Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Primero de todo quisiera deciros, especialmente a kamissInuxAomesiempre, que la historia no ha acabado...es más tiene unos 23 o 24, no se ahora no me acuerdo, y aun queda mucha trama por delante...

Me alegro que os guste la historia muchas gracias por leerme!


13

La mañana siguiente Kagome despertó con la sensación de que su vida había cambiado, de que acababa de ocurrirle algo maravilloso. Y entonces lo recordó: su príncipe la había convertido en su princesa. Bostezó, se desperezó y se dio la vuelta. Su esposo no estaba en la cama ni en la tienda.

La voz del príncipe dando órdenes a sus hombres le llegó desde el exterior. Feliz con las nuevas circunstancias de su vida, Kagome se recostó en los almohadones. Sonrió y cerró los ojos. Sus pensamientos vagaron hacia la noche anterior. Casi podía sentir sus labios sobre los de ella, su mano acariciándola íntimamente, su cuerpo al cubrirla y poseerla... Kagome se ruborizó. De nuevo sintió que sus labios cálidos la besaban. Lo sentía tan real...

—Despierta, mi bella durmiente —murmuro Inuyasha a unos centímetros de sus labios.

«Las ensoñaciones no hablan en voz alta», pensó Kagome, y abrió los ojos. Sonrió al ver a su esposo.

—¿Por qué se tiñen de rosa tus mejillas? —preguntó Inuyasha—. ¿En qué piensas¿O es que tus pensamientos te pertenecen sólo a ti, como cierta vez dijiste?

Kagome se incorporó y dejó que la manta se le deslizara hasta la cintura, descubriendo sus pechos ante la mirada de Inuyasha.

—Yo... yo quiero... —Se interrumpió avergonzada de continuar.

—¿Qué quieres? Dímelo y es tuyo.

Kagome se inclinó para besarle la mejilla de la cicatriz, y deslizó la mano hacia su entrepierna.

—Quiero volver a estremecerme con tu calor...—dijo finalmente, recordando las palabras de su prima sobre el acto del amor.

Inuyasha la atrajo hacia sí y le dio un beso largo y dulce. Luego dijo:

—Me encantaría acurrucarme contigo más que ninguna otra cosa en el mundo, pero no tenemos tiempo para ello. Mis hombres están impacientes por emprender la marcha. En cuanto lleguemos a Estambul tendremos toda la eternidad para deleitarnos mutuamente.

Inuyasha sonrió al ver la desilusión dibujada en el rostro de su esposa. Le plantó un beso en cada uno de sus perfectos pechos.

—Hay comida en la mesa, una jofaina de agua tibia para lavarte, y ropa limpia —dijo—. Si necesitas otra cosa, busca en mi bolsa o en el baúl. —Le dio otro beso y se marchó.

Kagome se levantó, se lavó y se puso el caftán. Inuyasha le había dejado un yashmak negro, pero prefirió ignorarlo. Postergaría el momento de ponérselo hasta el final. Se calzó las botas que había tomado «prestadas» de Hojo y luego se hizo una gran trenza en el cabello.

Cruzó la estancia, se sentó a la mesa en uno de los almohadones, y echó un vistazo al desayuno. Había olivas, tortas de pan, queso de cabra y huevos duros.

Kagome peló dos huevos, los cortó por la mitad y se comió sólo las yemas. Había muy pocas cosas que detestara tanto como la clara de huevo. Mientras tomaba las tortas de pan con queso, Kagome disfrutaba oyendo a su esposo dar órdenes a sus hombres.

Después del desayuno, volvió a la cama, pero se ruborizó al ver las diminutas manchas de sangre que había en la sábana. Su sangre virginal. Al poco rato decidió escribirle una carta a su madre; la enviaría cuanto llegaran a Estambul.

Kagome hurgó en la bolsa de su esposo y luego en el baúl, donde encontró papel y plumilla. Sentada a la mesa, escribió una relación de todo lo ocurrido desde que Sango y ella habían zarpado de Inglaterra. Se inventó que habían sido rescatadas de manos de unos secuestradores por un príncipe otomano, y agregó que no había tardado en enamorarse de él y que acababan de casarse. Era feliz con su esposo y tenía la intención de quedarse donde estaba. El príncipe Inuyasha era un hombre severo y muy apuesto. Bajo la fiereza de su exterior se ocultaba un corazón amable. Y él la amaba.

Terminó prometiendo una carta más detallada cuando estuviera instalada en casa de su esposo.

Cuando acabó, Kagome se levantó y, satisfecha y feliz, salió de la tienda. La sensualidad casi mágica de la noche anterior había desaparecido. Uno de los guerreros del príncipe que estaba apostado junto a la tienda se percató de su presencia y dio un codazo a su compañero. Otros repararon en su aspecto y la contemplaron detenidamente.

Kagome no advirtió la sorpresa que despertaba en los hombres ver a la esposa del príncipe sin velo, y los miró con una amable sonrisa. Se dirigió a ellos en turco, pero su conocimiento de la lengua los sobresaltó.

—¿Dónde está mi esposo? —Le gustaba el sonido de la palabra esposo.

Los curtidos guerreros de tantas feroces batallas retrocedieron temerosos, horrorizados de que aquella mujer se atreviera a dirigirles la palabra.

«Qué hombres más descorteses», pensó Kagome. Y entonces vio a su esposo. Esbozó una sonrisa que se le borró al instante ante la expresión fulminante del príncipe.

—¡Cúbrete la cara! —exclamó Inuyasha avanzando hacia ella.

Kagome se volvió rápidamente y entró corriendo en la tienda. Desde fuera le llegaron una serie de humillantes carcajadas masculinas.

Inuyasha resopló de rabia contenida. Su esposa se conducía con demasiada ligereza. Tenía que comprender lo que se esperaba de la esposa de un príncipe. Era hora de dejar las cosas en claro.

—Prueba con unos azotes —sugirió Abdul.

Kagome temblaba, de cólera y humillación, mientras se paseaba por la tienda. ¡Cómo se atrevía a hablarle en un tono tan degradante delante de los sirvientes! Su padre nunca había empleado ese tono con su madre.

La lona de la tienda se abrió bruscamente, dando paso a Inuyasha.

—¡Eres un bruto! —le espetó Kagome —. ¿Es culpa mía que tuviera prisa por verte y me olvidara del maldito velo¿Por qué querría yo hacerte enfadar a propósito?

