Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Bueno, hoy también hay dos capítulos jaja pero como ya lo he acabado pues lo he puesto hoy

Espero que os guste!


12

—¿Habéis olvidado a vuestra hija? —exclamó Kagome con incredulidad.

Koko se encogió de hombros, impasible.

—A veces, sucede lo inesperado, pero nosotros los armenios somos gente dura y nos...

—... fortalecemos ante la adversidad —terminó Kagome, disgustada con él y con todos los armenios.

Koko asintió con la cabeza.

—Así es.

—Enviad a Petri en busca de Krista —sugirió Kagome —. Los esperaremos aquí.

—Petri no está disponible.

—¿Y Demetri?

—Volvemos al caravasar —zanjó Koko—, y pasaremos ahí la noche. Reanudaremos el viaje por la mañana. ¿Qué habremos perdido sino un día?

—Bien. Ha sido un placer conoceros —repuso Kagome —. Yo seguiré mi camino.

—¿Solo? —Koko dio un respingo. Alargó el brazo y le cogió las riendas—. Os ruego que no cometáis una imprudencia.

—¿Por qué?

—Es peligroso viajar solo —dijo Koko—. Podríais morir a manos de los bandoleros, o podrían robaros vuestras pertenencias.

—No tengo pertenencias —replicó Kagome, tirando de las riendas para zafarse.

—¿Y vuestro caballo?

Kagome vaciló. No había pensado en eso.

—Si fuerais mujer vuestro destino sería aún peor —añadió Koko con malicia.

Kagome comenzó a inquietarse.

—¿En qué sentido?

—Esas sucias alimañas abusarían de una mujer de las maneras más abominables —afirmó Koko—. Primero empezarían por...

Kagome estaba asustada pero decidida.

—Voy a seguir mi camino.

—Así sea. —Koko se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa—. Cada hombre debe seguir su propio destino... su kismet.

Koko gritó una orden en su extraño lenguaje armenio. La caravana empezó a girar lentamente para emprender el camino de vuelta hacia el caravasar.

—Adiós, Miroku —dijo Koko—. Que Alá os proteja. —El armenio hizo girar su caballo con gesto majestuoso y se lanzó al galope detrás de la caravana.

Kagome los observó y luego fijó los ojos en el camino que tenía delante. Se sentía sola y vulnerable.

«Qué grande es el mundo», pensó. No tenía razón para creer que Inuyasha la estaría buscando por esos lares. Con su disfraz de hombre había conseguido engañar a toda la tribu de los Kasabian. Pero ¿de verdad lo había conseguido? En todo caso, el armenio había respetado su intimidad y no había indagado demasiado. Además, le aterraba viajar sola. Ay¿por qué se había escapado¿Qué haría ahora?

—¡Esperadme! —gritó Kagome de pronto, azuzando a su caballo para que alcanzara la caravana.

Cuatro horas más tarde avistaron el caravasar, y Kagome tuvo su primera sospecha de que algo iba mal. Había demasiados hombres y caballos. A esa hora temprana de la tarde no era normal que los viajeros pararan a pernoctar.

Por precaución, Kagome se mantuvo oculta entre los Kasabian. Se ajustó el kufiyah que le cubría el rostro y luego se apeó.

«Con tanta gente¿cómo podré seguir con el engaño?», se preguntó, acariciando la yegua. Si alguien adivinaba su verdadera identidad... Kagome no se atrevía a pensar en esa posibilidad. Fue entonces cuando se llevó el primer susto de los varios que tendría aquel día: con la pequeña Krista Kasabian cogida de la mano, Inuyasha salía del caravasar. Detrás de él venía Petri.

El mundo era más pequeño de lo que ella pensaba.

«Tendría que haber sido más lista y no volver con los Kasabian», se reprendió, sin saber que toda la escena había sido planeada por Koko. Si conseguía escabullirse por donde había venido, quizá podría huir sin que nadie lo advirtiera.

Permaneció inmóvil, hipnotizada por la inesperada visión de Inuyasha. A pesar de lo que él le había hecho, sentía estremecerse todo su cuerpo ante la emoción de verlo de nuevo, y la embargó un impulso casi irresistible de lanzarse a sus brazos y entregarse a él.

«El hambre me debilita», se dijo Kagome, mientras Koko abrazaba a su hija. Al menos el príncipe le había dado de comer, que era más de lo que habían hecho los Kasabian. Una mujer no podía sobrevivir sólo con crepés dulces.

Koko envió a Krista junto a su madre, que estrechó a la niña como si no quisiera volver a soltarla. Contemplando ese conmovedor reencuentro, Kagome olvidó sus preocupaciones y sintió un anhelo insistente en el corazón. «Qué maravilloso ha de ser tener a tu propio hijo en brazos», pensó. Lástima que la criatura tuviera que tener un padre. Por lo que había oído de la comadreja y visto de la Bestia del Sultán, tener un esposo era algo francamente desalentador.

