Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Bueno, aquí os traigo el 14 capítulo, un poco tarde pero porfín lo he acabado jeje
Espero que os guste
14
Aquel miércoles, día de trabajo para musulmanes, cristianos y judíos, el sol estaba en su cenit en un cielo sin nubes. Estambul, ciudad de muchas caras, llevaba varias horas despierta. Las inquietas multitudes llenaban las serpenteantes calles de adoquines. Por encima del bullicio resonaban los gritos de los vendedores, que ofrecían de todo, desde verduras hasta yogur y agua para beber.
Inuyasha y Miroku se abrían camino a caballo entre el gentío de las calles en dirección a Beyoglu, donde se instalaban los mercaderes europeos. Detrás de ellos cabalgaban Abdul, Rashid y un contingente de diez guerreros a las órdenes del príncipe.
Hombres, mujeres y niños contemplaban boquiabiertos el paso del séquito. Al ver al príncipe que había ordenado la masacre de cientos de inocentes, la mayoría de adultos hacían una seña para protegerse de los malos espíritus. Los cristianos se santiguaban, los judíos volvían la cabeza y rezaban en silencio a Yahvé, los musulmanes palpaban sus masallahs, collares de abalorios azules que protegían del mal de ojo. Las madres, sin importar sus creencias religiosas, susurraban severas advertencias a sus traviesos hijos a la vez que señalaban a la temida Bestia del Sultán.
—Estás provocando tu revuelo habitual entre las gentes de Estambul —observó Miroku.
Inuyasha se encogió de hombros y miró al frente.
—Si fruncieras menos el entrecejo, la gente no te tendría miedo —dijo Miroku.
—El miedo puede ser útil —repuso Inuyasha, mirando de reojo a su amigo—. Escuchan la leyenda, ven la cicatriz y temen a la bestia.
—Tu flor silvestre no te ha temido nunca.
Inuyasha no dijo nada, pero su expresión se ensombreció.
—¿Algún problema en tu paraíso privado? —inquirió Miroku—. ¿Has pasado la noche en vela escuchando cómo se peleaban tu madre y tu esposa?
—Calla —gruñó Inuyasha.
—La verdad, pareces cansado y de mal humor.
—Si insistes en saberlo, mi mujer no para de hostigarme —dijo Inuyasha con voz pesarosa.
Miroku rió.
—¿La Bestia del Sultán, el hombre más temido del Imperio, derrotado por el acoso de una muchacha?
—Ella insiste en que repita mis votos de matrimonio ante un sacerdote cristiano —se quejó Inuyasha—. Anoche gozó en mi cama, pero luego se echó a llorar. Dice que no se puede sentir casada de verdad sin la bendición de un cura, y que nuestros encuentros amorosos la convierten en una puta.
—El problema tiene fácil solución —comentó Miroku—. Pide que venga un sacerdote y asunto concluido.
—¿El sobrino del sultán participando en un ritual cristiano? Provocaría un escándalo.
—No tiene por qué saberlo nadie —insistió Miroku—. Se puede hacer en secreto.
—Yo lo sabría -—respondió Inuyasha—. Además, tampoco con eso podría dormir tranquilo. Las pesadillas de mi esposa sobre el asesinato de su padre me despertaron en medio de la noche.
—Quizá le sentaría bien una visita a Sango.
—Lo dudo. Si viera a su prima no haría más que pensar en Inglaterra.
Miroku asintió.
—Entonces duerme en otra habitación.
—Pero ¿quién calmaría sus temores en medio de la noche¿Hojo? Ése sólo sirve para dar masajes.
Miroku sonrió. Era evidente que el dardo de Cupido había alcanzado al príncipe.
—Jamás pensé que el matrimonio sería algo tan irritante —musitó Inuyasha—. Mi esposa se niega a comer la clara del huevo pero le encanta la yema. Esta mañana tuve que comerme las claras que había dejado.
Miroku rió.
—Si vuelve a menospreciar la bondad de Ala, lo lamentará —añadió Inuyasha.
—Supongo que lo que dicen de las comadronas es cierto —comentó Miroku.
—¿Qué dicen?
—Las comadronas pegan a los recién nacidos en el culo para que a los más estúpidos se les caigan las pelotas —dijo Miroku con seriedad.
Inuyasha se mordió el labio para contener la risa. No estaría bien que el pueblo de Estambul viera reír a la Bestia del Sultán. Eso desmerecería su temible imagen.
—Ya hemos llegado —dijo Miroku.
Los aguardaban varios marineros y un bote. Inuyasha, Miroku, Abdul y Rashid se encaramaron a la embarcación y los marineros empezaron a remar en dirección al barco del duque de Sassari. El contingente de guerreros del príncipe permaneció en la orilla con los caballos.
Miroku se puso de pie en el bote cuando llegaron al barco del duque y gritó:
—¡El príncipe Inuyasha solicita permiso para subir a bordo!
Pasaron cinco minutos, al cabo de los cuales apareció el capitán del barco y ordenó a sus hombres que bajaran la escala de cuerda. Luego hizo un gesto para que subieran.
Inuyasha, Miroku, Abdul y Rashid subieron a cubierta.