Kagome estaba magnífica en su furia, decidida a encararse con él. A su esposo no le pasó inadvertida su osadía, por lo que decidió ser razonable. El hecho de ser princesa era algo nuevo para ella.

—La esposa de un príncipe tiene que llevar la cara cubierta en público, sobre todo delante de los hombres —explicó—. Está mal visto que las mujeres no lleven velo.

—Yo no sabía que tus sirvientes tienen prohibido verme sin velo —replicó Kagome.

«Que Alá me conceda paciencia», pensó Inuyasha.

—Esos hombres son guerreros, no sirvientes —le informó—. ¿Qué he de hacer? —Inuyasha prosiguió como si pensara en voz alta—. ¿Tendré que cegar a los leales guerreros que se atrevieron a posar los ojos en el rostro de mi esposa?

—¡Perdónales...! —exclamó Kagome, cogiéndole el brazo—. Ha sido por mi culpa. Juro que me adaptaré a tus costumbres. Por favor...

Inuyasha caviló largo rato y luego asintió con la cabeza. Aliviada, ella le mostró la carta y dijo:

—Me gustaría enviarla en cuanto lleguemos a Estambul.

Inuyasha la miró desconcertado y cogió el sobre. Lo abrió sin su permiso, pero no sabía leer en inglés. Fue a la mesa y encendió una vela. Entonces advirtió las claras de huevo que su esposa había dejado durante el desayuno.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Una carta para mi madre.

—No, esto.

Kagome se acercó y se quedó mirando las claras de huevo.

—¿Y tú qué crees que son?

—Dímelo tú —repuso él.

Kagome miró los restos de su desayuno.

—Pues parecen claras de huevo duro.

—Ya lo sé.

—Entonces ¿por qué me lo preguntas?

—Quiero decir¿qué hacen aquí?

—¿A qué te refieres?

—¡No contestes a mis preguntas con otra pregunta¿Por qué no están en tu estómago estas claras de huevo? —Detesto la clara de huevo —explico Kagome —. Pero en cambio me encanta la yema.

—¿Te comes la yema y desechas la clara? —preguntó Inuyasha, perplejo—. Desperdicias la bondad de Alá. Te comes la yema con la clara, o no comes nada. ¿Acaso ignoras que hay gente pobre...?

—... en Armenia que se muere de hambre y que mataría por la clara de un huevo? —terminó Kagome con desfachatez.

A Inuyasha le temblaron los labios.

—Iba a decir Azerbaiyán.

Kagome nunca había oído hablar de ese lugar.

—¿Es que no hay gente hambrienta en Armenia?

—Por supuesto, pero los armenios no son musulmanes, así que no cuentan.

—Que compasivo eres.

—Encuentra a alguien que sólo coma las claras o abstente de comer huevos —sentenció Inuyasha y acercó la carta a la llama de la vela.

—¡Qué haces! —exclamó Kagome, intentando recuperarla.

—No habrá cartas a Inglaterra —decidió Inuyasha, apartándola con su mano libre—. Olvídate de tu pasado.

—¿Que me olvide de mi madre? —exclamó Kagome —. ¿De mi familia?

—Escucha —bramó Inuyasha, cogiéndola por los hombros—. Una vez enviada la carta, los ingleses solicitarían al sultán tu liberación. Poco importaría que seas mi esposa.

—Pero mi madre...

—Tu madre ya llora tu ausencia. ¿Por qué tranquilizarla cuando no puedes volver a sus brazos? Le darías esperanzas en vano. Bien, olvida todo este asunto. Mis hombres esperan para desmontar la tienda. Ponte el yashmak y salgamos.

—El sol quema —protestó Kagome —. Pasaré calor. ¿No hay nada más ligero que pueda llevar?

—¿Es que no entiendes que no puedes viajar sin el yashmak?

—Tonterías. Lo que ocurre es que eres un tozudo y un arrogante.

Inuyasha sabía que era inútil discutir. La terquedad de su esposa requería acciones, no persuasiones. Cogió el yashmak y se lo puso a Kagome, que se abstuvo de forcejear. Con la cara cubierta por el velo, el príncipe le advirtió:

—Quítatelo y te daré un par de buenos azotes.

Kagome masculló algo ininteligible.

—¿Qué has dicho? —preguntó él.

Kagome levantó el velo.

—He dicho que esto es el colmo de la injusticia. —Dejó caer el velo.

Inuyasha la cogió del brazo y salieron al exterior. Tenía el espantoso presentimiento de que su testaruda mujer iba a requerir vigilancia constante y, como guardia, Hojo era un inútil.

Los hombres del príncipe vaciaron la tienda y la desmontaron en pocos minutos. Inuyasha y Kagome se dirigieron a donde aguardaban sus caballos. Los Kasabian ya habían emprendido el viaje.

—¿Dónde está mi yegua? —preguntó Kagome, mirando alrededor.

—Abdul se ocupará de ella —dijo Inuyasha—. Tú, princesa mía, cabalgarás conmigo.

—¿No te fías de mí? —repuso Kagome con un dejo de malicia detrás del velo. Una sonrisa iluminó sus ojos como esmeraldas.

—Tu reciente conducta no es que despierte demasiada confianza —dijo Inuyasha.

—Entre esposo y mujer debe reinar la confianza —se empecinó Kagome —. Tendrás que esforzarte más en ello, mi señor.

—¿Y tú, princesa?

—Yo confío en ti.

Inuyasha no dijo nada. La subió a la montura y se encaramó detrás de ella.

Cabalgaron en silencio durante un par de horas. Sus cuerpos se tocaban, pero ambos permanecían ensimismados en sus pensamientos. Inuyasha estaba receloso ante la idea de que su recalcitrante mujer y su insensible y gruñona madre se conocieran. Si alguna vez se les ocurría unir fuerzas, él estaría acabado. Pero la posibilidad de que aquello sucediera era mínima. Lo más probable era que se mataran entre ellas a estocadas de lengua...

«Mi esposo teme que los ingleses me saquen de aquí —pensó Kagome —. Le importo demasiado para arriesgarse a que nos separen. Debería poder convencerle de que la reina recibiría con agrado la noticia de nuestra unión. Podrían iniciarse relaciones comerciales entre ambos países. Eso sería motivo de satisfacción para mis compatriotas.» Con esos pensamientos, Kagome se fue relajando. Cuando se recostó contra el pecho de Inuyasha, él supo que le había pasado el enfado. Puede que esta vez hubiera sido él el ganador del combate.

