Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Buenas a todo el mundo! Ya esta aquí el capítulo 7
Espero que os guste
7
En la playa, el aire matinal estaba impregnado de serenidad. Hacia el este, el sol naciente rasgaba de ámbar el horizonte. Anclado en la bahía, el Saddam se balanceaba sobre las suaves olas, mientras una gaviota silenciosa cruzaba el cielo, planeando como una mansa nube pasajera.
Un bote yacía sobre la arena blanca. Junto a ella, Rashid y un puñado de marineros a las órdenes de Miroku conversaban en voz baja. Inuyasha y Miroku hablaban a solas, a cierta distancia.
—¿Vendrás a Estambul para la subasta? —preguntó Inuyasha, entregándole a su amigo el pantalón que había limpiado su cautiva.
Miroku asintió con la cabeza.
—Envíame un mensaje si me necesitas antes.
—Mi señor —interrumpió Abdul—. Los hombres tienen listos sus pertrechos y están preparados para zarpar.
—Muy bien. Te veré en casa dentro de unos días —le dijo Inuyasha a su ayudante—. Si te necesito en Estambul, te lo haré saber a través de las palomas de Izaioy.
Abdul asintió e hizo una reverencia. Giró sobre sus talones y se encaminó hacia donde aguardaban los hombres del príncipe.
—¿Tienes alguna idea de quién podría desear la muerte de Kouga? —preguntó Miroku.
Inuyasha se encogió de hombros y dijo:
—No me atrevería a hablar de nadie.
Más allá en la playa, Kagome y Sango también se despedían. Ambas iban cubiertas de negro de pies a cabeza.
Kagome abrazó a su prima y susurró.
—Descuida. Volveré y te rescataré.
—No agotes la paciencia del príncipe —le advirtió Sango—. Además, es más apuesto que la comadreja...
—¿Quieres decir que reconoces que Naraku parece una comadreja? —preguntó Kagome, sorprendida por el comentario de su prima.
Sango sonrió tímidamente y se encogió de hombros.
—Si regresamos a Inglaterra, la reina volverá a enviarte a casar con otro —aventuró—. Probablemente un hombre aún más detestable que la comadreja.
—No te preocupes por eso —repuso Kagome con cierta arrogancia—. Tengo un plan.
—¿Un plan?
—No quiero saber nada de los hombres —anunció Kagome—. Mi intención es ingresar en un convento francés y entregar mi vida a Dios.
—¿Tú en un convento? —Sango se echó a reír.
—¿De qué te ríes?
—Oh, Kagome, no discutamos —dijo Sango, poniéndose seria—. Quizá pase mucho tiempo antes de que volvamos a vernos.
Kagome asintió con la cabeza.
—Te echaré de menos.
—Mi señor Miroku tiene una casa en Estambul y ha prometido llevarme a hacerte una visita —le informó Sango.
—Y sus otras mujeres¿qué?
—¿Crees que ellas también querrían visitarte? —repuso Sango, sin comprender el sentido de la pregunta.
—Lo dudo —respondió Kagome, conteniendo una risilla. Bajó la voz y en un susurro, agregó—: Envíame un mensaje cuando llegues, y escaparemos juntas.
De pronto, la mano de un hombre agarró a Kagome por detrás y le dio la vuelta bruscamente. Era Inuyasha, acompañado de Miroku.
—Nunca escaparás de mí —le espetó el príncipe.
Kagome se dispuso a responder.
—Desafíame en público, y me veré obligado a darte un castigo público —le advirtió Inuyasha, con tono fulminante.
Kagome se volvió hacia Sango y se lanzó a los brazos de su prima, quejándose.
—¿Por qué siempre pierdo a aquellos que amo?
—No será para siempre, querida Kagome. —Sango intentó consolarla con palmaditas en la espalda—. Nos volveremos a ver.
Finalmente, Inuyasha se llevó a Kagome en dirección al bote. La ayudó a subir y luego lo hizo él. Rashid y los demás hombres empujaron la embarcación hasta las olas que rompían en la orilla y se encaramaron a ella, luego ocuparon sus puestos y empezaron a remar.
Kagome miró hacia la playa y se despidió de Sango moviendo el brazo.
—Despedirse de un ser querido siempre es difícil —comentó Inuyasha junto a su oído.
Kagome se limitó a mirarlo de soslayo, sorprendida por el sentimiento que advirtió en su voz.
Llegaron al Saddam y Kagome levantó la vista hacia el barco. El bote se mecía sobre las olas, al igual que los mástiles del barco.