—Mi príncipe, os agradezco que hayáis protegido a mi hija en mi ausencia —dijo Koko en voz alta, y Kagome aguzó el oído.

—Cuida mejor tus posesiones más valiosas, amigo —aconsejó Inuyasha—, o corres el riesgo de perderlas.

Koko asintió con la cabeza.

—Vuestro Zorro del Desierto viaja con nosotros y querrá reunirse con vos, excelencia.

Inuyasha miró al armenio y arqueó una ceja.

—¡Miroku! —llamó Koko.

«Maldito estúpido», pensó Kagome. Estaba atrapada.

Inuyasha volvió sus intensos ojos dorados hacia Kagome y la miró fijamente. Sabía que la tenía atrapada y no tenía prisa.

—Ah, sí. Mi valiente pero insensato Zorro del Desierto —dijo Inuyasha, y se acercó a ella a paso lento y tranquilo.

Kagome intentó subirse al caballo de un salto, pero Abdul, que se había situado sigilosamente a su espalda, la sujetó por el brazo. Kagome reaccionó e, impulsada por la rabia, le propinó una patada en la espinilla y se liberó. A continuación montó la yegua de un salto y salió a todo galope. Inuyasha montó su propio semental y, levantando una estela de polvo, se lanzó en pos de su presa.

Kagome cabalgaba inclinada sobre el pescuezo de su yegua, rogándole que galopara más rápido. Inuyasha acortaba distancias sonriendo con admiración ante la habilidad con que Kagome manejaba su montura.

Estaba cerca, cada vez más cerca.

A Kagome le parecía sentir el aliento de su captor en su espalda, y aguijó a su caballo con desesperación. Pero la yegua no podía competir con el semental.

Inuyasha alcanzó a la yegua y de pronto saltó de su silla y derribó a Kagome. Inuyasha la sujetó y giró el cuerpo para recibir el golpe del impacto. Aterrizaron bruscamente contra la tierra reseca. Por unos instantes, sólo se oyó el silencio y la trabajosa respiración de ambos.

Sus pensamientos, no obstante, no estaban en reposo como sus lenguas. Inuyasha se sentía aliviado de recuperar a su flor silvestre, pero al mismo tiempo irritado por los problemas que le había ocasionado. Kagome estaba enfadada porque la habían atrapado tan fácilmente, pero sus sentidos habían despertado, estimulados por la presencia de su captor.

—¿Estás herida? —Inuyasha rompió el silencio.

—No. ¿Y vos?

—Desgraciadamente para ti, estoy bien. —Inuyasha se volvió hacia Kagome y la tendió de espaldas. Clavo los ojos dorados en su rostro aún enmascarado—. El Zorro del Desierto, supongo.

—Muy gracioso.

Inuyasha le quitó el kufiyah.

—Querías huir, mi flor silvestre.

—He huido —le corrigió Kagome —. Si no fuera por ese estúpido armenio...

—Sí no fuera por el armenio estarías muerta —replicó Inuyasha—. Deberías agradecer que Kasabian haya sabido reconocer el valor que tienes para mí.

—¿Queréis decir que desde el principio él sabía que yo...?

Inuyasha rió.

—¿De veras esperabas poder ocultar tu condición de mujer?

—Lo habría conseguido —masculló Kagome.

Inuyasha la besó en la punta de su nariz respingona y se quedó mirando fijamente sus arrebatadores ojos verdes.

—¿Adónde ibas?

—A casa.

Inuyasha volvió a soltar una carcajada.

—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Kagome.

—Los Kasabian viajan hacia el este, a Armenia —dijo Inuyasha—. Inglaterra queda hacia el oeste.

—De todos modos, habría llegado.

Inuyasha la miró arqueando una ceja.

—El mundo es redondo —se obstinó Kagome—. Viajando hacia el este, con el tiempo hubiese llegado al oeste.

—Tal vez, amor mío, pero llegarías a casa siendo una mujer vieja y canosa.

«¿Amor mío?» Su ternura aturdió a Kagome. ¿Cómo era capaz de venderla como esclava y luego llamarla su amor? Cambió de tema, confundida por sus palabras.

—¿ Cómo está Hojo?

—Todo lo bien que cabe esperar.

—¿Y cuál ha sido el castigo por su incompetencia¿La pérdida de sus extremidades? — Kagome fingió enfado para ocultar su sentimiento de culpa. El castigo que habría sufrido el hombrecillo era sólo culpa de ella.

—Gracias a la oportuna llegada de Petri Kasabian a Estambul, decidí perdonarle la vida a Hojo —explicó Inuyasha—. Salvo la nariz rota y los dos ojos morados que tu le infligiste. Hojo está bien y te aguarda en la residencia de mi madre.

—Me niego a ser la esclava de tu madre —declaró Kagome.

—¿Ah, sí? —preguntó Inuyasha, acercando sus labios a los de ella.

—Sí, y además...

Inuyasha le dio un beso largo y ardiente, exteriorizando toda su pasión. Abrumada, Kagome se abandonó en sus brazos y le devolvió el beso con ansia. Y así estuvieron largo rato.

