Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Wolas, siento haver tardado tanto pero es que estos dias no he parado prácticamente en casa, y las pocas veces que estaba no he podido ponerme en el pc, pero mañana ya tendré el 16, quería ponerlo hoy pero no me da tiempo, bueno espero que os guste!
15
—Despierta.
Inuyasha ignoró la voz y se volvió sobre el vientre.
—Vamos, despierta. —La voz de la víbora sonó más fuerte.
En el linde de la conciencia y el sueño, Inuyasha estaba atrapado en una espantosa pesadilla. Su esposa se había convertido de alguna manera en su madre, y su cama era tan dura como el suelo.
—Despierta, depravado. —Con el pie, Izaioy empujaba a su hijo desnudo.
Inuyasha se incorporó sobresaltado y miro alrededor con ojos confusos. Entonces recordó que había hecho el amor con su mujer la noche anterior. Alabado sea Alá, sólo había imaginado que su esposa se volvía tan viperina como su madre.
—¿Por qué duermes en el suelo? —pregunto Izaioy.
—¿Me habéis despertado para preguntarme eso? —le espetó Inuyasha, percatándose de pronto de su desnudez y de que tenía el miembro erecto. Avergonzado gruñó—¿Qué queréis?
Izaioy soltó una risilla al verlo tan turbado.
—¿Dónde está esa marrana que tienes por esposa?
Inuyasha escudriñó la expresión de reproche de su madre. Al parecer, ella sabía algo que él ignoraba.
—Si se trata de un juego, me rindo —murmuró—. ¿Dónde está?
—¡La temible Bestia del Sultán no puede controlar a su propia esposa! —se burló Izaioy.
—No estoy de humor para escuchar vuestros insultos —masculló—. Dime lo que quieras decirme y luego márchate.
—Veo que esa pequeña salvaje te está contagiando sus irrespetuosas costumbres —replicó Izaioy.
—Madre... —En la voz de Inuyasha asomó un dejo amenazante.
—Tu esposa y tu hermana van de camino a los establos —le informó Izaioy—. He intentado detenerlas pero...
Olvidando su desnudez, Inuyasha se levantó de un salto. Se puso los pantalones y las botas, cogió una camisa y se precipitó hacia la puerta.
—Si tu esposa estuviera donde tiene que estar —dijo Izaioy, a un metro de él—, esa verga matutina que ostentas como un mástil podría descansar en paz.
El rostro de Inuyasha enrojeció.
—Alá me libre de las mujeres viejas y necias —suspiró, abandonando la alcoba.
Izaioy salió tras él. No quería perderse la escena de su hijo reprendiendo a aquella bastarda inglesa. Con suerte, la azotaría hasta subyugarla.
—¡Kagome! —gritó Inuyasha, entrando precipitadamente en los establos.
De pie junto a una cuadra, Kagome y Kaede se volvieron al oír su voz. Las sonrisas que esbozaron al saludarlo se desvanecieron ante su expresión amenazadora. Kagome vio, detrás de su esposo, a Izaioy, que la miraba con una sonrisa triunfal. Al ver la expresión de su suegra, Kagome dijo:
—Lo que sea que ella te haya dicho, es mentira.
Inuyasha agarró a su mujer por el brazo, apretándola con fuerza hiriente mientras la sacudía—. No te he dado permiso para salir a caballo. ¿Adónde ibas?
Preparada para dar batalla, Kagome se zafo de su presa con un gesto brusco y le espetó:
—No iba a ninguna parte.
—Entonces ¿qué haces aquí? —pregunto Inuyasha.
—He venido con tu hermana a ver a Placer infinito —dijo Kagome.
—Mientes —la acusó Inuyasha.
—Dice la verdad —intercedió Kaede— Yo le aseguré que no te enfadarías.
—Esa pequeña salvaje se merece unos azotes por su rebeldía, en mi opinión—terció la madre.
—Nadie os la ha pedido —gruñó Inuyasha. Volviéndose hacia su esposa, dijo con tono más dulce—Es poco femenino montar a caballo.
—Montar a caballo no es ni femenino ni masculino —replicó Kagome—. Además, dijiste que podía venir a ver a Placer infinito.
—Dije que podías venir a verla cuando estuvieras con un acompañante apropiado, y mi hermana no es precisamente eso —dijo Inuyasha— Y encima llevas la cara descubierta, lo que es aún peor. ¿Cuándo entenderás que la esposa de un príncipe debe llevar velo?
