Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Aquí os traigo el 6to capítulo, hoy he colgado el 6to y 7mo porque a lo mejor el lunes no puedo poner ninguno...no se ya veremos...
Espero que os guste!
6
Inuyasha regresó a mediodía e inspeccionó su tienda con aire satisfecho. La alcoba estaba ordenada y limpia. La indomable cautiva había hecho bien su trabajo.
Kagome dormía en su cama, acurrucada como un gatito. Al parecer, la falta de costumbre de trabajar la había agotado. Inuyasha contempló a su bella durmiente. Kagome era menuda y esbelta, de hermosas curvas, y su tentador cuerpo parecía creado para seducirlo. Su reluciente cabello azcabache le caía por el rostro de ángel en una cascada hasta sus provocadoras caderas. Velados por las pestañas, sus ojos parecían esmeraldas exquisitas. «Las esmeraldas simbolizan la fidelidad», recordó Inuyasha. Cuando aquella belleza entregara su corazón, amaría plenamente y para siempre.
Serena o enfurecida, Kagome excitaba el deseo de Inuyasha, que nunca se había sentido tan vivo como cuando estaba junto a ella. Era asombroso cómo el amor aparecía de repente en la vida de un hombre y llenaba su solitario corazón. Pero, en nombre de Alá¿en qué demonios estaba pensando? Inuyasha hizo un esfuerzo por apartar de su mente esos pensamientos de ternura. Su cautiva no era más que un medio para consumar su venganza, y acabaría por desprenderse de ella. Sin embargo, un gran pesar por lo que podrían haber compartido le atenazaba el corazón. Si Kagome hubiera sido cualquier otra persona, Inuyasha la habría acogido a su lado para toda la eternidad. Qué extraño que no se percatara de que su corazón se hallaba desierto hasta que ella apareció en su vida. Pero Kagome era la prometida de Naraku y sin duda su único punto débil. Si ella supiera lo que él le estaba preparando, seguramente pondría fin a su propia vida.
Inuyasha se hizo fuerte contra el pesar que sentía. La sangre de su hermana y de su hermano clamaba venganza. La sacudió suavemente.
—Despierta, esclava.
Kagome se dio vuelta en la cama, le dio la espalda y se cubrió la cabeza con el edredón.
De un tirón, Inuyasha la despojó del cubrecama y le ordenó:
—¡Despierta!
Kagome se incorporó de golpe. Sus ojos esmeralda se despejaron, los enfocó en él y se llenaron de una indisimulada aversión.
—Los esclavos no duermen cuando quieren —le dijo Inuyasha, sintiendo que se le partía el corazón al ver el odio que reflejaba su expresión—. Una esclava ha de estar siempre pendiente de los deseos de su amo. No lo olvides.
Kagome se levantó trabajosamente y replicó:
—¿Siempre pendiente?
Inuyasha frunció el entrecejo, y su mirada de ojos dorados se aguzó al posarse en ella. Sin duda estaba muy enfadado, pensó ella.
—Mil perdones, mi amo y señor —suplicó Kagome mecánicamente—. Tenéis ante vos a una dócil esclava.
Inuyasha gruñó y asintió con la cabeza.
—Por esta vez estás perdonada —dijo.
El príncipe se volvió, incapaz de soportar el destello de ira que encendía los ojos de Kagome. Se acercó al baúl de viaje y hurgó entre las pertenencias de la joven. Finalmente sacó una prenda de color verde y la arrojo sobre la cama.
—Se te ha manchado la ropa de tanto trajinar —dijo Inuyasha—. Cámbiate de vestido.
—¿Acaso importa que vaya sucia o limpia, mi señor? Me volveré a ensuciar cada vez que trabaje—respondió Kagome—. Se me estropeará otro vestido y el conde se disgustará cuando compruebe que debe comprarme un vestuario nuevo.
Inuyasha arqueó una ceja con gesto irónico.
—Jamás volverás a ver a ese conde, así que no tienes que temer su indignación. Recuerda, una esclava nunca cuestiona la opinión de su amo.
