Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Wolas!
Ante todo quisiera agradeceros de todo corazón que me hayais dejado tantos reviews. Cuando los he visto me he emocionado tanto que he sacado tiempo de donde no había para poneros hoy el 8vo capitulo como agradecimiento.
Espero que os guste tanto como a mi recivir vuestros reviews!
8
Kagome bostezó y se desperezó, abriendo los ojos. Recorrió la desconocida alcoba con la mirada y recordó que se encontraba en la fortaleza de su captor.
El desorden de la cama y las prendas de hombre en el suelo indicaban que él había dormido junto a ella. Ahora, no obstante, estaba sola. ¡Y desnuda¿Quién la había desvestido la noche anterior¿Inuyasha u Hojo?
Kagome se puso el caftán. Cruzó la alcoba en dirección a la ventana, apartó la cortina y miró el exterior.
La claridad del horizonte en el este proclamaba el nacimiento del día. La bahía estaba desierta, pues el Saddam ya había zarpado de regreso a casa.
La mirada de Kagome se detuvo en una silueta que había en la playa. Descalzo y desnudo hasta la cintura, Inuyasha se afanaba en torno a un bote. Por lo visto, su captor había salido a pescar. Junto a Inuyasha aguardaba un perro, al menos a Kagome le pareció un perro. Jamás había visto un animal igual. Grande y esbelto aunque musculoso como su amo, un animal leonado y blanco que parecía criado para la caza. Kagome contempló a Inuyasha acariciar y abrazar al perro. ¿Cómo podía un canalla tan desalmado mostrar afecto por algo que no fuera su propia persona¿Era posible que su captor fuera diferente de lo que ella suponía? Aunque él lo negara, tal vez ocultaba un corazón bajo su fiera apariencia. Kagome observó sus anchos y musculosos hombros y su espalda, que acababa en una cintura esbelta. Inuyasha parecía un espécimen de asombrosa virilidad, con sus sinuosos músculos flexionándose y relajándose mientras trajinaba.
Como si sintiera su mirada escrudiñándole la espalda, Inuyasha se volvió hacia el castillo y levantó la vista. Kagome se agachó instintivamente, temerosa de que él la pillara admirando su magnífico cuerpo, aunque sabía que era imposible que la hubiera visto.
De pronto se abrió la puerta y entró Hojo. Llevaba una bandeja con unas tartitas triangulares, melocotones y té.
—Veo que habéis despertado —dijo Hojo, dejando el desayuno sobre la mesa—. Venid a comer. Luego os bañaréis.
—Estaba mirando la salida del sol —dijo Kagome, sentándose ante la mesa. Cogió el pastelillo y dio un mordisco—. Delicioso. ¿Qué es?
—Boregs rellenos de queso —respondió Hojo, cruzando la alcoba hacia la ventana. Echó un vistazo al exterior, vio a Inuyasha abajo en la playa y sonrió para sus adentros. Por lo visto, la hermosa fierecilla estaba más interesada en el príncipe de lo que quería reconocer.
Mientras el eunuco se ocupaba en arreglar la alcoba, Kagome cogió un cuchillo de la bandeja y lo escondió en el bolsillo del caftán. Luego cogió una taza de té y bebió un sorbo.
—El amo os adora —dijo Hojo, alborozado—. Tenemos aseguradas nuestras fortunas.
Kagome se atragantó con el té y tosió. Hojo se precipitó hacia ella y le dio unas palmadas en la espalda.
—El príncipe tiene razón —observó—. Vuestros modales ingleses no son apropiados para Estambul.
—Pronto volveré a Inglaterra —replico Kagome con tono altanero.
Ignorando sus palabras. Hojo le puso el yashmak por encima de los hombros y le cubrió la cabeza con un velo.
—Es hora de bañarse —anuncio—. Sígueme, —Y salió de la alcoba delante de ella.
Kagome lo siguió sin oponer resistencia. Pensaba fugarse y necesitaba conocer la distribución del castillo.
—Asquerosos cristianos que no se bañaban, y lo digo sin ánimo de ofender. Ellos construyeron este castillo en la antigüedad -le contó Hojo mientras bajaban por el serpenteante laberinto de pasillos iluminados por antorchas—El príncipe mandó construir una sala de baño cuando vino a vivir aquí.
