Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Buenas a todo el mundo, como hay gente que me lo ha pedido os diré que el fic contiene 23 capítulos y en total deben haber una 170 páginas más o menos...así que hay para rato jejejeje
Espero que os guste!
9
Tras una noche agitada, Kagome despertó temprano. Estaba sola. Por el aspecto de la cama y la alcoba, supo que Inuyasha no había dormido junto a ella. Puede que por fin entendiera que ella no quería tenerlo cerca. ¿O sí quería?
La imagen del príncipe acudió a su mente. Vio su rostro apuesto acercarse a ella, sintió el calor de su aliento, sus labios sensuales sobre su boca... Un delicioso estremecimiento le recorrió el cuerpo.
¡En nombre de Dios! Kagome bajó de la cama y cruzó la alcoba para mirar por la ventana. El amanecer alumbraba el horizonte por el este. Kagome se dio cuenta, sobresaltada, de que tenía que escapar o perdería su virtud. Las sensaciones desconocidas que el arrogante príncipe despertaba en ella eran demasiado excitantes, tentadoras y fuertes para resistirse por mucho tiempo a ellas.
Kagome decidió huir lo antes posible y encontrar la manera de dar con Sango. Juntas regresarían a Inglaterra. ¡Aunque tuvieran que caminar a lo largo y ancho de toda Europa!
Era muy temprano, por lo que habría poca gente levantada. Aquél era el momento más propicio para escapar. Con la llegada de Abdul y los hombres del príncipe, sería muy difícil hacerlo, si no imposible. ¿Cómo iría¿Por tierra o por mar? La mirada de Kagome vagó hasta la playa desierta. Los dos botes seguían amarrados a la arena. Iría por mar. ¿Cómo se disfrazaría? Viajar como mujer era demasiado peligroso. ¡Ojalá tuviera ropas turcas! Pero no había nada que hacer. Se conformaría con vestirse de mozo de cuadras inglés. Y que Dios, Alá o quien fuera la protegiera.
Cruzó la alcoba a toda prisa y empezó a sacar los vestidos que guardaba en su baúl de viaje. Hurgó hasta el fondo y encontró el traje de mozo de cuadras que usaba para montar. Su madre le había prohibido llevárselo a Francia, así que lo había escondido en el fondo del baúl. Sacó las calzas deshilachadas y la camisa, junto con la gorra y las botas negras de cuero.
Temiendo que le sorprendieran mientras se preparaba, se cambió apresuradamente, se calzó las botas y recogió la azcabache melena bajo la gorra. Cogió todos los vestidos, formó una bola y los llevó a la cama. Ahí compuso una forma que ella confiaba se asemejara a una persona y la cubrió con el edredón. Luego cruzó la alcoba de puntillas, apoyó la oreja contra la puerta y escuchó. En el pasillo no se oía nada. ¿Dónde estarían Inuyasha y Hojo? Respiró hondo y accionó el picaporte. La puerta estaba abierta. Hojo las pasaría negras por eso.
Kagome salió al pasillo poco iluminado. Pegada contra la pared, avanzó de puntillas hasta la escalera. Ojalá se acordara de cómo salir de ese laberinto de piedra...
Tras pasar la noche insomne, Inuyasha había salido con Argos al muro supuestamente encantado que dominaba la bahía. Necesitaba despejarse la cabeza y para ello confiaba en el olor salado del mar y la prodigiosa visión del sol naciente.
Inuyasha se esforzaba en vano por concentrarse en quién querría ver muerto a Kouga. ¿Se trataba de una vil conspiración o de un fanático solitario? Pero cada vez que intentaba pensar en el intento de asesinato, su mente conjuraba la visión de su cautiva, su melena de fuego, sus miradas seductoras, el contoneo de sus caderas y su espíritu intrépido. Nunca había conocido una mujer como ella. Ojalá se hubieran conocido en otras circunstancias, otro tiempo, otro lugar...
¡En nombre de Alá! Ella era la prometida de Naraku y el instrumento de su venganza.
Mirando hacia el mar, Inuyasha advirtió un fugaz movimiento furtivo por el sendero que conducía a la playa. Dio un paso hacia el borde del parapeto y escudriñó aquel punto. Alguien o algo se ocultaba detrás de las rocas que bordeaban el camino.
—Inshallah —murmuró.
Su cautiva intentaba escapar. Girando sobre sus talones, Inuyasha se precipitó hacia la escalera. Argos le seguía de cerca.
En la playa, Kagome se escondió entre los juncos para recuperar el aliento. El corazón le latía desbocado y se sentía mareada.
