Wolas! Aquí os traigo el 3r capítulo! Ahora voy actualizando por día pero porque tengo la historia avanzada pero a lo mejor algún día tardo más en actualizar pero es que ahora estoy en exámenes finales y ya pronto toca la selectividad y como vereis...no queda mucho tiempo libre...sniffff...Buen espero que os guste y dejad reviews!
3
Al despertar, Kagome se sintió desorientada, pero al enfocar la vista en su entorno, le asaltó el humillante recuerdo de la noche anterior. Los ruidos matinales le llegaban del exterior mientras los hombres del príncipe se preparaban para un nuevo día. En una breve oración, Kagome agradeció que estaba sola. Pero ¿dónde estaba la bestia?
Parecía una oportunidad perfecta para escapar. Tenía que huir del campamento y rescatar a Sango. ¿Estaría todavía su prima a bordo del barco¿O se la habría llevado el pirata? Era igual, decidió Kagome, buscaría primero en el barco. Pero ¿cómo? «Vamos poco a poco», se dijo.
Se levantó de la cama. Sabía que necesitaba comida y ropa.
La imagen del desayuno de su captor sobre la mesa le hizo crujir el estómago. Había pan de hojaldre, mermelada, miel, queso de oveja y olivas negras.
Kagome cogió un panecillo y lo partió en dos. En una mitad puso mermelada y la engulló, luego mojó la otra en la miel y también la comió. Ignoró las olivas, pero cogió un buen trozo de queso y otro pan para comérselo mientras buscaba algo que ponerse.
De pronto se oyeron voces en la antecámara de la tienda. De un salto, Kagome se tumbó en la cama y fingió dormir.
Mirando a hurtadillas con las pestañas entrecerradas, Kagome vio a dos sirvientes entrar en la alcoba de la tienda. Sin echar ni una ojeada hacia ella, recogieron la mesa y se marcharon.
Kagome esperó unos minutos antes de incorporarse. Y entonces lo oyó... su voz montando en cólera, riñendo a alguien fuera de la tienda.
Haciendo acopio de valor, Kagome decidió levantarse y buscar algo de ropa, pero de nuevo oyó pasos en la antecámara y fingió dormir. Abriendo apenas las pestañas, Kagome vio que su captor se acercaba a ella. Pese a que el corazón le latía con frenesí, se obligó a respirar ligero, fingiendo estar dormida.
Inuyasha permaneció de pie junto a la cama y miró la belleza sobrecogedora de su cautiva. Al parecer, sus hombres no le habían molestado. Aunque sabía que al final la victoria sería para él, Inuyasha estaba deseando que ella despertara para reanudar la batalla entre ambos. Dio media vuelta y salió de la tienda.
Kagome abrió los ojos. ¿Qué debía hacer? La huida era ahora o nunca. Saltó de la cama y se abalanzó sobre las prendas que su captor había llevado la noche anterior. Se puso la camisa blanca de algodón por encima de la cabeza. La prenda le llegaba a las rodillas, como un camisón corto. Luego se puso los pantalones, y se metió la camisa por dentro. Al soltarlo, los pantalones cayeron hasta los tobillos. De sus labios brotó una maldición silenciosa, se volvió a subir los bombachos y cogió una tira de cuero. Después de ceñírsela a la cintura, dobló los pantalones por abajo para acortarlos.
Kagome pensó en coger las botas pero imaginó que le quedarían demasiado grandes y eso le entorpecería en su huida. «Mejor ir descalza que dejarse atrapar», decidió.
Kagome corrió hacia el fondo de la tienda y pegó el oído a la tela; escuchó el silencio y rezó para que no hubiera nadie afuera. Levantó la lona apenas un poco, luego se arrastró de bruces y salió al exterior.
Frente a ella estaba la suntuosa casa de Miroku, y detrás el centro del campamento de Inuyasha. La playa y el barco quedaban del otro lado. Con la intención de rodear el perímetro del campamento y de allí dirigirse a la playa, Kagome se escabulló por detrás de las tiendas y consiguió alejarse una buena distancia.
Entretanto, Inuyasha esperaba a la entrada de su tienda la llegada de Miroku. Sonrió y levantó la mano a modo de saludo.
—Te he oído gritar desde mi terraza —dijo Miroku, y luego miró hacia la tienda—. ¿Cómo está ella?