Fue Inuyasha, por fin, quien interrumpió el beso. Se quedó mirando su expresión anonadada y deslizó los dedos por la piel sedosa de su mejilla.

«Lo amo», pensó Kagome, pero para ocultar su vergüenza por haber respondido así a su beso le espetó:

—¿Acaso me consideras una cualquiera para copular en un camino polvoriento?

—Eres tentadora, como Eva en el jardín del Edén —aseguró Inuyasha.

—Los paganos no sabéis nada del paraíso.

—¿Ah, no? —Inuyasha deslizó la mano por su cuerpo hasta su entrepierna y la acarició—. El paraíso está aquí, mi princesa.

—No soy ninguna princesa —exclamo Kagome, sintiéndose ruborizar.

Inuyasha se incorporó. Le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie y luego llamó a su caballo con un silbido. El semental acudió al punto y, detrás de él, la yegua.

—Así como la yegua sigue al semental, tu también seguirás mis pasos —dijo Inuyasha con voz ronca.

Kagome se ruborizó aún más y bajó la vista, sintiendo que algo se le derretía en la boca del estómago.

—¿Lo has pasado bien en tu aventura, querida amiga? —susurró Kagome, acariciando el cuello de la yegua—. ¿Cómo se llama?

—Le puse un nombre inspirado en ti —explicó Inuyasha, esbozando una sonrisa—. Se llama Placer infinito.

Antes de que Kagome pudiera responder, Inuyasha la subió a la silla y montó detrás de ella. Seguidos de la yegua, regresaron al caravasar.

Los hombres del príncipe y los Kasabian aún seguían allí cuando llegaron. Dos sirvientes del príncipe se ocuparon de los caballos. Inuyasha apeó a Kagome del semental y ambos se acercaron a Koko.

—Te agradezco tu ayuda —le dijo Inuyasha al armenio—. Lleva tus alfombras al castillo de la Doncella cuando viajes de nuevo a Estambul.

—Sois muy generoso, príncipe Inuyasha —respondió Koko, frotándose las manos mentalmente ante la perspectiva de conseguir un buen puñado de monedas—. ¿Le cortaréis los dedos ahora?

—Maldito estúpido —dijo Kagome, arrancándose el kufiyah de la cara.

Pero Inuyasha volvió a cubrirle la cara casi por completo con el kufiyah.

—¿Por qué habría de hacer eso? —preguntó.

—La mujer os ha robado el caballo.

—La mujer es mi esposa, y el caballo es mi regalo de bodas —repuso Inuyasha, asombrando a todos los presentes salvo a Abdul—. No ha robado nada.

—¿Vuestra esposa? —exclamó Koko.

—¿Vuestra mujer? —repitió Kagome, quitándose el kufiyah y clavándole la mirada.

—Nadie debe posar los ojos en el rostro de la esposa de un príncipe —dijo Inuyasha, cubriéndola de nuevo. Luego, dirigiéndose a Koko, agregó—: La familia Kasabian está invitada a asistir a la celebración de mi boda esta noche.

—Será un honor para nosotros, mi príncipe —respondió Koko, aún incrédulo.

Inuyasha se encaminó hacia el caravasar seguido de Kagome, pero ésta le tiró de la manga y dijo:

—Si me convirtierais realmente en vuestra esposa, tendríais el deber de protegerme. ¿No es así?

Inuyasha asintió.

Kagome se bajó el kufiyah y, señalando a Koko dijo con tono acusatorio:

—Ese hombre intentó matarme de hambre. Exijo una compensación.

Inuyasha le volvió a subir el kufiyah con gesto brusco, y soltó un gruñido:

—No te descubras la cara. Y olvida tus majaderías. —A continuación la condujo al interior del caravasar. ¿Cuántos años tardaría en aprender a comportarse como una dama?

Inuyasha se detuvo en el comedor y preguntó al posadero:

—¿Está todo a punto, tal como he pedido?

—Sí, mi príncipe.

—¿El baño?

—Perfumado, caliente y dispuesto en el interior de vuestra tienda.

—Bien. —Inuyasha tendió al posadero un saquito de monedas—. Dile a mi ayudante que le traiga comida a mi esposa y no escatimes nada para la celebración de esta noche.

—Muy bien, mi príncipe —dijo el posadero e inclinó la cabeza con reverencia.

Inuyasha llevó a Kagome al patio donde había dormido la noche anterior. Un día había bastado para cambiar su aspecto por completo: la tienda palaciega del príncipe ocupaba todo el espacio y los guardias estaban apostados aquí y allá.

—Pasa, querida —dijo Inuyasha, abriendo la lona de la tienda e invitándola a entrar.

—¿Por qué habéis mentido? —preguntó Kagome en cuanto entraron.

—Yo no he mentido —interrumpió Inuyasha—. Quítate esa ropa. Hueles mal.

Kagome lo ignoró y dijo:

—Habéis dicho que estamos casados.

—Y lo estamos.