—Soy el capitán Molinari —se presentó el hombre—. Por favor, seguidme.
Inuyasha, Miroku y Abdul descendieron con el capitán. Por orden del príncipe, Rashid permaneció en cubierta.
El capitán Molinari llamó a la puerta del duque y abrió. Inuyasha y Miroku entraron al camarote, pero Abdul y el capitán se quedaron fuera.
Sentado frente a una mesa, bebiendo vino con el conde Orcioni, estaba el duque de Sassari, que se puso de pie en cuanto entraron.
—Príncipe Inuyasha, qué sorpresa tan agradable —saludó el duque, esbozando una falsa sonrisa.
Inuyasha devolvió la sonrisa con la misma falta de sinceridad.
—¿Agradable?
—Veros es siempre un placer. —El duque se tiró del bigote con gesto nervioso—. Por favor, sentaos.
—Prefiero permanecer de pie.
—¿Una copa de vino?
—Mi religión prohíbe el consumo de alcohol —dijo Inuyasha.
—Claro, me olvidaba —respondió el duque—. Permitidme presentaros al conde Orcioni, un primo lejano de Pantelleria.
Inuyasha saludó al conde con un seco movimiento de la cabeza, recordando que aquel hombre habría convertido a su dulce flor silvestre en una puta maltratada.
—Habréis oído hablar de mi amigo, Miroku ed-din —dijo.
—¿Quién no conoce las emocionantes historias sobre el Hijo del Tiburón? —contestó el duque.
Miroku agradeció el halago con un gesto de la cabeza, y miró al conde.
—¿Cómo va el negocio de alcahuete, Orcioni?
El conde Orcioni se atragantó con el vino.
—Sin ánimo de ofender—dijo Miroku.
—No se preocupe —aseguró el conde.
—¿Por qué habéis alargado vuestra estancia en Estambul? —preguntó Inuyasha al duque de Sassari.
—¿Habéis remado hasta aquí para preguntarme eso?
—¿Acaso vuestra prolongada estancia tiene algo que ver con Naraku? —insistió Inuyasha—. Me consta que se encuentra en algún lugar de Estambul.
—¿Naraku en Estambul? —El duque de Sassari soltó una carcajada—. Con todos mis respetos, príncipe Inuyasha, os equivocáis. Naraku es demasiado cobarde para venir a Estambul.
—Fougere es un cobarde, pero está escondido por aquí —afirmó Inuyasha—. Lo he sabido a través del bastardo que intentó asesinarme.
El duque de Sassari compuso una expresión de asombro.
—¿Mi primo contrató a un asesino para que os atacara?
—¿No sabíais nada de ello? —pregunto Inuyasha, arqueando una ceja.
—Os puedo asegurar...
—Mentís —le acusó Miroku impulsivamente.
—Juro que desconocía ese crimen, y me alegro de que sobrevivierais a un ataque tan ruin —repuso el duque, dirigiéndose a Inuyasha—. Deseo una audiencia con Lyndar y por eso he permanecido en Estambul. Pese a ser mi hermanastra, necesito el permiso del sultán para este tipo de visita.
—En ese caso, permitidme que acelere el asunto en vuestro nombre —se ofreció Inuyasha.
—Os lo agradecería profundamente.
—Dadlo por hecho. —Inuyasha sonrió, pero sus ojos ambar eran gélidos—. Si Naraku se pone en contacto con vos, decidle que me he casado con su prometida.
—Dudo que Naraku se...
—Y decidle a Naraku que es hombre muerto —añadió Inuyasha.
—¿Qué dirá vuestra esposa cuando lleguéis a casa con una hermosa esclava del establecimiento de Akbar? —preguntó Miroku duque.
El conde Orcioni terció en la conversación:
—La verdad es que, en un alarde de generosidad, el duque me ha obsequiado con su elección, un par de jóvenes gemelas rubias de Circasia idénticas en todo salvo el diminuto lunar que tiene una en el labio superior. He pensado que mis clientes apreciarían la novedad.
—No estoy dispuesto a gastar mi oro en el obsequio de un amigo de Naraku —bramó Inuyasha, clavando su implacable mirada en el mercader de rameras de Pantelleria—. Exijo la devolución inmediata de esas mujeres.
—Es demasiado tarde —protestó Orcioni.
—Yo he pagado por ellas —le recordó Inuyasha.
—Las mujeres no tienen ninguna importancia —dijo el duque, dirigiéndose al príncipe.
—El sultán es mi tío —advirtió Inuyasha—. Podría confiscar este barco, y tardaríamos mucho en desenredar nuestro malentendido.
—¡Molinari! —llamó el duque. Cuando el capitán respondió a su llamada, le ordenó—: Trae las esclavas.
Pasaron varios minutos en silencio. El capitán volvió con dos esclavas que iban cubiertas con velo.
—Estas mujeres no se quedarán aquí —dijo Inuyasha a Abdul—. Llévalas a cubierta y vigílalas. —Miró al duque y dijo—: Visitaréis a vuestra hermana esta semana. Aguardad hasta que os llegue el aviso.
