Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Buenas! Aquí os traigo el 10mo capítulo jajaja, espero que os guste!


10

—Es para mí un placer volveros a ver, príncipe Inuyasha.

—¿Lo es? —respondió Inuyasha, arqueando una ceja al mirar al bigotudo francés.

—Por supuesto —contestó el duque de Sassari— Nunca escojo mis palabras a la ligera. —El duque echó un vistazo a la estancia y agregó—: Vaya multitud.

Inuyasha recorrió con la mirada la sala privada de Akbar, el mercader de esclavos. Los hombres más importantes de Estambul atiborraban la lujosa estancia. En un extremo de la sala se encontraba el estrado donde subastarían a Kagome.

El duque de Sassari tenía, a sus treinta años, una presencia imponente. Era alto y bien fornido, de cabello y ojos negros, y esbozaba una sonrisa de falsa simpatía. A Inuyasha no le agradaba aquel hombre y tampoco se fiaba de él.

—¿Cómo le va a mi hermana? —inquino el duque, rompiendo el silencio.

—¿Vuestra hermana?

—Mi hermanastra Lyndar es una de las concubinas del sultán Selim.

—Lyndar ya no es su concubina —dijo Inuyasha— Acaba de dar a luz al hijo de Selim.

—Excelente. —Esta vez la sonrisa del duque pareció sincera.

Inuyasha volvió a recorrer la estancia con la mirada pero no logró divisar a la persona que buscaba.

—¿Entregasteis el mensaje a Naraku? —preguntó.

—Mi primo es un cobarde —reconoció el duque— No lo veréis aquí hoy.

—¿A Naraku no le importa su hermosa prometida? —repuso Inuyasha, sorprendido. Un hombre capaz de sacrificar a una mujer tan magnífica para salvar su propio pellejo no era en absoluto un hombre ¿Convendría cancelar la subasta y quedarse él con Kagome?

—En esta subasta está prohibido pujar en nombre de otro —advirtió Inuyasha.

—Naraku jamás aceptaría a una novia mancillada —le aseguro el duque—. No le preocupa nada una inglesa a la que nunca ha visto.

—Sólo se acepta oro en pago y al contado antes de exigir la propiedad -dijo Inuyasha, ignorando la rabia que empezaba a embargarle. Pero ¿era rabia por ver desbaratados sus planes, o por Kagome?

—Llevo suficiente oro —replicó el duque—. Pero ¿por qué no os quedáis vos con la mujer?

Inuyasha no contestó. Desvió la mirada hacia la sala y se fijo en los demás hombres, que hablaban en voz baja ¿Quien sería el mejor postor que acabaría quedándose con su flor silvestre¿Tendría ese hombre la paciencia para manejar a aquella mujer tan terca, o la azotaría¿Y quien la acogería en sus brazos cuando gritara por la noche?

Miroku cruzó el portal arqueado y entró en la sala con aire fanfarrón. Inuyasha giró sobre sus talones y se dirigió hacia él.

—Me alegro de verte —le dijo a su amigo.

Miroku asintió con la cabeza.

—¿Se sabe algo de Naraku?

—El duque de Sassari ha venido a pujar —respondió Inuyasha haciendo un gesto en su dirección—. Me gustaría saber en nombre de quién.

—Ya te dije que la comadreja se quedaría en su madriguera —recordó Miroku—. ¿Dónde está tu flor silvestre?

Inuyasha se encogió de hombros.

—Supongo que Akbar la tiene en un lugar seguro.

—¿Un lugar en el que no pueda oír lo que sucede aquí dentro? —preguntó Miroku—. Oh, olvidaba que a veces Akbar administra drogas a la mercancía.

—¿Qué? —Aquello sorprendió a Inuyasha.

—¿No lo sabías? No hay de qué preocuparse. Akbar les da un sedante suave para que la mercancía se muestre sumisa a la inspección. Por cierto¿cómo se tomó la noticia de su inminente venta?

Inuyasha puso cara inexpresiva y no dijo nada. Por su mente cruzó la imagen de Kagome, tal como la había visto por última vez. Sintió que se le encogía el corazón ante el recuerdo de su expresión atormentada.