—Háblame de tu familia —pidió Kagome.

Inuyasha la besó en la frente.

—Hace aproximadamente trescientos años... —empezó.

Kagome soltó una risilla.

—Inuyasha, no soy capaz de seguir trescientos años de procreaciones. Empieza por tu familia más próxima, y ya iré conociendo el resto poco a poco.

—Me gusta cómo suena mi nombre cuando lo pronuncias —dijo él con una sonrisa.

—Mejor. Así nunca te verás tentado a cortarme la lengua.

Inuyasha prosiguió su relato.

—Mi padre, ya fallecido, fue Inu-Taisho Pasha, uno de los grandes visires de mi abuelo. Izaioy, mi madre, es la hija de Solimán, el más magnífico de todos los sultanes. Mi hermana Kikyo y mi hermano Sesshomaru han muerto. Tengo una hermana menor, Kaede. El sultán Selim es hermano de mi madre, y mi primo Kouga es su heredero.

—Eso sólo me indica sus nombres y su relación contigo —señaló Kagome —. Cuéntame más.

Inuyasha bajó la voz para que nadie pudiera oírle.

—El sultán Selim es un devoto del vino, pese a que el Corán prohíbe el consumo de alcohol. A Kouga le encantan las mujeres y el oro. Mi hermana es la mujer más dulce, todo lo contrario de mí madre. Izaioy es una bastarda conspiradora que habría sido un gran sultán de haber nacido hombre.

—Por lo visto, todas las familias tienen sus debilidades—observó Kagome —. ¿Cómo trabaste amistad con Miroku?

—¿El Hijo del Tiburón o el Zorro del Desierto?

Kagome rió.

—El Hijo del Tiburón.

—Miroku es nieto del célebre Khair ed-din, Barbarroja para vosotros los europeos —contó Inuyasha—. Miroku estudió en la escuela imperial con Kouga, Sesshomaru y conmigo.

—¿De quién has heredado tus ojos dorados?

—De mi bisabuela, que fue raptada por mi bisabuelo en el curso de una de sus campañas.

—El rapto y la esclavitud de jóvenes inocentes parece una tradición familiar —comentó Kagome.

Haciendo caso omiso de sus hombres, que los contemplaban, Inuyasha hundió la nariz en el cuello de su esposa y le susurró al oído:

—Raptamos sólo a las más exquisitas.

—¿Sería posible que el sacerdote que nos casó vaya al castillo de la Doncella y celebre una misa estando yo presente?—preguntó Kagome.

—Yo soy musulmán —respondió Inuyasha.

—No tienes que estar ahí.

Inuyasha sabía que había llegado el momento de revelar la verdad.

—Nos casó el imán.

—¿El imán? —repitió Kagome —. ¿Es vuestra palabra para referiros al sacerdote?

—En cierto modo sí —respondió Inuyasha—. El imán es un sacerdote musulmán.

Kagome tardó unos segundos en comprender lo que aquello significaba.

—¿Quieres decir que... nos ha casado un cura musulmán?

—Correcto.

—¡No puede ser! —exclamó Kagome —. Yo necesito un sacerdote de verdad.

—El imán es un religioso de verdad —alegó Inuyasha con tono severo—. Y baja la voz cuando me hables.

—No tengo intención de bajar la...

Inuyasha le tapó la boca con una mano. Kagome intentó decir algo pero engulló un bocado de velo negro. Inuyasha hizo una seña a sus acompañantes de que pararan para descansar. Se apeó, bajó a su esposa del caballo y la llevó a una buena distancia para discutir en privado.

—Tienes que comportarte como una buena dama turca —advirtió Inuyasha, mirándola desde su imponente figura.

—Yo soy inglesa —declaró Kagome sin inmutarse.

—Yo soy musulmán y sólo un imán podía casarme —explicó Inuyasha.

—Como cristiana, no puedo aceptar esta unión —replicó ella.

— Kagome... —La voz de Inuyasha era de advertencia.

—Me arrebataste mi virginidad sin estar casados como es debido —le acusó ella, señalándolo con un dedo—. Me...

—¡No te he arrebatado nada! —exclamó él—. Tú te prestaste a ello libremente.

—¡Ay, Dios mío! Me has convertido en una perdida... —gimoteó Kagome —. ¿Quién se casará conmigo ahora?

—Las mujeres en mi país sólo pueden tener un esposo —le informó Inuyasha—. Yo soy el tuyo.

—No puedo aceptar este matrimonio sin la anuencia de un sacerdote —repuso Kagome —. ¿No lo entiendes? Encuentra un cura y repite tus votos delante de él y todo se arreglará.

—No. Soy el sobrino del sultán y provocaría un escándalo si participara en una ceremonia cristiana.

—¡Exijo mi liberación! —vociferó Kagome, pateando el suelo para dar mayor énfasis—. Devuélveme a casa, a Inglaterra.

—Tu casa está aquí, conmigo —reiteró Inuyasha—. Sí intentas huir de nuevo, te mataré.

Kagome lo miró a los ojos y dijo:

—Entonces moriré como una mártir de mi fe.

Inuyasha rió a carcajadas. Sin duda su esposa tenía un don especial para lo melodramático. Le quitó el velo y dijo:

—Alá protege a los niños y los necios.

—¿Insinúas que soy una necia? —preguntó Kagome, preparándose para la batalla.

—Anoche me demostraste que eres toda una mujer, princesa. Decididamente, no eres una niña. —Con un gesto brusco, Inuyasha la estrechó entre sus brazos y la besó hasta aturdiría. Luego le cubrió la cara con el velo y la llevó de vuelta a los caballos.

Reemprendieron el viaje. Kagome iba echando humo en silencio, pero no sabía por qué estaba tan molesta. ¿Era por la testarudez de aquel infiel, o porque ella sucumbía tan fácilmente a sus besos? Las enseñanzas religiosas de toda una vida le recordaban con insistencia que necesitaba la bendición de un sacerdote, pues de otro modo le esperaba un terrible castigo en el más allá. Pero ella lo amaba de verdad, y él estaba convencido de que su matrimonio era correcto y genuino. Kagome pensó que como virgen su vida había sido bastante más sencilla.

