia Miroku.

—Ahora vete.

—¡Quedaos! -gritó Kagome, presa de un pánico cada vez mayor.

—Vete.

Confundido Miroku volvía la cabeza de uno al otro. Luego sonrió. El príncipe imperial otomano había encontrado su par en la prima de la reina inglesa.

Inuyasha alargó el brazo hacia Kagome y le cubrió la boca y la nariz.

Kagome no podía respirar y se puso como una fiera, debatiéndose para liberarse. Al final, entendió lo que él pretendía y abandonó sus esfuerzos.

Satisfecho, Inuyasha retiró la mano y le dijo a Miroku.

—Por favor, vete.

— Inuyasha... —empezó Miroku.

—No tengo ninguna intención de hacer daño a este notable regalo —dijo Inuyasha, interrumpiendo su protesta—. Es más valiosa viva que muerta. Pero me dispongo a disfrutar de su exquisitez.

Disfrutar. Miroku abrió la boca para protestar, pero se abstuvo. Al fin y al cabo, él tenía toda la intención de «disfrutar» de su bella prima aquella misma noche. La seguridad de esa mujer ya no era problema suyo. Miroku asintió con la cabeza y se marchó.

Inuyasha hundió la mirada en unos enormes ojos verdes que brillaban llenos de recelo. Lo atraía su belleza insólita. No obstante, Inuyasha sabía que debía de ser tan perversa como su prometido. Fuera o no perversa, la utilizaría. Era justo y apropiado después de lo que le había hecho Naraku a su hermana.

Kagome miró fijamente sus fríos ojos dorados. Jamás antes había estado tan cerca, tan sola ni tan vulnerable ante un hombre. Reconoció el odio reflejado en su expresión, y tembló de miedo.

Inuyasha percibió su agitación. A pesar de que tenía pocos motivos para querer a las mujeres y que el Corán permitía el castigo físico, Inuyasha nunca había pegado a ninguna. Según su filosofía particular, causar daño a los seres más débiles y vulnerables era un acto cobarde y deshonroso. Sin embargo, no tenía ningún escrúpulo en asustarlas cuando se presentaba la necesidad. La verdadera fuerza de carácter residía en instruir a un esclavo sin usar la fuerza física, sobre todo cuando ese esclavo era una mujer tan enérgica como ésta.

—Atrás ha quedado tu vida consentida de mujer noble —dijo Inuyasha, advirtiéndole con la mirada que se estuviera callada si no quería sufrir un castigo espantoso.

Kagome aguzó los ojos, montando en cólera con la fuerza de un repentino vendaval. Había desaparecido todo rastro de su temor anterior. Sorprendido por su mirada desafiante, Inuyasha arqueó una ceja oscura al contemplarla.

—Tus ojos claman rebelión —dijo.

Kagome se quedó boquiabierta.

—¿Cómo podéis conocer mis pensamientos?

—Silencio —gruñó Inuyasha—. Eres mía y atenderás a cada uno de mis caprichos y necesidades. ¿Lo has entendido?

Kagome se negó a mirarlo a los ojos. Permaneció en silencio y fijó la vista en la tienda más allá de él.

—Mírame cuando te hablo —ordenó Inuyasha, cogiéndole la barbilla y obligándola a mirarlo directamente.

Ojos verdes y ojos dorados chocaron en una feroz batalla de voluntades.

Mirarlo la turbaba. Kagome bajó los ojos y musito:

—Comprendo vuestras palabras.

—Tu buena salud depende de tu absoluta obediencia —anunció Inuyasha.

Kagome levantó la cabeza bruscamente.

—¿Me vais a asesinar¿O algo peor?

—Primera lección: el esclavo nunca pregunta a su amo —repuso Inuyasha—. ¿ Entendido?

—Entendido. —La expresión de Kagome le indico que lo entendía pero no lo aceptaba.

—No eres tan poco inteligente como pareces —la provocó, y al ver que ella abría la boca para responder, añadió—: Segunda lección: el esclavo habla sólo cuando se le dirige la palabra. ¿Entendido?

Nadie había empleado jamás aquel tono con ella. Abrumada, Kagome intentaba encontrar las palabras.