Kagome le mostró el velo que se había quitado.
—Me cubrí la cara antes de salir de nuestra alcoba y acabo de quitármelo.
Con un gesto suave, Inuyasha la hizo callar y le puso la palma de la mano en la mejilla.
—Te necesito a mi lado por las mañanas —dijo con voz ronca.
—¿Por qué?
—Para calmar su verga enhiesta —respondió Izaioy por su hijo.
Kagome se ruborizó. Inuyasha le acarició la mejilla y la miró con ternura.
—¿Qué significa eso? —inquirió Kaede.
—Nada —le espetó Izaioy a su hija.
—¡No soy ninguna puta para estar siempre a tu disposición! —exclamó Kagome, apartándose con el rostro ruborizado. ¿Cómo se atrevía a mencionar eso en público?
—¿Dónde está Hojo? —bramó Inuyasha, irritado por que su madre presenciara el insolente trato que le dispensaba su esposa—. Si ese estúpido incompetente hubiera cumplido con su deber, jamás se habría dado esta situación.
—No metas a Hojo en esto —dijo Kagome.
Inuyasha contó hasta diez, reprimiendo el impulso de estrangularla. Pero no resolvería nada peleándose con su mujer. Sólo su madre quedaría satisfecha. Cuando estuviera a solas con su esposa aclararía unas cuantas cosas. Una vez más.
—Volvamos a nuestra alcoba y desayunemos —dijo Inuyasha, haciendo un esfuerzo por mantener la calma—. Podemos discutir este asunto en privado.
—Ya he comido. —Kagome se cubrió la cara con el velo. Alzó su nariz respingona y se dispuso a marchar.
—Me harás compañía mientras como —le ordenó Inuyasha.
A Kagome le molestó que le diera órdenes en presencia de su suegra, y se quedó mirándolo.
—Muy bien —convino. Cuando estuviera a solas con su esposo aclararía unas cuantas cosas. Una vez más.
Kagome salió airada de los establos. Inuyasha admiró el brusco contoneo de sus caderas. Izaioy y Kaede los siguieron de cerca. Las carcajadas de Izaioy irritaron tanto al príncipe como a la princesa.
—Madre, por favor —suplicó Kaede.
—No te atrevas a decirle a tu madre lo que tiene que hacer —replicó Izaioy y, en voz alta, añadió—Esa inglesa es una influencia nefasta para ti.
Al acercarse a la casa, una doncella salió al paso de Kagome y dijo:
—Hojo os ruega que lo libréis de sus responsabilidades. El pobre está agonizando en su lecho de muerte.
Arrancándose el velo de la cara, Kagome echó a correr hacia la pequeña alcoba del eunuco. Inuyasha, Izaioy y Kaede la siguieron.
Omar yacía en su cama, gimiendo. Tenía los párpados hinchados, y la cara, el cuello y las manos llenos de horribles inflamaciones rojas.
—¡La peste! —exclamó Izaioy, apartando a su hija.
Kagome se acercó sin miedo al hombrecillo, y le estudió el rostro detenidamente. Luego dijo:
—Hojo padece una urticaria, que no es ni contagiosa ni mortal.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Inuyasha.
—Mi hermano sufre el mismo mal siempre que come moras.
Inuyasha no estaba convencido y se volvió hacia el eunuco.
—¿Has comido moras?
—No; claras de huevo —gimoteó Hojo con dramatismo.
Inuyasha se volvió lentamente hacia su esposa. En el semblante se reflejaba su indignación.
—Te juro que no lo sabía... —murmuró Kagome, retrocediendo ante su amenazante expresión.
—Te había advertido que no menospreciaras la bondad de Alá —dijo Inuyasha, avanzando hacia ella.
Kagome lo esquivó, soltó una risilla aterrada y salió corriendo de la alcoba.
—¡Detente! —le ordenó Inuyasha, pero ella lo ignoró. El príncipe se lanzó tras ella.
Cegada por su carrera, Kagome dobló una esquina y chocó de lleno contra Abdul. Se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo bruscamente.
Inuyasha, desesperado, se arrodilló junto a ella.
—¿Te has hecho daño?
—¿Por qué me topo siempre con este maldito imbécil? —se quejó Kagome mientras su esposo la ayudaba a levantarse.