Hizo un esfuerzo para escrutar la playa desierta y luego se lanzó a la carrera hacia uno de los dos botes. Lo arrastró, resoplando, hasta la orilla, se encaramo de un salto y empezó a remar hacia la libertad.
«Nunca más volveré a verle la cara.. Ese pensamiento la cogió por sorpresa. Aquella idea fugaz la inquietó por alguna razón desconocida pero pronto se desvaneció. «¿Hacia dónde tengo que ir para llegar a la mansión de Miroku? —se preguntó—. ¿Sobreviviré en esta decrépita bañera que hace las veces de bote¿O me ahogaré?»
Kagome esperaba llegar a la mansión de Miroku siguiendo la línea de la costa. Allí rescataría de alguna manera a Sango y juntas remarían de vuelta a Inglaterra. Si se ahogaba por el camino, así sea. Feliz estaría de morir como una mujer libre en lugar de vivir como prisionera del príncipe. Por cierto¿dónde estaba él?
Kagome miró hacia la orilla. Como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, allí estaba Inuyasha con los brazos en jarras, mirándola con una sonrisa. ¿Acaso el príncipe había perdido la cabeza? Ella se daba a la fuga y él permanecía ahí sonriendo como un imbécil.
Inuyasha observó a Kagome, que bregaba con los pesados remos. Su flor silvestre era demasiado delicada.
—Quieto, Argos —ordenó a su perro.
Se quitó las botas y se recogió los pantalones hasta la rodilla, luego empujó el segundo bote hasta la orilla y saltó al interior. Con movimientos pausados, empezó a remar hacia su cautiva. Al fin y al cabo, ella no llegaría muy lejos en un bote que hacía agua.
En un intento desesperado por distanciarse, Kagome remó con frenesí, pero los largos golpes de remo del príncipe acortaban distancias inexorablemente. Kagome supo que había perdido la partida pero decidió ignorar el hecho. Siguió remando y ni siquiera se dignó a dirigirle una mirada. El príncipe no hizo intento alguno de detenerla.
—Buenos días, señora mía —saludó Inuyasha.
Kagome lo miró de soslayo pero no dijo nada. ¿Qué nuevo juego se traía entre manos ?
Inuyasha se aclaró la garganta.
—He dicho buenos días.
—Os he oído.
—Maravillosa mañana para salir a remar¿no te parece?
—Un ejercicio muy vigorizante —contestó Kagome, decidiendo seguirle el juego.
—¿Adónde vas? —preguntó Inuyasha.
—A casa.
—Tu casa está aquí, conmigo.
—Mi casa está en Inglaterra.
—Así pues¿te vas remando a Inglaterra? Siento decirte que no llegarás.
Kagome lo miró con desdén.
—Llegaré si me dejáis en paz.
—Si yo accediera a eso, hermosa mía, ten por seguro que te ahogarías.
—Bordearé la costa.
—En ese caso, más te convendría ir andando por la arena —advirtió Inuyasha—. Ese bote hace agua.
—No me lo creo. —Kagome remaba sin perder el ritmo.
—Date la vuelta y mira.
Kagome echó un vistazo por encima del hombro y fijó los ojos en el horizonte.
—Mira abajo.
Kagome dejó de remar justo lo necesario para comprobar el fondo del bote a sus espaldas. Era cierto, se filtraba agua. Se miró los pies. Un charco de agua le cubría hasta los tobillos.
Kagome lanzó una imprecación con un estilo impropio de su condición de dama. Luego palideció y miró al príncipe.
—No sé nadar —gimoteó.
Inuyasha maniobró el bote hasta colocarlo junto al de ella.
—Sube, pero no nos desequilibres —le dijo.
Con cuidado, Kagome se levantó y se pasó al otro bote. Se sentó frente a él. Sus ojos se encontraron y se miraron largo rato. Kagome fue la primera en desviar la vista. Inuyasha empezó a remar hacia la orilla.
Una vez en la playa, el príncipe saltó del bote y lo arrastró por la arena. Sin demasiados miramientos, sacó a Kagome en brazos y la depositó en tierra.
—Fuera de mi protección acechan peligros innombrables —le advirtió Inuyasha, mirándola desde su imponente estatura—. Considérate afortunada de que te haya visto. —Intentó cogerla por el brazo pero Kagome se soltó bruscamente y se encaró con él.
—¿Afortunada¿Creéis que soy afortunada de ser vuestra prisionera? —exclamó Kagome. Con las manos en las caderas, su aspecto enfurecido era sublime—. Dejasteis esa bañera inservible para engañarme.