Ambos se miraron en silencio.
—¿Y bien? —Kagome levantó una ceja azcabache perfectamente perfilada.
—¿Y bien qué? —Inuyasha sabía lo que quería pero fingió no comprenderlo.
—¿Me dejaréis a solas para que pueda cambiarme?
—Ya te he dicho antes que los esclavos no gozan de intimidad.
Era inútil discutir con aquel bruto. Kagome le volvió la espalda, se desabrochó la falda y la dejó caer. Luego se quitó la blusa por encima de la cabeza y también la arrojó al suelo.
Inuyasha admiró la sedosa silueta de su espalda, que se intuía bajo la camisola. Su mirada se deslizó hacia sus piernas, maravillosamente torneadas. Incluso la forma de sus pies era delicada.
Kagome se inclinó para coger el vestido limpio que estaba sobre la cama. Inuyasha sonrió con aprecio al reparar en la apetecible curva redondeada de sus nalgas. El deseo se apoderó de él con fuerza indomable. Ella no guardaba ninguna semejanza con todas las mujeres que había conocido en su vida. Inuyasha apenas pudo controlar el impulso de tomarla y poseerla allí mismo.
Una vez vestida, Kagome se dio la vuelta para mirarlo de frente y repentinamente los penetrantes ojos dorados de Inuyasha la hechizaron. El deseo acechaba en lo más hondo de ellos, y también algo más, algo que ella no reconoció. La falta de experiencia le impedía ver el amor que en él nacía.
Inuyasha alzó la mano como si fuera a acariciar su suave mejilla, un gesto que confundió y asustó a Kagome. En ese instante Inuyasha supo que si la tocaba, si la amaba tan sólo una vez, no podría desprenderse de ella jamás. Dejó caer la mano bruscamente y se volvió.
—¡Abdul! —llamó, y cuando su ayudante entró al cabo de unos momentos, le ordenó—: Acompaña a mi esclava. Ella me preparará la comida.
—No sé hacerlo —replicó Kagome.
—Aprenderás. —Inuyasha se volvió hacia Abdul y añadió—: Que nadie la ayude.
—No puedo aprender si el cocinero no me enseña —insistió ella.
—Te las arreglarás—dijo Inuyasha—. Hasta un turco estúpido como yo es capaz de preparar una comida. —Le hizo un gesto despectivo y, volviéndose hacia Abdul, le ordenó—: Que ningún hombre pueda verle el rostro.
—Lo lamentaréis —le espetó Kagome antes de que Abdul la condujera a la cocina.
Al cabo de un rato, Inuyasha se sentó cómodamente en los almohadones junto a su mesa y esperó la comida. Kagome regresó con una bandeja en las manos, manchadas y sudadas de trajinar junto al fuego. Abdul la seguía a corta distancia.
Kagome dejó la bandeja encima de la mesa delante de Inuyasha, que instintivamente hizo un gesto de repugnancia. Frente a él había unos trozos de cordero chamuscado ensartados en una broqueta, arroz aguado y alcachofas flotando en vinagre.
Kagome no se había dado cuenta de lo mal que le había salido, y observaba con ojos expectantes. Siempre se enorgullecía de sus logros y ahora esperaba que su captor disfrutara de sus pinitos en la cocina.
Inuyasha reprimió una sensación de asco, diciéndose que las apariencias no significaban nada. Un plato de aspecto desagradable podía tener un sabor delicioso, al menos pasable. Hizo un esfuerzo y dio un mordisco al cordero, que, pese a estar carbonizado por fuera, estaba prácticamente crudo. Inuyasha masticó y tragó el trozo que se había llevado a la boca, pero luego apartó el plato.
—Este cordero todavía respira —sentencio.
Kagome no replicó, pero se sentía insultada y apretó los labios con rabia.
—Está medio crudo —gruñó Inuyasha, probando el arroz—. Con esto un hombre podría perder un diente.
Kagome permaneció en silencio, hirviendo de rabia por dentro, a pesar de la decepción que traslucía su rostro.