La tarde moría en sombras alargadas proyectadas por el sol de poniente. Las horas largas y tediosas a caballo fatigaron a Kagome y mitigaron la vehemencia de su indignación. Si Inuyasha la quería lo bastante como para casarse con ella, se dijo, acabaría por dar su consentimiento a una ceremonia cristiana. El príncipe necesitaba tiempo para acostumbrarse a la idea de pronunciar sus votos delante de un cura. A Kagome poco le importaba si la ceremonia se celebraba a medianoche sin testigos. Mientras pudiera sentirse correcta y legítimamente casada, estaría satisfecha. Para ella sólo había un problema: cómo proceder para convencerlo. ¿Valerse de la lógica? No, el príncipe era un hombre absolutamente ilógico; de lo contrario¿por qué se habría casado con ella¿Lo convencería con palabras duras o dulces? Dulces, por supuesto. Pero tampoco estaba segura de que eso funcionará. El príncipe era un hombre condenadamente inflexible. Así pues, Kagome se sintió incapaz de tomar una determinación sobre la acción más aconsejable, y además estaba cansada de pensar y montar a caballo. Suspiró y se relajó contra el pecho de su esposo.

Inuyasha decidió que su mujer necesitaba tiempo para acostumbrarse a su condición de esposa obediente. Si le daba tiempo acabaría por adaptarse y sentirse a gusto. Ella era salvaje y libre como el viento, diferente de cualquier mujer que él hubiera conocido, pero era necesario que obedeciera. ¿Cuál sería la mejor manera de facilitarle la difícil transición entre su antigua vida de consentida y su nueva vida de obediencia, sin dañarle el espíritu? Él no estaba dispuesto a malgastar su vida en discusiones. Su esposa era voluptuosa como Eva en el paraíso, y él tenía toda la intención de disfrutarla plenamente. Lo cierto es que Kagome ya había empezado a cambiar. Ya no reñía con él a la primera. «Sólo en ciertas ocasiones», musitó Inuyasha para sí. Incluso había conseguido aprender su lengua, aunque conservaba un acento muy marcado. Era evidente que su flexibilidad en el trato con ella había servido para que las cosas fueran bien.

Por todo Estambul se habían propagado los rumores de que la Bestia del Sultán se había emparejado con una pagana salvaje de cabellos oscuros procedente de un lejano país de Occidente. Mientras el séquito del príncipe se abría paso por las bulliciosas calles de la ciudad, la multitud se paraba a contemplarlos sin disimulo. La mayoría dirigía su atención a la mujer cubierta de negro.

Kagome cabalgaba acurrucada contra el pecho de su esposo, sin darse cuenta de las cábalas que despertaba a su paso. Parecía más bien un gatito desvalido que la astuta tigresa que, al decir de los rumores, se había disfrazado de muchacho para huir del que ahora era su esposo.

Inuyasha la sacudió suavemente.

—Princesa, hemos llegado.

Kagome abrió los ojos y miró alrededor. Inuyasha se apeó para ayudarla a bajar de la montura. Uno de sus hombres se ocupó del caballo, y Abdul de la yegua. Kagome lo detuvo.

—Gracias por nuestra aventura, Placer infinito —susurró Kagome acariciando a su yegua.

Se volvió hacia Inuyasha y preguntó:

—¿Puedo montarla de vez en cuando?

—Sí, cuando vayas acompañada.

—Ejem... —se oyó detrás de ellos.

Inuyasha y Kagome se giraron. Era Hojo. La joven se asustó al verle los ojos morados y la nariz vendada.

—Perdóname —se disculpó, tomándole la mano al hombrecillo—. No quise hacerte daño.

Hojo asintió, aceptando sus disculpas en silencio. Luego se volvió hacia Inuyasha y dijo:

—Bienvenido, mi príncipe. Izaioy os aguarda en su salón y ruega la visitéis antes de retiraros a vuestros aposentos.

—Mi madre no ha rogado en su vida, bribón —repuso Inuyasha, mirando al eunuco con una ceja arqueada—. Si mientes perderás la lengua.

Kagome soltó una risilla.

—¿Qué te hace tanta gracia? —inquirió.

En los ojos de Kagome había un brillo alegre.

—Tú.

Inuyasha la atrajo hacia sí, le apartó el velo y le plantó un beso en los labios. Luego volvió a ajustarle el velo y la riñó.

—En este país está terminantemente prohibido reír a costa de un esposo.

—Recuerda el castigo por mentir, mi señor —le advirtió ella—. Los esposos que carecen de lengua no pueden dar órdenes a sus mujeres.

—Esto te gustaría¿eh?

Al observar el aire juguetón con que se trataban, Hojo recobró las esperanzas. Su señor había encontrado la manera de domar a aquella pagana y su fortuna estaría de nuevo asegurada. ¡Alabado fuese Alá!

Seguidos por el eunuco, Inuyasha entró con Kagome de la mano. Sabía que había llegado el momento que más temía. Era imposible postergarlo.

—Ven a interrumpirnos dentro de treinta minutos —le instruyó Inuyasha a Hojo cuando estuvieron frente a la puerta del salón de su madre—. Tu señora necesita un baño y una cena ligera en nuestra alcoba.

Inuyasha llamó a la puerta del salón y ambos esposos entraron. Kagome se quedó asombrada al ver a la madre de su marido.

Como una reina concediendo audiencia, Izaioy estaba sentada en un almohadón junto a una mesa, esperando que se acercaran. Su aspecto era intimidatorio.

Izaioy era una mujer atractiva de unos cuarenta y cinco años, y su actitud rezumaba arrogancia. Tenía el cabello oscuro con hebras plateadas, y sus ojos eran avellanas. Los demás rasgos de su semblante eran iguales a los de su hijo.

«Así que ésta es la mujer que hablaba con tanto desprecio de su único hijo», pensó Kagome. Un sentimiento protector se apoderó de ella conforme crecía en su interior una peligrosa hostilidad hacia aquella mujer.

Inuyasha y Kagome se sentaron a la mesa frente a Izaioy.

—Madre, os presento a mi esposa —dijo Inuyasha.

—¿Habla nuestra lengua? —le preguntó Izaioy a su hijo.

—Sí, la hablo —contestó Kagome.