—¿Qué significa «maldito imbécil»? —inquirió Inuyasha.
—Ya te lo explicaré luego —gruñó ella.
Inuyasha miró a su ayudante. Abdul iba acompañado de un mensajero imperial que entregó una misiva al príncipe.
Inuyasha leyó el mensaje y levantó la vista. La Bestia del Sultán había vuelto.
—Se ha producido otro atentado contra la vida de Kouga —masculló.
Izaioy llegó justo a tiempo de escuchar la noticia y dijo con voz hiriente:
—Si hubieras atrapado al asesino en lugar de revolearte entre las piernas de esa zorra, la vida de tu primo no correría peligro.
Inuyasha pensó que su madre tenía razón, y clavó una dura mirada en Kagome. Estaba en un dilema sobre qué hacer; tenía que ir a Topkapi, pero, enfermo Hojo, no había quién se ocupara de su esposa. Sabía que Kagome no escaparía, pero su espíritu inquieto bien podría traerle problemas.
—¿Por qué me miras así? —exclamó Kagome—. Yo no he hecho nada.
—Ve a Topkapi, hijo mío —terció Izaioy, comprendiendo su dilema—. Iré a visitar los bazares con Kaede y con ésta. No te preocupes, cuidaré que no cree problemas.
—¿Crear problemas? —repitió Kagome, sintiéndose insultada.
Inuyasha miró a su madre y asintió con la cabeza. Luego se volvió hacia su esposa y dijo:
—Obedece a mi madre en todo. ¿De acuerdo?
Kagome miró de reojo a su suegra, visiblemente disgustada, y luego fijó los ojos en su preocupado esposo.
—De acuerdo —asintió—. No te preocupes por mí.
Inuyasha hizo un gesto con la cabeza y luego ordenó a Abdul:
—Coge una bolsa de monedas de mi alcoba. Visitar los bazares sin monedas que gastar es una pérdida de tiempo.
Kagome obsequió a su esposo con una sonrisa cautivadora. Nunca había tenido dinero propio. Empezó a pensar que tal vez era cierto que el príncipe le tenía cariño.
—Dame la bolsa, estará más segura en mi poder —dijo Izaioy al volver Abdul—. Seguro que ésta la pierde.
—Mi esposa llevará el oro ella misma y lo gastará en lo que quiera —replicó Inuyasha, entregando la bolsa a Kagome.
Un par de horas después, tres literas acortinadas, portadas por los esclavos de Izaioy y protegidas por ocho guardias a caballo, se detuvieron en una calle tranquila cerca de los bazares. Vestidas con yashmaks de muselina diáfana y capas de seda adornadas con borlas, Izaioy y Kaede bajaron de dos literas. Kagome salió de la tercera envuelta en un pesado feridye negro. No se le veían ni los ojos. En las manos sujetaba la bolsa de monedas de oro como si fuera la corona de Inglaterra.
Izaioy le había ordenado que llevara el feridye y se habían enzarzado en una discusión acalorada de la que había salido victoriosa Izaioy. Estaba mal visto que alguien pudiera mirar a los ojos a la esposa de su hijo. Además, el gran velo negro evitaría que Kagome alzara los ojos para mirar a los hombres. Al menos, si cometía ese error por ignorancia, nadie lo sabría.
—Me siento como un cadáver andante —se quejó Kagome—. Todavía no entiendo por qué...
—La costumbre exige que lleves el feridye —le dijo Izaioy. Alá le concediera paciencia, estaba empezando a cansarse de las quejas de su insufrible nuera.
—Una costumbre tonta, en mi opinión —murmuró Kagome.
—Nadie te la ha pedido —gruñó Izaioy, arrastrando las palabras con malicia.
Kagome se volvió para mirar a su suegra y ésta arqueó las cejas. Kaede se echó a reír. Oculta tras el velo, Kagome esbozó una sonrisa. Era el primer momento casi cordial que había transcurrido entre ellas.
—¿Y por qué Kaede y vos no lleváis este... este...?
—Feridye —la ayudó Kaede.
—Lo que sea.
—¿Vamos de compras? —preguntó Izaioy—. ¿O prefieres discutir?
—Está bien. Vamos de compras —cedió Kagome.
Flanqueada por sus guardias, Izaioy se adelantó para indicar el camino. Avanzaron por la calle hacia los bazares cubiertos.