Impulsada por la angustia, Kagome lo había herido con su única arma, las palabras. Inuyasha sabía que él había reaccionado con rabia. En nombre de Alá, había jurado jamás hacerle daño a otra mujer movido por la rabia. Y ahora...

—Mi pajarillo se volvió loca de contenta cuando supo que tengo intención de volver a casa con su prima —explicó Miroku, yendo al grano.

Ese comentario hizo reaccionar al príncipe.

—¿Qué has dicho?

—Pues que tengo intención de...

—Ya te he oído —le espetó Inuyasha. Le irritaba pensar que al cabo de unos minutos su propio amigo pudiera poseer a la mujer que él deseaba.

Un alboroto junto a la puerta les llamó la atención. Entraron seis guardaespaldas imperiales que escudriñaron la multitud. Detrás de ellos apareció Kouga, seguido de más guardaespaldas.

—Te dije que te quedaras en Topkapi —le espetó Inuyasha—. Es demasiado peligroso andar pavoneándose por Estambul.

—Yo nunca me pavoneo —dijo Kouga, lanzándole un guiño cómplice a Miroku—. He venido a ver a tu bella salvaje. Tal vez decida añadir otra exquisita joya a mi harén.

—El riesgo no merece la pena —musitó Inuyasha—. Bien. He de avisar a Akbar para que empiece la subasta. —Tras esas palabras, el príncipe se alejó a grandes zancadas.

—¿Tú qué crees?

—Al parecer mi primo desea a su cautiva.

—Tendrías que haberlos visto juntos —sonrió Miroku—. Esa flor silvestre enciende sus sentidos; a decir verdad, es una pareja ideal para la bestia. Tenemos que ayudarle a tomar conciencia de sus sentimientos hacia ella antes de que sea demasiado tarde.

—Inuyasha no tendrá oportunidad contra el Lobo de Estambul y el Hijo del Tiburón —respondió Kouga.

—¿El Lobo de Estambul? —repitió Miroku, reprimiendo una sonrisa por no ofender al heredero del sultán.

—He decidido que a partir de ahora se me conocerá como el Lobo de Estambul —le informó Kouga.

Miroku sonrió abiertamente y se atrevió a bromear:

—Yo pensaba que eras el Semental de Estambul.

Kouga sonrió de oreja a oreja.

—Eso también, pero el Lobo de Estambul es infinitamente más distinguido.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Inuyasha, regresando junto a los dos hombres.

—Hablábamos de animales —dijo Kouga.

—Acerquémonos un poco más al estrado —le pidió Inuyasha a su primo.

—Estoy bien aquí —respondió Kouga.

Akbar entró en la sala por un portal cerrado con cortina y subió al estrado. Un silencio expectante se apoderó de los hombres reunidos, que dedicaron al mercader de esclavos toda su atención.

Vestido con prendas costosas y multicolores, como correspondía al principal mercader de esclavos de Estambul, Akbar saludó a los distinguidos hombres. Su mercancía era siempre de la mejor calidad y, sólo con esa subasta, ya tenía su fortuna asegurada para toda la vida. Akbar se volvió y dio un par de palmadas.

La cortina se abrió. Ataviado con sus mejores prendas, apareció Hojo conduciendo a una silueta envuelta en blanco hacia el estrado. Una seda blanca cubría a Kagome de pies a cabeza. Sólo se distinguía sus ojos esmeralda, que brillaban acuosos por la droga que había ingerido. Al subir al estrado, Kagome tropezó, pero Hojo la cogió por el brazo y evitó que cayera. Le susurró algo y la ayudó a subir a la plataforma.

—La fierecilla parece muy dócil —observó Kouga.

—Akbar le habrá dado una buena dosis de... —Miroku se interrumpió al mirar de reojo a su amigo.

Era evidente que Inuyasha estaba molesto. La rabia le tensaba los labios en una línea recta, y la cicatriz de su mejilla palidecía a medida que aumentaba su furia.

—Señores, ruego vuestra atención —pidió Akbar innecesariamente—. El príncipe Inuyasha ha tenido la amabilidad de poner esta exótica flor a la venta. Su eunuco la acompañará sin coste añadido. En pago sólo se admitirá oro y habrá que pagarlo al contado antes de adquirir la propiedad.