Kagome entró en los baños conducida por Hojo y custodiada por un guardia. Era como penetrar en un mundo nuevo y exótico. El aire estaba húmedo a causa del agua caliente de la gran piscina que ocupaba un extremo de la enorme estancia. Las pareces y el suelo estaban cubiertos de azulejos, y aquí y allá había bancos de mármol blanco.
Con movimientos rápidos. Hojo despojo a Kagome de la capa y el velo, y dos jóvenes esclavas escasas de ropa se apresuraron a ayudarla a desvestirse. Kagome las apartó con un gesto fiero y ellas retrocedieron, intimidadas.
—Yo me ocuparé de mi señora —les dijo Hojo en turco, y se dirigió hacia Kagome, que retrocedió de un salto y sacó el cuchillo del bolsillo.
—Tócame y morirás —advirtió.
Hojo dio un paso atrás y exclamó algo en turco. Una de las muchachas echó a correr hacia la puerta y llamó al guardia.
Al cabo de unos momentos apareció Inuyasha, aún en su turbadora desnudez hasta la cintura. Entró a grandes zancadas en los baños y contempló la escena. En ese momento Kagome acorralaba al eunuco con un cuchillo para la fruta.
—Alá me conceda paciencia —murmuró Inuyasha en turco, avanzando hacia ellos. Se dirigió a Hojo y preguntó—¿De dónde ha sacado ese cuchillo?
—Yo... yo no sabía que vuestra a... amada no fuera digna de confianza —farfulló Hojo, temiendo la ira del príncipe.
—No es mi amada —gruñó Inuyasha. Extendió la mano hacia Kagome y dijo en francés—: Dame el cuchillo.
—¿Dónde os gustaría? —preguntó ella, amenazándolo con la hoja absurdamente pequeña.
—No deseo hacerte daño.
—Pero yo sí deseo haceros daño.
—No podrás huir —repuso Inuyasha —. Acepta la derrota con dignidad.
—No quiero que me manoseen —dijo kagome.
Así que ése era el problema. Su cautiva cristiana se sentía incómoda con su propia desnudez, como todos los bárbaros europeos.
—Tu pudor es admirable —respondió Inuyasha —, pero estas mujeres son sirvientes que miran sin ver. Además, la perfección de tu cuerpo desnudo no es nada de qué avergonzarse. Sé que es así porque te he visto.
—¡No digáis eso! —exclamó Kagome, mientras su rostro enrojecía.
Inuyasha suspiró.
—¿Dejarás que Hojo te ayude sólo con el baño?
—Dejad que él os bañe a vos.
—Yo me bañaré luego. — Inuyasha dijo algo en turco a las dos asistentas del baño y las despidió con un gesto. Luego se volvió hacia su tozuda cautiva.
Inuyasha y Kagome se miraron en silencio. Sus ojos libraron una feroz batalla de voluntades enfrentadas, hasta que ella se rindió a la dorada e intensa mirada de él.
Inuyasha alargó el brazo y le quitó el cuchillo. Le desabrochó el caftán, lo dejó caer al suelo y se sintió fascinado por la asombrosa belleza que Kagome revelaba desnuda. El deseo le aceleró el pulso y le secó la boca.
Hojo reconoció la irresistible atracción en la expresión de Kagome, y la necesidad de responder en la mirada intensa del príncipe. Aquellos amantes de voluntad férrea se acoplarían con una pasión incomparable, y engendrarían una docena de magníficos varones. Alabado sea Alá, pensó el eunuco, su fortuna estaba asegurada.
Una de las mujeres regresó con una copa de agua de pétalos de rosa y se la dio a Hojo, quien se la ofreció a Inuyasha.
—Bebe esto, te calmará los nervios —le dijo Inuyasha a Kagome con voz ronca—. Después Hojo te bañará. Ella bebió el líquido y contempló al príncipe mientras salía de la habitación. Le dio la copa vacía a Hojo, quien se la entregó a la mujer y la acompañó hasta la puerta.
Luego Kagome, con aire distraído, se dejó conducir por Hojo hasta la bañera. El eunuco le enjabono el cuerpo, la enjuagó y finalmente le lavó su magnífica melena azcabache. Relajada hasta el letargo, Kagome dejó que él le aplicara la pasta de almendras que eliminaba el vello púbico. Al enjuagarlo con agua caliente. Hojo retrocedió un paso para admirar a su protegida.