—Os lo agradezco, príncipe Inuyasha —respondió el duque.
—No olvidéis decirle a Naraku que es hombre muerto —repitió Inuyasha, y abandonó el camarote con Miroku.
Sin decir palabra, el duque de Sassari se quedó mirando por la portilla. Primero vio a dos guerreros gigantescos bajar con las mujeres en brazos y depositarlas en el bote. Luego bajaron Inuyasha y Miroku. El bote se alejó en dirección a la orilla.
El duque de Sassari cruzó el camarote con paso firme y, dirigiéndose a su baúl de viaje, dijo:
—Sal de ahí.
La tapa se abrió lentamente y apareció el rostro de una comadreja humana. Naraku Fougere, el conde de Beaulieu, salió de su escondrijo.
—Has dicho que soy un cobarde —gimoteó.
—Cállate, Naraku—le cortó el duque.
—Pero tú...
—Cualquier hombre que se oculte en un baúl de viaje no es un hombre de verdad —señaló el conde Orcioni.
—Métete en tus asuntos, vendedor de carne —le espetó Naraku.
El conde Orcioni se puso de pie y se abalanzó hacia Naraku.
—¡Caballeros, por favor! —gritó el duque.
—Discúlpame —murmuró Naraku, retrocediendo para evitar el enfrentamiento. Se quedó mirando el bote por la portilla—. Juro que lo mataré.
—¿Qué ha provocado esta enemistad con el príncipe? —preguntó el conde Orcioni.
—Yo maté a su hermana —respondió Naraku, mirando por la portilla.
—Por Dios¿por qué...?
—Hace varios años, Naraku ordenó a su flota que atacaran un barco turco que navegaba en solitario —explicó el duque—. Su intención era apropiarse de la mercancía de valor. Por desgracia, el barco se hundió durante el abordaje.
—¿Cómo iba a saber yo que en el barco viajaba una princesa otomana? —exclamó Naraku, girándose súbitamente—. Después de eso, la verdad es que no podía llegar a Estambul a bordo de mi nave y disculparme por el error. Mientras respire esa bestia, padezco por mi seguridad.
—Olvídate del príncipe y la inglesa —le aconsejó el duque—. Vuelve a casa, a Beaulieu.
—Cuando llegue el momento propicio —juró Naraku—, utilizaré a esa puta para que sea ella quien conduzca a esa bestia hasta su muerte.
Cuando el bote llegó a la orilla, Abdul y Rashid saltaron a tierra y ayudaron a las dos mujeres. Siguiendo órdenes del príncipe, montaron sus caballos con una muchacha cada uno.
—¿Las convertirás en sirvientas de la casa de tu madre? —preguntó Miroku.
—Estas dos parecen demasiado finas para eso —comentó Inuyasha.
—¿Vas a fundar tu propio harén?
—Mi flor silvestre no lo aceptaría nunca.
—Entonces ¿las devolverás a Akbar?
Inuyasha miró a su amigo con una sonrisa enigmática.
—Sígueme y verás.
Inuyasha los condujo por las calles atestadas de Estambul en dirección a la casa de su madre. Cuando pasaron por la residencia del imán, hizo un gesto para que se detuvieran y se apeó del caballo.
—Traed a las mujeres —ordenó Inuyasha.
Cuando las dos estuvieron frente a él, les quitó el velo. Debían de tener unos diecisiete años.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó el príncipe.
—Yo soy Momishi —respondió la del lunar con la vista clavada en el suelo.
—Y yo soy Botan —dijo su hermana, también bajando la vista. (N.A: son las dos sacerdotisas del Cáp. 63)
—Abdul, acompaña a Botan —ordeno Inuyasha, poniéndoles el velo—. Rashid, tú acompaña a Momishi.
Sin mediar palabra, Inuyasha se dirigió a la residencia del imán. Llamó a la puerta con fuertes golpes.
Pasaron varios minutos hasta que la puerta se abrió.
—La Bestia del Sultán... —balbuceó el sirviente del imán y retrocedió unos pasos.
Inuyasha entró en la casa, seguido de los demás. Atraído por el alboroto, el imán apareció en el vestíbulo.
—Príncipe Inuyasha, qué placer más inesperado —dijo el religioso—. ¿Qué os trae por aquí? —Al ver las dos mujeres con velo, el imán las contemplo un momento y luego se volvió hacia el príncipe—. ¿Queréis casaros de nuevo? —preguntó incrédulo.
—Una vez es más que suficiente. —Inuyasha hizo un gesto hacia Abdul y Rashid, diciendo—: Son para ellos.
—¿Qué? —exclamaron al unísono Abdul y Rashid.
Miroku se echó a reír y las jovencitas soltaron una risilla.
—Ya hace tiempo que tendríais que estar casados, y es mi deseo que os caséis —declaró Inuyasha—. Puesto que son casi idénticas, estas hermanas se marchitarían si estuvieran separadas. Así, siempre que Miroku venga a Estambul, una hermana puede visitar a la otra.
Inuyasha miró a las hermanas.
—¿Verdad que eso os gustaría?
Las dos chicas asintieron con risitas.