Kagome se sintió fugazmente mareada y se aferró al brazo de su captor. Inuyasha percibió el temor que asomaba a su rostro y adivinó que no sería capaz de subir a cubierta. Así pues, para diversión de los hombres, se la echó al hombro y empezó a subir la escala. Kagome no opuso resistencia. Al llegar a cubierta, Inuyasha la depositó en el suelo pero no la soltó.
—¿Te sientes mal? —preguntó.
—No. —Kagome sacudió la cabeza y miró hacia la playa. Su prima ya no estaba.
—¿Tienes miedo?
Kagome lo miró.
—Yo... yo nunca he estado sola y tan lejos de casa —confesó.
—No tienes nada que temer —aseguró Inuyasha—. Yo te acompañaré en este viaje.
—Gracias —murmuró Kagome, recuperando de pronto su aire socarrón—. Eso me hace sentir mejor.
Los labios de Inuyasha temblaron, como impulsados a sonreír, pero se contuvo.
—Tengo hambre —dijo Kagome con sequedad—. Os ruego que me llevéis a mi camarote. Me gustaría empezar a limpiaros el pantalón para no quedarme sin almuerzo, ya que tampoco he desayunado.
El camarote del capitán estaba tal como Kagome lo recordaba. La habitación era amplia y contenía una cama de verdad además de una mesa y dos sillas. Una alfombra de elaborado diseño cubría el suelo, en el que había varios almohadones grandes. La luz del sol se filtraba por dos portillas.
—Ponte cómoda —dijo Inuyasha y, sin más, salió, cerrando la puerta con llave tras él.
Kagome cruzó el camarote y se detuvo frente a una de las portillas, mirando la playa desierta. ¿Cuándo volvería a reunirse con Sango?
Quizá su prima tuviera razón. Sin duda el príncipe era más apuesto que la comadreja, y la reina Isabel era capaz de comprometerla con un hombre todavía más detestable. Si ella estaba atada a un extremo de su endiablada cadena, el príncipe también lo estaba al otro extremo... Por Dios¿por qué pensaba eso? Jamás se sometería a ese infiel.
Kagome se quitó el velo de la cara. Luego se despojó del yashmak y lo arrojó al suelo. Se dejó caer en la cama y empezó a limpiar los pantalones de Inuyasha mientras cavilaba sobre su triste futuro.
Hacía el final de la tarde, Inuyasha volvió al camarote llevando una bandeja. Abrió la puerta y entró. Su cautiva estaba mirando por la portilla. ¿Acaso planeaba su próximo intento de fuga?
—Os he limpiado el pantalón —dijo Kagome, girándose hacia él.
—Ven a comer. —Inuyasha dejó la bandeja de comida sobre la mesa.
—Ya no tengo hambre.
—Cuando no es hora de comer, te quejas de que te hago pasar hambre —replicó Inuyasha con ceño—. Pero cuando te traigo comida, te niegas a tomarla. Pues bien, no habrá más comida hasta que termine con mis asuntos en Estambul y lleguemos a mi casa.
—Está bien, comeré.
—Sé que no te gusta comer sola —dijo Inuyasha, sentándose en la otra silla.
—¿Cuándo me liberaréis? —preguntó Kagome.
—¿Cuánto tiempo piensas vivir? —repuso él con aquella sonrisa desarmante.
—¿De verdad pretendéis convertirme en vuestra esclava?
—No pretendo nada. Ya lo he hecho.
—Pues me niego a formar parte de vuestro harén —declaró Kagome con altanería.
—Yo no tengo harén.
—¿Por qué no? —Su prima le había dicho que en aquella tierra todos los hombres tenían muchas mujeres.
—En este momento no dispenso amores a ninguna mujer en particular.
—Sin duda la desafortunada mujer que os trajo al mundo ocupa un lugar en vuestro corazón —señaló Kagome con cinismo.
Inuyasha frunció el entrecejo y, sin decir palabra, se incorporó para irse. Junto a la puerta se detuvo, y dijo:
—Señora, yo no tengo corazón. —La puerta se cerró a sus espaldas con un golpe seco.
Por lo visto, aquel príncipe era una bestia sin madre, pensó Kagome.
Inuyasha permaneció en cubierta hasta que Estambul se divisó en el horizonte. Siempre se sentía conmovido ante la visión del Cuerno de Oro y el palacio de su tío. Apartó los pensamientos sobre su hermosa y deslenguada cautiva y se preguntó quién habría querido matar a su primo. ¿Acaso el asesinato fallido había sido un acto aislado perpetrado por un fanático anónimo¿O tal vez formaba parte de una conspiración? Kouga contaba con él para que averiguara la verdad.
