Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Wolas! Ya está aquí el 4to capítulo! Además hoy estoy feliz porque ya he acabado las clases,...ahora solo quedan los exámenes finales...¬¬...y selectividad...¬¬

Pero bueno ya llegará...Espero que os guste y dejadme reviews!


4

El aroma de la comida impregnaba la tienda. Kagome abrió los ojos, pero su captor no advirtió que había despertado, y siguió sentado en los almohadones junto a la mesa, cenando.

Kagome bostezó y se desperezó. El estomago le crujía de hambre, protestando por las muchas horas transcurridas desde el almuerzo.

Los ojos de Inuyasha se encontraron con los de ella en una larga mirada inquietante. Kagome apartó la vista, sintiéndose de pronto cohibida al darse cuenta de que él la había estado contemplando mientras dormía. Consiguió reprimir aquella desagradable sensación, se levantó de la cama y fue hacia la mesa. Tenía hambre. El enfrentamiento podía esperar hasta después de comer. Kagome se dispuso a sentarse frente a él, pero la voz de Inuyasha la detuvo:

—Quédate donde estás.

—¿Por qué?

Clavó su penetrante mirada de ojos dorados en la de ella.

—Permanecerás de pie porque yo te lo ordeno.

Kagome obedeció a regañadientes, y Inuyasha siguió comiendo tranquilamente.

«Conque quieres jugar a la indiferencia», se dijo Kagome, y decidió ignorarlo a su vez. Clavó los ojos en la comida que había en la mesa. Aquello fue un error estratégico: los trozos de cordero asado con espetón aún crepitaban, había alcachofas en vinagre, arroz al azafrán con pimientos dulces, tortas de pan, uvas, higos y melocotones. Kagome sintió que el estómago le crujía ante aquella maravillosa visión y aquel aroma embriagador. Inuyasha dejó de comer y la miró, arqueando una oscura ceja.

—Tengo hambre... —gimió Kagome, dejándose caer sobre un almohadón frente a él, pero disimuló su timidez con una sonrisa traviesa.

—Tu placer será posterior al mío. — Inuyasha la miró con calma. ¿Qué clase de gente la había criado para que fuera tan desobediente, se preguntó. ¿Acaso creía que podría dominarlo con una sonrisa? En ese caso, se equivocaba. ¿Tenía aquella joven alguna idea de lo que significaba ser esclava de Inuyasha? Al parecer no. Muy bien, él empezaría a instruirla por la mañana.

El plato que Kagome tenía más cerca estaba lleno de higos. Así pues, se dispuso a coger uno con gesto natural, pero él la golpeó suavemente en la mano.

—Los hombres no comen con las mujeres —le informó Inuyasha —, y los esclavos no se sientan a la mesa con sus amos.

—¿Los hombres y las mujeres no comparten las comidas? —replicó ella con aire desafiante.

Inuyasha lo confirmó con un gesto.

—No sois más que unos bárbaros —repuso ella.

—Es la costumbre refinada de un país civilizado —explicó Inuyasha con aparente frialdad—. Bárbara serás tú, que vienes de Occidente, no yo.

Kagome prefirió eludir la discusión por temor a perderse la cena, y guardó silencio. Tendría tiempo de sobra después de comer para replicar a aquel infiel.

Inuyasha se quedó satisfecho con la aparente sumisión de ella, y volvió a su cena. De pronto, un rugido furioso del estómago de Kagome rompió el silencio.

Inuyasha cogió la diminuta campana de la mesa y llamó a su sirviente. Casi al instante, el desventurado sirviente que Kagome había incomodado antes trajo un recipiente de agua tibia y una toalla. Inuyasha se lavó las manos y el sirviente retiró el plato vacío. Al cabo de un momento volvió a recoger el agua y la toalla.

—Tú trae comida de esclava —le dijo Inuyasha en inglés chapurreado a su sirviente, que lo miró con el rostro inexpresivo.

—¿Habláis inglés? —preguntó Kagome, sorprendida.

—Aprendí muchas cosas en la escuela imperial de Topkapi —respondió Inuyasha, volviendo al francés.

Miró a su sirviente y repitió la orden en turco. Esta vez el hombre asintió con la cabeza y salió.

—¿Cómo es que hablas tan bien el francés? —quiso saber Inuyasha —. Eres inglesa¿no?