Era la primera vez que Kagome veía el mercado. Se detuvo en seco y respiró hondo ante la sorprendente imagen y la cacofonía de sonidos que la inundó. Cientos de personas atestaban la estrecha calle, parloteando sin cesar. Había muchas mujeres vestidas de negro o blanco, pero Kagome quedó deslumbrada por la diversidad de colores que, como un arco iris, se extendía ante ella. Kagome había pasado toda la vida en el castillo de Basildon y jamás había visto una multitud como aquélla. Le excitaba la perspectiva de adentrarse en esa marea humana, pero también le asustaba.
Izaioy se percató de que su nuera vacilaba; esbozó una sonrisa oculta por su yashmak y le hizo un gesto a Kaede para que caminara al otro lado de Kagome. Por mucho que fuera su madre, Inuyasha no le perdonaría nunca si extraviaba a su esposa.
Caminaban por la calle y parecía que la muchedumbre se apartaba para dejarles paso. Los vendedores y el populacho se volvían para mirarlas al reconocer la insignia imperial en las libreas de los guardias.
Kagome, la astuta tigresa que se había emparejado con la Bestia del Sultán, se convirtió en la atracción principal del bazar. No podía eludir las múltiples miradas que le dirigían, y se sintió aliviada de llevar el feridye porque así nadie podía verle la cara.
—¿Por qué nos miran de esa manera? —le susurro a Izaioy.
—Sienten curiosidad por ti.
—¿Qué quieren saber de mí?
—Qué inocente eres —dijo Izaioy con tono afable.
—Instruidme.
—Tú eres la esposa extranjera de un príncipe, uno de los hombres más poderosos y temidos del Imperio —explicó Izaioy—. ¿Acaso el populacho en Inglaterra no se queda mirando a sus príncipes y princesas?
—Supongo que sí —replicó Kagome— La verdad es que no lo sé.
—¿Cómo que no? —preguntó Kaede.
—Nunca he ido a Londres —confesó Kagome—. Es ahí donde la reina tiene su corte.
—¿Es que no eres hija de noble? —preguntó Izaioy.
—Sí, pero nunca abandoné las tierras de mi padre.
—Una sabia decisión la de tenerte apartada de la buena sociedad —observó Izaioy con sarcasmo.
—¿Qué queréis decir con eso? —gruñó Kagome alzando la voz.
Izaioy miró alrededor. Los oídos de cientos de personas se aguzaron para escuchar ese intercambio entre la madre de la bestia y su esposa.
—¿Qué quieres comprar primero? —preguntó Izaioy, cambiando de tema.
Kagome pensó un momento.
—Me gustaría una bolsa para guardar todo lo demás que compre.
Izaioy rió.
—No eres tan tonta como pareces.
—Vaya bruja...
—Recuerda dónde estamos, querida —advirtió Izaioy.
Kagome echó una ojeada al atento público y asintió con la cabeza. Cuando estuviera a solas con su suegra aclararía unas cuantas cosas.
Su primera parada fue en el vendedor de bolsas. Bolsas de todos los tamaños y formas cubrían las paredes y la mesa del tenderete. Había bolsas de cuero, de tapicería, de lona y de cualquier tela imaginable.
Kagome señaló una de cuero negra, y el comerciante se la dio para que le echara un vistazo. Decidió que aquella bolsa le serviría pero ignoraba su valor, así que sacó un puñado de monedas de oro de la bolsa y las mostró en la palma de la mano.
—¿Cuántas quieres por la bolsa? —preguntó.
El vendedor alargó la mano para apoderarse de la pequeña fortuna, pero la mano de Izaioy fue más rápida y cubrió la palma de su nuera.
—Este trozo de piel negra no vale más de dos monedas de oro —afirmó Izaioy.
—¿Dos monedas? —objetó el vendedor—. Pero si es cuero de artesanía fina. Vale al menos diez.
—¿Diez? —exclamó Izaioy—. Eres un desvergonzado, viejo estafador...
—Diez monedas de oro y es toda una ganga —insistió el vendedor.
—Una ganga. ¡Y un cuerno! —murmuró Izaioy. Se volvió hacia Kagome y dijo—: Guárdate tus monedas, querida. Hay muchos artesanos en este mercado que venden más barato.
Kagome guardó las monedas en la bolsita. Las tres mujeres se volvieron y empezaron a alejarse.