—¿Y bien?

—Entendido.

Inuyasha le dio una palmadita en las manos.

—Eso me complace.

Kagome se limpió el roce de su piel con la manta que la cubría, en un gesto que no le pasó inadvertido a Inuyasha. De haber sido ella un hombre, habría admirado su coraje y luego lo habría matado, pero él era un guerrero. Su experiencia no abarcaba a las mujeres obstinadas, pues se resistía a emplear la fuerza física con los débiles.

—Soy el príncipe Inuyasha, que significa Espada de Alá —se presentó con expresión severa—. Pero tú me llamarás señor o amo.

Kagome no dijo nada, pero la rebeldía centelleaba en sus ojos.

—Y tú¿cómo te llamas? —inquirió Inuyasha.

—Kagome Elizabeth Higurashi.

—Un nombre demasiado grande para una mujer tan pequeña. ¿Qué significa?

—¿Kagome? Pues brezo, es una flor silvestre.

—Apropiado —observó Inuyasha —. ¿Y la otra parte?

—Higurashi es el nombre de mi familia, y Elizabeth es en honor a mi prima, la reina de Inglaterra —explicó Kagome, con la esperanza de que el invocar el nombre de la reina le proporcionaría la libertad de inmediato.

Inuyasha no parecía impresionado.

—Pero ¿familiarmente se te conoce como Kagome, la flor silvestre?

—Sí.

—Lo cambiaré.

—¿Cambiaréis qué?

—Tu nombre —dijo Inuyasha —. La palabra Kagome me resulta incómoda de pronunciar. Además, tu nueva vida exige un nuevo nombre.

—Me gusta mi nombre —repuso Kagome—. No puedo responder a otro.

Inuyasha se encogió de hombros.

—De todos modos es probable que tengas una mente demasiado lenta para recordar un nombre nuevo.

—Lenta para...

—Silencio.

—Quiero volver a casa —declaró Kagome, ignorando la orden.

—Tu casa está aquí, conmigo —dijo Inuyasha —. Olvídate de Naraku.

Kagome cerró los ojos y murmuro un deseo: «Quiero que se acabe esta aventura.» Él seguía ahí cuando volvió a abrir los ojos.

—Quiero volver a casa, a Inglaterra —insistió con voz desamparada—. No os he causado daño alguno.

Inuyasha le clavó la mirada y, por un breve instante, se le enterneció el semblante.

—Tu padre buscaría vengarse de mí —señaló—. Ya tengo demasiados enemigos.

—Mi padre está muerto —gimió Kagome con voz entrecortada.

—Entonces no tengo de qué preocuparme. — Inuyasha no se equivocó al suponer que su crudeza la haría enfadar.

—Animal. —La palabra se le escapó antes de que pudiera reprimirla.

Inuyasha se inclinó y dijo con tono hosco.

—Sí, Flor Silvestre. En todo el Imperio me conocen como la Bestia del Sultán, y todos me temen. Los hombres maduros se echan a temblar al oír hablar de mí, y las madres disciplinan a sus hijos invocando mi nombre.

—¿Queréis decir amenazas como «la Bestia del Sultán os comerá»? —A pesar de sí, Kagome sonrió, hechizando por completo a su captor.

Inuyasha recordó que debía estar alerta. Su intrépida cautiva era demasiado hermosa. Si no tenía cuidado... Aquella pequeña infiel era la prometida de Naraku. Ella pagaría por los crímenes de la comadreja contra su familia.

—Deseo inspeccionar mi regalo —dijo bruscamente Inuyasha , levantándose del borde de la cama.

Kagome se encogió.

—¿Qué queréis?

—Levántate y déjame verte.

Kagome negó con la cabeza y se cubrió con la manta hasta la barbilla.

—He dicho que te levantes.

De nuevo, Kagome negó con la cabeza. Los nudillos se le volvieron blancos de la fuerza con que aferraba la manta.

Inuyasha intentó apartar la manta, y tras un tira y afloja que duró unos instantes, acabó por arrebatársela de un tirón.

Kagome saltó de la cama. Pasó junto a él como un rayo y rodeó la mesa. Inuyasha, maldiciendo en turco, intentó perseguirla.