—Vuestro monte de Venus tiene una hendidura profunda, que es la marca de la pasión más grande.
Después, Hojo la secó y le cepilló el pelo concienzudamente. La condujo a un banco de mármol, la cubrió con una toalla y le ordenó que se tendiera sobre el vientre. A continuación, con manos diestras. Hojo empezó a masajearle los hombros, la espalda y las nalgas. El agua de rosas, que sin duda contenía alguna pócima relajante, y los dedos hábiles del eunuco le produjeron una sensación maravillosamente lánguida que le impedía protestar.
—El príncipe os adora —dijo Hojo sin dejar de masajear sus exquisitas nalgas.
—Yo no diría que su conducta es afectuosa —repuso Kagome, experimentando una sensación maravillosa bajo sus manos.
—Anoche no soportó estar separado de vos —le confió—, e insistió en dormir en vuestra cama.
—El príncipe no quiere perder a su esclava.
—Te equivocas. Para él es muy fácil comprar esclavos. Además, os conviene confiar en mi juicio en todo lo que concierne al corazón del príncipe. Yo soy vuestro aliado.
—El príncipe no tiene corazón —replicó Kagome. Pero al cabo de un instante agregó—: Háblame de él.
—Al príncipe Inuyasha se le conoce como la Bestia del Sultán —empezó Hojo—. Aunque es temido y respetado en todo el Imperio, su madre lo desdeña, pero no sé por qué. Izaioy, su madre, es la hija de Solimán el Magnífico y su amada Khurrem, ambos fallecidos. El sultán Selim es tío del príncipe. Y Kouga, el heredero del sultán, es su primo. El príncipe tiene una hermana menor, pero su hermana mayor y su hermano han muerto... Daos la vuelta.
Sumida en un placentero letargo, Kagome no tenía fuerzas para hacerlo.
—Hojo ha dicho que os deis la vuelta —repitió una voz.
Hojo levantó la cabeza, sorprendido, y se encontró con Inuyasha, que estaba junto a ellos. Al parecer, el príncipe no podía mantenerse alejado de su bella esclava.
Kagome se dio la vuelta lentamente, murmurando.
— Inuyasha...
La provocadora visión de su cuerpo desnudo y perfecto y su nombre pronunciado en un susurro provocaron un respingo en la virilidad de Inuyasha, que se esforzó en vano por reprimir su deseo.
—¿Se ha bebido el agua de rosas? —preguntó Inuyasha en turco y con voz ronca.
Hojo asintió con la cabeza.
—Para asegurar su sumisión le añadieron un suave relajante —le dijo el eunuco a Inuyasha.
Inuyasha pasó el dedo por la tersa mejilla de Kagome. Luego se volvió hacia el eunuco y le ordenó:
—Déjanos solos.
—Pero aún no he acabado...
—Yo acabaré por ti.
—¿El amo masajeando a su esclava? —exclamó Hojo con perplejidad.
Inuyasha lanzó un gruñido y arqueó una ceja con mirada fulminante. ¿Por qué aquellos dos esclavos se creían con derecho a discutir con él?
—Corno queráis, señor —asintió Hojo y se volvió para salir. Inuyasha no alcanzó a ver la ancha sonrisa de satisfacción que cruzó el rostro del hombrecillo.
Inuyasha se untó las manos de aceite y empezó a masajear los suaves hombros de Kagome, cuyos pechos perfectos parecían llamarle, rogándole sus caricias. Deslizó las manos hacia sus sedosos montes y los acarició con movimientos sensuales.
Kagome aspiró hondo, embargada por la asombrosa sensación de mil alas diáfanas de mariposa agitándose en su vientre. No sabía que lo que sentía era deseo. Abrumada por la proximidad de Inuyasha y el contacto de su cuerpo, no se atrevió a protestar, abandonándose al exquisito placer que él le proporcionaba. Heather anhelaba el roce de sus sensuales labios.
—Bésame... —susurró impulsivamente.