—Esperad —las llamó el vendedor.
Izaioy se giró y clavó una mirada gélida en el hombre.
—Ofrezco un precio especial para la familia del príncipe Inuyasha —dijo el vendedor.
Izaioy se mostró interesada. Seguida de Kagome y Kaede, regresó con el vendedor y el regateo empezó en serio. Al poco rato, Kagome había adquirido la bolsa por cuatro monedas de oro. También había cambiado de opinión acerca de su suegra. Al parecer, había cosas que podría aprender con Izaioy.
Después de pasear entre la muchedumbre un rato, decidieron descansar un momento en el puesto del vendedor de refrescos.
—Yo quiero agua de rosas —dijo Kaede.
—¿Qué te apetece? —le preguntó Izaioy a Kagome.
—Nada.
—¿No tienes sed? —preguntó Kaede.
—Le tengo aversión a esa bebida —replicó Kagome.
—¿Porqué?
—Cada vez que tomo agua de rosas, resulta que le han puesto una pócima.
Izaioy sonrió, tras el yashmak.
—Este vendedor es un hombre honrado y no haría eso...
—De todos modos no me apetece.
—Entonces te pediré una limonada.
—¿Qué es eso?
—Un refresco que se prepara con limones. Tiene un gusto agrio —explicó Izaioy.
—Verás cómo se te arrugan los labios —añadió Kaede.
—¿Puedo quitarme el velo para beber? —preguntó Kagome.
—Sólo tienes que levantarlo un poco y llevarte el vaso a los labios por debajo —la instruyó Izaioy.
Cuando las tres se sintieron repuestas, dieron las gracias al vendedor, que rehusó las monedas que le ofrecieron, y se alejaron.
Kagome se fijó en una anciana que estaba sentada en un tenderete y se acercó.
—¿Qué vendes? —preguntó.
—Pócimas —respondió la mujer con un acento muy marcado—. Si dais esta pasta a vuestro esposo, comprobaréis que su herramienta no se fatiga nunca.
Kagome se volvió hacia su suegra con gesto sorprendido, y preguntó:
—¿Qué herramienta?
—Mi hijo no necesita una pócima para su potencia, jadis —le dijo Izaioy a la mujer, llevándose a su nuera del tenderete—. Vamos, querida.
—¿Que es jadis? —quiso saber Kagome.
—Significa bruja —respondió Kaede.
Kagome echó una mirada por encima del hombro en dirección a la anciana, y se santiguó para protegerse.
Izaioy se abalanzó sobre ella y le advirtió:
—Nunca hagas eso en público.
Demasiado tarde. Entre la multitud mucha gente se fijaba en Kagome, y susurraban entre sí. Corrió como un reguero de pólvora entre el rumor de que la Bestia del Sultán se había emparejado con una infiel cristiana.
La próxima parada fue ante el puesto de un vendedor de repostería. Kagome y Kaede, que no habían almorzado, se hartaron de pastelillos, incluido un postre excesivamente dulce llamado «labios de belleza». Izaioy las contemplaba con gesto de repugnancia.
—Madre, llévanos a ver a un orfebre —pidió Kaede, lamiéndose los dedos—. Podríamos enseñarle a Kagome las maravillosas joyas que tienen.
—Me gustaría verlas.
—¿No estáis cansadas? —preguntó Izaioy, con la esperanza de que quisieran regresar a casa.
—No —contestaron al unísono las muchachas.
Rodeada de sus guardias, Izaioy las alejó de la multitud hacia un callejón más tranquilo. Allí la mercancía se ofrecía en el interior de tiendas. Curiosearon en un par donde los vendedores parecían conocer a Izaioy. Luego entraron en otra tienda y Kagome se detuvo al ver una insólita joya con la forma de una extraña bestia. Iba unida a una gruesa cadena de oro. El camafeo era un fulgor de oro con zafiros y esmeraldas, iluminado por diamantes y dos ojos de rubíes.
—¿Qué es esto? —preguntó Kagome al orfebre.
—Un grifo.
—No entiendo.
—El grifo es un animal mitológico —explicó el orfebre—.Mirad. Tiene la cabeza, el pecho y las alas de un águila, pero el cuerpo, las patas traseras y la cola de un león.
«Una bestia mitológica —pensó Kagome—. Como Inuyasha.» Acercó la mano y lo tocó con la punta de los dedos.