La cimitarra del príncipe estaba apoyada contra una pared de la tienda, y Kagome se abalanzó sobre ella. Con un movimiento veloz, la empuñó y se volvió para enfrentarse a él.

—Ten cuidado, esclava; te puedes cortar —le advirtió Inuyasha , y luego, para atormentarla, dijo—: Considérate afortunada de ser mi concubina en lugar de la esposa de la comadreja.

Sus palabras dieron en el clavo.

—¿Concubina? —Blandiendo la pesada cimitarra por encima de la cabeza, Kagome cargó contra él llena de furia e intentó asestarle un golpe mortal.

Inuyasha se echó a un lado y esquivó el sablazo. El peso del arma hizo que Kagome se tambaleara hacia adelante, y la cimitarra se le escurrió entre las manos. Inuyasha alcanzó a coger a la mujer antes de que cayera encima de la espada. La depositó sobre la alfombra con un gesto rudo, y se tumbó encima de ella. Su cuerpo cubría el de ella.

—Podría violarte ahora mismo —dijo Inuyasha, apretando la nariz contra la de ella—. ¿O prefieres ponerte de pie para que te inspeccione?

Temblando de miedo, Kagome asintió al instante. Jamás había estado tan cerca de un hombre, y habría accedido a cualquier cosa con tal de quitárselo de encima.

Inuyasha se levantó. La agarró por la muñeca y con brusquedad la puso en pie.

«Miserable», pensó Kagome, frotándose la muñeca.

—Estate quieta o llamaré a mis guardias para que te sujeten —advirtió Inuyasha.

Bajo su mirada, Kagome sufrió la peor humillación de sus diecisiete años de vida. Se sentía como la concubina que él le había dicho que era. La vergüenza la obligó a fijar los ojos en la alfombra.

Con gesto deliberado, Inuyasha dio vueltas en torno a ella, escudriñando su cuerpo como si quisiera grabarlo en la memoria. Lo que contemplaba encendió sus sentidos. El rostro angelical de Kagome coronaba el cuerpo de una diosa. Su exuberante melena de pelo oscuro caía en una cascada por debajo de la cintura, y sus agitados senos hipnotizaban al príncipe.

—Menuda pero no demasiado pequeña —murmuró Inuyasha , rodeándola sin tocarla—. Nalgas bien redondeadas... caderas tentadoras creadas para incitar a un hombre y dar a luz a sus vástagos.

Kagome cruzó los brazos ante sus pechos, protegiéndose de su mirada. Tenía la cara encendida de vergüenza.

—¿Eres virgen? —inquirió Inuyasha , tocándole una mejilla ardiente con la palma de la mano.

Parecía imposible, pero la tez de Kagome se ruborizó aún más.

—Sí —susurró, mortificada por su pregunta.

—Háblame con sinceridad —advirtió Inuyasha —. Hay maneras de descubrir la verdad de este asunto. —Sus penetrantes ojos dorados parecían ver hasta lo más hondo de su alma.

Kagome lo miró, confundida. No tenía ni idea de lo que le estaba sugiriendo. Inuyasha captó la inocencia en su expresión. Satisfecho, le ordenó.

—Baja los brazos. Quiero verte los senos.

Kagome estaba consternada y sólo podía mirarlo fijamente.

—Mis guardias están fuera —le recordó Inuyasha —. ¿Quieres que los llame?

Kagome dejó caer los brazos.

Contemplándola con deseo, Inuyasha se debatía contra una excitación desbocada, pero perdió la batalla por controlarse. Alargó el brazo y, por encima de la tela sedosa, cerró la mano en torno a un pecho suave.

Instintivamente, Kagome lo apartó de un manotazo.

—Tercera lección: los esclavos no pegan a sus amos —dijo Inuyasha.

—¡Las personas no pueden poseer a sus semejantes! —gritó Kagome.

—¿Quién te ha contado semejante mentira? Le cortaré la lengua. —De nuevo, Inuyasha hizo ademán de cogerle el pecho.

—¡No! —Kagome le pegó en la mano que intentaba ultrajarla.