—Mi madre es francesa —contestó Kagome sin dejar de mirar con ansiedad el cordero y el arroz. La boca se le hacía agua. En un arranque, decidió que no podía esperar a que le trajeran un plato, así que alargo el brazo para coger un trozo de cordero, pero Inuyasha volvió a darle unos golpecitos en la mano.

—Aún no te he dado permiso para comer —le recordó.

—Dame tu permiso, por favor... —suplicó ella.

Antes de que Inuyasha pudiera responder, el sirviente volvió y dejó un plato hondo sobre la mesa frente a Kagome. Ella miró su contenido y frunció el entrecejo: acompañado por un pequeño trozo de torta de pan, el plato contenía algo semejante a una papilla humeante.

—¿Qué clase de tortura es ésta? —exclamó Kagome, levantando la mirada para encontrarse con la de su captor.

—Es tu cena —dijo Inuyasha —. Se llama cus-cus y está hecho con...

—Parece como si alguien hubiera vomitado en este plato. —Kagome lo apartó con brusquedad y señaló el cordero y el arroz—: Yo quiero de eso.

—¿Pretendes comer lo mismo que tu amo? —preguntó Inuyasha, fingiendo estar sorprendido y escandalizado a la vez. Empujó los platos de cordero y arroz hacia ella.

Kagome cogió un trozo de cordero y se dispuso a llevárselo a la boca cuando la detuvo la voz de Inuyasha.

—¿No me das las gracias por este favor? —preguntó con sorna.

—Sois el alma misma de la bondad, mi señor Inuyasha —contestó Kagome, irritada pero demasiado hambrienta para enzarzarse en una discusión.

—Me gusta cómo suena mi nombre cuando lo pronuncias —dijo Inuyasha, y se puso en pie para salir.

—¿Adónde vais? —inquirió Kagome por encima del hombro.

Inuyasha se detuvo en la entrada de la tienda y con voz afectada le dijo:

—Ya te he dicho antes que una esclava no hace preguntas a su amo.

—Así pues¿debo comer sola? —La pregunta se le escapó de los labios, y-ella misma se asombró. En nombre de Dios¿en qué estaría pensando? Aquel hombre despiadado la tenía cautiva y, en cambio, por alguna razón desconocida, Kagome daba a entender que no quería que se fuera.

Inuyasha se sintió sorprendido y encantado.

—¿Deseas mi compañía? —repuso.

Kagome se ruborizó.

—No estoy acostumbrada a comer sola.

Inuyasha volvió a la mesa con paso tranquilo y se sentó. Bien. Su hermosa cautiva empezaba a resentirse de su situación, y ése era el primer paso para instruirla en el acatamiento de sus órdenes.

Kagome comió despacio y saboreó cada bocado. Sin pensarlo, de pronto se chupó la grasa de los dedos.

A Inuyasha no le pasó inadvertido la descarada sensualidad de su gesto. Sintió un estremecimiento en su virilidad y se estiró como si despertara de un largo sueño. Para templar su mente y otras partes vitales, Inuyasha la provocó:

—Sigo creyendo que tienes los modales de un cerdo.

Kagome lo miró con ceño y Inuyasha le apartó el plato, diciendo:

—Me pareces más dócil cuando estas hambrienta.

—Perdonadme si os he molestado —se disculpó Kagome al tiempo que cogía el plato y lo acercaba.

—Háblame de ti, esclava.

—¿Qué queréis saber? —Kagome se llevó un trozo de cordero a la boca y luego se chupó los dedos pausadamente.

Inuyasha intentó contener su deseo.

—Háblame de tu vida antes de que nos conociéramos.

—Queréis decir antes de que vuestro amigo me raptara¿no? —lo corrigió ella.

Inuyasha se encogió de hombros.

—Como quieras.

—Mi padre era el conde de Basildon —contó Kagome— Falleció hace varios años. Mis hermanas, mi hermano y yo pasamos a la tutela de su prima, la reina Isabel. Mi hermana Yuko es la mayor y vive con su esposo en Irlanda. Luego viene Ayame, que se caso con un conde escocés. Mi hermano Sota, ahora conde de Basildon, es el menor.

—¿Y tu madre?

—Vive en el castillo de Basildon, que es mi hogar.

—Tu hogar está aquí, conmigo —replicó Inuyasha.

Kagome frunció el ceño.

—¿Amas al conde de Beaulieu? —inquirió Inuyasha.

—¿Amar yo a esa comadreja? —exclamó Kagome impulsivamente.