—¿Juráis ser esposas obedientes?
Ellas asintieron.
Inuyasha se volvió hacia los dos guerreros.
—Decidle al imán que queréis casaros inmediatamente.
—Sí quiero —dijeron Abdul y Rashid al unísono.
—Magnífico —dijo el imán, frotándose las manos—. Venid conmigo. Tenemos tiempo de preparar los documentos antes de las oraciones.
Los dos guerreros lo siguieron, pero Miroku se quedó atrás.
—¿Dónde pasarán la noche de bodas? —preguntó al príncipe.
—En casa de Izaioy, quizá.
Miroku sacudió la cabeza.
—Yo me ocuparé de que estén cómodamente instalados en mi casa y luego volveré a mi barco. Añoro a mi pajarillo y he decidido regresar a mi mansión por la mañana. A menos que me necesites en Estambul.
—Cuando descubra la madriguera de la comadreja, te enviaré un mensaje —avisó Inuyasha—. ¿Quieres participar en su final?
Miroku sonrió ampliamente.
—No hay nada que desee más.
Entretanto, Kagome había quedado bajo la incompetente supervisión de Hojo. Estaba en su alcoba con la sola compañía del eunuco, con la esperanza de evitar a su suegra. Izaioy había tenido la misma idea y, con el fin de no ver a su nuera, decidió visitar a una amiga.
Hacia el mediodía, Kagome empezó a sentirse inquieta y aburrida. Necesitaba un largo paseo por el jardín. Sin decirle palabra al eunuco, se dirigió a la puerta del jardín. Hojo se apresuró a seguirla. Kagome se dio la vuelta, exasperada, y le espetó:
—Te ruego que me dejes a solas un rato.
—¿A solas?
—Quiero unos momentos de intimidad.
—No conocéis el camino —repuso él.
—Es imposible perderse en un jardín cerrado —replicó ella.
Hojo vaciló.
—Pues...
—Te juro que no pienso escaparme —prometió Kagome, comprendiendo el motivo de su preocupación—. Sólo necesito estar a solas con mis pensamientos.
La expresión de Hojo reflejaba incredulidad.
—Por favor, deja que dé un paseo por el jardín —suplicó Kagome—. Sólo serán treinta minutos.
—Muy bien —aceptó a regañadientes Hojo.
Kagome hizo una pausa.
—A partir de mañana, me servirás dos yemas de huevo para desayunar. Sólo las yemas.
—¿Y qué haré con el resto de los huevos? —preguntó Hojo.
—Tirar las cáscaras y comerte las claras.
—Como queráis.
Kagome miró al hombrecillo con una sonrisa y salió al exterior, donde hacía un maravilloso día de finales de otoño. El cielo era azul y ni una sola nube mancillaba su perfección. El aire estaba límpido y cristalino.
Kagome aspiró los aromas mezclados de una miríada de flores y echó a andar por uno de los senderos. Se detuvo al ver las ásteres en forma de estrella, cogió una y se la puso detrás de la oreja. Sí era cierto que esa flor ahuyentaba los malos espíritus, no tenía que preocuparse de encontrarse con su suegra.
Al ver el espejo de Venus y el dardo de Cupido, Kagome pensó en Inuyasha y en cómo habían hecho el amor la noche anterior. El príncipe ejercía un extraño poder sobre ella. Sus besos hacían que se olvidara de sí misma y de todo lo que tanto quería. ¡Si pudiera convencerlo de que repitiera sus votos delante de un cura!
Kagome siguió por el sendero y divisó un banco de mármol junto a un frutal. Se sentó y, apoyando el mentón en las manos, caviló sobre cómo abordar el tema del sacerdote con su esposo.
—Hola —oyó una voz junto a ella.
Kagome levantó la vista, sobresaltada. Delante había una muchacha, un par de años menor que ella, de estatura mediana y esbelta, cabello castaño y ojos color almendra con motas doradas. Su sonrisa era amable y su voz, serena y apacible.
—¿Eres tú la mujer? —preguntó la joven.
—¿Qué mujer?
—La mujer con quien se ha casado mi hermano.
—¿Tú eres Kaede? —preguntó Kagome.
—En efecto, soy Kaede.
—Pues yo soy la mujer de tu hermano. Me llamo Kagome.
—Me alegro de conocerte.
—¿De verdad? —exclamó Kagome, sorprendida.
—Me alegro mucho de conocerte. —Sonrió. Se sentó junto a Kagome y dijo—: Estábamos muy preocupados porque Inuyasha no se decidía por una esposa... ¿Por qué llevas esa flor en el pelo?
—Para ahuyentar a los malos espíritus —contestó Inuyasha —. ¿Por qué os preocupaba que Inuyasha no se casara?
—Mi madre dice que su cicatriz desagrada a la gente, sobre todo a las mujeres.
—Mi esposo es un guerrero, y su cicatriz es una señal de coraje que le da carácter —dijo Kagome—. No toleraré que nadie hable mal de él a causa de su cicatriz.
—Yo quiero a mi hermano —repuso Kaede.
Kagome sonrió.
—En ese caso¿quieres que seamos amigas?