—No recuerdo haber asistido a nuestra boda.

—Tu presencia no fue necesaria. Sólo necesitaba el permiso de tu guardián —le informó Inuyasha—. Ahora, quítate esa ropa maloliente y métete en la tina.

—¿Mi guardián?

Inuyasha le lanzó una sonrisa maliciosa.

—Yo era tu guardián y me di permiso para casarme contigo.

—Yo no he pronunciado ningún voto.

—Ya te he dicho que no era necesario.

—No me lo creo. — Kagome nunca había oído una cosa tan ridícula.

Inuyasha dejó escapar un suspiro de exasperación y sacó un documento. Se lo mostró, diciendo:

—Es nuestro certificado de matrimonio.

—No sé leer turco —repuso Kagome, devolviéndole el documento con gesto brusco—. Además¿por qué querríais casaros conmigo? Ni siquiera os gusto.

«Te amo», pensó Inuyasha, pero dijo:

—Desvístete y métete en la tina antes de que se enfríe el agua. En ausencia de Hojo, yo haré el papel de eunuco.

—No me lo creo —replicó Kagome, y en los labios de Inuyasha asomó una sonrisa.

Si no se hubiera sentido tan sucia, cansada y hambrienta, Kagome se habría resistido. Pero en ese momento lo único que quería era llenar su estómago vacío, sumergir el cuerpo en agua caliente y dormir un par de meses. Luego se ocuparía de aquel arrogante príncipe. Sin recato alguno, Kagome se desnudó y se metió en la tina. El agua caliente y perfumada hizo que suspirara de placer.

—Jabón —pidió—. Necesito jabón.

Inuyasha se arremangó y le ofreció el jabón. Sabía que seguramente Kagome se sentía exhausta después de los dos días que había durado su odisea, así que la lavo sin intentar seducirla. Pese a su intensa excitación, Inuyasha era un hombre paciente. La poseería cuando estuviera repuesta. Su novia lo obsequiaría con su virginidad, y para eso hacía falta la luz de la luna y palabras de amor susurradas, no un rápido revolcón en la alfombra.

Aturdida por la falta de sueño, la ansiedad y el baño caliente, Kagome dejó que Inuyasha la secara, la envolviera en un caftán y le peinara con delicadeza. Luego la acompañó al lecho.

Inuyasha apartó las mantas y la ayudó a tenderse. En ese momento entró Abdul, le entregó un plato con carne al príncipe y se dispuso a salir.

—Espera—dijo Kagome.

Abdul se dio vuelta y miró a Inuyasha, que le hizo un gesto con la cabeza para que se quedara.

—Mostradle ese papel —exigió Kagome.

Inuyasha sacó el certificado de matrimonio y se lo entregó a Abdul.

—Dile qué pone ahí —ordenó a su ayudante.

Abdul leyó el documento y luego se lo devolvió al príncipe. Sin mirar a Inuyasha, dijo:

—Pone que sois la esposa del príncipe. —Abdul miró a Inuyasha con el rabillo del ojo y añadió—: Unos azotes le irían bien.

—Deberías escarmentar su impertinencia —dijo Kagome cuando volvieron a quedarse a solas.

—¿Y la tuya? —preguntó Inuyasha.

—Es normal que las princesas sean impertinentes —repuso Kagome.

—Pero no con el príncipe.

—Supongo que tendré que esforzarme —murmuro Kagome. ¿Algún día volvería a Inglaterra¿Cómo podía evitar perder sus raíces inglesas en una tierra tan diferente de la suya? Si le dieran a elegir¿sería capaz de abandonar a ese hombre que le había robado el corazón?

—¿Y qué pasa con Naraku? —inquirió Kagome —. ¿Habéis renunciado a vuestra venganza? —«¿O acaso este matrimonio forma parte de ella?», pensó.

Inuyasha la miró en silencio y al cabo respondió:

—Mi venganza se ha postergado, pero jamás renunciaré a ella.

Inuyasha se sentó en el borde de la cama y le dio a Kagome tiernos trozos de cordero asado. Luego la reclinó sobre la almohada y se puso de pie.

—Esta noche cenaremos juntos —dijo—. Ahora debo saludar a nuestros huéspedes y atenderlos debidamente.

—¿Acaso la novia no está invitada a la celebración de su propia boda? —preguntó ella.

—Los hombres y las mujeres no celebran juntos.

—Qué civilizado.

—Te ordeno que duermas sin preocupaciones —dijo Inuyasha—. Y recuerda que te protegeré, que estarás sana y salva.

—Pero no estoy cansada —protestó Kagome, aunque no pudo evitar un bostezo.

—¿Y esas ojeras de cansancio que te oscurecen los ojos? —preguntó Inuyasha.

—Me las he pintado.

—Hummm...

—Quizá los días en tu compañía me han hecho envejecer.