Inuyasha echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

Kagome se ruborizó e intentó rectificar sus palabras.

—Quiero decir...

—Ya sé lo que quieres decir —dijo Inuyasha —. Tienes los mismos sentimientos que yo.

—No es necesario amar a un hombre para casarse con él —aseguró Kagome, repitiendo las palabras de su madre—. Una mujer sólo tiene que dar a luz a los herederos de su esposo y ocuparse de llevar la casa con eficiencia.

Inuyasha asintió.

—Nuestros países comparten esta costumbre.

—Habladme de vuestro país —pidió Kagome.

Cuando Inuyasha se disponía a responder, Abdul entró y dijo:

—El señor Miroku le ha enviado esto. —Dejó una bandeja encima de la mesa entre ambos y luego se fue.

En la bandeja había varios pastelillos de una clase que Kagome no había visto en su vida. Eran redondos, firmes y coronados por una nuez.

—¿Puedo coger uno? —preguntó Kagome, alargando el brazo.

Inuyasha asintió con la cabeza.

—Tus modales empiezan a mejorar.

Kagome dio un mordisco al pastelillo. Una sonrisa de placer apareció en su rostro y hechizó al hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa. El pastelillo estaba relleno de una deliciosa pasta de almendras, pistachos y coco.

—Exquisito —dijo Kagome y probó otro mordisco—. ¿Qué es?

—Pechos de doncella.

Kagome se atragantó y tosió. Inuyasha rió abiertamente.

—¿Qué es, de verdad? —preguntó Kagome, riendo también. El príncipe era un hombre apuesto cuando sonreía. Lástima que no sonriera más a menudo.

—Se llaman «pechos de doncella» porque...

—No sigáis —suplicó Kagome, riendo—. Ya lo entiendo.

—Los esclavos no dan órdenes a sus amos —le recordó Inuyasha, moviendo el índice—. Eres incorregible.

—Lo siento —se excusó Kagome, pero al punto soltó una risilla.

En ese momento los interrumpió el sirviente de Inuyasha, que entró y dejó un recipiente de agua tibia delante de Kagome. Al lado, puso un platillo de ramitas verdes.

Mientras Kagome se lavaba las manos, Inuyasha cogió una ramita y empezó a mascarla, diciendo:

—Prueba una. La menta te refrescará el aliento.

Kagome se llevó una ramita a la boca, la saboreó con tiento y luego la masticó.

—¿Cómo os hicisteis esa cicatriz? —preguntó ella—. ¿En una batalla?

Su pregunta, formulada de forma inocente, ensombreció el ambiente relativamente distendido de la cena. El cambio en la expresión de Inuyasha fue evidente, y la cicatriz de la que ella había hablado palideció en un inequívoco signo de cólera.

Inuyasha le clavó una mirada fulminante. Aterrorizada por su repentina transformación de anfitrión agradable en presencia amenazadora, Kagome se quedó boquiabierta.

—Fue un obsequio de tu comadreja —espetó Inuyasha con voz inquietante, pasándose el pulgar por la mejilla marcada.

—Dios mío —murmuró Kagome.

Entonces Abdul entró en la tienda y se dirigió a su amo:

—Ha llegado el orfebre.

Sin pronunciar palabra, Inuyasha se puso de pie y salió.

Kagome lo siguió con la mirada, preguntándose cuándo y por qué se habrían encontrado su captor y su prometido en el campo de batalla. Los franceses y los otomanos eran aliados en cierto modo y durante mucho tiempo habían estado unidos por su odio hacia los españoles.

Al cabo de unos minutos, Inuyasha volvió a entrar y se detuvo en el umbral. Miró a su cautiva y por un instante ella deseó no ser la prometida de su enemigo. Kagome prefirió no mirarlo a los ojos, pues su expresión de rabia era demasiado aterradora. Si conseguía estarse quieta y guardar silencio, él superaría el enfado y la dejaría en paz.

—Mírame —ordenó él.

Kagome volvió la cabeza y reparó en sus botas negras de piel de cordero plantadas en la alfombra junto a ella. Deslizó la mirada hacia arriba a lo largo de su cuerpo, la posó por un instante en el objeto brillante que él sostenía en la mano, y luego siguió hacia arriba. Finalmente, clavó sus ojos esmeraldas en los cincelados rasgos del príncipe.

—Ponte de pie —dijo Inuyasha, tendiéndole la mano—. Te he traído un regalo.