—Jamás desearía verte muerta —afirmó Inuyasha—. Muchas mujeres se sentirían honradas de ser mi concubina.
—¿Co... co... concubina? —farfulló Kagome.
En ese momento Argos se abalanzó sobre ella y, apoyando las patas delanteras en sus hombros, le lamió la cara.
—¡Quítame de encima este animal sarnoso! —exclamó Kagome, y aprendió una lección importante: no hables cuando un perro te está lamiendo la cara. Argos incluso introdujo su lengua en la boca abierta de la chica.
—¡Ajjj!
—Siéntate, Argos —ordenó Inuyasha—. Ahí tienes la prueba.
—¿La prueba de qué? —Kagome cayó limpiamente en la trampa.
—Puesto que Argos se siente atraído por ti, no hay duda que eres una perra —remachó Inuyasha.
—Prefiero sus besos a los tuyos.
Con gesto rudo Inuyasha la apretó contra su largo cuerpo viril. Sus labios planearon sobre los de ella, y le preguntó con voz ronca:
—¿Es verdad eso?
Su cercanía la excitó, pero fingió indiferencia y replicó:
—¿Quieres ponerme a prueba?
—Antes enjuágate la boca —dijo Inuyasha, aflojando la mano que la sujetaba—. Esta mañana he visto que Argos se lamía el trasero.
—¡Ajjj! —Con una mueca de asco, Kagome se trotó la boca frenéticamente, y clavó los ojos en el perro, enfurecida. Argos meneó la cola.
Inuyasha la cogió por el antebrazo y la condujo por el sendero que subía al castillo. Al llegar a la alcoba de Kagome, Inuyasha la hizo entrar de un empujón y luego se encaró con el eunuco.
—¿Cómo ha conseguido escapar? —le espeto el príncipe, agarrándolo por la camisa y levantándolo en vilo.
—¿Cómo? —preguntó Hojo corno un eco nervioso, tragando saliva—. No lo entiendo.
—Salí por la puerta—murmuró Kagome.
—¿Dejaste la puerta sin cerrar y sin vigilancia? —vociferó incrédulo Inuyasha, y arrojó al hombrecillo contra un extremo de la habitación.
Kagome se precipitó en su ayuda y se dejo caer de rodillas junto a él.
—¿Te has hecho daño? —pregunto.
Temblando de miedo, Hojo meneó la cabeza.
—Omar no tiene la culpa —confesó Kagome, encarándose con el príncipe-. Es indigno, incluso de vos, atacar a una persona más débil.
—¡Silencio! —gritó Inuyasha.
Hojo paseó la mirada del príncipe a su cautiva y otra vez a él. A ese paso no habría hijos fuertes y él perdería su fortuna antes incluso de haberla conseguido. Por lo visto, su recompensa por esta ingrata tarea no sería más que un sufrimiento permanente.
—Recuerda que este diablo con forma de mujer es mi prisionero, y actúa en consecuencia —le advirtió Inuyasha.
—¿Diablo? —chilló Kagome.
Inuyasha se volvió hacia ella con ojos gélidos, fulminándola con la mirada. Al salir, ordenó por encima del hombro.
—Lávala. Y en nombre de Alá, quema esas prendas tan repugnantes que lleva. —Cerró de un portazo.
—Desventurada será la mujer que desafía a un hombre —dijo Hojo, citando el Corán.
—¡Ingrato! —le espetó Kagome—. Te he defendido ante él.
—Las mujeres deben mostrarse respetuosas en presencia de una barba —añadió Hojo.
—Métete esa idea donde te quepa, enano imbécil.
—Me habéis hecho quedar mal con el príncipe —gimió él—. Y hacéis peligrar nuestras fortunas.
—¡Oh, Dios! Vete. Déjame sola. Y asegura la puerta cuando salgas o el príncipe se verá obligado a matarte.
Hojo puso los ojos en blanco. Aquella pequeña salvaje ya daba órdenes corno una princesa imperial. ¿Por qué no se entregaba al príncipe y se fundían en uno? Hojo se dijo que jamás entendería a las mujeres, y mucho menos a aquélla. Bendito sea Ala, un eunuco no tenía necesidad de entender al sexo débil; sólo tenía que servirle.
Aquella tarde Inuyasha se encontraba en el patio para recibir a sus hombres. Abdul y los demás hombres acababan de llegar de la mansión de Miroku y en ese momento se apeaban de los caballos.
Inuyasha se acercó a ellos, estrechó la mano de su ayudante y luego dijo en turco a los demás guerreros:
—Vuestro viaje ha sido veloz y seguro. Os felicito.
Abdul asintió.