—Bien; viva y durmiendo —respondió Inuyasha —. Estaba riñendo a dos sirvientes imbéciles que han entrado en mi tienda sin permiso.
Miroku sonrió de oreja a oreja.
—¿La dejaste agotada?
Inuyasha se encogió de hombros.
—Yo me quedo con la prima —dijo Miroku.
—¿Qué prima? —inquirió Inuyasha.
—Tu cautiva viajaba con su prima —explicó Miroku—. He decidido quedármela.
—Bien.
Miroku hizo un gesto en dirección a la tienda.
—¿Qué harás con ella?
—Será mi esclava.
—¿Y Naraku ?
—Enviaremos un mensaje a través del dey de Argel y el duque de Sassari —contestó Inuyasha —. Cuando descubra lo que le tengo preparado a ella, Naraku saldrá de su escondrijo para recuperar a su prometida y vengarse de mí. Es una cuestión de orgullo.
—Las comadrejas no tienen orgullo —replicó Miroku.
—Naraku vendrá —predijo Inuyasha — Y nosotros estaremos preparados.
En ese momento se acercaron Abdul y Rashid. El ayudante de Inuyasha llevaba un plato de panecillos para el desayuno de Kagome, y el ayudante de Miroku cargaba el baúl que Kagome tenía en el barco.
—Pensé que tu esclava necesitaría sus enseres —dijo Miroku.
Inuyasha asintió.
—Si la dejo desnuda, no hay duda que sería una distracción para los muchos hombres que desfilan por mi tienda. —Cogió el plato de panecillos de manos de su ayudante, y ordenó—: Abdul, lleva el baúl.
Una vez dentro de la estancia privada, Inuyasha se detuvo en seco y miró alrededor, incrédulo. La tienda estaba vacía.
—¿Dónde está? —preguntó Miroku.
—Se ha escapado.
—¿Sin ropa?
—Por lo visto, se ha puesto la mía —masculló Inuyasha. Sin duda aquella mujer tenía agallas—. Alabado sea Alá. Esta mañana escondí el puñal, y la cimitarra pesa demasiado para ella.
—¿La cimitarra? —repitió Miroku.
—Anoche intentó partirme por la mitad.
Miroku rió.
—Os advertí que la azotarais —le recordó Abdul, sacudiendo la cabeza con gesto de desaprobación—. ¿Doy la alarma?
—No, no puede estar muy lejos —contestó Inuyasha.
—Te ayudaré —ofreció Miroku.
—Abdul, ve con Rashid a la casa. Es posible que haya ido ahí a buscar a su prima, pero si la encontráis no le hagáis daño. — Inuyasha se volvió hacia Miroku y dijo—: Buscaremos en la playa, en caso de que intente recuperar su libertad a nado.
En el montículo herboso que dominaba la playa desierta, Kagome estaba echada de bruces, examinando la escena que tenía frente a ella. En la playa había varios botes sin vigilancia, y el barco permanecía anclado en la bahía.
Kagome se preguntó cuántos hombres habría a bordo. Aunque parecía desierto, estaba segura de que el capitán habría dejado guardias. Kagome decidió echar una carrera hasta uno de los botes y remar hasta el barco. Sólo lamentaba no haber podido robar un cuchillo.
Le vino a la mente una imagen del príncipe. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Cuando descubriera su ausencia¿qué haría? Y, más importante aún¿qué haría con ella si la atrapaba?
«Un, dos, tres», contó Kagome, pero le tenía tanto miedo al agua que se quedó clavada en el sitio. Nunca había aprendido a nadar. ¿Cómo podría subirse a ese bote y remar hasta el barco?
«Cálmate», se dijo. No había nada que temer salvo morir ahogada en el mar. Entonces pensó en Sango. ¿Qué tormentos estaría sufriendo su prima a manos de aquel pirata? Sango podría estar herida, o peor aún. Aquel pensamiento la empujó actuar.
Se puso en pie de un salto y echó a correr por la ladera en dirección a la playa. Arrastró el bote hasta el agua, se subió a él, ajustó los remos y empezó a remar hacia el barco.
—¡Allí va! —gritó una voz masculina.
Kagome miró hacia la orilla y el corazón le dio un vuelco. Inuyasha y Miroku bajaban corriendo por la ladera hacia la playa. Tras detenerse para quitarse las botas, Inuyasha se lanzó entre las olas y empezó a nadar hacia el bote.