— Kagome, ésta es mi madre, Izaioy —dijo Inuyasha.

Sin una sonrisa de bienvenida ni una palabra cordial, Izaioy alargó el brazo por encima de la mesa e intentó apartar el velo del rostro de su nuera. Pero Kagome fue más rápida y apartó la mano de su suegra.

—No debéis tocarme sin permiso de mi esposo —dijo Kagome suavemente.

Sorprendida, Izaioy enmudeció, pues era la primera vez en su vida que alguien se atrevía a contrariarla. Era propio de la insensatez de su hijo haber elegido una mujer tan desfachatada. ¿Acaso aquella pequeña salvaje no sabía lo importante que era ella? Izaioy era la hermana del sultán, y como tal gozaba de un gran poder. Con sólo pronunciar una palabra, la vida de su nuera valdría menos que nada. Ella ostentaba el poder de hacer que esa insolente e irrespetuosa jovencita deseara la muerte.

Inuyasha no entendía por qué le había preocupado que esas dos unieran sus fuerzas en contra suyo. Su esposa tenía demasiado carácter para someterse a la voluntad de su madre.

A pesar de las diferencias que tenía con su esposo, Kagome adoptó el papel de esposa afectuosa delante de su despreciable suegra. Al fin y al cabo, alguien tenía que ponerse de su parte. Si no lo hacía su propia esposa¿quién lo haría?

—Disculpa —dijo Izaioy, recuperando la compostura—, pero estoy ansiosa por conocer a mi nueva hija.

—Mi madre vive en Inglaterra —dijo Kagome dulcemente. Se volvió hacia Inuyasha y preguntó— Esposo¿puedo quitarme el velo?

Sorprendido por aquella docilidad hacia él, Inuyasha se preguntó qué se traía entre manos su esposa, y decidió seguirle la corriente. Lo cierto es que merecía la pena la imagen insólita de su madre enmudecida por un tercero.

—Permíteme, mi flor silvestre —se ofreció Inuyasha, quitándole el velo.

Izaioy clavó los ojos en Kagome, que le devolvió la mirada con osadía. Ambas mujeres dedicaron aquellos primeros segundos a calibrarse mutuamente.

—Eres muy hermosa —dijo suavemente Izaioy—. Ahora entiendo por qué se ha casado contigo mi hijo.

Kagome sonrió cortésmente. Hizo un esfuerzo por sonrojarse y lo consiguió.

Izaioy comprendió que los halagos serían inútiles. Al parecer, la muchacha era tan inteligente como bella. Izaioy cogió una campanilla de la mesa y la hizo sonar.

Una doncella entró con tal presteza que Kagome se preguntó si habría estado escuchando tras la puerta. La joven dejó una bandeja sobre la mesa y salió en cuanto Izaioy le hizo un gesto.

En la bandeja había unos pastelillos redondos hechos con harina, nueces trituradas y miel. Unas tacitas de café turco acompañaban la repostería.

Kagome bebió un sorbo de café y sus ojos se abrieron de par en par, tan amargo era el brebaje. El vil sabor la atragantó y tuvo ganas de escupirlo.

Inuyasha le dio unas palmadas suaves en la espalda.

—Hay que acostumbrarse a este veneno tan particular —dijo.

—¿Ve... veneno? —farfulló ella.

—Es sólo una forma de hablar, amor mío.

—Entiendo. — Kagome lo obsequió con una de sus sonrisas más luminosas.

«La bestia ha perdido su rugido», pensó Izaioy sorprendida, mientras observaba aquel revelador intercambio. ¿Acaso era un amor floreciente lo que traslucían los ojos de su nuera? No, era imposible. Ninguna mujer en su sano juicio podía amar a su hijo, aquella bestia marcada con una horrible cicatriz. ¿Acaso estaba loca, se preguntó. Sí, decidió, la mujer de Occidente estaba loca. La mayoría de las jovencitas tenían suficiente cordura para sentirse intimidadas por la poderosa hija de Solimán y Khurrem, pero ésta no se dejaba intimidar por nadie.

Izaioy se dio cuenta de que había cometido un grave error de cálculo, y se reprendió. Se le había ocurrido utilizar el menosprecio de la joven hacia su hijo para que le sirviera de espía en su propia morada, pero la muchacha tenía voluntad propia. Una mujer que tuviera el coraje para vestirse de hombre y viajar sola sería imposible de controlar.

Inuyasha y Kagome parecían una pareja enamorada. ¿Se mostrarían tan enamorados en su intimidad¿O acaso ese despliegue de afecto era sólo un ardid? Quizá habría alguna posibilidad de abrir una brecha entre ellos.

—Me sorprende que la hayas domado tan rápidamente —dijo Izaioy a su hijo.

—No soy un animal que pueda domarse —replicó Kagome con una dulce sonrisa—. Y tampoco soy una esclava sorda para que se hable de mí en mi presencia.

—Aprecio falta de respeto en ese desagradable tono de voz —masculló Izaioy.

—Disculpadme, pero estáis mal informada —declaró Kagome —. Mi esposo y yo nos entendemos perfectamente, nos hemos entendido perfectamente desde nuestro primer encuentro, y siempre nos entenderemos perfectamente.

Inuyasha se quedó pasmado. Era evidente que su esposa había olvidado el castigo por mentir.

—Entonces ¿por qué te escapaste? —repuso Izaioy.

—Oh, no fue más que un malentendido sin importancia —contestó Kagome. Estaba cansada, y la presión de aquella entrevista le estaba dando dolor de cabeza.

Izaioy apretó los labios. Nadie le había hablado jamás de forma tan irrespetuosa.

Sonriendo para sus adentros, Inuyasha mantuvo una expresión impasible. Sabía que debía corregir los modales de su esposa, pero decidió guardar silencio. Nunca había visto que nadie, hombre o mujer, se atreviera a enfrentarse con su madre.

—Me parece que has cometido un error en tu elección, hijo —observó Izaioy, mirando de soslayo a la víbora que estaba sentada junto a él—. Divórciate de ella enseguida. Yo me ocuparé de buscar los testigos.

—No lo haré —replicó Inuyasha, y su expresión se ensombreció.

Izaioy probó otra estrategia:

—Lleva dos días viajando sola. Al menos pídele a un médico que verifique su virginidad.

Ahora le tocó a Kagome apretar los labios. El rostro se le tino de una rabia apenas reprimida, y le costó controlar el impulso de saltar sobre aquella bruja.