Akbar hizo un gesto en dirección a Hojo, y éste, con ademán ceremonioso, retiró el velo del rostro de Kagome. Al revelarse la turbadora belleza de su cara, se oyó un murmullo colectivo de admiración entre la veintena de hombres que llenaban la estancia.

Akbar sonrió.

—Una virgen con rostro de...

—¡Cien monedas de oro! —vociferó Miroku

Inuyasha giró la cabeza bruscamente y clavó la mirada en su amigo. Miroku lo miró con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Ciento cincuenta monedas de oro! —pujó un hombre junto al estrado.

Inuyasha estiró el cuello para ver quién se había atrevido a pujar por su flor silvestre. Lo que menos le importaba era que aquel hombre hubiera recibido una invitación para hacer justamente eso. Kouga y Miroku cambiaron sonrisas de complicidad.

—¿Quién es ése? —preguntó Inuyasha.

—El conde Orcioni —respondió Kouga.

—¿Y quién demonios es? Nunca he oído hablar de él.

Miroku le guiñó el ojo a Kouga y agregó:

—El famoso dueño de prostitutas de Pantelleria, amigo del duque de Sassari.

Akbar hizo una seña en dirección al eunuco. Hojo despojó a su señora del yashmak blanco que la cubría, y ella quedó ataviada con un bolero absurdamente diminuto y un pantaloncito corto que no dejaban nada a la imaginación. Kagome se tambaleó sobre sus pies.

—Por Alá —masculló Inuyasha —. ¿Qué le ha dado ese cabrón para que se tambalee así?

—Cabello exuberante del color de la noche —prosiguió Akbar.

—¡Doscientas monedas de oro! —gritó un hombre gordo.

—¿Quién es ése? —preguntó Inuyasha —. Yo no lo he invitado.

—Yagli Cirkin, un buen amigo de Akbar —respondió Kouga.

—¿Yagli Cirkin? —repitió Miroku, fingiendo sorpresa escandalizada—. Pero si he sabido que él... Bueno, no importa.

—¿Qué has sabido? —le apremió Inuyasha.

—Yagli Cirkin tiene fama de maltratar a sus mujeres —dijo Kouga.

Inuyasha gruñó e hizo ademán de precipitarse hacia el hombre obeso. Kouga y Miroku lo retuvieron por los brazos.

—Doscientas monedas de oro —repitió Akbar—. ¿Quién subirá la apuesta por este cutis inmaculado y suave como la mejor seda de Bursa?

—¡Trescientas monedas de oro! —anunció el duque de Sassari.

—¡Mil monedas de oro! —exclamó Kouga.

Todos los presentes se giraron para mirar a Kouga. Si el heredero del sultán quería a aquella mujer, no pujarían más.

El conde Orcioni rompió el silencio, y gritó:

—¡Mil quinientas monedas de oro!

—¡Dos mil! —Miroku dejó al hombre con las palabras en la boca.

—¡Tres mil! —insistió Kouga.

Como un animal enjaulado, Inuyasha giraba la cabeza de su amigo a su primo. «¡Los muy cerdos!»

Satisfecho del rumbo que tomaba la subasta, Akbar siguió adelante:

—Aquí tengo tres mil monedas de oro del mejor conocedor de la carne de mujer en Estambul. ¿Bien...?

—¡Cuatro mil! —pujó Yagli Cirkin, arrimándose al estrado lo bastante para pellizcar a Kagome en el muslo.

—¡Cinco mil!—gritó Miroku.

Kouga hizo un gesto con la cabeza hacia Miroku y vociferó:

—¡Seis mil!

—Acercaos, caballeros —invitó Akbar— Acercaos y apreciad la perfección de sus exquisitos pechos con esos tentadores pezones rosados. —Hizo una señal hacia Hojo, pero al ver que éste no se movía, prosiguió—: Acercaos y tocad los magníficos pechos de esta mujer, que Alá moldeó para satisfacer al más lascivo de los hombres y para dar de mamar a los hijos que consiga engendrar con esta virgen.