«Menuda suerte, la bestia sabe nadar», pensó Kagome, y se puso a remar con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, él nadaba más rápido de lo que ella remaba.
Inuyasha alcanzó el bote, y ya empezaba a encaramarse a él cuando Kagome levantó un remo para asestarle un golpe. Inuyasha reaccionó con la rapidez de un rayo: cogió el remo, tiró de él y Kagome cayó al agua.
—¡Socorro! —gritó Kagome, y se hundió.
Inuyasha se sumergió y la sacó por el pelo. La giró en sus brazos y nadó con ella hasta la orilla, donde la arrastró hasta depositarla sobre la arena.
Kagome tosió y se atragantó, luego vomitó el agua de mar que había tragado junto con el desayuno robado. Finalmente, contempló la imponente figura de su captor y gimió.
—Pensaba que me estabais ahogando.
—He salvado tu despreciable vida —dijo Inuyasha con tono deliberadamente amenazador.
Los ojos de Kagome se llenaron de lágrimas.
—Mi vida no era despreciable hasta que os conocí.
—Eso es discutible —observó Inuyasha —. El castigo por lo que has hecho será severo.
Kagome retrocedió.
—¿Me mataréis?
—Probablemente algo peor. — Inuyasha la miró fijamente—. Sin embargo, nunca me dejo llevar por acciones precipitadas. Primero pienso, algo que al parecer tú no haces.
—Soy responsable de mi prima —intentó explicar Kagome—. Necesito verla.
Inuyasha arqueó una ceja oscura.
—Quinta lección: el esclavo no impone su voluntad a su amo.
—Es la cuarta lección, no la quinta —repuso Kagome—. Cuando tengo problemas con los números, uso los dedos. Es un recurso perfectamente aceptable.
Los labios de Inuyasha temblaron al contener una sonrisa.
—La cuarta lección es: una esclava duerme en el suelo, no en la cama de su amo.
Kagome lo miró sin inmutarse.
—Te escapaste antes de que pudiera instruirte al respecto —explicó Inuyasha.
Kagome miró de reojo a Miroku, que sonreía, disfrutando descaradamente de su pugilato verbal.
—¿Sango está bien? —le preguntó, y luego miró hacia el barco.
Los ojos de Miroku siguieron su mirada.
—Sango se está acomodando en su nuevo hogar y se está adaptando a su nueva vida mejor que vos. Se quedará conmigo.
Kagome no podía creer lo que acababa de oír.
—Basta de charlas —interrumpió Inuyasha, inclinándose para coger a Kagome entre los brazos. Le dio la vuelta y se la echó encima del hombro.
Kagome se resistió. Con la palma de la mano, Inuyasha le dio un azote en las nalgas, lo que resolvió el problema.
Con su cautiva colgada humillantemente del hombro, Inuyasha entró a paso lento en el campamento, y sus hombres que merodeaban se echaron a reír. Inuyasha lanzó una mirada fulminante a los guerreros y todos se dispersaron salvo Abdul.
—Unos azotes le irían bien —murmuró Abdul.
Kagome protestó a voz en cuello al oír las palabras de aquel hombre. Inuyasha volvió a azotarle el trasero y luego la dejó de pie en el suelo. Le hizo un gesto a Abdul, y éste le vertió encima un cubo de agua fría.
—¡Ay! —chilló Kagome.
Abdul le derramó otro cubo de agua por la cabeza.
—¡Ayyyy! —se desgañitó ella.
—Estabas cubierta de arena —dijo Inuyasha Inuyasha — No quiero que me estropees la alfombra nueva.
Tras otro gesto del príncipe, Abdul hizo ademán de coger otro cubo.
—¡Espera! —gritó Kagome— Ya no tengo arena.
—Todavía tienes unos granos sobre la nariz -comentó Inuyasha.
—Son pecas —explicó Kagome.
Inuyasha le cogió el mentón y la atrajo hacia sí. Le trotó el puente de la nariz con los dedos.
—Es verdad. Bien, entra y aguarda tu castigo.
Kagome decidió someterse temporalmente, y obedeció la orden. El príncipe se había negado a concederle el deseo de ver a su prima, y ella se sentía impotente para presionarlo.
Inuyasha la siguió con la mirada hasta que desapareció en el interior de la tienda. ¿Se doblegaría algún día a sus reglas? El príncipe se negaba a azotarla para que se mostrara sumisa con él. Le bastaba con la culpa que ya llevaba encima. Así pues, en nombre de Alá¿qué iba a hacer con ella?