¿Quién lo estaría esperando en el palacio de Topkapi? Kouga, sin duda. Su vida y la tranquilidad del Imperio en el futuro estaban en juego. ¿Nur-U-Banu? Era la vida de su único hijo la que estaba en peligro. ¿El sultán Selim? Tal vez, si no tenía una cita previa con el vino. ¿Izaioy¿Hacía falta preguntarlo? Inuyasha estaba seguro de que encontraría a su madre allá donde se urdieran intrigas y se libraran luchas de poder.
Al regresar al camarote, Inuyasha oyó los gemidos de su cautiva, atrapada en una pesadilla.
—Despierta —susurró Inuyasha, rodeándola con los brazos.
kagome abrió los ojos y lo miró con perplejidad. El sudor le bañaba la frente y el labio superior. Sin pensar, apoyó la cabeza en la reconfortante solidez de su torso y se aferró a él, buscando instintivamente su protección.
«A pesar de todo lo que ha ocurrido entre nosotros, confía en que la protegeré», pensó Inuyasha. La culpa por lo que había tramado le atenazaba el corazón.
—Mientras esté fuera, Rashid vigilará la puerta —le dijo Inuyasha, acariciándole la espalda suavemente. Luego sacó la cadena de oro.
—No me encadenes —suplicó Kagome—. La puerta está cerrada con llave y no tengo dónde ir. Además, no sé nadar.
Inuyasha se sentó al borde de la cama y le levantó el mentón para mirar aquellos ojos verdes y sobrecogedores.
—Eres lo bastante pequeña para escabullirte por esa portilla y capaz de ahogarte con tal de escapar de mi lado. Demasiadas doncellas yacen bajo estas aguas. No permitiré que te unas a ellas en su tumba marina.
Kagome levantó su nariz respingona.
—No sois tan importante como para que arriesgue mi vida a ese extremo.
—¿Crees que no?
—Haced lo que debáis —se resignó Kagome, cerrando los ojos. Pálida y temblando, le ofreció la muñeca
«Pobrecilla», pensó Inuyasha, fijando los ojos en su expresión angustiada. Vio cómo le temblaba la mano. Maldiciendo entre dientes, Inuyasha tiró la cadena al suelo y estrechó a Kagome entre sus brazos. Sus ojos verdes lo miraron desorbitados. A continuación Inuyasha le dio un beso apasionado y rudo que le arrebató el aliento y sacudió los sentidos. Con sus labios insistentes, le abrió la boca y la exploró con la lengua, provocándole estremecimientos de placer a lo largo de la espalda.
Tras el primer beso, Kagome sintió que le ardía el cuerpo y dejó escapar un gemido ronco. Impulsivamente, le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con la misma pasión.
Inuyasha se apartó un poco, y contempló con ternura su aturdida expresión.
—Prométeme que no te harás daño —susurró con voz áspera y apremiante.
—Lo juro —murmuró Kagome, cerrando los ojos para otro beso.
Inuyasha sonrió y le acarició la mejilla. Luego se volvió y abandonó el camarote.
Consternada, Kagome se sentó en la cama, tocándose los labios con los dedos. Había sido su primer beso de verdad. Cerró los ojos, suspiró extasiada e intentó revivir aquella maravillosa sensación.
Al cabo de un instante Kagome ardía de vergüenza. ¡Dios mío! El muy canalla la había besado y ella había gozado, había gemido y deseado más... ¿Acaso aquello afectaba a todas las mujeres del mismo modo¿O sólo a ella¿Cómo podía volver a mirarle a la cara?
La última pincelada violácea del crepúsculo se hundió en el cielo de poniente mientras Inuyasha abandonaba el barco. Se encaramó a la lancha y miró por encima del hombro un paisaje que siempre lo inspiraba. Las cúpulas y los alminares de Estambul, ciudad de intrigas y misterios, se elevaban a sus espaldas del otro lado de la bahía. Inuyasha no se dirigía a la ciudad misma, sino al palacio de su tío.
Topkapi se erigía sobre un promontorio que dominaba el Cuerno de Oro, el Bosforo y el mar de Mármara. Topkapi significaba en turco puerta de cañones, y en cada extremo del complejo palaciego se alzaba un enorme cañón. La situación y fortificación de la estructura lo hacía prácticamente inexpugnable.