Kaede le devolvió la sonrisa, y dijo:
—Cualquier mujer que ame a mi hermano ya es amiga mía.
«¿Amar?» Kagome abrió la boca para corregir a la muchacha, pero Kaede prosiguió.
—El color de tu cabello es como una noche sin luna, y tu rostro me recuerda a un ángel travieso. Eres muy hermosa. Ya veo por qué se ha casado contigo mi hermano.
—Salvo por mis pecas —bromeó Kagome.
—¿Qué has dicho?
—Más vale que lo sepas: tengo pecas.
—Como motas de polvo de oro, tus pecas intensifican tu belleza exótica —dijo Kaede, halagándola.
Kagome sonrió.
—Vaya, nunca se me ocurrió que mis pecas fueran así
—¿De dónde vienes?
—De Inglaterra —respondió Kagome, y por su tono parecía hablar del paraíso en la tierra—. Inglaterra es... quiero decir, era mi hogar y queda muy lejos, hacia el oeste.
—El sultán ha acordado mi matrimonio para el verano que viene —reveló Kaede—. Mi futuro esposo es un príncipe moscovita de la tierra de mi bisabuela.
—¿Qué es un príncipe moscovita?
—El príncipe Nelos es de Moscú, donde los inviernos son duros y fríos—contestó Kaede—. ¿Cómo es ser la esposa de un hombre?
—Olvídate de todo lo que te hayan contado —aconsejó Kagome, sintiéndose sabia a pesar de sus limitados conocimientos—. Es la mujer quien hace al hombre, no al revés. Claro que no soy ninguna experta, pero te lo iré contando todo a medida que conozca la vida de casada. Por cierto¿qué fruta es ésta?
—Melocotones —dijo Kaede—. ¿No los has probado?
—No.
—Son maravillosamente jugosos y dulces.
—Creo que probaré uno —anunció Kagome, levantándose—. ¿Quieres uno?
Kaede también se puso de pie.
—Tenemos algunos adentro.
—No hace falta que entremos —dijo Kagome con una sonrisa traviesa—. Mira lo que hago.
Ante la mirada atónita de su joven cuñada, Kagome se subió al melocotonero» alargó el brazo, tocó un melocotón y dijo:
—Es velloso.
—La fruta madura está más arriba —le indicó Kaede.
Kagome subió un poco más. Cogió un par de melocotones y los dejó caer en las manos de Kaede, que esperó a que ella bajara. Kagome miró hacia abajo y vaciló. El suelo parecía tan lejano... nunca le habían hecho gracia las alturas.
Una voz enfurecida que se acercaba a ellas por el sendero les sorprendió. Kagome se preguntó si subirse a los árboles también contravendría las reglas. Había tantas normas nuevas que recordar.
—Si quieres conservar tu miserable vida, dime dónde está. —La voz pertenecía a Inuyasha.
—Me suplicó que le dejara dar un paseo a solas... —gimoteó Hojo.
—¿La dejaste salir sin vigilancia?
—Me juró que...
—Si se ha ido, lo lamentarás, maldito eunuco.
Inuyasha y Hojo vieron a Kaede y se dirigieron hacia ella. La insólita estampa de su hermano preocupado por una mujer hizo que Kaede se echara a reír.
—¿Has visto a...? —empezó Inuyasha.
—Estoy aquí —llamó Kagome.
Inuyasha se giró pero no vio a nadie.
—¡Aquí arriba!
Inuyasha miró.
—¿Qué haces?
—Cojo melocotones —dijo Kagome.
—Baja de ahí.
—No.
—Primero claras de huevo y ahora melocotones —gruñó Inuyasha.
—De nada sirve alterarse, mi señor —dijo Kagome.
—¡He dicho que bajes! —exclamó Inuyasha.
—Lo haría si pudiera —repuso Kagome—, pero no puedo, o sea que no lo haré. ¿Comprendes?
Inuyasha contó hasta diez y preguntó:
—¿Por qué no puedes bajar?
—Estoy atrapada.
—¿Por una rama?
—No, por el miedo —reconoció ella.
—Inshallah —murmuró Inuyasha. Se sacó el puñal del cinturón y se lo entregó a Hojo. Luego se subió al árbol hasta que estuvo dos ramas por debajo de ella.
Kagome lo obsequió con una sonrisa encantadora.
—Hola, mi señor. ¿Os apetece un melocotón?
—No —le espetó él.
—Lo digo sólo por cortesía.
—Olvídate de la cortesía —aconsejó Inuyasha—. Pon el pie izquierdo aquí.
—Tengo miedo...
—Haz lo que te digo.
Inuyasha la guió en el descenso, lento pero seguro, preparado para cogerla si resbalaba. Por fin, Kagome llegó a la rama más baja y Inuyasha al suelo.
—Salta —le ordenó.
Kagome sacudió la cabeza.
—No te puedes pasar todo el día en este árbol —dijo Inuyasha—. Yo te cogeré. Confía en mí.
Kagome cerró los ojos y saltó a los brazos que le tendía su esposo. El impacto derribó a Inuyasha, que cayó hacia atrás con Kagome encima.
—¿Te has hecho daño? —preguntó él.