Inuyasha clavó los ojos en las alcachofas. «¿Cómo se puede ser capaz de estropear una alcachofa?», pensó, consciente de que Kagome estaba herida en su orgullo. En contra de lo que le aconsejaba su instinto, Inuyasha hincó el diente en una alcachofa. Abrió los ojos de par en par, sorprendido por la inesperada acritud del vinagre. Tiró la alcachofa y escupió lo que tenía en la boca. Estuvo a punto de atragantarse y cogió la copa de agua de rosas, de la que bebió de ella al tiempo que reprimía el impulso de limpiarse la boca por dentro con una servilleta.
—¿Intentas envenenarme? —graznó.
—Por supuesto que no, aunque la idea es interesante —masculló Kagome mientras su rabia contenida se convertía en cólera desatada—. Os dije que no tenía conocimientos de cocina, pero ¿acaso creísteis...?
-Por una vez me has dicho la verdad —interrumpió Inuyasha— Alabo tu franqueza, pero deploro tu falta de talento culinario.
—Sois realmente...
—Tal vez tus talentos se encuentren en otra parte. —Inuyasha miró hacia la cama y agregó—. ¿Intentamos descubrirlos?
Kagome cerró la boca y echó chispas por los ojos.
—Bien, en el futuro no tendrás que prepararme las comidas, pero las servirás. —Miró a Abdul e inquirió-; ¿Qué comen hoy los hombres?
—Cus-cus con tortas de pan.
—Perfecto. —Inuyasha se incorporó y se dispuso a salir—. Utiliza el tiempo que yo esté fuera para tus necesidades personales —le dijo el príncipe, observando que Kagome se ruborizaba, cohibida y sorprendida—. Naturalmente, esta noche nos servirás la cena a mi huésped y a mí.
—Na... naturalmente, mi señor —masculló Kagome.
Inuyasha salió detrás de su ayudante.
Kagome se dejó caer sobre la cama, olvidando que el lugar que correspondía a una esclava era el suelo. ¡Ay, cómo detestaba a aquel hombre! De haber sido más lista lo habría envenenado. Pero bien pensado, morir envenenado era demasiada clemencia para aquella bestia. Le apetecía prepararle algo más doloroso y sangriento.
«Mentirosa», se dijo Kagome. A pesar de su odio, sabía que nunca podría hacerle daño a su captor. Por alguna misteriosa razón, jamás se había sentido tan viva como cuando estaba en su presencia. Inuyasha no la había dañado y tampoco violado, ni siquiera le había azotado. Aun siendo un guerrero admirable y temido¿era posible que la feroz Espada de Alá ocultara un corazón tierno...?
La luz vacilante de las velas bañaba la opulencia de los aposentos del príncipe con un tenue resplandor que no alcanzaba los rincones más apartados de la tienda. Inuyasha y Miroku estaban sentados frente a la mesa, esperando que les sirvieran la cena. Delante del príncipe, en la mesa, había una copa de agua de rosas, mientras que su amigo prefería beber del vino que había traído de su mansión.
—¿Cómo sigue tu pequeño halcón? —preguntó Inuyasha en turco.
Miroku sonrió.
—Bien, aunque debidamente castigada. ¿Enviaste el mensaje a...?
Los dos hombres se volvieron al abrirse la lona de la tienda. Entró Abdul y, poniendo los ojos en blanco, mantuvo abierta la lona para la esclava que portaba la cena del príncipe.
Kagome apareció como un fantasma vengador. Vestía un yashmak prestado del harén de Miroku e iba cubierta de negro de pies a cabeza. Sólo sus ojos eran visibles.
Kagome cruzó la alcoba a paso lento, dejó la pesada bandeja sobre la mesa y empezó a poner los platos frente a ellos. El primer plato era pinchos morunos de conejo escabechado con aceite de oliva, estragón picado y perejil. El ágape se completaba con arroz al azafrán, pepinillos, pimientos rellenos y alcachofas adobadas con un leve toque de vinagre.