Inuyasha rodeó a su mujer con el brazo y la atrajo hacia sí, sintiéndola temblar de ira.

—Mi esposa era virgen —aseguró.

—No podrá visitar Topkapi hasta que aprenda modales —sentenció Izaioy, decidida a sembrar la discordia entre ellos—. ¿Quieres que la instruya yo para que sea una esposa decente?

—¿Dónde está Kaede? —preguntó Inuyasha, cambiando de tema para evitar una batalla.

—Visitando a tu prima Shasha —respondió Izaioy—. Bendito sea Alá, la he enviado a pasar la noche en Topkapi. Los modales de ésta influirían negativamente en tu hermana, que es tan sensible. Por cierto¿has descubierto el paradero de la comadreja?

Kagome miró a Inuyasha, que lanzó una mirada de reproche a su madre, advirtiéndole que no abordara ese tema. Al final, fue Miroku quien salvó al príncipe de tener que responder.

La puerta se abrió de par en par y Miroku entro a paso lento.

—Qué escena más conmovedora —comento, percatándose de las sombrías expresiones de los presentes, y se dejó caer sobre un almohadón—. Me enternece vuestra agradable reunión familiar.

Kagome hizo ademán de ponerse el velo, pero Inuyasha la detuvo.

—Para nosotros, Miroku es como de la familia —dijo—. Puedes dejarte la cara descubierta delante de él.

Miroku sonrió e hizo un gesto con la cabeza hacia Kagome.

—¿Cómo está mi prima? —preguntó Kagome.

—Sango está bien y siempre insiste en que la traiga de visita a Estambul —dijo Miroku. Luego, dirigiéndose a Inuyasha, agregó—: Me debes veinticinco mil monedas de oro.

—¿De qué?

—Yo pagué a Akbar el dinero que le debías.

—¿Veinticinco mil monedas? —exclamó Inuyasha.

Miroku sonrió ampliamente y se encogió de hombros.

—Kouga adquirió diez vírgenes de la mejor calidad con la intención de dejarte en la miseria. Recuerda que lo invitaste a elegir lo que quisiera. —Se volvió hacia Kagome y añadió—: Le habéis costado una pequeña fortuna a vuestro esposo.

Confundida, Kagome miró a su esposo.

—¿Qué dice?

—Luego te lo explicaré —dijo Inuyasha.

—Oro desperdiciado, en mi opinión —masculló Izaioy.

—Nadie os la ha pedido —murmuró Kagome en inglés.

Miroku tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa. Al parecer, la afectuosa familia ya estaba al completo.

—¿Qué has dicho? —preguntó Inuyasha, pensando que lo mejor sería corregir sus modales en ese momento.

Kagome lo miró y sonrió con todo el encanto de que era capaz.

—He dicho que me siento tan cansada.

—¡Miente! —exclamó Izaioy, aunque desconocía el inglés.

Alguien llamó suavemente a la puerta.

—Adelante —dijo Inuyasha.

Era Hojo.

—Siguiendo vuestras instrucciones, he venido a acompañar a mi señora a los baños.

—Ve con Hojo —le dijo Inuyasha a Kagome —. Luego cenaré contigo.

En cuanto se cerró la puerta detrás de Kagome, Izaioy dijo:

—Tiene mal genio y carece de buenos modales. Una compañera idónea para una bestia.

—Yo diría que posee algunas de vuestras cualidades más exquisitas —bromeó Miroku.

A pesar de su mal humor, Izaioy sonrió y luego miró a su hijo.

—¿Cuándo la llevarás al castillo de la Doncella? —inquirió—. Espero que pronto.

—Pronto es un concepto relativo, madre —replicó Inuyasha y, volviéndose hacia Miroku, dijo—: Ha llegado la hora de matar a Naraku.

—Un poco tarde, en mi opinión —señaló Izaioy.

—Nadie os la ha pedido —le espetó Inuyasha, irritado por su actitud despectiva.

Miroku ahogó una carcajada. Por Alá, el esposo empezaba a sonar igual que su mujer.

—Ni siquiera sabes dónde se esconde la comadreja —dijo Izaioy.

—Por la mañana iremos a ver al duque de Sassan —prosiguió Inuyasha—. ¿Su barco sigue en el muelle?

Miroku asintió.

Inuyasha se volvió hacia su madre.

—Tenéis que proteger a mi esposa hasta que Naraku esté muerto.

—¿Cobijar a esa víbora? —exclamó Izaioy.

—Cuidad de mi esposa, o me la llevaré al castillo de la Doncella y postergaré mi venganza contra Naraku —amenazó Inuyasha. ¿En qué momento su esposa se había convertido en algo más importante para él que aquella venganza?

—Supongo que podré soportarla unos días —cedió Izaioy.

Mientras los tres discutían en el salón distintos métodos para deshacerse de Naraku Fougere, Kagome seguía a Hojo por un laberinto de pasillos hacia los baños. La casa de Izaioy era bastante moderna, todo lo contrario del antiguo castillo de la Doncella. Incluso los pasillos tenían mucha luz y aire gracias a las ventanas con parteluz que daban a un patio interior.

Kagome mantuvo la vista fija en la espalda del eunuco. El hombrecillo se conducía de manera demasiado formal y con fría cortesía. Era evidente que estaba ofendido, y eso hacía que Kagome se sintiera aún más culpable de haberle hecho daño.

Cuando entraron en los baños, dos muchachas se apresuraron a atenderles. Hojo recordó la reticencia de su señora a bañarse en público y les ordenó:

—Podéis iros. Yo atenderé a la princesa.

—En tu cara se reflejan las huellas de su enojo —se mofó una de las mujeres, y la otra soltó una risilla—. Deja que te protejamos.

Hojo se sonrojó, pero ¿qué podía decir? Todos sabían que era un incompetente.

—Os prohíbo hablar de manera tan despectiva con el sirviente más preciado y de mayor confianza del príncipe —dijo Kagome con voz arrogante, en defensa del eunuco.

Las dos mujeres palidecieron.

—Lo siento —dijo la primera, inclinando la cabeza.

—Más lo sentiréis si volvéis a cometer el mismo error—añadió Kagome —, porque haré que os corten la lengua. ¿Entendido?

—Sí, princesa.