Akbar volvió a gesticular hacia Hojo. El eunuco hizo ademán de retirar el pequeño bolero de la doncella.

—¡No! —chilló Kagome, apartándolo de un codazo.

Akbar alargó el brazo para cogerla pero Kagome amenazó con darle un puñetazo.

—¡Basta! —rugió Inuyasha, dando un paso al frente.

Los hombres observaron anonadados cómo Inuyasha pasaba junto a ellos y subía al estrado de un salto. Arrebató el yashmak de manos de Hojo y al cubrir a Kagome con la túnica, ésta empezó a pestañear y se desmayó. Inuyasha la cogió y la levantó en brazos.

—He cambiado de parecer —anunció Inuyasha.

Al fondo de la sala, Kouga y Miroku intercambiaron sonrisas victoriosas.

—No podéis cambiar de parecer —protestó Akbar—. La subasta ha comenzado.

Inuyasha miró al mercader de esclavos con el rostro demudado por la rabia.

—He dicho que se acabó la venta.

—Vaya fraude —se atrevió a insinuar el conde Orcioni.

—Es injusto—convino Yagli Cirkin.

—He decidido quedarme con mi esclava —informó Inuyasha a los hombres reunidos—. Con cargo a mi cuenta, os invito a escoger otra pieza de entre la exquisita mercancía de Akbar.

—¿Regalaréis a cada hombre de los presentes otra esclava de su elección? —inquirió Akbar, sus ojos oscuros desorbitados por la idea de todo el oro que ganaría.

—Sí, salvo a Yagli Cirkin, que nunca fue invitado a esta subasta —declaró Inuyasha, clavando una mirada inapelable en el mercader de esclavos.

Inuyasha bajó del estrado con Kagome apoyada contra su pecho. Los hombres se apartaron para dar paso a la imprevisible Bestia del Sultán. Al llegar junto a su primo Inuyasha se detuvo.

—Selecciona todas las vírgenes que te apetezca desflorar —le ofreció.

—Aunque es una belleza, yo prefiero que mis vírgenes sean más jóvenes —comentó Kouga—. ¿Qué harás con ella?

—¿Tú crees que hace falta preguntárselo? —bromeó Miroku.

Pero la Bestia del Sultán dio al Lobo de Estambul y al Hijo del Tiburón un susto mayúsculo:

—Esta virtuosa y noble doncella merece un matrimonio honorable —anunció, y luego se volvió hacia Miroku—. Por favor, acompaña a Hojo a la casa de mi madre. —Y Inuyasha salió con Kagome en brazos por el portal arqueado.

Caía la tarde en profundas sombras que cruzaban la calle desierta frente a la sala de Akbar. Los fieles de Estambul se reunían para rezar; los infieles cristianos y judíos preparaban la cena de la noche.

Inuyasha se detuvo un instante y dirigió una mirada llena de amor al rostro de su cautiva. Las pestañas de Kagome temblaron y se abrieron. Inuyasha vio los ojos verdes más arrebatadores del mundo.

— Inuyasha... —suspiró Kagome, como un susurro mecido por una brisa suave. Pero el sueño narcotizado se la llevó nuevamente.

Estrechándola contra sí, Inuyasha apoyó los labios sobre los de ella.

—Perdóname, mi preciosa flor silvestre —susurró—. Te protegeré siempre y nunca te dejaré ir.

De pronto apareció Abdul, conduciendo sus caballos.

—¿Voy en busca de una litera? —se ofreció—. Estoy seguro de que Akbar...

—No.

Abdul asintió con la cabeza y alargó los brazos para coger a Kagome. Negándose en silencio a renunciar a su tesoro, Inuyasha la acomodó en sus brazos y montó en su caballo. Inuyasha y Abdul bajaron lentamente por el estrecho sendero en dirección a la casa de Izaioy.

No advirtieron la presencia de una figura cubierta de negro que desde un callejón junto al establecimiento de Akbar espiaba la escena. Al pasar el príncipe, el hombre se apartó el kufiyah negro de la cara y se quedó mirándolos fijamente. Su semblante enjuto recordaba al de una comadreja y la cólera le torció los labios en una mueca silenciosa. «Conque la Bestia del Sultán alberga sentimientos tiernos hacia la inglesa —pensó el conde de Beaulieu, esfumándose entre las sombras—. Bien. Mí prometida será el instrumento de la defenestración y muerte del príncipe.»