—Me estoy asfixiando con estas ropas —se quejó Kagome en francés mientras llenaba las copas de agua—. El cuerpo se suele amortajar después de muerto, no antes.
—¿ Has dicho algo? —le preguntó Inuyasha a su amigo.
—No —contestó Miroku con una sonrisa. El espectáculo que había aguardado con expectación todo el día estaba a punto de empezar. Observar al príncipe con su cautiva sería una diversión muy entretenida.
—Debo de estar equivocado —dijo Inuyasha—. Los impecables modales de mi esclava jamás le permitirían hablar, salvo cuando alguien se dirige a ella. También sabe que después de servir, una esclava bien educada se retira a un rincón donde pase inadvertida y aguarda la llamada de su amo.
Kagome lo maldijo para sus adentros y se retiró al extremo más alejado de la tienda, donde se sentó en silencio, consumiéndose de rabia. Segura de que su brutal captor no podía verla en aquel rincón en penumbras, Kagome se quitó el velo negro y lo dejó caer en la alfombra, y luego lo pisó con vehemencia. ¡Nunca más volvería a ponerse ese maldito trapo¡Dios todopoderoso! Ella era una mujer inglesa, no una concubina turca.
—Delicioso —afirmó Miroku en turco, probando el conejo—. ¿Lo ha preparado ella...?
—Por supuesto que no —refunfuñó Inuyasha, echando un vistazo al rincón donde permanecía Kagome. En francés, agregó—: «Incomestible» es la palabra que mejor describe la cocina de mi esclava. Créeme cuando digo que casi me envenena con el almuerzo.
—¿Por error o con alevosía? —preguntó Miroku, y bebió un sorbo de vino.
Inuyasha se encogió de hombros y dijo con tono de disgusto:
—Las alcachofas estaban amargas; el arroz, duro; y el cordero, pobre criatura, aún respiraba.
Miroku se echó a reír y se atragantó con el vino. Inuyasha le dio unas palmadas en la espalda y el vino acabó derramándose en la mesa.
Inuyasha miró a Kagome y chasqueó los dedos en demanda de su servicio. Ella no le hizo caso.
—Necesitamos tu ayuda, esclava—llamó Inuyasha—. Debes aprender a prestar atención a las necesidades de tu amo.
Mascullando de rabia, Kagome avanzó hacia la mesa como un guerrero. Inuyasha vio que en sus rasgos perfectos llevaba escrito el grito de batalla. La velada prometía ser muy interesante.
—Una esclava decente nunca se despoja de su velo —le espetó Inuyasha.
—Yo nunca seré una esclava decente —replicó Kagome—. Ni de otra clase.
—Basta. Limpia el vino y sírvele más a mi huésped —le ordenó Inuyasha.
Kagome se arrodilló junto a la mesa y empezó a enjugar el vino con un trapo.
—La venganza contra la comadreja habría sido completa si ella estuviera casada con él —comentó Inuyasha, provocando la risa de su amigo—. Naraku se habría enfrentado conmigo en una batalla abierta para arrebatármela.
La expresión de Kagome era impertérrita mientras servía el vino. Antes de que aquella cena llegara a su fin, juró para sus adentros, la venganza sería suya.
—Hablando de Naraku —dijo Miroku en turco para que Kagome no lo entendiera—¿qué plan tienes para hacerle salir de su guarida? Siempre le tuve cariño a tu hermana, y quiero que cuentes conmigo.
—Mi sirviente lleva un mensaje en estos momentos —respondió Inuyasha, también en turco—. La prometida del conde de Beaulieu, prisionera de la Espada de Alá, será vendida en subasta privada en Estambul. Por supuesto, el conde está invitado a participar.
Aquello sorprendió a Miroku. Sabía que su amigo se sentía atraído por la joven.
—La comadreja es un cobarde y no se dejará ver —señaló.
—Naraku vendrá a Estambul, estoy seguro —sentenció Inuyasha.
—¿Y tu esclava, qué? —inquirió Miroku.