Aquella invitación era irresistible. Inuyasha se inclinó y le dio un beso ávido. Su lengua se abrió camino entre sus labios, saboreando y explorando su dulzura. Kagome se encendió de pasión, retorciéndose de puro deseo abrasador, mientras entre sus muslos despertaba un ardor palpitante, Inuyasha pasó suavemente un dedo sobre la joya de su sexo húmedo y palpitante. Ansiosa, Kagome gimió con voz ronca. Estimulado por su dulce abandono, Inuyasha acarició cada uno de sus oscuros pezones con la lengua y los mordisqueó con delicadeza, mientras su dedo experto continuaba su delicado asalto a la entrepierna de la chica.
Kagome sintió que la tensión de su cuerpo se disparaba y pensó que moriría. De pronto estalló con un grito de asombro, y descendió flotando lentamente a tierra como montada en una nube vaporosa. Saciada por aquella inesperada y desconocida liberación, Kagome cerró los ojos. Inuyasha sonrió con afecto y la besó en los labios. Luego la envolvió en el yashmak y la llevó de vuelta a su alcoba.
Más tarde, al despertar, Kagome recordó las caricias íntimas del príncipe y un calor abrasador le ruborizó el rostro. Ella no sabía que era eso lo que los hombres le hacían a las mujeres. Nunca había pensado demasiado en ello. ¿Cómo se había abandonado tan enteramente a sus caricias¿Acaso era una libertina? Y, aún más importante¿cómo podía volver a mirarle a la cara sin morirse de vergüenza?
Kagome apartó estos pensamientos. Ahora no quería pensar en ello, ya se ocuparía de eso luego. Con suerte, ya habría escapado de allí y tendría tiempo de darle vueltas al asunto.
Se puso el caftán limpio que le habían dejado y se dirigió a la ventana. El sol brillaba en lo alto del cielo y la playa estaba desierta, salvo por un par de botes amarrados en la arena.
«¿Dónde estará Inuyasha? —se pregunto—. ¿Y que estará haciendo en este momento?»
Kagome se dio la vuelta rápidamente al oír abrirse la puerta. Era Hojo, portando una bandeja de comida.
—Bien, es hora de aprender a comportarse como corresponde a una dama otomana —anunció el eunuco, dejando la bandeja— Primero, la etiqueta de mesa.
—Yo no soy ninguna dama otomana.
—Pero sois una dama.
—No es necesario ninguna etiqueta si las mujeres no comen con los hombres —replicó Kagome.
—Tonterías. Como madre de los hijos del príncipe Inuyasha, seréis invitada a Topkapi.
—No tengo ninguna intención de convertirme en madre de nadie... ¿Qué es Topkapi?
—El palacio del sultán —contestó Hojo—. Venid a sentaros a la mesa conmigo.
Kagome vaciló por un momento, pero al final cedió al sentir los gruñidos de su famélico estómago. Se sentó en un almohadón y contempló los alimentos.
—¿Y bien?
—Comed —ordenó Hojo, dejándose caer su robusto cuerpo sobre un almohadón—. Iré corrigiendo vuestros deplorables modales ingleses a medida que lo hagáis.
—¿Corrigiendo mis qué?
Hojo señaló la bandeja y repitió.
—Comed.
Kagome dominó su cólera y sonrió con fingida dulzura. Aquel enano irritante necesitaba aprender un par de cosas, y ella sabía exactamente cómo sacarle de sus casillas.
Kagome cogió varias olivas, se las llevó a la boca y las masticó ruidosamente. Luego escupió los huesos al suelo.
—¡No! —chilló Hojo—. Debéis comer una oliva por vez. Sacaros el hueso de la boca con delicadeza y dejadlo a un lado de vuestro plato.
Kagome asintió y cogió un puñado de almendras tostadas, pistachos, cacahuetes y avellanas. Se los zampó en la boca hasta que se le hincharon los mofletes.
—¡No os pongáis tanta comida en la boca! —le instruyó Hojo—. Una dama debe tomar bocados pequeños.
—¿Qué has dicho? —Kagome abrió la boca y enseñó los frutos masticados.
Hojo hizo una mueca.
—No habléis cuando tengáis comida en la boca, por favor.
Kagome asintió con la cabeza. Acabó de masticar, luego tragó y se bebió todo el agua de rosas que había en su copa.
—No lo bebáis todo de una vez —le riñó el eunuco—. Tomad un pequeño sorbo por vez, con delicadeza.