Al llegar al patio de la casa de su madre, Inuyasha deslizó una pierna por encima de la silla de montar y se dejó caer del caballo. Kagome dormía acurrucada contra su pecho. Abdul tomó las riendas y condujo los caballos hacia los establos.

Una vez dentro, Inuyasha pasó ante los sorprendidos sirvientes de su madre, que corrieron en busca de su señora para contarle la nueva, Inuyasha se dirigió a la alcoba donde dormía en las esporádicas visitas que hacía a su madre, la misma que había ocupado desde niño.

Con Kagome aún en sus brazos, Inuyasha abrió la puerta y entró, luego la cerró con un golpe de la bota. Cruzó la alcoba en dirección a la cama y allí retiró la colcha. Tendió a Kagome con gesto delicado y empezó a desvestirla. Sintió que perdía el aliento ante la visión de aquella belleza sin parangón, y de sólo pensar que había estado a punto de perderla se le secó la boca de pánico. El reconocimiento de que tenía una debilidad, su amor por su bella cautiva, casi lo derribó.

Inuyasha respiró hondo para calmarse. Su flor silvestre le pertenecía. Él la protegería y ningún enemigo podría utilizar su amor por ella en contra suyo. Movió a Kagome para que su cabeza descansara sobre la almohada y le subió la colcha hasta el mentón. Sentado en el borde de la cama, acarició su mejilla de seda, luego se inclinó sobre ella y la besó en la frente.

—Cuando vuelva serás mía para siempre —prometió.

—¿La amas y no has tenido corazón para venderla? —dijo una voz a sus espaldas—. Menuda venganza.

Sorprendido, Inuyasha se volvió y se encontró con su madre, que lo miraba con una mueca de menosprecio.

—Es siempre un placer visitarte, querida madre —dijo él con tono seco.

Izaioy se inclinó y contempló con severidad a la joven mujer que según todos los indicios le había robado el corazón a su hijo.

—Supongo que está bastante bien, salvo esas horribles pecas —observó Izaioy—. ¿Lleva en su vientre a mi nieto?

Izaioy hizo un gesto para retirar el edredón, pero Inuyasha la detuvo con la mano.

—Dormirá varias horas, y yo tengo que atender ciertos asuntos. Cuando llegue Miroku con Hojo, dile al eunuco que cuide de ella. — Inuyasha abrió la puerta y miró a su madre, arqueando una ceja oscura—. Dejemos que duerma.

—¿Es que no vas a permitir que la mire? —preguntó Izaioy.

—Quiero que descanse —dijo Inuyasha —. Ya la conocerás cuando despierte.

—Muy bien —accedió Izaioy, cruzando la alcoba para salir delante de él—. Pero te advierto, mi curiosidad se verá saciada.

—Esta noche, madre —concedió Inuyasha con voz cansina—. La conocerás cuando vuelva. —Se giró y echó a andar por el pasillo, pero la voz de su madre lo detuvo.

—¿Adónde vas?

Inuyasha le dirigió una sonrisa inescrutable.

—A visitar al imán.

—¿Por qué?

—Para casarme —le informó Inuyasha por encima del hombro y, al doblar el recodo, desapareció de la vista.

Inuyasha salió al patio y estuvo a punto de chocar con Abdul, que en ese momento entraba a la casa.

—¿Mi caballo? —preguntó el príncipe.

—Lo he llevado al establo.

Inuyasha lo miró ceñudo, pero luego se relajó su expresión.

—Iremos caminando.

—¿Adonde? —preguntó Abdul.

—A ver al imán.

Abdul adelantó el paso para andar junto al príncipe, y los dos hombres se adentraron en la noche. Al cabo de un rato se detuvieron frente a la residencia del sacerdote. Sin vacilar, Inuyasha llamó a la puerta.

Pasaron varios minutos hasta que la puerta se abrió bruscamente.

—La Bestia del Sultán... —balbuceó un sirviente, retrocediendo unos pasos.