Su insolencia acabó con la paciencia del príncipe. Inuyasha la agarró con fuerza, la levantó del suelo y la apretó contra su ardiente erección. Su boca se apoderó de ella, atrapándole los labios en un beso brutal e hiriente.

Al sentir aquella dureza que le presionaba el vientre, Kagome estuvo a punto de enloquecer de miedo. Nerviosamente, intentó zafarse, forcejeando con patadas y arañazos.

Inuyasha la soltó de golpe y dejó que cayera contra la alfombra. Nunca había forzado a una mujer y, pese a sentirse provocado, no iba a empezar ahora.

Pasaron unos momentos en que Inuyasha y Kagome se miraron fijamente. El miedo y la repulsión lo asaltaban desde la mirada esmeralda de ella.

Inuyasha la repasó de arriba abajo, desde la cabeza hasta la punta de los pies. Cuando volvió a mirarla a los ojos, el desprecio se había afirmado en sus rasgos. Ella era la prometida de la comadreja, no un regalo de Alá.

—Antes copularía con una leprosa —espetó Inuyasha, y la rozó al pasar junto a ella para salir. Se detuvo y dijo—No albergues temor alguno por tu dudosa virtud. Vete a dormir.

Kagome lo siguió con la mirada, anonadada. Era imprescindible intentar la huida de inmediato. Aquel hombre era capaz de cambiar de opinión y violarla. Se negaba a ser la concubina de un hombre, y mucho menos su esclava. Antes preferiría la muerte.

—Maldita sea —masculló Kagome entre dientes.

¿Cómo podría escapar sin ropa? No tenía remilgos para robarle a él la suya, pero sabía que no podría localizar a Sango de noche. Se desmoralizó de sólo pensar en esperar hasta la mañana. De un tirón, quitó la manta que cubría la cama y se arropó con ella.

La tensión y el miedo le habían secado la boca, y sentía una sed casi insoportable. Echó un vistazo alrededor y vio una jarra medio llena sobre la mesa.

Kagome se la llevó a los labios y bebió un generoso trago. ¡Vino¡La única bebida que detestaba! Apretándose la nariz con los dedos, Kagome bebió otro sorbo. Hizo una mueca al saborearlo, pero al menos sació su sed.

Kagome supuso que esa noche estaría relativamente a salvo. Si aquel monstruo pensaba asesinarla o violarla, ya lo habría hecho. No estaba segura de lo que debía hacer y se sentó en la cama. Los ojos se le inundaron de lágrimas, que rodaron por sus mejillas. Ay¿por qué habría deseado una aventura?

Al salir bruscamente de su tienda, Inuyasha se había detenido a hablar con Abdul, el hombre que era su mano derecha.

—Quiero guardias apostados alrededor de la tienda —le ordenó—. Que nadie entre ni salga.

El hombre asintió con la cabeza y sonrió maliciosamente.

—Arriesgaré mi vida para que la pequeña infiel esté a salvo. Quizá necesite unos azotes.

A Inuyasha no le hicieron gracia las palabras de su ayudante. Clavó una mirada fulminante en Abdul y se alejó.

El sonido rítmico de las olas que rompían y el olor purificante del mar atrajeron a Inuyasha. Caminó hasta la playa y miró hacia arriba. Acompañada por cientos de estrellas chispeantes, una luna llena cabalgaba en lo alto de un cielo teñido de añil aterciopelado. La noche estaba impregnada de una calma que no alcanzaba a Inuyasha .

A solas con sus pensamientos, Inuyasha se preguntó sobre la mejor manera de manejar a su incorregible cautiva sin hacerle daño. Su temible reputación empujaba a los demás a cumplir sus mandatos, pero esa muchacha ignoraba su pasado y no sabía que él había ordenado la matanza de cientos de inocentes.

«¿Otra vez la misma historia? —se preguntó Inuyasha —. ¿Es que nunca podré vivir en paz?»

Siempre, detrás de su hermano mayor, Inuyasha había vivido demasiado pendiente de las dudosas adulaciones de su madre. Como comandante en ciernes a las órdenes de su abuelo, había ordenado a sus guerreros destruir todas las aldeas que se negaran a someterse a la voluntad de Alá. «No tengáis piedad», había dicho a sus guerreros.