Inuyasha miró en la distancia hacia Topkapi. En la luz desvaneciente, distinguía las torres cuadradas de los baños del sultán y las torres octagonales del harén.
«El harén», pensó Inuyasha con desdén. ¡Cómo detestaba sus visitas al harén! Las mujeres del harén, taimadas y despiadadas, eran como serpientes hermosas y venenosas deslizándose con una ambición implacable en torno a su amo. Sus luchas internas para congraciarse con el sultán eran terribles y, en ocasiones, mortíferas.
Inuyasha cruzó las puertas talladas con incrustaciones de madreperla y entró en el harén. El agha kislar lo escoltó por los serpenteantes pasadizos hasta el salón de su tía y lo dejó ahí. En la suntuosa estancia lo aguardaban Nur-U-Banu, bas-kadin del sultán; Kouga, heredero del sultán; y Izaioy, madre de Inuyasha y hermana del sultán.
—Veo que finalmente has decidido ayudarnos en este momento de necesidad —dijo Izaioy en turco, saludando a su único hijo vivo.
—Inuyasha —dijo Kouga, y su voz revelaba un alivio sincero.
—Bienvenido, sobrino —dijo Nur-U-Banu con los ojos iluminados de afecto genuino.
Pese a las muchas veces que Inuyasha había visitado a su primo, la suntuosidad del salón de su tía siempre lo dejaba embelesado: espléndidos azulejos y lujosas alfombras, un enorme brasero de bronce, vidrieras de tonos opacos en las paredes, ventanas con parteluz de estilo otomano que daban a un jardín privado... Como madre del heredero del sultán, Nur-U-Banu gozaba de grandes favores.
—Agradezco tu recibimiento, tía —dijo Inuyasha a la hermosa bas-kadin de su tío. Se volvió hacia Kouga y le dio el beso de la paz. Finalmente dirigió su atención a su madre y le preguntó—¿Dónde está Kaede?
—Tu hermana está en casa, donde tiene que estar con la edad que tiene —respondió Izaioy—. ¿Quieres que participe en la investigación de un asesinato?
—Por supuesto que no. —Inuyasha miró a su tía—. ¿Y tío Selim?
—Visitando a Lyndar —respondió Nur-U-Banu, evidenciando su desprecio—. Hace poco parió un gorgojo con el pie zopo y le puso de nombre Sesshomaru, en honor de tu hermano fallecido.
—Cuéntale a Inuyasha lo del intento de asesinato en el bazar —ordenó Izaioy a su sobrino.
Inuyasha se volvió hacia su primo y preguntó:
—¿Quién crees que querría matarte?
Kouga se encogió de hombros y dijo:
—¿Sesshomaru?
—Los bebés no son capaces de tramar un asesinato —señaló Inuyasha.
—Pero su madre sí —observó Nur-U-Banu—. Y Lyndar es capaz de hacer cualquier cosa con tal de proporcionarle poder a su hijo.
—¿Tú que piensas, madre? —inquirió Inuyasha.
—Lyndar no tiene inteligencia para este tipo de intrigas —contestó Izaioy, y agregó—: Desde este ángulo no se nota tu cicatriz, Inuyasha. Que lástima, habrías sido un hombre apuesto, y tu hermano yace en una tumba precoz.
Inuyasha palideció, y sus labios y cicatriz se volvieron blancos de ira. ¿Cómo había podido olvidar el menosprecio en que le tenía su madre? Sus palabras le hirieron como no podría hacerlo una cimitarra.
—Inuyasha es el mismo hombre de siempre —dijo Kouga con voz queda, indignado de que una madre humillara a su único hijo vivo de aquella manera—. Sesshomaru murió valientemente, y Inuyasha no tuvo en ello culpa alguna.
—Mi cara no tiene ninguna importancia —murmuró Inuyasha, dirigiéndose a su madre—. Ninguna mujer podría estar involucrada en un intento de asesinato. Las mujeres sólo hieren con sus lenguas afiladas.
—Por ley, los vástagos imperfectos no pueden convertirse en sultán —recordó Izaioy, ignorando la réplica de su hijo- ¿Qué podría ganar con ello Lyndar?
—Unas botas especiales ocultarían la imperfección del niño ante los ojos del Imperio —especuló Nur-U-Banu— Su cojera podría explicarse diciendo que tiene el tobillo lesionado.
Kouga sonrió afablemente, mirando a su madre.
—Buscas explicaciones de lo más insólitas por temor a mi seguridad.
—¿Tú qué crees? —preguntó Inuyasha a su primo.