—¿Qué es eso? —inquirió Kagome, indicando un plato.
—Arenque frito.
Kagome se llevó un trozo de pescado a la boca. Fingió que no le gustaba y lo escupió en el plato.
—¿Ves? —señaló—. He usado el plato en lugar del suelo.
—Por hoy ya hemos trabajado bastante en los modales de la mesa —anunció Hojo, sintiendo náuseas—. Ahora haremos una clase de lengua. —Levantó el dedo índice y dijo—: Bir.
Kagome lo miró con perplejidad.
—Bir significa uno —explicó Hojo—, Repetidlo.
—No quiero.
—No importa. Hacedlo —le espetó el eunuco, irritado.
—Bir.
—Excelente pronunciación —asintió Hojo. Al parecer, sería una buena alumna. Levantando un dedo por cada número que decía, contó hasta cinco—: Bir, iki, HC, dort, bes. Repetid.
Kagome compuso una expresión inocente y recito:
—Birria, quiqui, uca, drota, vesa.
—¡No! Bir, iki, nc, dort, bes.
—Birria, quiqui, uca, drota, vesa.
Hojo alzó ambas manos y contó hasta diez con los dedos:
—Bir, iki, uc, dort, bes, alti, yedi, sekiz, dokuz, on.
Kagome sonrió dulcemente y repitió:
—¡Birria, quiqui, uca, drota, vesa... on!
Hojo elevó una oración en silencio, suplicando que Alá le concediera paciencia.
—No os preocupéis por los números, ya los aprenderéis —dijo. Levantó el brazo y, señalándoselo, dijo—: Kol.
—Cul.
—Kol.
—Cul.
Hojo se señaló el ojo y dijo:
—Guz.
—Gas —farfulló alegremente Kagome.
—Guz.
—Gas.
Hojo sacó la lengua, se la señaló y dijo:
—Dil.
—Del —repitió Kagome, disfrutando.
—No; dil. —La voz de Hojo subía de tono conforme aumentaba su frustración.
—Eso he dicho: del
Hojo tenía ganas de gritar. Kagome se regocijaba en su interior. Hojo aspiró hondo para calmarse; se señaló la nariz y dijo:
—Bnrun.
—Burun —repitió Kagome, y se metió el dedo en la nariz.
—¡No! —chilló Hojo, dándole un manotazo—. Las damas no se tocan la nariz.
En ese momento llamaron a la puerta y eso salvó a Hojo de un tormento mayor. Entró un sirviente y le entregó un mensaje. Luego se fue.
Mientras leía la nota, en el rostro de Hojo se dibujó una expresión de dicha suprema. Levantó la vista para mirar a Kagome y sonrió de oreja a oreja.
—¿Buenas noticias? —inquirió ella.
—Las mejores —gorjeó Hojo—. El príncipe os invita a cenar con él en su alcoba.
Kagome no quería volver a ver al príncipe nunca más, ni qué decir de compartir la cena con él.
—Dile al príncipe que rehúso su invitación —dijo con frialdad.
—Está prohibido rehusar una invitación del príncipe.
—¿Así que el príncipe me ordena cenar con él?
—Decidlo como queráis —repuso Hojo, encogiéndose de hombros—. Cenaréis con el príncipe y, si sois afortunada, quedaréis preñada de su simiente.
—No quedaré preñada de la simiente de nadie —replicó Kagome, indignada—. Me escaparé.
—En ese caso será mejor que aprendáis nuestra lengua —sugirió Hojo—. Quizá tengáis que hacer preguntas para llegar a Inglaterra.
Kagomer sonrió.
—No había pensado en eso. —Se inclinó y le plantó un beso en la mejilla. El eunuco se sorprendió.
—Bir, iki, uc, dort, bes —contó Kagome con los dedos.
—¡Excelente! —exclamó Hojo— Ahora comed una oliva como una dama otomana.
Kagome cogió una oliva y se la llevó a la boca. Al terminar, sacó el hueso con gesto delicado y lo dejo a un lado del plato.
—¡Con mi ayuda os convertiréis en una perfecta dama otomana! —exclamó Hojo con alegría.
—Lo que haga falta para escapar, mi querido amigo —dijo Kagome.