—Tráela a la casa esta tarde —propuso Miroku—. Podrá bañarse con todo lujo y visitar a su prima.
—Mi esclava no merece el privilegio de visitar a su prima —masculló Inuyasha.
Miroku sonrió.
—Pero la prima sí.
—Me niego a recompensarla por su mala conducta —afirmó Inuyasha —. Cuando abandonemos el campamento, podrán despedirse.
Miroku asintió con la cabeza.
—Otra cosa —añadió Inuyasha —. Necesito los servicios de un orfebre que trabaje con rapidez.
—Muy bien —asintió Miroku, y se fue.
Inuyasha reunió fuerzas para el inminente enfrentamiento con su recalcitrante esclava y entró en la tienda. Un amago de sonrisa le cruzó los labios al verla. A través de la camisa de algodón mojada, se adivinaba cada una de las apetecibles curvas de su cuerpo.
—¿Dónde esperabas llegar? —inquirió.
Kagome suspiró.
—A casa.
—Tu hogar está aquí, conmigo.
—Mi hogar está en Inglaterra.
—¿Pensabas llegar a Inglaterra en ese...?
—Habría seguido la costa.
—Tienes la inteligencia de una ostra —sentencio Inuyasha, señalándola con el dedo—. Fuera de mi protección acechan peligros indecibles.
«¿Y a mí quién me protege de vos?», se pregunto ella, pero dijo:
—¿Acaso los prisioneros no deben intentar huir.
—Tú no eres una prisionera.
Sus palabras confundieron a Kagome.
—¿No lo soy?
—No; eres mi esclava.
Antes de que Kagome pudiera reaccionar, entro Abdul y entregó una toalla a Inuyasha.
—¿Queréis que la sujete yo mientras le cortáis los dedos?—preguntó el hombre.
—¿Cortarme los dedos? —exclamó Kagome.
—El castigo por robar es perder unos cuantos dedos —le informó Inuyasha —. Tú me has robado la ropa.
—Os tomé prestado el pantalón y la camisa —mintió Kagome—. De verdad, tenía la intención de devolverlos.
—¿Tomaste prestado pero te olvidaste de pedirme permiso?
Heather bajó la mirada y asintió con timidez.
—¿-Lo ves, Abdul? —sonrió Inuyasha — No ha robado nada, sólo lo ha tomado prestado. Ahora déjanos.
—Sigo pensando que deberíais azotarla —repitió Abdul al salir.
—Sécate el pelo —le ordenó Inuyasha, arrojándole la toalla a la cara—. Has tenido una mañana agotadora y necesitas descansar. ¿Deseas comer antes?
—Ya he comido —musitó Kagome.
Inuyasha la miró sin inmutarse.
—Había comida en la mesa —explicó ella.
—¿Tomaste prestado mi desayuno?
—Sí.
—Tus enseres están en ese baúl de ahí —le dijo Inuyasha, tocándole la punta de su nariz respingona—. Quítate esa camisa mojada y acuéstate.
—Hasta que os vayáis, no.
Inuyasha levantó las cejas al oír su exigencia y en silencio se negó a salir.
—Al menos, daos la vuelta —pidió Inuyasha Kagome—. Por favor.
—Está bien —cedió Inuyasha, y le volvió la espalda.
Kagome se quitó la camisa y su camisola por encima de la cabeza. Se dirigió a la cama y se cubrió con la manta.
Inuyasha se volvió y le dedicó una mirada inescrutable, luego cruzó la tienda a paso lento hacia el baúl de viaje.
—No juegues con la idea de huir —le advirtió—. No cogerás desprevenidos a mis guardias dos veces. —Abrió el baúl y hurgó entre los trajes hasta sacar una camisola de seda y encaje casi transparente.
Inuyasha inspeccionó la delicada prenda, luego se acercó a ella y le ordenó:
—Levanta los brazos.
—¿Para qué?
—Hazlo.
Cuando obedeció, Inuyasha le deslizó la prenda por encima de la cabeza. Kagome lo observó con sus enormes ojos verdes mientras él retiraba la manta, le alisaba la camisola en torno al cuerpo y luego la tumbaba suavemente sobre la cama.
Sin expresión de desprecio ni de odio, Inuyasha la miró desde arriba. El deseo asomaba a sus ojos, pero Kagome carecía de experiencia para verlo.