Kagome sacudió la cabeza.
—Gracias por rescatarme. Estoy bien.
Sin inhibirse ante los presentes, Inuyasha rodó con Kagome por el suelo y la tumbó de espaldas. Apretó la nariz contra la de ella, y dijo:
—Así que mi intrépida flor silvestre alberga algún que otro miedo.
—Vergüenza debería daros —la riñó Hojo—. Las mujeres turcas decentes no se suben a los árboles.
El príncipe se volvió hacia el eunuco y le ordenó:
—Cierra el pico. Hojo.
Inuyasha se volvió de nuevo hacia su esposa, que lo miraba sonriente. Sus labios estaban tan cerca, tan incitantes... Bajó la cabeza y le dio un tierno beso.
—Qué conmovedor —se burló la voz de una mujer—. La bestia y su compañera copulando por los suelos.
—¡Madre! —El grito de sorpresa procedía de Kaede.
Inuyasha y Kagome levantaron la vista para mirar a Izaioy.
—Si vuestro hijo es una bestia —dijo Kagome—¿vos qué sois entonces, exactamente?
—Cuida tus modales —gruñó Inuyasha—. Las mujeres turcas decentes respetan a sus mayores, por muy quisquillosos que sean los ancianos.
Kagome soltó una risilla.
—No consigo apreciar el encanto de ver a un príncipe otomano revolcándose en el barro con su princesa —dijo Izaioy—. He llegado temprano a casa con la idea de que nos preparen una cena en familia para los cuatro. ¿Y ése es el insulto que recibo por mi amable atención?
Ignorando a su madre, Inuyasha se levantó y ayudo a su mujer. Tardaron un momento en quitarse el polvo de la ropa.
Kagome se volvió hacia su suegra y exclamo:
—¡Estoy harta de comer cordero asado!
—¿Qué te apetecería, querida? —preguntó Izaioy, visiblemente irritada.
—Desde que salí de Inglaterra no he comido cerdo asado, y es un plato que tengo en gran estima.
Todos, salvo Inuyasha, se quedaron atónitos. Se llevaron las manos a la boca, algunos sobresaltados y otros más bien asqueados.
—¿Por qué os sorprende tanto el cerdo asado? —preguntó Kagome—. En esta tierra hay cerdos¿verdad?
—El Corán prohíbe comer cerdo —le dijo Inuyasha.
—Yo no soy musulmana —objetó ella.
—Pero eres la esposa de un musulmán —le recordó el príncipe.
—¿Insinúas que nunca más podré comer cerdo?
—Lo estoy afirmando, no insinuando.
—Pues exijo cerdo.
—Deja de pronunciar esa palabra, o harás que a todos les vengan náuseas.
—¡Cerdo! —exclamó Kagome con una sonrisa—. Si no puedo comer cerdo, no comeré nada. Nunca más. —Tras esas palabras, se alejó con altanería por el sendero en dirección a su alcoba.
—¡Servimos cerdo sólo los viernes! —replicó Inuyasha, levantando la voz—. Lástima que ese día vosotros los cristianos tenéis prohibido comer carne.
Al ver que su mujer aceleraba el paso, Inuyasha soltó una carcajada. Conocía demasiado bien su insaciable apetito. Nunca dejaría de comer.
El buen humor de Inuyasha provocó miradas sorprendidas en su madre y su hermana. No lo habían visto sonreír en años. Aquella inglesa lo había cambiado.
Kagome permaneció en su alcoba el resto de la tarde. Se dedicó a pasearse de un lado a otro como una tigresa enjaulada, y. Hojo, que la contemplaba desde su almohadón, acabó por cansarse. En ocasiones Kagome se acercaba a la puerta del jardín y echaba una ojeada al mundo exterior.
«¿Qué hacen exactamente las mujeres de esta tierra para llenar las interminables horas del día?», se preguntó Kagome. Ella estaba acostumbrada a ir y venir libremente.
Mientras fueran huéspedes de Izaioy, Kagome sabía que no tendría tareas de qué ocuparse. Pero ¿qué sucedería cuando regresaran al castillo de la Doncella¿Tendría responsabilidades en su nuevo hogar? Kagome esperaba que sí. ¿Acaso las mujeres de los harenes pasaban el día entero holgazaneando? Qué espantoso. Kagome sabía que no tardaría más de una semana en volverse loca si ésa era la vida que le aguardaba.
¿Y dónde estaba Inuyasha? Hacía rato que esperaba su llegada para soltarle un merecido responso.
Alguien llamó a la puerta. Hojo se levantó lentamente y cruzó la alcoba. Cuando abrió la puerta, entró un pequeño ejército de sirvientes. Llevaban los brazos cargados de ropa. Sin pronunciar palabra, dejaron las prendas sobre la cama y se marcharon.
—¡Fijaos, mi señora! —exclamó Hojo—. El príncipe os envía regalos.
Kagome se quedó mirando las prendas: caftanes, pantalones de harén, túnicas, boleros, fajines y zapatillas; confeccionadas con las telas más finas que se podía comprar.