Inuyasha miró detenidamente a Kagome, que ignoraba lo que decían y le devolvió una mirada airada. La expresión de ternura en el rostro de Inuyasha proclamaba el amor que en él nacía, pero se sobrepuso a ese sentimiento.
—¿Qué pasa con ella? —dijo Inuyasha—. Mi esclava sólo importa como medio para incitar a la comadreja a salir de su agujero, y será vendida al mejor postor.
Miroku miró a su amigo de soslayo y dijo con aire malicioso:
—Si ya estás decidido¿por qué no me la vendes a mí?
Por un instante la cólera desfiguró los rasgos cincelados del príncipe, pero al punto Inuyasha se encogió de hombros con gesto indiferente y los dos viejos amigos bromearon como un par de adolescentes.
—Eres incapaz de controlar a dos inglesas salvajes —se burló Inuyasha, hablando francés para que Kagome entendiera.
Miroku soltó una risotada y replicó también en francés:
—¿Y tú sí lo eres?
—Por supuesto —contestó Inuyasha.
Kagome les dirigió una mirada de reproche y se encaminó hacia la abertura de la tienda, donde estaba Abdul. Éste le entregó la bandeja con el postre: dos copas de crema y limón.
—Pues yo veo que tienes problemas con una —observó Miroku—. Por tanto, deja que un maestro te aconseje.
Inuyasha fingió buscar en derredor.
—Yo no veo ningún maestro en mujeres en este lugar —dijo—. Si hubiese un espejo, entonces podría...
¡Plop, plop! El postre de limón cayó sobre la mesa e interrumpió la fanfarronada del príncipe.
—El postre está servido —anunció Kagome—. ¿Deseáis algo más, mis señores?
Inuyasha y Miroku miraron sorprendidos la masa de crema y limón sobre la mesa y luego a ella. Cuando el postre se derramó de la mesa sobre sus piernas, ambos hombres se levantaron de un salto.
—Lo siento, ha sido un accidente —se excusó Kagome, percibiendo la magnitud de lo que acababa de hacer.
—¿Ves lo que quiero decir, amigo? —se mofó Miroku, y se echó a reír.
—Instruye a tu esclavo igual que a tu mascota preferida —citó Inuyasha, haciendo que la crema que tenía en la punta de los dedos salpicara la cara de kagome—. Si ensucia donde no debe...
—Un mensaje de Izaioy, mi señor —le interrumpió Abdul, que entraba en ese momento. Entregó la misiva al príncipe.
Inuyasha leyó el mensaje de su madre. Como si nubes de tormenta se precipitaran sobre su rostro, la expresión de Inuyasha se trocó en una mueca aterradora.
—Me necesitan en Estambul enseguida —le dijo en turco a Miroku—. Alguien ha intentado asesinar a mi primo Kouga. El canalla fracasó pero ha conseguido escapar.
—¿Por qué habría alguien de querer asesinar al heredero del sultán? —preguntó Miroku, consternado—. ¡Qué locura!
Inuyasha se encogió de hombros.
—Pronto averiguaré la respuesta.
—El Saddam te llevará a Estambul más rápido que un caballo —ofreció Miroku—. Mi tripulación estará lista para zarpar a primera hora de la mañana.
—Avisaré a los hombres que levantamos el campamento por la mañana —dijo Abdul, y se marchó.
—¿Y ella? —inquirió Miroku.
—Mi esclava me acompañará —contestó Inuyasha, y cambió al francés para agregar—: Envíanos tu pantalón manchado. No volverá a comer hasta que lave nuestras prendas.
Miroku asintió con la cabeza y salió.
Inuyasha miró a Kagome. La joven tenía crema de limón en la punta de la nariz, en los labios y en el mentón. Él cogió una toalla y se la lanzó.
—Llegará mi día —murmuró Kagome.
—Ya lo creo que llegará —dijo Inuyasha con tono amenazador—. Llegará antes de lo que crees. —Luego salió de la tienda a grandes zancadas.
Kagome se quedó pensando en el significado de sus palabras.
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BYE