—No es un placer para mí castigarte —afirmó Inuyasha —, pero has de saber que nunca más volverás a ver a tu prima. —Tras esas palabras, el príncipe abandonó la tienda.
Consternada, Kagome se sentó en la cama y clavó los ojos en la puerta. Cuanto más tiempo pasaba, más furiosa se sentía.
Luego, bajó de la cama y cruzó la tienda como un relámpago, pero se detuvo en seco ante el umbral. Su sentido común le impedía huir.
—Volved aquí, majestad —vociferó Kagome para llamar su atención—. Necesito ver a mi prima.
Nadie respondió a su llamada.
—¿Me oís, majestad? —chilló—. Exijo una audiencia.
De nuevo no hubo respuesta.
¡Cómo se atrevía a ignorarla! Ella era la hija de un noble condecorado. ¡Era prima de la reina de Inglaterra!
—¡Animal¡Bastardo! —bramó Kagome en ingles, una lengua que el príncipe no conocía.
Por un instante, Kagome pensó en gritar «Fuego», pero se lo pensó mejor. En lugar de eso, volvió a la cama y se sentó.
Le dolía la garganta. Los ojos se le llenaron de lagrimas de rabia y frustración. Se sentía insultada, y se tumbó y lloró hasta quedarse dormida.
—Despierta —repitió Inuyasha por tercera vez, de pie junto a la cama. Al ver que Kagome lo ignoraba, alargó el brazo y la sacudió, luego tiró de la manta.
—¿Qué ocurre? —gruñó Kagome, apartándose los mechones azcabaches de los ojos.
—No puedes pasarte el día durmiendo —dijo Inuyasha —. El sol está en su punto más alto. Es hora de que te bañes y comas. Luego te sentirás preparada para emprender tu nueva vida.
Kagome echó un vistazo a la bañera de madera que habían dispuesto mientras ella dormía. El agua despedía vapor.
—No quiero un baño —dijo ella.
—Hueles a marea baja.
—Vos no oléis mejor.
—No mientas —advirtió Inuyasha, cogiéndola por el brazo. La sacó de la cama de un tirón y la llevó a la bañera.
—Es imposible bañarse sin una doncella —protestó Kagome, ahogando un bostezo.
—¿Una doncella?
—La criada de una dama.
—Los esclavos no tienen sirvientes —le informó Inuyasha.
—Qué difícil debe de ser la vida de un esclavo —murmuró Kagome—. Pero ya que yo no soy...
—A juzgar por tu comportamiento, no eres una dama —la interrumpió Inuyasha.
Eso despertó del todo a Kagome.
—Me niego a escuchar vuestros insultos un minuto más. —Se giró, dándole la espalda.
Con una especie de rugido, Inuyasha le dio vuelta. Kagome clavó la mirada sin pestañear en sus penetrantes ojos dorados.
—¿No te asusta el rugido de la bestia? —preguntó él.
—A veces —contestó ella.
—Te bañarás —declaró Inuyasha, pasando los dedos por encima de su camisola—, o te bañaré yo mismo.
—De acuerdo, tomaré un baño —repuso Kagome— pero necesito intimidad.
—No soy demasiado amable —dijo Inuyasha —, pero te concederé este único favor. Cuando vuelva, estarás en la bañera. ¿De acuerdo?
Kagome asintió con la cabeza.
—Y te despojarás de la camisola antes de meterte en la bañera—añadió él.
De nuevo, Kagome asintió con la cabeza. Habría consentido casi cualquier cosa con tal de deshacerse de él.
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—¿Qué se dice?
—Gracias.
Inuyasha le dirigió una mirada de reprobación.
—Gracias, mi señor Inuyasha —se corrigió Kagome, y estuvo a punto de atragantarse con las palabras. Su expresión de rebeldía manifestó lo que en realidad pensaba.
-Ha sido un placer, esclava —sonrió Inuyasha, y luego salió. Una vez fuera, llamó a su ayudante y le ordenó—: Mándale un mensaje a Izaioy.
—¿A vuestra madre? —preguntó Abdul, sorprendido.
—Dile que compre en el mercado de esclavos un eunuco que hable inglés y francés. Quiero que me esté esperando en mi casa cuando lleguemos.
—¿Un eunuco? —repitió Abdul, perplejo.
Inuyasha lanzó una mirada hacia la tienda y explicó:
—Necesita a alguien que se ocupe de ella.