Ocultando su emoción, Kagome pasó las manos por cada una de las prendas. Ningún hombre le había hecho jamás un regalo, y pensó en los sentimientos de su esposo hacia ella. Kagome estaba segura de que aquellas prendas habían costado muchas monedas de oro.
—El príncipe os adora —dijo Hojo con regocijo.
Kagome miró al hombrecillo de soslayo y dijo:
—Esto tiene todo el aspecto de un soborno.
—Dadle al príncipe un hijo y él os dará el mundo —le aconsejó Hojo—. El Corán dice que el paraíso yace a los pies de una madre.
—prefiero darle una hija —respondió Kagome—. Sí, una casa llena de niñitas que lo incordien.
—Mordeos la lengua—repuso Hojo.
Una risa grave y masculina sonó desde la puerta. Señora y eunuco se volvieron rápidamente. Inuyasha estaba allí con una bandeja en las manos Hojo se desconcertó ante la asombrosa imagen de un príncipe sirviéndole la cena a su esposa.
—Hojo, deja de sonreír con esa mueca tan estúpida —ordenó Inuyasha, entrando a paso lento en la habitación—. Guarda la ropa y márchate. —Se volvió hacia Kagome y le dijo—: Me gustan las niñas, y solo espero que cada una de ellas sea igual a ti.
Kagome lo miró asombrada. ¿Por que estaba tan halagador¿A qué jugaba?
—Ven, madre de mis hijas —dijo Inuyasha—. Cenemos juntos.
—El hambre me rehuye —mintió Kagome.
—Entonces siéntate aquí mientras yo ceno.
Kagome decidió que no podía rechazarlo después de los regalos que le había enviado. Así pues, se sentó en un almohadón junto a la mesa.
Sobre la bandeja había cordero relleno de nueces, ensalada de pepinos con yogur, arroz al azafrán y una jarra de agua de rosas. De postre había pastelillos.
Inuyasha se llenó el plato y comió con visible placer. Kagome lo observó en silencio, con la boca haciéndosele agua. No había comido desde el desayuno y no sabia cuánto más resistiría sin comer. Inuyasha la miró enarcando las cejas. Ignorándolo, Kagome hizo ademán de levantarse.
—Sigue sentada hasta que termine —le ordenó.
—Tengo un calambre en la pierna —mintió ella.
—No me lo creo —dijo él— Tienes hambre. Come.
—No puedo vivir sin comer cerdo —replicó Kagome con aire melodramático.
Inuyasha se atragantó con un trozo de cordero. Cogió a copa de agua de rosas y bebió. Luego la contemplo largo rato.
—En mi casa no se sirve cerdo. No obstante, cuando haya pasado el peligro de Naraku, permitiré que Omar te lleve al mercado de los cristianos. Allí podrás hartarte de cerdo.
—¿Harías eso por mí? —preguntó Kagome.
—Sólo los viernes.
Kagome frunció el entrecejo.
—Desde luego. Y ahora, come antes de que desfallezcas.
Kagome le dirigió una mirada escéptica.
—¿Me lo juras?
—¿Dudas de mi palabra? —repuso Inuyasha, irritado.
—Si tú lo dices, te creo —rectificó rápidamente Kagome por temor a perder lo que había conseguido. Cogió un trozo de cordero y empezó a comer—. Si me dejas comer cerdo¿por qué no repites tus votos delante de un cura?
—Existe una gran diferencia entre la tolerancia religiosa y la participación —contestó Inuyasha.
Kagome abandonó el tema. Si lo hostigaba tanto jamás se avendría al sacerdote. Ya encontraría otra manera de hacerle cambiar de parecer.
—¿Por qué me has servido aquí la cena? —preguntó ella.
—Cenar con mi madre te habría provocado indigestión —contestó.
—¿Y a ti?
—A mí también.
—¿Cuándo volveremos al castillo de la Doncella?
—En cuanto encuentre a Naraku y acabe con él —contestó Inuyasha, mirándola a los ojos.
Sus palabras no despertaron reacción alguna. Kagome cogió otro trozo de cordero.
—¿Tendré responsabilidades en tu casa? —preguntó.
—Nuestra casa —corrigió Inuyasha.
—¿Qué haré todo el día?
—Las tareas normales de las que se ocupan las mujeres.
—¿Cuáles son esas tareas normales de las mujeres en esta tierra?
Inuyasha se encogió de hombros.
—Se lo preguntaré a mi madre. Coser, quizá.
Kagome hizo una mueca.
—Me temo que con la costura no soy muy hábil.
—Entonces ¿qué sabes hacer? —Inuyasha la miró con una sonrisa.
—Al morir mi padre, aprendí a manejar las armas con mi hermano —dijo Kagome, visiblemente orgullosa— Sé disparar una flecha recto y firme, manejar un puñal con habilidad mortífera, y cabalgar sobre un caballo como el viento cabalga el mar.
—¿Y tu madre lo aprobaba? —preguntó Inuyasha, sorprendido.
—Debido a mis pesadillas, mi madre solía darme permiso para hacer todo lo que se me antojaba —contestó Kagome, arrimándose a él—. Admito que me han consentido.