—Yo creo que los días sin mi compañía te han hecho envejecer —afirmó Inuyasha, y volvió a sentarse en la cama—. Cierra los ojos. —Se quedó allí hasta comprobar que la respiración de Kagome se enlentecía y dormía. Entonces se inclinó sobre ella y le rozó los labios con la boca—. Esta noche, mi flor silvestre, serás mía de verdad —susurró. Luego se puso de pie y salió de la tienda.

Más tarde, al despertar, Kagome permaneció tendida, pensando en las nuevas circunstancias de su vida. Dos días habían bastado para cambiarlo todo. Había pasado de esclava fugitiva a esposa de un príncipe, aunque lo cierto es que no se sentía cómoda con ninguna de ambas condiciones. Una era demasiado indigna y la otra demasiado increíble. El hecho de que Inuyasha se hubiera casado con ella por poderes y sin su permiso no molestó en absoluto a Kagome. Jamás había albergado la esperanza de elegir a su propio esposo. El mundo no era así. La habían criado para asumir el matrimonio que le impusieran. Afortunadamente para ella, Inuyasha era joven, viril, apuesto, y por sus venas corría sangre azul. Pese a no ser el hombre elegido por la reina, Inuyasha era un buen partido. Pero no lograba desentrañar la razón de que él quisiera casarse con ella. Sin duda la hija menor de un conde extranjero no era un trofeo apetecible para un príncipe.

El sonido de chapoteos de agua penetró en los pensamientos de Kagome, que abrió los ojos. Dos velas encendidas sobre la mesa bañaban el interior de la tienda con un tenue resplandor. Y de pronto vio a Inuyasha. Estaba sentado en la tina de madera de espaldas a ella. La imagen de un hombre tan grande en una tina tan pequeña era ridícula, y Kagome tuvo que sofocar una risilla. Pero aprovechó la ocasión para contemplarlo a hurtadillas. La luz vacilante de las velas bailaba con aleteos sensuales sobre sus anchos hombros y su espalda. Cuando de pronto él se puso de pie y salió de la tina, Kagome se quedó mirando arrobada la magnífica visión de sus hombros y su ceñida cintura. Sus nalgas eran perfectamente redondas y tenía muslos musculosos. «Un Adonis moderno», pensó Kagome, y estuvo a punto de desmayarse de emoción. Jamás había visto un hombre así, y menos desnudo. Al pensar en lo que sucedería entre ellos esa noche, Kagome se ruborizó. Conocía el deber de una esposa, pero ¿era correcto disfrutar de ese deber? Inuyasha era aún más apuesto y viril que sus cuñados. Kagome sabía que iba a disfrutar de su deber y, por algún motivo, aquello le pareció pecaminoso.

Inuyasha terminó de secarse, cogió la camisa y el pantalón y se dio la vuelta.

Kagome cerró los ojos con fuerza.

Con la ropa en la mano, Inuyasha cruzó la tienda descalzo y se quedó mirando a su esposa, hermosa y deslumbrante. Se percató del rubor en sus mejillas y supo que había despertado. No obstante, permaneció a su lado observando en silencio su sueño fingido.

Kagome no había percibido su cercana presencia, y al abrir los ojos se encontró con la oscura mata de vello que le cubría el pecho. Bajó una mirada de asombro hasta el apéndice viril que pendía en la entrepierna y lo vio crecer ante sus desorbitados ojos. Soltó un gritito inarticulado y cerró los ojos con fuerza.

—No temas. —Una sonrisa teñía la voz de Inuyasha.

Kagome se negó a responder.

—Abre los ojos, flor silvestre —insistió—. Mira lo que te ofrece tu esposo en tu lecho de matrimonio.

—Cu... cu... bríos —consiguió balbucear Kagome —. Por favor.

Inuyasha se puso el pantalón. Al parecer, su intrépida flor silvestre necesitaría una larga y paciente insistencia. Ya tendrían tiempo para ello más tarde.

—Estoy vestido —anunció.

Kagome abrió un ojo, y al ver su torso desnudo volvió a cerrarlo.

—Mentiroso.

—¿Tanto recato por el pecho de un hombre? —preguntó Inuyasha—. Te aseguro que mis joyas están tapadas.

Aún recelosa, Kagome cedió poco a poco y finalmente se incorporó. Inuyasha se sentó en el borde de la cama. Se inclinó y le dio un casto beso en los labios. Kagome se quedó rígida.

—Relájate —dijo Inuyasha, deslizando una de sus poderosas manos por el brazo de Kagome — Deja de preocuparte por tu noche de bodas.

—¿Cómo sabéis...?

—Es natural temer a lo desconocido, querida esposa —musitó Inuyasha—. Aunque no me creas, te diré que no tienes nada que temer. En mi lecho te aguarda un placer mayor que el de tus imaginaciones más salvajes.

Kagome enrojeció ante aquellas palabras. Dios, de repente hacía mucho calor en la tienda, y empezaba a sentir mareos. Quizá se estaba poniendo enferma.

Inuyasha se levantó, se puso la camisa de lino blanca por encima de la cabeza y se la remetió en el pantalón.