—¿Una esclava con un esclavo que la sirva? —Abdul estaba consternado— ¿Habéis perdido el juicio¿Habéis olvidado lo que la comadreja le hizo a Kikyo?
Inuyasha cogió a Abdul por el cuello y lo levantó en el aire.
—Te tomas muchas libertades con nuestra vieja amistad -le espetó, y la ira le tino de blanco la cicatriz de la mejilla.
-Os ruego me perdonéis mi señor —se disculpó Abdul—. Enseguida envío al mensajero.
Inuyasha soltó a su ayudante y le palmeó el hombro.
—No he olvidado nada, Abdul, y no descansaré hasta vengar las muertes de mi hermana y mi hermano
Abdul asintió con la cabeza y se fue.
Al entrar Inuyasha en la tienda, Kagome se sumergió más hondo en la bañera, pero él ni siquiera la miró. Se dedicó a examinar el contenido de su baúl de viaje.
Inuyasha saco una falda y una blusa del baúl, luego se volvió hacia ella y dijo:
—Cuando termines, ponte esto. Luego te proporcionaremos ropa más apropiada.
—Mi ropa está muy bien —protestó Kagome— Como podéis ver, las prendas que poseo están hechas de los tejidos más finos.
—No posees nada —le recordó Inuyasha —. Todo lo que era tuyo ahora es mío. —. Extendió la falda con intención de alisarla, pero algo cayó del bolsillo. Al recoger el pequeño objeto y mirarlo, la cicatriz de su rostro palideció, una señal de ira creciente. Desde una miniatura pintada lo miraba su enemigo Naraku.
Inuyasha contempló con severidad la miniatura y luego a Kagome. Su singular belleza y estimulante espíritu casi habían conseguido que olvidara que la comadreja era su prometido. Casi.
Kagome se quedó aterrada al ver la terrible expresión de su captor, y se agazapó en la bañera. Pero no pudo apartar la vista. En ese momento, la expresión de Inuyasha era la de una bestia salvaje.
Ella miró hipnotizada cómo él estrujaba la miniatura en la palma de la mano, la lanzaba al suelo y la machacaba sobre la alfombra con el tacón de la bota. Sin decir palabra, Inuyasha salió de la tienda hecho un basilisco.
Kagome decidió que era el momento de terminar su baño. Salió de la bañera, se secó rápidamente con una toalla y se puso la camisola, la blusa y la falda.
Recogió la maltrecha miniatura de la alfombra y la examinó. «Con la cara así de machacada tiene mejor aspecto», pensó. Pero ¿qué podía hacer con la miniatura? Su situación era precaria, y ahora lo único que le faltaba era que la imagen de la comadreja enfureciera a su captor.
Entonces, Kagome lo vio... el escondite perfecto. Sus ojos esmeraldas chispearon regocijados. Cruzó la tienda con brío y depositó a Naraku en el orinal.
Luego, a falta de algo con que entretenerse, Kagome se sentó en el borde de la cama a esperar y meditar sobre su situación. ¿Por qué el turco odiaba a Naraku¿Qué había hecho su prometido que fuera tan despreciable? La imagen de Inuyasha acudió a su mente. El príncipe era un hombre extraordinariamente atractivo pero muy peligroso. En adelante tendría que estar alerta.
Al cabo de lo que parecieron varias horas, cuatro sirvientes retiraron la bañera de madera bajo la supervisión de Abdul, que miró a Kagome con gesto de desprecio y salió detrás de los hombres. Kagome montó en cólera. ¡Cómo se atrevía aquel hombre a mirarla de aquella manera tan despectiva¿Quién se creía que era?
Poco después, un sirviente entró en la tienda con una bandeja de comida y la miró fijamente. Detrás del hombre estaba Abdul, con su grave semblante de desprecio.
—Ahora comeréis —le ordenó, y se volvió hacia el sirviente—: Deja la bandeja.
—Tu actitud es insultante —le espetó Kagome, acercándose a ellos—. Llévate el almuerzo. No comeré.
—Deja la bandeja sobre la mesa —indicó Abdul al sirviente, ignorando a Kagome.
Al disponerse el criado a hacerlo, Kagome soltó un manotazo. La bandeja y su contenido aterrizaron sobre la alfombra.
Abdul le clavó una mirada fulminante, pero se limitó a hacerle una seña al sirviente para que se fuera y luego salió tras él.