Hojo sonrió y asintió con la cabeza. Que pensara lo que quisiera. Aquella mujer no conseguiría engañar a Inuyasha y el príncipe nunca estaría dispuesto a dejarla ir.
Hojo pasó varias horas preparando y emperifollando a su protegida. Al final, cuando llego la hora indicada, la condujo por el laberinto de pasillos hasta la alcoba del príncipe.
Ataviada enteramente de blanco, Kagome se sentía como la novia de un infiel, con un atuendo que traslucía más de lo que cubría. Vestía pantalones bombachos de harén de seda diáfana recogidos en los tobillos, y en torno a la cintura y por los lados lucía unos bordados dorados. Su túnica de mangas anchas a juego se cerraba por delante con botones dorados. Llevaba zapatillas blancas de satén y un velo blanco transparente le cubría la azcabache melena y el rostro sonrojado. El cajal le perfilaba los ojos, dándole un toque de misterio a su inocencia. Por pudor, el eunuco le había echado un yashmak por encima de los hombros.
Hojo llamó a la puerta y entró. Kagome mantuvo la vista fija en el suelo, aún avergonzada de su conducta anterior. Hojo se arrodilló, tirando de su protegida para que ella lo imitara, y rozó la frente en el suelo alfombrado.
De pronto Kagome sintió algo húmedo sobre su rostro. Levantó la vista sorprendida y se encontró con el perro que había visto en la playa aquella mañana. El animal volvió a lamerla.
—Siéntate, Argos —ordenó Inuyasha. Y luego—: Levantaos, mis esclavos.
Hojo se puso de pie y ayudó a Kagome a incorporarse. Sin decir palabra, el eunuco la despojó del yashmak y el velo, y se marchó. Kagome no miró a su captor mientras éste se dirigía hacia ella.
Inuyasha le alzó el mentón y clavó la mirada en sus arrebatadores ojos verdes.
—Había olvidado lo sensibles que pueden ser las vírgenes —dijo con tono burlón.
—Y supongo que disfrutáis con la agradable experiencia de arruinar a centenares de inocentes —le espetó Kagome, sintiendo unos repentinos e inexplicables celos.
—Por supuesto.
¡Slurp! Antes de que Kagome pudiera responder, el perro le lamió la mano. Bajó la vista para mirar a la bestia de aquella bestia. El perro, leonado y blanco, tenía una cabeza larga que se estrechaba hacia la nariz. Era grande y esbelto, de orejas largas y sedosas y pelaje suave y brillante. Sus ojos enormes y oscuros eran cautivadores, y en ellos se reflejaba una mirada distinguida y amable.
—Este tipo tan simpático es Argos —dijo Inuyasha.
Kagome extendió el brazo con gesto vacilante y acarició la cabeza del perro. Argos la correspondió lamiéndole los dedos.
—Nunca había visto un perro de esta raza —dijo ella.
—Argos es un saluki, una raza especial de perros de caza —le explicó Inuyasha —. Le encantan las personas, sobre todo las damas.
Inuyasha la cogió del brazo y la acompañó hasta el otro lado de la alcoba, donde se sentaron en mullidos almohadones junto a la mesa. Argos se coló entre ellos.
Kagome echó un vistazo a la habitación del príncipe Era amplia y estaba amueblada con estilo espartano. Contenía una cama, una mesa y un brasero de bronce que proporcionaba calor. Era la alcoba de un guerrero.
—¿Tienes hambre? —preguntó Inuyasha.
—Pues sí.
—Una pregunta innecesaria —comento—siempre estás hambrienta, y lo digo sin ánimo de ofender.
Kagome contempló el pequeño banquete dispuesto sobre la mesa: sardinas fritas, pepinillos, yogur y ensalada de pepinos, arroz al azafrán y una fuente de cordero troceado.
—Me dijisteis que los hombres no comen con las mujeres, ni los amos con sus esclavos —le recordó Kagome mientras cogía una sardina frita—¿Por qué queréis que cene con vos?
—Entre una invitación y una orden media una gran diferencia -respondió Inuyasha, llenándole el plato de cordero y arroz—. Esta noche serás mi huésped.
—¿Y si decido irme? —preguntó Kagome.
—Tengamos la velada en paz¿de acuerdo?
—No puede haber paz entre enemigos.