—Por el momento haré el papel de eunuco y te cepillaré tu magnífica cabellera.

Fue hacia el aparador y cogió un cepillo, volvió a la cama y se sentó.

—Date la vuelta —ordenó.

Kagome no sabía qué pensar de aquel hombre. Al parecer, el matrimonio había cambiado su actitud por completo. Había desaparecido la implacable Bestia del Sultán, y ahora era un esposo atento.

—Por favor, date la vuelta —repitió.

«¿Por favor?» Kagome lo hizo.

Inuyasha le cepilló el cabello hasta hacerlo crepitan. Dejó el cepillo a un lado, y al rozar la nariz contra el lado de su cuello, un delicioso estremecimiento recorrió la espalda de Kagome.

—¿Tienes hambre, querida? —pregunto Inuyasha, con el aliento sobre su oreja.

«¡Dios mío!», pensó Kagome, aturdida por su inquietante proximidad y el roce de su cuerpo. Primero la hacía sudar y ahora la hacía temblar.

—¿Cariño? Ven —dijo Inuyasha, tendiéndole la mano.

Subyugada por la intensidad de su penetrante mirada azul, Kagome sólo podía mirarlo fijamente. Inuyasha esbozó una sonrisa y ella le tomó la mano.

La acompañó hasta la mesa y la ayudó a sentarse sobre uno de los enormes almohadones. Tras servirle una copa de agua de rosas, Inuyasha hizo sonar una campanilla para avisar a los sirvientes que estaban preparados para cenar. Hasta ellos llegaba el ruido de música, risas y voces de hombres en el caravasar.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó intrigada Kagome.

—Mis hombres y los Kasabian están celebrando nuestro matrimonio.

—Entonces ¿es cierto¿Estamos de verdad casados?

—El matrimonio es un asunto demasiado serio para tomárselo a broma —respondió Inuyasha—. ¿Te desagrada la idea de ser la esposa consentida de un príncipe oriental?

—No, pero todavía no entiendo cómo el cura...

—Aquí está nuestra cena —la interrumpió Inuyasha. Inuyasha no tenía ganas de rectificar su idea de que los había casado un hombre de la iglesia cristiana. Al menos esperaría hasta mañana.

Bajo la supervisión de Abdul, entraron dos hombres y dejaron exquisitos platos sobre la mesa: judías verdes en aceite, ensalada caliente de zanahorias fritas con yogur, pollo asado con arroz y relleno de albaricoques, y tortas de pan.

—¿Cómo está Abdul? —susurró Kagome—. Espero no haberle hecho daño.

—Ninguna herida permanente, sólo su orgullo.

—¿Debería disculparme?

—Una princesa no se disculpa nunca —dijo Inuyasha.

—¿Ni siquiera con su príncipe?

—Jamás se comportaría con su príncipe de manera que hiciera falta disculparse —repuso Inuyasha, con voz severa.

Kagome arqueó una perfecta ceja azcabache.

—Me resulta difícil de creer.

—Es verdad —mintió Inuyasha.

—Pero ¿y si la princesa en cuestión hiciera algo reprobable?

—Desgraciadamente, ni siquiera una princesa esta por encima del castigo —respondió Inuyasha.

—¿Y el príncipe¿Qué ocurriría si vos hicierais algo por lo que tuvierais que disculparos ante la princesa?

Inuyasha le lanzó una sonrisa maliciosa.

—Un príncipe disfruta de mayor libertad de acción que una princesa.

—Eso es injusto.

—El mundo es así.

Kagome permaneció en silencio largo rato y luego dijo:

—¿Os puedo hacer una pregunta personal?

—Eres mi esposa y puedes preguntarme lo que quieras.

—¿Por qué os habéis casado conmigo? Ni siquiera os gusto.

Con ternura, Inuyasha la miró fijamente y le indico que se sentara junto a él.

Kagome se puso de pie, rodeó la mesa y se dejo caer junto a él. Lo miró con ojos expectantes.

Inuyasha le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. La besó en los labios suavemente y se quedo contemplando sus ojos verdes.

—Te deseo —susurró.

—No... no os entiendo.

«Te amo», pensó Inuyasha. Pero se resistía a dejar que ella reinara en él a través de su amor, como había reinado su abuela Khurem sobre su abuelo Solimán.

Inuyasha la besó de nuevo y susurró:

—Me he casado contigo porque quiero tenerte en mi cama.

Aquella respuesta no agradó a Kagome.

—¿Con cuántas mujeres os habéis casado para tenerlas en vuestra cama? —La idea de que otra mujer compartiera con él su vida la enfurecía inexplicablemente.

—¿Qué quieres decir?

—Sango me dijo que en esta tierra de herejes un hombre puede casarse con cuatro mujeres y tener infinitas concubinas —dijo Kagome —. Yo soy inglesa y no puedo aceptar esa costumbre.

Así que ése era el problema. Su esposa de mejillas sonrojadas padecía celos. Sin duda era un buen principio. Inuyasha arqueó una ceja plateada y afirmó:

—Esto no es Inglaterra.