¡Cómo se arrepentía Inuyasha de aquellas palabras, de su falta de conocimiento del significado de esas órdenes! La atroz matanza de mujeres y niños le había granjeado el apodo de «Bestia del Sultán». Contemplando la carnicería, juró que nunca levantaría la mano contra una mujer o un niño.

Aquel juramento no había sido necesario. La leyenda de la Bestia del Sultán creció y se propagó por todo el Imperio hasta que muy pocos se atrevían a mirarle de frente por temor a provocar su cólera.

La aprobación que había visto en los ojos de su madre no merecía las vidas de aquellos inocentes, y tampoco había durado mucho. Ella lo culpó por la muerte de su hermano Sesshomaru a manos del conde de Beaulieu, y lo atormentaba la horrible cicatriz que había recibido al morir su hermano.

Inuyasha apartó aquellos pensamientos de su mente y volvió a ocuparse de su problema más inmediato. ¿Cómo iba a instruir a una cautiva tan ignorante? Ni siquiera sabía que debía bajar la mirada en presencia de hombres. Se había atrevido a mirarlo directamente a los ojos como si fuera su igual.

Hermosa y valiente, Kagome lo intrigaba. No se parecía a ninguna mujer que él hubiera conocido. Ningún hombre había tenido el coraje de discutir con él, y mucho menos de amenazarlo con su propio puñal y cimitarra. A pesar del miedo que despertaban en ella su fuerza y su poder, su flor silvestre contemplaba su rostro desfigurado sin repugnancia, algo que su propia madre era incapaz de hacer.

¿Su flor silvestre¿En qué estaba pensando, por Alá? La inglesa pensaba casarse con la comadreja, y eso no debía olvidarlo nunca. Haciendo un esfuerzo para apartarla de su mente, Inuyasha empezó a recitar unos versos del Corán.

De nada le sirvió.

Dos horas después, volvió al campamento. Despidió a los guardias que rodeaban su tienda y arqueó una ceja con gesto interrogante hacia su ayudante.

—Todo en orden —informó Abdul con voz seria, para luego estropearlo al añadir—: Está ahorrando fuerzas para la próxima batalla. Aceptad mi consejo y azotadla hasta que se muestre sumisa.

Sin decir palabra, Inuyasha entró en la tienda. El resplandor de una vela bañaba la alcoba con una luz siniestra. Acurrucada de lado, su cautiva estaba dormida en su cama.

«Cuarta lección —pensó Inuyasha, riéndose de sí mismo—: El esclavo duerme en el suelo, no en la cama de su amo.» Se lo haría saber por la mañana.

Inuyasha se volvió y apagó la vela. Se sentó en el borde de la mesa y se quitó las botas, luego se incorporó y se despojó de su camisa por encima de la cabeza. Se llevó las manos a la cintura, pero un ruido desde la cama le llamó la atención.

—No, papá, no... —gemía Kagome, atrapada en una pesadilla. Y entonces empezó a sollozar suavemente en su sueño.

Inuyasha se tendió a su lado y la cogió entre los brazos.

—Descansa tranquila —susurró, acariciándole el hombro y el brazo. Su presencia y sus caricias la sosegaron, y él no la soltó.

«El príncipe otomano y su esclava inglesa tienen una cosa en común —pensó con ironía—. Los demonios acechan sus pensamientos y sueños.»

Sin pensarlo, Inuyasha besó a Kagome en la cabeza. La estrechó contra sí en un abrazo protector; luego cerró los ojos y se durmió.


Wolas de nuevo! Que os a parecido el encuentro entre la pareja? jajajaja parece que Kagome va a dar batalla eh! Bueno bueno...quería agradecer a todos los que me habeis dejado reviews:

Jimena-chan: Jajaja me alegro que te haya gustado, yo ya me he cansado que Kagome sea debil...o que necesite de Inuyasha para defenderse...eso esta bien pero que demuestre que ella sola tambien puede! Muchas gracias por el review.

Noelia: Gracias por dejarme un review! Y espero que la trama de la historia te guste...no es muy dark pero algo por el estilo si que tiene. Espero que te guste.

Carolina: Gracias por tu review, me alegro que te guste!

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