—Disculpaos ante Hojo ahora mismo.

Las dos sirvientas se inclinaron con formalidad ante el eunuco.

—Perdónanos, Hojo—dijo la primera.

—No pretendíamos ser irrespetuosas contigo —añadió la segunda.

Hojo hinchó el pecho, dándose importancia.

—Acepto la disculpa, esclavas. Ahora marchaos y absteneos de estas tonterías.

Luego, una vez a solas. Hojo dijo:

—Gracias por defenderme.

—Te lo mereces —dijo Kagome —, y es lo menos que puedo hacer. Siento haberte causado problemas.

Hojo asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa, la primera que le dirigía desde que llegara a casa de Izaioy. El eunuco trabajó en silencio, le quitó el vello con pasta de almendras y luego la condujo a una pequeña tina. Primero le lavó y enjuagó la melena azcabache y después el cuerpo. A continuación la acompañó a una piscina donde podría remojarse en agua caliente.

—Mi señora, me gustaría contaros lo que os cabe esperar de esta noche —dijo Hojo, compadeciéndose de su inocencia.

—¿Esta noche? —repitió Kagome, confundida.

—Vuestra noche de bodas.

—Eso fue anoche.

Omar suspiró y pensó que su cópula con el príncipe había suavizado su actitud, pero una idea inquietante le cruzó por la cabeza.

—¿Puedo preguntar quién os preparó para recibir al príncipe? —inquirió Hojo, ayudándola a salir de la piscina y acompañándola a un banco de mármol en el otro extremo de la estancia.

—El príncipe hizo el papel de eunuco. Al menos durante unos minutos.

Hojo rió, aliviado de comprobar que no había aparecido un rival, y eso reestableció su buen humor.

—¿Te duele? —preguntó de repente Kagome.

—Un poco, sobre todo cuando estornudo.

—Nunca tuve intención de hacerte daño —se disculpó.

—Tumbaos en el banco, que os haré un masaje con bálsamo de áloe —dijo Hojo.

Kagome se tendió sobre el vientre. Hojo empezó a masajearle con el ungüento la espalda y los hombros para aliviarle de la tensión.

—Estáis tensa —observó.

—Es culpa de Izaioy —respondió ella.

—Una mujer desagradable, si alguna vez la hubo —comentó Hojo.

—¿Más desagradable que yo?

—Ser desagradable no es uno de vuestros defectos —le aseguró—. Es sólo que no estáis acostumbrada a nuestra cultura.

—Tal vez —murmuró Kagome. Y preguntó—: Miroku ha dicho que yo he costado una fortuna a Inuyasha. ¿Qué quiere decir con eso?

—El príncipe pagó una fortuna para quedarse con vos, y os aseguro que fue una escena realmente memorable —declaró Hojo, regocijado—. Los huéspedes invitados a la subasta ofrecían sumas muy elevadas por vuestra belleza. A medida que subía la puja, el rostro del príncipe se iba ensombreciendo y se volvía más aterrador. Cuando os desmayasteis, mi señor saltó al estrado para cubriros con el yashmak y os levantó en brazos. Se encaró con los hombres ahí reunidos y les anunció que suspendía la subasta. Ellos se quejaron, pero él los invitó a todos a elegir otra mujer. A costa de su fortuna, claro está. El príncipe Inuyasha os trajo hasta aquí, se ocupó de que estuvierais bien, luego acudió al imán y os convirtió en su princesa aquella misma noche.

—¿Por qué se molestó en casarse conmigo? —preguntó Kagome —. Ya me había convertido en su esclava.

—El príncipe os adora —confeso Hojo.

—No puedo creerme algo tan fantasioso —repuso Kagome —. Necesito que me aconsejes sobre este asunto.

—Aconsejaros es uno de mis deberes —aseguro Hojo.

—¿Cuál es la mejor manera de manejar al príncipe ¿Con palabras duras o dulces ?

—Con palabras dulces —contestó el eunuco sin vacilar. Entre sus deberes también estaba el de velar por la paz doméstica en casa del príncipe—. Daos la vuelta.

Kagome lo hizo y quedó de espaldas. Hojo cogió un poco más de ungüento y empezó a masajearle los muslos, el vientre y los pechos. Era evidente que su señora se había adaptado a su nueva vida, aunque era probable que ella aún no se hubiera percatado de ello. Un mes atrás, su recato europeo le habría impedido dejar que él le hiciera un masaje tan íntimo.

—¿Conoces a algún sacerdote católico? —preguntó Kagome.

—¿Sacerdote? —repitió Hojo—. No; ¿por que?

—No importa —dijo Kagome —. Cuéntame¿por qué han de ir con velo las mujeres?

—Está mal visto que las mujeres enseñen el rostro —dijo Hojo, repitiendo las palabras de su esposo—, pues tentarían al hombre a codiciar la propiedad de otro.

—¿Qué propiedad?

—La esposa es propiedad del hombre —explico Hojo—, Vos pertenecéis al príncipe. Sin su permiso ningún hombre puede posar los ojos en vuestro rostro. Vuestra belleza es únicamente para placer del príncipe.

—¿Y qué me dices que yo sea la propietaria de la belleza del príncipe? —repuso Kagome.

—¿Creéis que el príncipe es hermoso? —preguntó Hojo, sorprendido.

Kagome abrió los ojos y lo miró fijamente.

—¿Tú no?

—A pesar de su cicatriz, el príncipe Inuyasha es bastante apuesto —convino él.

—Su cicatriz es hermosa y le da carácter —afirmó Kagome.

Hojo sonrió, contento de que ella sintiera afecto por el príncipe. Pronto su señora llevaría en el vientre la semilla imperial. Entonces su fortuna estaría asegurada.

Hojo la ayudó a incorporarse y la vistió con un caftán limpio. En lugar de acompañarla de vuelta al salón de Izaioy, el eunuco la condujo a la alcoba de su esposo.

Para protegerlos del frío de la noche otoñal, el brasero de bronce ya estaba encendido, y en las paredes bailaban las sombras proyectadas por varias velas encendidas en la habitación.

En la mesa había platos con olivas, nueces, queso de cabra, tortas de pan, y una jarra de agua de rosas. A Kagome se le abrió el apetito de sólo ver la comida. Aparte del pastelillo, no había comido nada desde el desayuno.

—¿Este mísero banquete será nuestra cena? —preguntó.