—Tengo fe en tu capacidad para averiguar la verdad y atrapar al culpable -contestó Kouga sin vacilar.
Los cuatro guardaron silencio cuando una criada entró con una bandeja de pastelillos de hojaldre, almendras almibaradas y tazas de café turco. La dejó encima de la mesa y luego se retiro.
—¿No te ha acompañado Miroku? —inquino Izaioy.
—Llegará a Estambul dentro de poco —dijo Inuyasha—. ¿Has hecho lo que te he pedido?
—El eunuco te espera en tu casa —contesto Izaioy—. ¿Por qué necesitabas uno que hablara francés e inglés?
—Para cuidar de mi cautiva inglesa —repuso Inuyasha, flemático.
—¿Tu cautiva? —repitieron los tres al unísono.
—Alá nos ha proporcionado una oportunidad inesperada para vengarnos de Naraku —explico Inuyasha.
—Ya fracasaste una vez en tu intento de asesinarlo —le recordó Izaioy—. ¿Qué te hace pensar que lo conseguirás ahora?
—Poseo el cebo irresistible que lo hará salir de su madriguera —contestó Inuyasha —. Miroku secuestró a la prometida de la comadreja, una mujer salvaje y pérfida, y me la ha dado como presente. He enviado un mensaje a Naraku informándole que podrá comprarla en una subasta privada el mes que viene.
—¿Qué aspecto tiene? —inquirió Kouga, siempre al acecho de nuevos escarceos amorosos. Si era bonita, la compraría él mismo.
—La pequeña salvaje posee una lengua tan afilada como la de mi madre —respondió Inuyasha, que conocía la exuberante lascivia de su primo—. El repugnante color de su pelo recuerda a un carbón, y sus ojos son verdes como una manzana amarga que no madura. Lo más espantoso es que tiene la cara desfigurada por unas manchas marrones que le motean la nariz. Es tan desagradable mirarla que ni siquiera soporto comer en su presencia. Una pareja ideal para la comadreja, no obstante.
—¿Tan hermosa es? —Kouga no se había dejado engañar ni por un instante. ¿Por qué querría su primo disuadirlo de comprar a la mujer¿Acaso Inuyasha la quería para él?—. Asistiré a la subasta —declaró Kouga, observando la reacción de su primo—. A menos que la quieras conservar para ti.
—En absoluto —contestó Inuyasha demasiado rápido.
Las demás personas que estaban en el salón lo miraron con curiosidad. Su rápida negativa revelaba su interés por la mujer. Aunque estaban convencidos de que algún día se casaría, Inuyasha nunca había
mostrado un interés por nada que no fuera la guerra y los combates. Desde que tenía aquella cicatriz eludía a las mujeres y casi nunca compartía las cosas que pensaba.
—Mi esclava no es digna de una sociedad civilizada —añadió Inuyasha —. Por ahora, la pequeña salvaje ya me ha amenazado con puñal y cimitarra, me ha echado la cena sobre el regazo y engulle la comida con modales propios de una puerca. Tendré que dedicar un par de semanas a instruirla en modales y buena educación. No me atrevería a venderle una criatura tan salvaje a nadie. La tengo encadenada para evitar que el Imperio se venga abajo durante uno de sus ataques de ira.
—¿Encadenada? —Kouga se echó a reír.
—¿Acaso muerde? —bromeó Nur-U-Banu.
Izaioy miró a su hijo, asombrada por la animación que percibía en su voz y su expresión.
—¿Por qué no la encierras y tiras la llave?
—Padece unas pesadillas espantosas —respondió Inuyasha impulsivamente—. Cuando grita en medio de la noche, la consuelo hasta que vuelve a dormirse.
Los tres lo miraron perplejos. Al ver sus expresiones, Inuyasha se percató de que había revelado demasiado y se ruborizó.
—No hay duda de que asistiré a esa subasta—anunció Kouga—. Me interesa conocer a la mujer que ha cautivado a Inuyasha.
Disimulando su bochorno con irritación, Inuyasha le clavó una mirada fulminante y se levantó.
—Me voy a casa a cavilar sobre el intento de asesinato —anunció—. Entretanto, Kouga deberá permanecer en Topkapi.
Había caído la noche cuando Inuyasha abandono el palacio y subió al bote. En el cielo brillaba la luna llena rodeada de estrellas centelleantes, pero Inuyasha no reparó en ellas. Estaba demasiado ensimismado pensando en su hermosa cautiva.