—¿Y el vuestro cómo ha sido?
—La visita a Estambul fue infructuosa —explicó Inuyasha—. Una pérdida de tiempo.
—¿Por qué?
—Izaioy se comportó con su desprecio habitual. —Inuyasha no reparó en la amargura que teñía sus palabras al hablar de su madre—. Kouga no tiene ni idea de quién podría beneficiarse de su muerte. Nur-U-Banu cree que la culpable es Lyndar.
—¿Lyndar? —repitió Abdul.
—La nueva kadin de mi tío —aclaró Inuyasha—. Hace poco dio a luz un varón y le puso como nombre Sesshomaru, en honor de mi hermano.
—Ninguna madre quiere el mal para su hijo —observó Abdul—. Si algo le sucediera a Selim y Kouga se convirtiera en sultán, tendría que sacrificar la vida de su hijo.
—El bebé nació tullido, es imperfecto y jamás podría desafiar el derecho de Kouga al sultanato —barruntó Inuyasha—. Ningún hombre iría a la guerra bajo el mando de un cojo.
—¿Esa Lyndar sería capaz de poner en marcha un plan condenado al fracaso?
—Con la posible excepción de mi madre, ninguna mujer es capaz de concebir tal ardid.
—¿Alguna hipótesis? —preguntó Abdul.
—Otros asuntos han ocupado mi mente —reconoció Inuyasha.
Una sonrisa iluminó el rostro de Abdul.
—¿Vuestra cautiva, quizá?
Inuyasha miró en dirección a la alcoba de Kagome.
—Esta mañana ha intentado escapar. Afortunadamente el bote que cogió hacía agua.
Abdul sonrió.
—Me alivia saber que la pequeña salvaje no os ha rajado el cuello. ¿Tenéis noticia sobre el paradero de la comadreja?
Inuyasha negó con la cabeza y en ese momento algo atrajo su atención. El cuidador de las palomas mensajeras cruzaba el patio a toda prisa en dirección a ellos y se detuvo a cierta distancia, esperando permiso para acercarse. El príncipe hizo un gesto con la cabeza. El hombre le entregó una misiva y luego retrocedió unos pasos. La noticia era inquietante, y el viejo sirviente no tenía intención de exponerse a la proverbial cólera del príncipe.
Inuyasha leyó el mensaje y levantó la vista. La furia mudó su rostro en una expresión aterradora.
—¿Malas noticias? —indagó Abdul.
—Alguien ha intentado asesinar a Lyndar y su hijo.
—¿Cómo¿Dónde? —preguntó Abdul consternado.
—La nota de mi madre es breve y no ofrece detalles. Mañana viajaremos a Estambul.
—Supongo que esto demuestra la inocencia de Lyndar —observó Abdul.
—Izaioy dice que hay pruebas que demuestran la participación de Naraku —agregó Inuyasha.
—¿La comadreja?
—Mi amo —lo llamó Hojo, distrayéndolos. El robusto hombrecillo cruzaba el patio a paso apresurado y los abordó sin esperar el permiso del príncipe—. Os he estado buscando.
—Y ya me has encontrado —dijo Inuyasha—. Habla.
—¿Quién es éste? —preguntó Abdul, mirando al eunuco desde su imponente estatura.
—Mi madre me envió a Hojo para que se ocupara de mi cautiva —respondió Inuyasha—. Por desgracia, le deja la puerta abierta y sin vigilar.
Hojo saludó a Abdul con un gesto de la cabeza, pero de pronto recordó su reciente escarceo con la muerte, y gritó:
—¡Me ha apuñalado!
—¿Quién te ha apuñalado? —preguntó Inuyasha—. ¿Y cómo es que no estás muerto?
—O al menos sangrando —añadió Abdul, conteniendo una carcajada.
—No tiene ninguna gracia —le espetó Hojo al gigante. Se volvió hacia el príncipe y dijo—: Mientras vuestra a... am... prisionera dormía la oí gemir. Como es natural, me preocupé e intenté despertarla. Entonces empezó a gritar el nombre de su padre, me cogió por sorpresa y me apuñaló.
—¿Estás herido? —inquirió Abdul.
—¿Cómo consiguió el cuchillo? —quiso saber Inuyasha.
—Sólo se trataba de un cuchillo imaginario —dijo Hojo—. De lo contrario ahora no estaría hablando con vos. Por Alá, sufre unas pesadillas aterradoras.
Inuyasha no dijo nada y miró en dirección a la alcoba de su cautiva. Kagome, de pie frente a la ventana, advirtió que él la miraba y se apartó.