—Me puedo adaptar a muchas cosas —declaró Kagome —, pero jamás aceptaré compartir a mi esposo con...

Inuyasha la atrajo hacia sí.

—Ya sabes que no tengo un harén. Además, hablar de otras mujeres no es un tema muy apropiado para recién casados.

—Pero...

—¡Ejem! —Abdul carraspeó al apartar la lona de la tienda para que los dos sirvientes recogieran los platos. Inuyasha y Kagome mascaron unas hojas de menta y se lavaron las manos en unos tazones de agua tibia.

—-Salgamos a pasear y disfrutemos de la noche —sugirió Inuyasha, percibiendo un aire de inquietud en el rostro de su esposa.

Kagome asintió. En ese momento habría estado de acuerdo con lo que fuera con tal de retrasar lo inevitable.

Ambos salieron a una noche preñada de sensualidad, como creada para el amor. La luna creciente brillaba en el cielo, acompañada por un millar de estrellas titilantes. La embriagante fragancia de las flores impregnaba el aire y los sonidos apagados de un instrumento de cuerda llegaban hasta ellos desde el interior del caravasar.

Los guardias que Kagome había visto antes habían desaparecido. Sólo Abdul estaba sentado junto a la entrada del caravasar para proteger la intimidad de su señor.

Con el brazo entrelazado en el de su esposo, Kagome aspiró el aire perfumado y miró al príncipe tímidamente con el rabillo del ojo. A pesar de que él había intentado esclavizarla, estaba dispuesto a perdonarle. Inuyasha se había casado con ella, y por eso se sentía valorada y querida. Él era un guerrero digno de admiración y un príncipe increíblemente apuesto. ¿Qué más podía desear?

Amor.

«Poco a poco —se dijo Kagome —. Quien apresurado anda, apresurado cae.»

—La luz del sol ilumina tu belleza, pero el misterio de la noche la resalta aún más —dijo Inuyasha.

Kagome se sonrojó.

—Vos también sois bello.

—Soy una «bestia con cicatriz» —le recordó Inuyasha—. Eso fue lo que dijiste.

—Admito que estaba equivocada.

—¿Me engañan mis oídos? —preguntó Inuyasha—. Creo que es la primera vez que...

Kagome silenció sus palabras con un dedo sobre los labios. Le acarició la mejilla marcada por la cicatriz y él se quedó aún más asombrado al sentir que lo besaba justo ahí.

—Es una hermosa cicatriz y os da carácter.

—Ninguna otra mujer en el mundo describiría mi cicatriz como hermosa —dijo Inuyasha, arrimándose a ella para besarla.

Kagome retrocedió un paso.

—Habladme de vos.

—¿Qué quieres saber?

—Algo sobre vuestra familia.

—Nuestro viaje a Estambul será largo y aburrido. —Inuyasha se dio cuenta de que ella intentaba ganar tiempo—. Te entretendré con relatos sobre mi familia entonces.

—¿Y niños?

—No tengo.

—Quiero decir si os gustan.

Inuyasha la cogió entre sus brazos.

—Haremos docenas de hijos —prometió con los labios junto a los de ella.

—Yo... no me considero capaz de criar a tantos... —susurró.

—Tendremos sólo los que desees. Y yo amaré a cada uno de ellos como si fuera el primero. —Le dio un beso dulce y suave.

De pronto, Inuyasha la levantó en brazos. Kagome entrelazó los brazos alrededor de su cuello.

—Llevo esperándote toda la vida —susurró Inuyasha con voz enronquecida por la emoción.

A continuación la llevó de vuelta a la tienda y, una vez dentro, la tendió suavemente sobre el lecho conyugal.

Inuyasha se acostó junto a Kagome totalmente vestido y la cogió entre sus brazos. Sus labios se buscaron en un beso lento y arrebatador que pareció durar una eternidad. Luego él esparció besos ligeros como plumas por sus sienes, pestañas, cuello y en el puente de su nariz respingona. Kagome soltó una risilla provocada por el cosquilleo que sentía.

—¿Qué hacéis? —susurró.

—Estoy besando cada una de tus pecas.

—¿Tanto tiempo tenemos?

—Una eternidad.

inuyasha la estrechó con fuerza, como si no fuera a soltarla nunca. Y volvieron a besarse durante una eternidad.

—¿No tendríamos que quitarnos la ropa? —preguntó Kagome, ansiosa por sentir su musculoso cuerpo.

—Supongo, si lo deseas —dijo Inuyasha con tono sensual—. ¿Lo deseas?

Cautivada por la intensidad de su ardiente mirada, Kagome lo miró con aire soñador. Con voz apenas más fuerte que un susurro, contestó:

—Sí, lo deseo.

Complacido, Inuyasha la besó con delicadeza y luego preguntó:

—¿Tienes miedo, mi amor?

—Sí, un poco...

Inuyasha sonrió ante su franqueza y la estrechó con pasión. Pasó los labios sobre su frente y prometió:

—No tienes nada que temer. Confía en mí.