¿Era verdad, se preguntaba Inuyasha. ¿Quería que la cautiva se quedara con él? En nombre de Alá, la prometida de Naraku era una bruja capaz de matarlo mientras dormía en cuanto tuviera la oportunidad. Quizá la comadreja había contado con que la secuestraran y todo no era sino una mezquina trampa. No, eso era ridículo. Ningún hombre se arriesgaría a perder a una mujer tan magnífica... Inuyasha sabía que deseaba a la cautiva. Pero una virgen se vendería a buen precio en la subasta. Así pues, no tenía intención de acostarse con ella.
La lengua mordaz de su madre y su propia frustración sexual conspiraron en su contra y lo pusieron de mal genio. Inuyasha intentaba concentrarse en el atentado contra Kouga, pero, cada vez que lo hacía, una bruja de ojos verdes se paseaba con aire provocador ante sus pensamientos. El deseo que despertaba en él su cautiva paralizaba su poder de concentración, y eso lo enfurecía. Si alguien asesinaba a Kouga, la culpa sería de Kagome.
Inuyasha entró en el camarote del capitán, cruzó la alcoba a rápidas zancadas, se sentó en el borde de la cama y se inclinó sobre su cautiva, que dormía.
—Déjame a solas —le gruñó en turco, sacudiéndola bruscamente.
Kagome abrió los ojos y, aún medio dormida, sonrió. Alargó el brazo y le acarició la mejilla de la cicatriz, murmurando en francés:
—¿Estamos en casa?
Inuyasha retrocedió como abrasado por el fuego.
—Tu casa está en Inglaterra.
Kagome se despejó al instante e, incorporándose en la cama, se quedó mirándolo.
—¿Habéis cambiado de parecer¿Me dejaréis marchar?
Inuyasha no respondió, se puso de pie y fue hacia la portilla. Durante un rato estuvo mirando la noche estrellada, intentando sosegar sus turbulentas emociones. El menosprecio que le manifestaba su madre siempre lo encolerizaba, pero la hermosa mujer que yacía en su cama no tenía nada que ver con ello.
—Contestadme —insistió Kagome.
—Vete a dormir a otra parte —dijo Inuyasha con voz queda.
—Me despertáis y luego me ordenáis que me vaya a dormir—exclamó Kagome—. ¿Os habéis vuelto loco?
Inuyasha sonrió y le dio la espalda. Tenía razón, estaba loco, pero su locura se había desatado en el momento que posó los ojos en la perfección de aquel rostro. Si la legendaria Helena de Troya había botado mil navíos, su flor silvestre podría botar diez veces más.
«¿Su flor silvestre?» En el nombre de Alá¿qué tonterías estaba pensando? Inuyasha volvió a la cama, se sentó en el borde y acarició la mejilla de su cautiva.
—Vengo de soportar un encuentro desagradable con mis familiares, pero tú no tienes la culpa —se disculpó—. Perdóname.
Su disculpa consternó a Kagome, que por un instante se quedó sin habla. Aquella bestia la estaba tratando como un verdadero ser humano en lugar de como una esclava.
—En ocasiones los familiares pueden ser desagradables, incluso fastidiosos —reconoció Kagome—. Lo entiendo.
El eufemismo hizo sonreír a Inuyasha.
—Mi madre nació desagradable y morirá desagradable —sentenció con tono seco.
—¿Tenéis madre? —preguntó Kagome impulsivamente.
Inuyasha la miró y arqueó una ceja.
—Claro. ¿Pensabas que vine al mundo por ensalmo?
Kagome negó con la cabeza.
—¿Qué pensabas? —inquirió él.
—Pues que los canallas no tenían madre —repuso ella con una sonrisa traviesa.
—¿ Por qué sonríes?
—No os imagino respetando a vuestra madre... ni recibiendo una buena tunda —replicó Kagome, echándose a reír.
—Te aseguro que la feroz Espada de Alá conoce bien la disciplina materna. —La expresión de Inuyasha se nubló al agregar—: Incluso ahora, la lengua de mi madre me hiere más profundamente que una cimitarra.
En ese momento el príncipe parecía un niño dolido, y Kagome se conmovió.
—¿Tiene la lengua más afilada que la mía? —preguntó.
—Mucho más. —Inuyasha abrió los brazos y dijo—. Es tarde. Te acariciaré hasta que te duermas.
—¿Pensáis besarme de nuevo? —preguntó Kagome.
—No.
Kagome no supo si aquello la aliviaba o decepcionaba. Se acurrucó entre sus brazos y descansó la cabeza contra su pecho. Inuyasha le acarició suavemente la espalda hasta que se durmió, luego la dejó sobre la almohada y la besó en la frente.