Nadie los invitó a entrar, pero Inuyasha y Abdul pasaron junto al atemorizado sirviente justo cuando su amo llegaba al vestíbulo.

—Príncipe Inuyasha¿en qué puedo serviros? —saludó el imán, con la sorpresa reflejada en el rostro.

—Quiero casarme —le dijo Inuyasha.

—Felicidades, señor. —El imán sonrió—. Si me dais el nombre de la afortunada doncella, mi escribiente...

—-Ahora —le interrumpió Inuyasha.

—¿Perdón, señor?

—Quiero casarme esta noche.

—Es una petición un tanto inusual —repuso el imán—. Los documentos...

—No es ninguna petición —declaró Inuyasha, dirigiendo una mueca fiera al sacerdote—. Me casaré esta misma noche.

—Bien, señor. El documento matrimonial se puede preparar antes de una hora —accedió el imán. Llevarle la contraria al príncipe podía ser muy desaconsejable para la salud—. ¿Con quién deseáis casaros?

—Con mi esclava Kagome...

—¿Vuestra esclava...? —El imán se quedó de una pieza—. Pero un príncipe no se casa con su esclava.

—Lo hace, si así lo desea —le espetó Inuyasha, visiblemente irritado.

—No me entendéis —explicó el imán—. Casarse con un esclavo es ilegal.

—Necesita la manumisión —susurró Abdul al príncipe.

—Redactad los documentos de manumisión y de matrimonio —dijo Inuyasha —. Firmaré el papel que le concede la libertad a mi esclava y luego el otro.

—Pues... —El imán vaciló.

—Seréis generosamente recompensando —añadió Inuyasha.

—Se puede hacer pero llevará un poco de tiempo.

—Esperaré.

El imán inclinó la cabeza.

—Os ruego que entréis en mi salón y toméis un refrigerio mientras esperáis.

Alrededor de la medianoche, Inuyasha y Abdul salieron de la residencia del imán. No había luna y todo estaba sumido en un extraño silencio. La estrecha calle estaba desierta.

—Jamás imaginé que algún día sería un hombre casado —comentó Inuyasha mientras se encaminaban hacia casa de Izaioy.

Abdul miró a su amo de reojo y dijo:

—Probad a darle unos azotes...

Inuyasha se detuvo de pronto y pidió silencio con la mano. Aguzaron el oído. A sus espaldas se detuvo un ruido de pasos. Inuyasha y Abdul se miraron y reemprendieron la marcha. Los pasos también lo hicieron, acompasados a su ritmo. Inuyasha y Abdul disminuyeron el paso. Las pisadas los imitaron.

Inuyasha se detuvo e hizo un gesto a Abdul indicándole que siguiera caminando. Abdul negó con la cabeza. Inuyasha gruñó, pero Abdul le hizo una seña de que siguieran andando. Esta vez fue Inuyasha quien negó con la cabeza.

De pronto, las pisadas se abalanzaron hacia ellos y ambos se giraron. Dos hombres les atacaban empuñando sendos puñales. Uno de ellos se precipitó sobre Abdul. El otro, un tipo gigantesco, cogió a Inuyasha desprevenido, lo derribó de un empujón y se dispuso a clavarle el puñal. Rápido como un rayo, Inuyasha le asestó una patada en la entrepierna y el villano se encogió de dolor. El príncipe lo sujetó contra el suelo y lo desarmó, amenazándolo con su propio puñal contra el cuello. El otro atacante decidió poner pies en polvorosa.

—¡Piedad, por Alá! —suplicó el asesino.

—¿Quién te ha enviado? —bromeó Inuyasha.

— Naraku... —balbuceó el hombre.

—¿Dónde se esconde esa maldita comadreja?

—No lo sé, señor... Alá lo castigará...

Aquellas fueron las últimas palabras que pronuncio aquel asesino a sueldo. La Bestia del Sultán le rebano el cuello de oreja a oreja.


Ohhhhhhh, que bonito no, aunque la boda deja mucho que desear...¬¬ pero lo que cuenta es que están casados no? Y lo más importante...que Inuyasha ha aceptado sus sentimientos por Kagome y ella ya no es su esclava sino...su esposa jajajajaja

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BYE