Kagome se arrepintió de su actitud y empezó a dudar de su propia cordura.
Inuyasha apareció al cabo de unos instantes.
—Limpia esta porquería —le espetó.
—Ha sido un accidente —mintió Kagome.
—No agotes mi paciencia —le advirtió Inuyasha —. En este preciso momento tengo deseos de poner fin a tu miserable existencia.
Kagome se arrodilló y empezó a recoger la comida de la alfombra y a dejarla en la bandeja. Había pastelillos de hojaldre, pepinillos, paloma asada y uvas.
—Deja la bandeja sobre la mesa —le ordenó Inuyasha. Y agregó—: Ahora comerás.
—¿Qué dices?
—¿Acaso eres sorda?
—Me niego a comer alimentos sucios.
—No se puede tolerar que desprecies la bondad de Alá —insistió Inuyasha, desenvainando su puñal con aire amenazador—. Tú provocaste que la comida cayera sobre la alfombra y ahora te comerás hasta el último bocado.
Con gesto hosco, Kagome cogió la paloma asada y le hincó un mordisco.
-¿Satisfecho ahora?
-Tienes los modales de un cerdo —se burló Inuyasha —. No se habla mientras se come.
Kagome sintió el impulso de arrojarle la paloma a la cara.
—Ni se te ocurra —le advirtió él, como si le hubiese leído el pensamiento.
—No tengo cubiertos —objetó Kagome.
—Sólo un tonto le daría un cuchillo a una loca como tú —dijo Inuyasha, y con el puñal troceó la paloma.
—¿Qué es eso? —inquirió Kagome, señalando uno de los platos.
—Pepinillos.
Kagome señaló los pastelillos. —¿Y esto?
—Bakiava. Está relleno de nueces.
Kagome probó un bocado de bakiava.
—Delicioso —dijo.
—Me alegra que te guste —dijo Inuyasha con tono seco.
Bajo la supervisión de Inuyasha y de su puñal desenvainado, Kagome se comió todo lo que había en la bandeja. Al grito de mando de su amo, el desventurado sirviente al que Kagome había incomodado trajo un recipiente de agua tibia y lo dejó en la mesa.
—Termina —le ordenó Inuyasha.
A pesar de sentirse a punto de reventar, Kagome decidió abstenerse de discutir. Además, aquella bestia aún le apuntaba con el puñal. Se llevó el recipiente a los labios para beber.
—¡No!
Kagome levantó la vista, desconcertada.
—El agua es para lavarte las manos, mi pequeña salvaje.
Kagome se ruborizó ante la humillación de ser considerada una ignorante.
—Si vuelves a coger una rabieta como la de antes —le advirtió Inuyasha —, te azotaré hasta que no te reconozcan. ¿Lo has entendido?
Kagome asintió.
—Hablarás sólo cuando te dirijan la palabra, esclava —ordenó él.
—Muy bien —murmuró ella.
Irritada por la actitud altanera de Inuyasha, Kagome se arrodilló ante él con un gesto exagerado. Inclinó la cabeza hasta tocar la punta de sus botas y, en una voz que rezumaba sarcasmo, dijo:
—Escucho y obedezco, mi magnánimo y poderoso señor. Como siempre, vuestros deseos son órdenes para mí.
Inuyasha le dio una palmadita en la cabeza con aire condescendiente.
—Bien, esclava. Estás aprendiendo. Eso me complace —dijo, tras lo cual se levantó y salió de la tienda.
Kagome lo siguió con la mirada y deseó tener el coraje para arrojarle algo a la cabeza. En cambio, cruzó al fondo de la tienda a toda prisa y se dejó caer de rodillas, luego levantó la lona y echó un vistazo al exterior.
¡Botas! Le pareció ver cientos de botas.
Con una maldición en los labios, Kagome se puso de pie y se dirigió a grandes zancadas a la cama. Al parecer, aquel granuja había aprendido algo al ordenar que todos los hombres disponibles rodearan su tienda para evitar que ella escapara.
Kagome sonrió al pensar en el ejército del príncipe apostado para vigilar a una mujer. Luego se dejó caer en la cama.
Bueno...parece que no todo es humor ¿no? Que habrá hecho Naraku a los hermanos de inuyasha? Y lo más importante...¿Que planes tiene Inuyasha para con kagome? Jajaja tendreis que esperar a que evoluciones más la historia! Así que dejad reviews y seguid leyendo! nos Leemos!
BYE