«Ya basta», decidió Inuyasha. El príncipe giró sobre sus talones y dejó a sus hombres, que lo siguieron con la mirada mientras se alejaba.
Kagome se giró al escuchar el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se abrió de par en par y en el umbral apareció su captor.
—No eres responsable de la muerte de tu padre –repitió Inuyasha, avanzando hacia ella
—¿Qué? —Kagome lo miró confundida.
—No volverás a soñar con la muerte de tu padre —le ordenó Inuyasha, señalándola con el dedo—. Es una orden.
—¿Cómo os atrevéis...?
—Me atrevo porque alborotas mi casa y asustas a mis sirvientes.
—¿Asustar a quién?
—Hojo todavía tiembla porque lo apuñalaste mientras dormías —dijo Inuyasha—. ¿No te acuerdas de haberlo hecho?
Kagome palideció.
—¿Está herido?
Inuyasha sonrió.
—No tenías un arma, sólo lo hiciste en tu sueño.
—Y entonces¿por qué demonios dais voces de esta manera?
—Eres tú la que da voces —replicó Inuyasha—. Baja el tono cuando hables conmigo.
—Mis pensamientos y mis sueños me pertenecen —replicó Kagome—. No podéis...
—La muerte de tu padre no fue culpa tuya —la interrumpió Inuyasha, resuelto a exorcizar su inmerecida responsabilidad en el asunto—. Desobedeciste a tu padre, pero su destino era morir aquel día.
En un intento por no oír aquellas palabras, Kagome se cubrió los oídos con las manos.
—Escúchame. —Inuyasha le cogió las manos, se las apartó con un gesto brusco y la sacudió con fuerza—. Una niña de diez años es incapaz de salvar a un hombre de sus asesinos. Tu...
De pronto Kagome lo golpeó con toda su fuerza.
—Mi padre era amable, honrado y justo. Un santo que me quería a pesar de mis fallos, me llamaba su sombra porque lo seguía a todas partes. La única vez que lo desobedecí... ¡No manchéis la memoria de mi padre hablando de él!
Inuyasha no pudo hacer otra cosa que mirarla fijamente. Estaba asombrado por la potencia de su puñetazo y por la audacia tan increíblemente estúpida de aquella mujer. Ningún hombre lo había golpeado jamás y seguido con vida.
«Está angustiada –se dijo Inuyasha-. No se da cuenta de lo que hace... ¿De verdad no se da cuenta? —pensó Inuyasha, luchando contra sus contradicciones internas—. Ella es la prometida de la comadreja.»
—Alejad vuestra detestable persona de mi presencia —le soltó Kagome— ¡Os odio!
—No deseo tu afecto. —Inuyasha se sintió dolido por sus palabras pero mantuvo la expresión impasible. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo desdeñaran, y en eso ellas nunca lo defraudaban.
—Tú eres el instrumento de mi venganza —declaro Inuyasha con voz amenazadora, clavándole una gélida mirada—. Te venderé en subasta y eso hará que la comadreja salga de su madriguera. Pertenecerás al mejor postor y tu prometido conocerá a su Creador.
Kagome retrocedió con un gesto brusco, como si la hubieran golpeado. Cayó de rodillas y se cubrió la cara con las manos.
Satisfecho, Inuyasha salió de la alcoba raudamente. La puerta se cerró de golpe, la llave giró en la cerradura y Kagome vio sellarse su destino.
«¡Dios mío¿Venderme en subasta? —pensó—. Qué clase de monstruo es capaz de vender a una mujer? Él me ha besado y acariciado íntimamente. ¿Cómo puede hacerme esto?»
La puerta estaba cerrada con llave. La muerte era su única salida. «El suicidio es pecado mortal», susurraron las enseñanzas religiosas de toda una vida.
Kagome juró enfrentarse a su destino con valentía, e hizo un esfuerzo por reprimir el llanto. No pudo. Se echó a sollozar convulsivamente y un río de lagrimas le bañó las mejillas. Encontraría la manera de escapar, y ¡ay de Naraku si sus caminos se cruzaban antes de que el príncipe diera con él! Kagome estaba dispuesta a matarlo con sus propias manos por haberle puesto en esa aterradora situación.
A primera hora de la mañana siguiente, Kagome vio por la ventana a Inuyasha partir con Abdul hacia Estambul.
Bueno, parece que kagome no se ha tomado muy bien eso de ser vendida, aunque es normal no? Nadie en su sano juicio se pone contenta cuando se entera de que va a ser vendida...
Bueno Solo deciros que la historia esta llegando a la mitad y que me dejeis reviews!
BYE