—¿Un regalo? —Kagome esbozó una sonrisa sorprendida, aceptó su mano y se levantó.

—Mira —dijo él y le mostró una delicada pulsera de oro trenzado.

Kagome le tendió la muñeca izquierda y Inuyasha le ajustó la pulsera. Sacó una llavecita unida a una cadena y cerró la pulsera con ella. Luego se puso la cadena alrededor del cuello y la llave colgó sobre su pecho.

Kagome lo observó, confundida.

De la cintura del pantalón, Inuyasha sacó una larga cadena de oro. Se parecía sospechosamente al tipo de correa que se utilizaba para los perros.

—¿Qué hacéis? —preguntó Kagome, retrocediendo un paso.

—Procurarme un sueño apacible —contestó Inuyasha, mientras ajustaba la cadena a la pulsera.

—¡No! —exclamó Kagome, y le propinó una patada en la espinilla. A continuación echó a correr hacia el fondo de la tienda.

Jurando exprimirle a su hermoso cuerpo hasta el último aliento de vida, Inuyasha se abalanzó tras ella y acabó por acorralarla. La sujetó con fuerza y la estrechó contra su cuerpo duro y musculoso.

—Y ahora, flor silvestre... ¡Aaay!

Kagome le asestó un golpe con la rodilla en la entrepierna y salió corriendo, mientras él maldecía y se doblaba por el dolor. Ella se detuvo en el umbral y miró por encima del hombro. Inuyasha, con los ojos centelleando de rabia asesina, avanzaba hacia ella.

—Está bien. No intento escapar —balbuceó Kagome con las mejillas surcadas por las lágrimas—. Es sólo que no soporto que me aten... —Retrocediendo, cogió un almohadón y se lo arrojó, pero él lo apartó con el brazo y la acorraló nuevamente.

Sollozando, Kagome consiguió coger otro almohadón pero, con un rugido gutural, Inuyasha la tumbó sobre la alfombra y se dejó caer encima de ella. Kagome empezó a chillar, enloquecida de miedo, intentando arañarle la cara. Inuyasha le sujetó las manos fácilmente y de un tirón le llevó los brazos por encima de la cabeza; luego la inmovilizó con el peso de su cuerpo. En un esfuerzo desesperado por liberarse, Kagome forcejeaba y se revolvía como un animalillo aterrorizado. Inuyasha sabía que ya era suya, así que se limitó a aguardar a que se cansara, como era de esperar. Poco a poco, sus forcejeos disminuyeron y al final cesaron.

—Por favor, soltadme... —gimió Kagome—. No aguanto más...

Inuyasha se incorporó lentamente y se puso de pie. Se quedó contemplándola mientras ella lloraba.

«Aquí pasa algo muy raro —decidió Inuyasha —. Las personas no reaccionan con tanta emoción si no tienen buenas razones para ello.»

—Está bien, es hora de dormir —dijo Inuyasha, cogiendo la cadena.

—No soy un animal para que me tengáis encadenada —sollozó Kagome—. Quitadme esto, os lo ruego.

—¿Para que puedas escapar por la noche? Mejor no. Ven aquí.

—No...

—Imshallah —murmuró Inuyasha —. Se hará la voluntad de Alá. —Tiró de la cadena y arrastró a su cautiva hacia la cama.

Kagome seguía resistiéndose.

—¡Parad! —gritó—. No dejaré que me encadenéis a la cama y que luego me violéis.

Inuyasha ignoró sus palabras y consiguió llevarla al otro lado de la tienda, donde sujetó la cadena a la cama. Inuyasha se volvió hacia ella con los brazos en jarras y le dijo:

—No te voy a tocar. Descuida. Ahora acuéstate.

—¿Aquí¿En el suelo?

—El lugar del esclavo es en el suelo junto a la cama de su amo.

Inuyasha se sentó en el borde de la cama. Barajó la posibilidad de exigirle que le quitara las botas pero al final resolvió no hacerlo. Por ese día Kagome había soportado todo lo que podía, y Inuyasha sabía que estaba a punto de estallar.

Se quitó él mismo las botas y luego la camisa por encima de la cabeza y la arrojó a un lado. Al tenue resplandor de la vela la cadena dorada con su valiosa llave brillaba sobre su magnífico torso. Tanto la llave como aquel torso desnudo tentaban a Kagome.

Inuyasha se puso de pie y se llevó las manos a la cintura del pantalón. Kagome se acurrucó y cerró los ojos con fuerza.