—Nunca lo habría imaginado —dijo Inuyasha con tono seco—. Tendrás que cultivar actividades propias de una mujer.
—¿Por ejemplo?
—¡Yo qué sé! —gruñó Inuyasha—. Por si no te has dado cuenta, yo no soy una mujer.
Kagome soltó una risita.
Habiendo terminado la cena, Inuyasha se levantó y ayudó a Kagome a incorporarse. Mientras él se dirigía a su cómoda y revolvía un cajón, Kagome se quedó contemplando la belleza de la noche por la puerta del jardín.
—Te he traído otro regalo —susurró Inuyasha, de pie detrás de ella.
Kagome se dio la vuelta. Su esposo le tendía un collar digno de una reina. Era de artesanía en oro pesado, y en sus argollas entrelazadas resplandecían incrustaciones de esmeraldas y zafiros.
Kagome se quedó sin habla, mirándolo fijamente.
—Date la vuelta. —Ella lo hizo y Inuyasha le puso el collar alrededor del cuello. La trajo hacia su musculoso cuerpo y hundió la nariz en su cuello con un gesto cariñoso. Ahuecó las manos en torno a sus pechos.
—Sobre lo del cura... —dijo Kagome, turbada por la proximidad de su cuerpo.
Inuyasha ignoró sus palabras. Le desabrochó el caftán por delante, lo dejó caer al suelo, y le dio vuelta para mirarla de frente.
Kagome quedó ante él en toda su resplandeciente desnudez. Sólo llevaba la exuberante melena de pelo cobrizo que le caía hasta las caderas, y el collar de joyas.
Inuyasha dio un paso atrás para admirarla.
—Eres una diosa pagana —dijo con voz ronca y el deseo centelleando en sus ojos dorados.
—Todavía no ha oscurecido —dijo ella, reconociendo esa mirada.
—No es necesaria la oscuridad para hacer el amor —repuso él, acercándose.
Inuyasha la envolvió en su abrazo y la besó hasta borrar todo rastro de timidez. Los pensamientos sobre el cura se desvanecieron y Kagome le rodeó el cuello con los brazos, se apretó contra él y le devolvió el beso con igual ardor.
Abandonando sus labios, Inuyasha esparció una cascada de besos húmedos, ligeros como plumas, hasta su garganta. Sus labios fueron descendiendo, cada vez más abajo, hasta sus excitados pezones. Kagome gimió ante la exquisita sensación que la embargaba.
De pronto, Inuyasha se arrodilló frente a ella y su lengua asaltó la húmeda hendidura de su sexo. Kagome sofocó un grito, atónita, e intentó apartarse, pero él cerró las manos en torno a sus nalgas y le retuvo cautiva de las ardientes sensaciones que le provocaba con la lengua.
—Quiero saborear cada delicioso centímetro de tu dulce cuerpo —susurró él.
Al escuchar aquellas palabras, ella se retorció enardecida por un deseo que rozaba la lujuria.
Arriba y abajo, la lengua de Inuyasha prosiguió con su delicado asalto al sexo de Kagome. Le lamía y mordisqueaba su diminuto broche femenino, mientras con las manos tiraba de sus endurecidos pezones y jugueteaba con ellos.
Kagome se entregó a él completamente derritiéndose contra su lengua. Gritó al sentirse inundada por oleadas de un placer vibrante.
Inuyasha la tumbó en la alfombra y le beso todo el cuerpo. Luego la giró hasta tenderla sobre el vientre, y le plantó un beso en cada nalga.
—Ponte de rodillas —susurró Inuyasha, liberando su palpitante miembro del encierro de sus pantalones.
Sosteniéndola con firmeza por las nalgas, Inuyasha la montó por detrás y la embistió febrilmente hasta oírla gemir de placer. Entonces se derramó en su interior, en lo más íntimo de su cuerpo.
Luego, tendidos sobre la alfombra, Inuyasha acunaba a Kagome en sus brazos. Le acarició el rostro. Había lágrimas en sus mejillas.
—¿Te he hecho daño? —preguntó.
—No; pero sin la bendición de un sacerdote...
Inuyasha la volvió de espaldas y se subió encima de ella. Rozándole la nuca con la nariz, insistió:
—Tú eres mi esposa.
A continuación le separó las piernas y volvió a penetrarla con renovado frenesí y a excitarla sabiamente hasta que ella jadeó y gimió de puro deseo.
—Di que eres mi esposa —le ordenó—, y te daré lo que anhelas.
Kagome se volvió y lo miró fijamente, sus ojos verdes encendidos por la pasión.
—Soy tu esposa... —balbuceó.
Inuyasha la penetró hasta el fondo y, como una criatura desbocada, Kagome recibió cada uno de sus poderosas embestidas con frenéticos impulsos. Sus gemidos se fundieron y estallaron juntos y luego yacieron en silencio.
Finalmente Inuyasha se hizo a un lado y apretó a Kagome contra su cuerpo. Así, acurrucados uno en los brazos del otro, se durmieron, saciados, sobre la alfombra.
Bueno, aquí tenemos otra escena entre Inuyasha y Kagome...que os ha parecido?
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BYE