—No parecías mi enemiga en los baños esta mañana —le recordó Inuyasha.
Kagome se sonrojó y cambió de tema.
—La carne está deliciosa.
—Sí, el muslo de doncella es uno de mis platos preferidos.
Kagome sonrió y cogió la copa de agua de rosas.
—El cordero preparado así queda tierno como el muslo de una doncella.
El príncipe la abrumaba pero era evidente que se esforzaba en ser agradable. A Kagome la turbaba su proximidad, así que se concentró en el perro. Le ofreció un trozo de carne y luego le acarició la cabeza.
—Argos es un nombre extraño —comentó.
—Es griego.
—Pensaba que erais turco.
—Ulises, un poderoso guerrero griego, regresó de la guerra de Troya después de veinte años y en su casa lo recibió su fiel perro. Argos —le contó Inuyasha —. Al reconocer a su amo. Argos meneó la cola, loco de felicidad, y luego bajó las orejas y murió.
—Qué historia tan triste.
—Su objetivo es demostrar la lealtad del perro al hombre, no provocar tristeza —señaló Inuyasha—. ¿Prefieres limonada en lugar de agua de rosas?
—No, gracias —rehusó Kagome—. No me apetece estar drogada.
Inuyasha sintió que los labios le temblaban.
—¿Qué has aprendido hoy con Hojo?
Kagome sacó la lengua y dijo:
—Dil.
Khalid sonrió, y asombró a su cautiva con su inusual buen humor. No se estaba comportando en absoluto como el monstruo que ella había conocido. ¿Qué treta se traía entre manos ?
Poco después entraron dos sirvientes y uno de ellos recogió los platos vacíos y los restos de la cena mientras el otro servía café turco y pastelillos.
—¿Puedo coger uno? —preguntó Kagome, cogiendo un pastelillo.
Inuyasha asintió con la cabeza.
—Tus modales han mejorado, esclava.
—¿Esclava? —Kagome lo miró arqueando una perfecta ceja cobriza—. Pensaba que esta noche era vuestro huésped.
—Tienes razón, perdonad mi expresión.
Kagome dio un mordisco al pastelillo, frito en aceite y relleno de crema en el centro.
—Mmmm... delicioso.
—¿Te gustan los buñuelos de ombligo de doncella?
Kagome sonrió.
—La hendidura del centro se parece al ombligo de una doncella —explicó Inuyasha —. Ahora cuéntame más sobre tu familia y tu vida.
Kagome lo miró en silencio durante un momento. ¿Por qué quería saber cosas de ella? Finalmente accedió.
—He vivido en el condado de Essex toda mi vida —empezó Kagome—. El castillo de Basildon ha sido la residencia de la familia Higurashi desde que llegó mi bisabuelo de Gales con el rey Enrique VII. Como recompensa por su lealtad y servicios al rey Tudor, mi bisabuelo recibió en matrimonio a la tenaz heredera del viejo señor, es decir, mi bisabuela.
—Así pues, te pareces a tu bisabuela —bromeó Inuyasha.
Kagome no captó la pulla.
—No; heredé el pelo azcabache y los ojos verdes de mi madre —dijo.
—¿Y las pecas?
—Las pecas no.
—No deberías sentirte culpable de la muerte de tu padre. — Inuyasha intentó imprimir un tono dulce a su voz.
—La muerte de mi padre no es asunto vuestro —declaró Kagome con incomodidad.
—Todo lo que tenga que ver contigo es asunto mío.
—No os entrometáis más.
—¿Amabas a Naraku? —La pregunta sorprendió a ambos.
—Lo amaba locamente —se burló Kagome. Pero ¿quién se creía que era aquel hombre para hacer esas preguntas¿El Gran Turco?
Inuyasha frunció el entrecejo con gesto irónico y luego cambió de tema.
—¿Cómo es Inglaterra?
—Es el jardín del Edén.
—Dicho por una fiel inglesa. — Inuyasha se levantó y le tendió la mano—. Ven. Ten enseñaré mi jardín del Edén.
Kagome vaciló un instante. Sus ojos se entrelazaron e, impulsivamente, le tendió la mano. Inuyasha la condujo hasta el jardín por la puerta en forma de arco.