—Traeré el plato caliente en cuanto llegue el príncipe —le dijo Hojo.

—¿Te gustan las claras de huevo? —inquirió ella, lanzándole una sonrisa traviesa.

—¿Las claras de huevo? —Su pregunta lo confundió.

—Sí¿te las comes?

Antes de que Hojo pudiera responder, se abrió la puerta de par en par y entró el príncipe, recién salido de los baños. Hojo se encaminó a buscar la cena.

—Caminemos por el jardín hasta que llegue la cena —sugirió Inuyasha.

Kagome aceptó su mano y se levantó de los almohadones. Cogidos de la mano, salieron al jardín iluminado por las antorchas y pasaron por los senderos. Kagome sintió frío con el aire de la noche y empezó a temblar. Inuyasha la rodeó con el brazo y la apretó contra su cuerpo para darle calor.

Kagome aspiró hondo el aire perfumado y dijo:

—Los aromas de las flores se funden maravillosamente.

—Como nosotros —respondió él.

Kagome se sonrojó.—Te llevaré a dar un paseo por mi jardín cuando regresemos al castillo de la Doncella —prometió Inuyasha—. Es aún más hermoso que éste porque yo soy el jardinero.

—Qué modesto eres —bromeó Kagome.

Inuyasha se encogió de hombros, se detuvo y señaló una flor lila y dorada en forma de estrella.

—El aster mantiene alejados a los malos espíritus, o eso creían los griegos de la Antigüedad.

—¿Qué es esto? —preguntó Kagome, señalando un capullo de violeta que se mecía suavemente.

—Un espejo de Venus —respondió Inuyasha—. Cuenta la leyenda que Venus poseía un espejo mágico que reflejaba belleza en todo aquel que se mirara. Un día se le extravió el espejo y lo encontró un pobre pastorcillo que se negó a devolverlo. Cupido se lo quiso arrebatar, pero el espejo se rompió. Y donde cayeron los fragmentos del espejo mágico creció esta flor.

—Qué hermosa leyenda —musitó Kagome, encantada con la historia y con su esposo.

Inuyasha señaló otra flor.

—Esta de color azul intenso es el cardo o compulsión de Cupido, y se emplea en filtros de amor.

Kagome sonrió.

Volvieron lentamente por el sendero hacia su alcoba. En la terraza junto a la puerta se detuvieron para admirar la belleza y aspirar la fragancia de aquella exótica noche.

—¿Por qué es tan desagradable tu madre? —preguntó Kagome.

Inuyasha sonrió.

—¿A qué viene esa pregunta?

—Por simple curiosidad.

—A pesar de su vida de opulencia, mi madre es una mujer infeliz. Izaioy es más astuta y ambiciosa que Selim, y habría sido sultán de haber nacido hombre. Pero detrás de ese velo ha llevado una vida llena de frustraciones.

—¿Crees que yo también llevaré una vida así?

—Tú, mi pequeña, eres tan distinta de mi madre como el día lo es de la noche —afirmó Inuyasha—. Es evidente que no posees su insaciable sed de poder. Izaioy tiene el espíritu de un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer y, por lo que a mí respecta, carece de todo instinto maternal. Aparte de eso, la muerte se ha cobrado ya las vidas de su esposo, un hijo y una hija.

—¿Cómo murió tu padre?

—Ejecutado por orden del sultán.

Aquello turbó a Kagome.

—¿Tu tío ordenó la muerte de su propio cuñado?

—No; mi abuelo ordenó la muerte de su yerno.

—Vaya.

—¿Te asombra¿Acaso no existen las maquinaciones políticas en tu Inglaterra?

—En lo que yo llevo de vida, no.

—A tus diecisiete años eres todavía una niña —comentó Inuyasha—. Peor aún que la muerte de mi padre es el hecho de que mi hermano y mi hermana yacen en tumbas prematuras por culpa de Naraku.

—¿De veras tienes intención de matarlo?

Inuyasha la giró entre sus brazos para mirarla de frente.

—¿Eso te preocupa?

—Si Naraku es culpable, merece morir —respondió ella.

Inuyasha se sintió aliviado con aquella respuesta, pero tampoco importaba demasiado lo que ella pensara.

—¿Apruebas la venganza?

—Si pudiera me vengaría de la muerte de mi padre —reconoció Kagome.

Inuyasha no quería que pensara en la muerte de su padre. Esos pensamientos turbaban sus sueños.

—¿Por qué te mostraste hostil con mi madre?

—Porque ella se mostró hostil conmigo.

—No, flor silvestre. Tú te mostraste agresiva con ella desde el primer momento —señaló Inuyasha—. Me gustaría saber lo que sientes.

—Yo... no quiero herir tus sentimientos.

Él la estrechó, besándola en la frente. Sentía su cuerpo muy cerca y no podía apartar la vista de su hermoso rostro. Un hombre podía ahogarse en aquellas insondables lagunas verdes que eran sus ojos.

—¿Te importan mis sentimientos? —preguntó él con voz ronca.

—Por supuesto.

—En lo que respecta a mi madre, mis sentimientos se conservan intactos —reflexionó Inuyasha.

—La noche que me escapé, salí por la puerta del jardín. Oí voces y me escondí detrás de esos arbustos. Al poco rato pasó tu madre y estaba hablando de ti con comentarios despectivos.

—¿Por ejemplo?

—Eso no importa. Todos los hijos necesitan una madre que los quiera incondicionalmente. No puedo respetar a una mujer que no hable bien de su propio hijo.

Conmovido, Inuyasha se inclinó y la besó con ternura.

Hojo regresó con la bandeja de la cena pero se encontró con una alcoba vacía. Dejó la bandeja sobre la mesa y cruzó la habitación en dirección a la puerta del jardín para avisar que la cena estaba lista. Entonces vio algo que le llenó el corazón de alegría: el príncipe y su señora estaban entrelazados en un abrazo apasionado. Hojo sonrió y retrocedió sin hacer ruido. Miró la bandeja y decidió dejarla. Un hombre satisfecho era un hombre hambriento. Poco importaba que la comida estuviera fría.

«¡Gracias, Alá!», rezó Hojo en silencio, mirando hacia las alturas, y abandonó la alcoba.


Bueno, en este capítulo ha habido de todo un poco,...humor, amor...espero que os haya gustado!

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BYE