Inuyasha la besó en los labios y luego se levantó de la cama. Con ternura, le quitó el caftán de su tembloroso cuerpo y lo dejó caer al suelo. Inuyasha se quedó embelesado con su belleza, y sintió un irresistible impulso de besar sus exquisitos pezones, pero logró contenerse. Era demasiado pronto. Lentamente la acarició desde la garganta hasta la unión de sus muslos.

—Eres maravillosa —murmuró en un susurro. Se quitó la camisa por encima de la cabeza y la arrojó a un lado. Al llevarse las manos a la cintura del pantalón, la voz de ella lo detuvo.

—Yo... he cambiado de opinión —farfulló—. Acerca de la ropa, quiero decir. Prefiero que no te quites el pantalón.

—Demasiado tarde, princesa. —Inuyasha dejó caer los pantalones al suelo y se volvió a tender junto a ella.

Kagome se apartó de él, repentinamente aterrada. Inuyasha le tocó el brazo con suavidad.

—Acércate a mí —le dijo—. Anhelo abrazar a mi esposa.

La extraña atracción que sentía por su cuerpo y aquellas palabras pronunciadas con tanta dulzura fueron irresistibles y Kagome cedió. Por primera vez en su vida, experimentó la increíble sensación de la dureza masculina tocando su suavidad femenina.

Inuyasha la besó profundamente, arrebatándole el aliento. Luego la acarició con delicadeza mientras sus labios resbalaban por su cuello.

—Por favor... —suplicó Kagome cuando Inuyasha le atrapó con los labios uno de sus pezones.

Al poco rato, su lengua empezó a juguetear con el otro, y Kagome se sintió desfallecer. El fuego que ardía entre sus muslos le privaba de todo pensamiento coherente y le abrasaba el deseo de ser poseída por ese hombre... su esposo.

—Te deseo... —gimió Kagome.

—Abre las piernas —dijo Inuyasha, volviendo a posar sus labios sobre los de ella.

Inuyasha lo hizo sin vacilar. Inuyasha introdujo lentamente un dedo largo en su interior. Ella dio un respingo y, con el movimiento, se empaló en su dedo.

—Tranquila, amor mío... —susurró Inuyasha—. Relájate y no sentirás ningún dolor.

Inuyasha la besó de nuevo y luego introdujo otro dedo en su interior, diciendo:

—Estate quieta, mi amor. Acostúmbrate a la sensación. Estás deliciosamente apretada, pero he de prepararte para que me recibas.

Hundió la cabeza entre sus pechos y le lamió los erectos pezones. Empezó a mover los dedos suave y sensualmente en su interior.

Kagome se fue relajando y empezó a mover las caderas, haciendo que los dedos penetraran más y más. Ella emitió un gemido ronco. Las palabras y los dedos de Inuyasha enardecían sus sentidos, haciéndola mover las caderas cada vez más rápido, pero de pronto los dedos se retiraron.

—No... —protestó ella.

Inuyasha se colocó de rodillas entre sus muslos y el miembro tieso y ardiente rozó la candorosa perla de Kagome. Ella volvió a gemir.

—Mírame, mi amor —le ordenó él con su virilidad presta a penetrarla.

Kagome abrió los ojos y lo miró extasiada.

—Te evitaría el dolor de la virgen si pudiera —le aseguró Inuyasha.

Y a continuación la penetró con un solo impulso, potente pero delicado, hundiendo el miembro hasta la empuñadura. Aferrándose a él, Kagome lanzó un grito de punzante dolor al sentirlo atravesar la barrera de su virginidad.

Inuyasha se quedó inmóvil durante unos minutos, dejando que ella se acostumbrara a tenerlo en su interior. Entonces comenzó a moverse con gestos sensuales, incitándola a moverse con él.

Atrapada en la vorágine de la pasión, Kagome enroscó las piernas en torno a su cintura. Se movió con él y recibió cada una de sus vigorosas embestidas con las suyas.

De pronto, inesperadamente, Kagome estalló, transportada al paraíso por oleadas de exquisitas sensaciones. Sabiendo que su amada había alcanzado el éxtasis del placer, Inuyasha aceleró el ritmo y derramó su simiente en lo más hondo de ella.

Yacieron inmóviles largo rato. El único sonido en la tienda eran sus jadeos. Finalmente, Inuyasha se volvió, y la atrajo hacia sí para besarla en la mejilla.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Creo que sí... —respondió Kagome —. ¿Y tú?

—Estoy muy bien —murmuró—. Ahora, duerme tranquila.

Kagome apoyó la cabeza contra su pecho y cerró los ojos. Pronto su respiración se ralentizó y él supo que se había dormido.

Lamentablemente, Inuyasha no podía dormir tranquilo como su esposa. Sus enemigos no se detendrían ante nada para atraparlo, y la conciencia de que ahora tenía un punto débil le inquietaba.


Bueno aquí acaba la aventura de Kagome, espero que os haya gustado.

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