Como creadas para el amor, la luna llena brillaba suspendida en el cielo y miles de estrellas rutilantes titilaban como diamantes en un fondo perfecto de terciopelo negro. Las fragancias de una miríada de flores se fundían como amantes e impregnaban el cielo nocturno de un velo invisible de aromas.
—Qué hermoso —suspiró Kagome.
—¿Te complace mi arte? —preguntó Inuyasha.
—¿Habéis conjurado la luna y las estrellas para complacerme?
Inuyasha negó con la cabeza.
—No; me refiero a la jardinería, una de mis aficiones. Me gusta la soledad.
Kagome se sintió sorprendida.
—¿Tú creaste esta belleza?
—Incluso las bestias necesitan descansar de tanto saqueo y pillaje —afirmó Inuyasha —. El silencio se agradece después de escuchar los gritos de inocentes torturados.
Kagome sonrió embelesada. A veces aquel hombre era realmente encantador. Tal vez si se hubieran conocido en otras circunstancias, otro tiempo, otro lugar...
-Toda esta belleza encubre el hecho de que el castillo fue escenario de una gran tragedia –dijo Inuyasha, dando un paso hacia ella.
-¿Qué tragedia?
—Éste es el castillo de la Doncella. Y un alma atormentada ronda la fortaleza que se erige encima de nosotros.
—¿Espíritus? —aventuró Kagome, acercándose a él.
—Hace trescientos años murió una princesa cristiana en este lugar, suspirando por su pretendiente musulmán —contó Inuyasha —. Muchos de mis hombres aseguran haberla visto cuando hacen guardia por la noche, siempre esperando y suspirando por su amante musulmán.
—Oh, qué terrible... —Kagome se santiguo y se acercó más a él.
Inuyasha no solía desperdiciar una ocasión. La giro hacia él y la atrajo contra su cuerpo viril. Acerco el rostro a ella lentamente hasta cubrirle los labios con la boca, explorando su dulzura con un beso suave y sensual
Kagome se sintió atrapada en el hechizo de Inuyasha con una languidez que iba apoderándose de sus sentidos Deslizó los brazos por su torso hasta enlazarlos alrededor de su cuello y apretarlo contra ella. Con su repentina entrega, el beso se volvió ardoroso y exigente. Kagome temblaba de deseo, buscando con su lengua la de él. De pronto, la cordura volvió en forma de un gemido de placer exhalado por Kagome, que se aparto bruscamente.
-No soy ninguna furcia para dejar que me manoseen —acertó a decir—. Mi virginidad pertenece a mi marido. —Habiendo dicho eso, huyó de allí.
Inuyasha se quedó mirándola fijamente. ¿Que había hecho mal? Ella había disfrutado con su beso. Eso lo sabía con certeza. Así pues¿por qué estaba tan disgustada¿Acaso esperaba que él se casara con ella?
Hojo aguardaba en el pasillo, a las puertas de la alcoba del príncipe.
—¿Por qué os ha despedido tan pronto? —exclamó mientras su protegida pasaba junto a él como una exhalación.
—¿Por dónde se va a mi alcoba? —dijo Kagome sin detenerse.
—¿Habéis ofendido al príncipe? —gimió Hojo—. ¿Qué habéis...?
—Cállate —le espetó Kagome.
—Pero nuestras fortunas...
Kagome se detuvo en seco y se encaró con el hombrecillo.
—Mi honor es más valioso que tu maldita fortuna.
Hojo guardó silencio. Con un gesto indicó el camino y la acompañó por el laberinto de pasillos y escaleras hasta su alcoba.
Inuyasha pasó la noche dando vueltas en la cama, añorando sentir el cuerpo de su bella cautiva a su lado. El fiel Argos se acurrucó contra el largo cuerpo de su amo. Magro consuelo, a decir verdad.
Bueno, parece que en este capítulo ya empiezan a salir escenas para mayores! Al parecer Inuyasha ya no se puede resistir a kagome y ella igual, aun que de todas maneras Kagome sigue sacando su caracter rebelde jajaja.
Y en cuanto a Hojo, que os parece? A mí personalmente me parece un poquito repetitivo, no para de repetir que si inuyasha adora a kagome, que si ya tienen las fortunas aseguradas...en fin...que es un poco pillín no?
Dejad reviews Y que tengais un buen comienzo de semana...
BYE