Kagome pensó que no llevaba dormida más de un minuto cuando la despenaron por segunda vez, sacudiéndola con dulzura. Kagome se dio la vuelta y se cubrió la cabeza con la colcha.
—Despierta, mi dulce flor silvestre —insistió Inuyasha.
—Vete —gruñó su dulce flor silvestre.
—Estamos en casa. —Inuyasha le quitó la colcha de un tirón.
Kagome se sentó en la cama, contrariada, se apartó los mechones azcabaches de los ojos y dijo:
—Mi casa está en Inglaterra.
—Tu casa está aquí conmigo —repuso Inuyasha—. Levántate, y te ayudaré a ponerte el yashmak.
Kagome estaba demasiado cansada para discutir. Se puso de pie y se estuvo quieta mientras él la arropaba con la túnica y el velo negro.
—Tengo hambre —dijo.
—¿Siempre tienes hambre? —repuso él, cubriéndole la cara con el velo. Ella frunció el entrecejo.
Inuyasha la acompañó a cubierta y bajó con ella por la escala de cuerda hasta el bote. Cuando llegaron a la orilla, saltó a la arena y ayudó a Kagome a bajar.
—Mi casa os espera, doncella —dijo Inuyasha con un gesto hacia lo alto del acantilado.
Kagome miró hacia arriba. Incluso de noche, el baluarte de su captor parecía capaz de resistir un asedio de mil años. ¿Cómo iba a escapar de aquella fortaleza?
—¿Esperáis que suba por la pendiente de esa roca? —preguntó Kagome, incrédula.
—Hay un camino para los menos aventurados.
—¡Hos geldiniz, bienvenidos! —los saludó una voz aguda.
Kagome apartó la vista de las almenas del castillo. En la arena delante de ellos se arrodillaba un hombre menudo y bastante fornido. Con la frente tocaba la puntera de las botas del príncipe.
—Levántate —le ordenó Inuyasha en turco.
El hombre bajo y corpulento se incorporó y sonrió con afán de agradar. Tenía pelo y ojos negros, y piel atezada.
—Yo soy Hojo —se presentó—, y sólo deseo serviros
—Ésta es Kagome, mi flor silvestre —dijo Inuyasha en francés—. Sirviéndola a ella, me servirás a mí.
Hojo asintió con la cabeza y volviéndose hacia Kagome, dijo:
—Os ruego que me acompañéis.
Kagome se aferró a Inuyasha en un gesto que lo sorprendió. ¿Cómo podría soportar perder a la única mujer que había posado los ojos en su rostro desfigurado sin que asomara repulsión alguna en su mirada¿Cómo podría vender a una mujer que al parecer confiaba en él para que la protegiera? Ese inquietante pensamiento lo llenó de remordimiento.
Inuyasha le rodeó los hombros con el brazo y la guió por el sendero que llevaba al castillo. Hojo los siguió.
—Hojo está aquí para servirte —le dijo Inuyasha mientras caminaban.
—¿Yo soy su señora? —preguntó Kagome.
—Sólo tienes que pedir y él acatará tus órdenes —explicó Inuyasha.
Una vez dentro del castillo. Hojo no dejó que Kagome tuviera más que un atisbo del salón iluminado por antorchas. Se la llevó enseguida por las escaleras a la alcoba que le tenía preparada.
Kagome se quitó el yashmak, bostezó ruidosamente y se sentó al borde de la cama. Entonces miró en derredor. Su alcoba era grande y tenía gruesas alfombras en el suelo. Un fuego cálido y alegre crepitaba en el hogar.
Parloteando sin cesar. Hojo revolvió el contenido de los baúles de viaje que dos sirvientes habían llevado a la habitación. Finalmente sacó un camisón de seda, el que tendría que haberse puesto Kagome la noche de su boda.
—Sois la mujer más afortunada, por haberle robado el corazón al príncipe —aseguró Hojo en francés, acercándose a ella.
—Os equivocáis. Él me ha secuestrado —repuso Kagome.
—No importa —respondió Hojo, haciendo un gesto con la mano—. Complaceréis al príncipe y daréis a luz sus hijos. Nuestras fortunas estarán aseguradas.
—¿Qué dices? Estás loco.
Hojo no se inmutó y soltó una risilla. Luego se dispuso a ayudarla a desvestirse, pero Kagome lo apartó de un manotazo.
—Desvestiros es parte de mi trabajo —dijo Hojo.
—No me tocarás ni en sueños.