—Acostúmbrate a mi desnudez, esclava. — Inuyasha se tumbó en la cama y se dio vuelta para mirar la espalda de su cautiva—. Por la mañana empezarás a servirme.

—Antes serviría a Satanás —masculló Kagome.

—Mañana me servirás —repitió Inuyasha —. Si te niegas, te azotaré. Recuérdalo.

«Azótame si quieres —pensó Kagome—, pero Jamás cambiaré de opinión. La venganza será mía. A la primera ocasión que se me presente te rajare el cuello de oreja a oreja, o te clavaré un puñal en tu pecho de canalla miserable.»

Tumbada sobre la alfombra, Kagome se concentro en las múltiples formas que podría tomar su venganza. Juró escapar, pero antes de hacerlo atravesaría a aquel canalla con su propio puñal. Pero ése era el problema. La imagen turbadora de Inuyasha sangrando y sin vida, por su mano, atormentó a Kagome hasta que finalmente se sumió en un sueño agitado.

Lamentablemente para Inuyasha , aquella noche Ala se negó a concederle un sueño apacible.

—No, papá... Inuyasha. —Kagome gemía en medio de una pesadilla—. ¡La sangre! —El penetrante chillido de Kagome rasgó la quietud de la noche.

Inuyasha se incorporó de golpe y clavó la mirada en su cautiva. Kagome sollozaba en su sueño, hecha un ovillo sobre la alfombra.

Inuyasha alargó el brazo y soltó la cadena, luego se levantó y llevó a Kagome hasta la cama. Se tendió junto a ella y la cogió entre los brazos.

—No es más que un sueño, tranquila —susurró Inuyasha, acariciándole la espalda.

Kagome se despertó, aferrándose a él. Tenía los ojos nublados por el terror de su pesadilla.

—¿Con qué soñabas?

Kagome enfocó la vista en el hombre que la abrazaba con actitud protectora.

—Podéis encadenarme el cuerpo —dijo ella—, pero mis pensamientos me pertenecen.

—Cuando perturban mi sueño, tus pensamientos se convierten en mi problema.

—Os ruego mil disculpas, amo, pero no puedo recordar lo que he soñado.

Los labios de Inuyasha temblaron ante aquella mentira.

—Has pronunciado mi nombre y el de tu padre.

Al oír mencionar a su padre, Kagome palideció y se echó a temblar entre los brazos de su captor.

—Veo que sí lo recuerdas —observó Inuyasha con voz suave, estrechándola más.

Kagome intentó apartarse. Inuyasha se negó a soltarla, y la arrimó contra la reconfortante solidez de su torso.

—Yo te protegeré en la noche —le aseguró—. Descansa tranquila.

—Estáis desnudo... —balbuceó ella, al tomar repentina conciencia de ello.

—Pero tú estás vestida. — Inuyasha estaba resuelto a no moverse, y le acarició la espalda.

—¡No me toquéis! —exclamó Kagome, rígida entre sus brazos.

Inuyasha le besó en la frente.

—Cierra los ojos y relájate, flor silvestre.

Kagome se sentía incómoda ante el roce del cuerpo de Inuyasha y su excitante olor, pero permaneció inmóvil, sin ceder.

—Relájate o serás víctima de mi peor castigo —la amenazó Inuyasha.

Kagome cerró los ojos con fuerza y, poco a poco, se fue relajando entre los brazos de Inuyasha. Cuando empezó a respirar regularmente, él supo que se había dormido.

«¿Qué demonios la acosaban en sus sueños?», se preguntó Inuyasha. Si quería volver a dormir tranquilo, tenía que entender lo que pasaba, pero su cautiva no quería hablar de ello. ¿Cómo podría descubrirlo? De pronto, se le ocurrió. Inuyasha supo exactamente dónde averiguar los secretos de su cautiva. «La prima», pensó.


Bueno...en este capitulo cabe decir que Inuyasha se ha portado fatal ¿no? Al menos cuando la encadena...pero luego es mas amable...¿Qué opinais¿Se merece Inuyasha a Kagome? Contestad...vuestras opiniones son mi prioridad!

Muchísimas gracias a:

Jimena-chan, Noelia, Carolina, Han-Ko, Triple G, Lady Indomitus, Chokolatito 19, Katelau, Mónica, LunaChan, Mili, Yuri, Ishi, Anne M. Riddle y Gaby.!

Gracias por vuestro apoyo!

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