—No tenéis nada que temer —le explicó el eunuco—. No soy un hombre en el sentido más primario. Estoy incapacitado, por así decirlo. (N.A: vamos que es gay ¿no? )
Kagome ignoraba el significado de lo que acababa de decirle, y lo miró confundida. Luego dijo:
—Prefiero desvestirme a solas. Por favor, márchate.
—Como queráis —suspiró Hojo. Salió de la alcoba, pero se quedó detrás de la puerta.
Kagome se tendió en la cama, exhausta. Ningún hombre, incapacitado o no, se aprovecharía de ella. Se quedó mirando fijamente las hipnotizantes llamas del hogar, y al cabo de un rato se durmió.
Durante una hora. Hojo esperó pacientemente en el pasillo. Al final abrió la puerta un poco, echo un vistazo al interior y sonrió. Su señora estaba dormida sobre la cama, y totalmente vestida. Sin hacer ruido, Hojo entró, cerró la puerta y se acercó hacia la cama. Contempló embelesado el cautivador rostro de su nueva ama. Estaba alborozado. Aquella bella durmiente le haría rico, más rico de lo que pudiera soñar.
Hojo empezó a desvestir a Kagome hasta que la tuvo desnuda ante sus ojos. Se fijó en la pulsera de oro y pensó que el príncipe ya la había conquistado. Se quedó maravillado por su cara angelical y su
cuerpo exquisito, pero habría que rasurarle el repulsivo triangulo de vello azcabache de la entrepierna.
En muda oración. Hojo agradeció a las alturas que aquella belleza le fuera concedida al príncipe y, por supuesto, a él. Alá lo había obsequiado con un ángel cristiano al que debía servir, y ya podía oír el tintineo de las monedas de oro al caer en...
La puerta se abrió inesperadamente y entro Inuyasha. Se había retirado a dormir en su propia alcoba, pero al final había cambiado de parecer. Su alcoba le había parecido muy solitaria sin su cautiva de pelo azcabache. Se había acostumbrado a dormir junto a ella y seguiría haciéndolo hasta que ella se marchara. Además, si no se quedaba a su lado, ella lo añoraría.
Inuyasha permaneció un momento de pie junto a Hojo, y los dos hombres admiraron en silencio la belleza tendida sobre la cama.
—Es todo por esta noche —dijo Inuyasha en turco, despidiendo al eunuco. Se quitó la camisa por encima de la cabeza y la dejó caer sobre la alfombra.
—¿Es todo...? —Que el príncipe tuviera intención de pasar la noche con su cautiva sorprendió a Hojo—. Está sin bañar, y aún no le he rasurado el vello ni la he perfumado. No es costumbre acostarse con una mujer en estas condiciones.
—¿Te atreves a cuestionarme? — Inuyasha extendió el brazo amenazadoramente hacia el eunuco.
—Pero esto no es Topkapi —rectificó Hojo para aplacar a su amo—. Si así lo preferís, así se hará.
Tras esas palabras. Hojo se escabulló a toda prisa. Enfurecer al príncipe no era una idea muy saludable.
Inuyasha volvió a Kagome suavemente para que apoyara la cabeza en la almohada, luego se sentó en el borde de la cama y se quitó las botas. Se levantó para despojarse de los pantalones, pero cambió de opinión mientras dejaba vagar la mirada por la desnudez de Kagome. Le resultaría muy difícil controlarse si sus cuerpos no estaban separados por alguna prenda. Así pues, conservando los pantalones Inuyasha se tendió en la cama y cogió a Kagome entre sus brazos. En su sueño, ella se acurrucó contra él.
«Un corderillo durmiendo junto a un león», pensó Inuyasha.
Por la mañana, Hojo empezaría a instruir a Kagome en los modales propios de una mujer otomana decente. Y que Alá se apiadara del pobre eunuco.
Bueno, hoy he puesto dos capítulo de golpe! Pero así avanzo más y pronto llegaremos al Quid de la cuestión jajjaja.
En cuanto a la familia de Inuyasha eran 4 hermanos, Kikyo, Sesshomaru, Inuyasha y Kaede, pero Kikyo y Sesshomaru están muertos, aunque me ha dolido bastante matar a Sesshomaru la verdad,...en cambio a Kikyo...en fin...como siempre ha estado muerta...jeje que mala que soy.
Que os parece la venganza de Inuyasha? Creéis que será capaz de cumplirla? No se, no se pero ahora ya se van viendo más los sentimientos de los protagonistas jejeje
Dejad vuestra opinión.
BYE