—Lo quiero.
—Esta pieza es demasiado pesada, y desde luego más adecuada para un hombre —le aconsejó Izaioy—. Elige otra cosa.
—El grifo no es para mí—dijo Kagome.
—Entonces ¿para quién es? —inquirió Izaioy.
—Es un regalo de boda para mi esposo.
Los presentes reaccionaron de forma inesperada para Kagome. Kaede se echó a reír. El orfebre se la quedó mirando como si de pronto le hubiera salido otra cabeza. Izaioy sonrió ante la ignorancia de su nuera.
—El hombre compra regalos para granjearse los favores de su esposa —explicó Izaioy—. No al revés.
—Quiero ese grifo —insistió Kagome con obstinación—. Mi esposo ha dicho que puedo comprar lo que quiera. ¿No es así?
—Muy bien —dijo Izaioy, y le indicó al orfebre que envolviera el camafeo con la cadena.
En realidad el grifo costaba más de lo que Kagome llevaba, pero, temeroso de enemistarse con la familia imperial, el orfebre tomó las monedas de oro que Kagome le ofreció. Al coger la última moneda, el orfebre advirtió que Kagome se mostraba decepcionada por quedarse sin monedas.
—Veamos... —murmuró el hombre, contando el dinero delante de ella. Cuando acabó le devolvió dos monedas y dijo—: Me habéis ofrecido demasiado.
—¿Está seguro? —preguntó Kagome, guardando el paquete con el grifo en la bolsa junto con las dos monedas.
El orfebre sonrió.
—Sí, princesa, estoy seguro.
Izaioy conocía el valor del camafeo pero se mordió la lengua. Si el hombre era tan estúpido como para timarse a sí mismo, así fuese.
—¿Podemos volver a casa ahora? —preguntó Kagome—. Quiero darle mi regalo a Inuyasha.
—Todavía te quedan dos monedas —comentó Izaioy—. ¿No te gustaría comprarte algo para ti¿Unos metros de seda, quizá?
—No; estas monedas las voy a guardar.
Kaede soltó una risilla.
—¿Para qué?
—Para nada —respondió Kagome—. Nunca he tenido oro y quiero guardarlo como recuerdo.
—Lo que importa es lo que se compra con el oro —replicó Izaioy—. El oro en sí no significa nada.
—Sin embargo, guardaré mis monedas —dijo Kagome.
Izaioy sacudió la cabeza en gesto de desaprobación. Si la hermosa y joven esposa despilfarraba todas sus monedas, el esposo rico y enamorado la obsequiaría con más. Así era el mundo. Desde luego, su joven nuera tenía muchas cosas que aprender; Izaioy no quería que a sus nietos se les contagiaran las extrañas ideas de aquella inglesa.
Mientras cruzaban el mercado, estalló un griterío repentino. Por la estrecha calle atestada de gente apareció cabalgando a gran velocidad un hombre enmascarado. La gente chillaba y corría despavorida para apartarse de su camino. Varios de los guardias de Izaioy se prestaron instintivamente a ayudar a los ancianos y niños.
Con el rabillo del ojo, Kagome advirtió otra figura enmascarada que emergía del grupo dispersado de los distraídos guardias. Con un objeto brillante en la mano se precipitó hacia Izaioy.
—¡No! —gritó Kagome, empujando a Izaioy con fuerza para apartarla de su trayectoria y poniendo la mano para detener el golpe mortal. Y, en efecto, lo detuvo. Tan hondo se le clavó el puñal en la palma, que la punta le sobresalió por el otro lado de la mano.
El asesino frustrado se volvió para huir, pero uno de los guardias alzó la cimitarra y lo derribó.
—¡Estúpido! —chilló Izaioy— Los muertos no hablan. ¿Cómo vamos a saber quién lo envió?
Kaede tenía los ojos fijos en la mano ensangrentada de su cuñada y sollozaba aparatosamente. Izaioy le sacudió la histeria de una bofetada. Luego se arrodilló junto a su nuera para ofrecerle consuelo. Kagome yacía en la calle, aferrando su bolsa nueva. El puñal asomaba por el dorso de su mano derecha.
—No quiero morir... —gimió Kagome, mirándola a través de una niebla de dolor.
—No morirás. —Izaioy le quitó el yashmak de la cara y lo usó para vendarle la mano herida— Baja los ojos hasta que lleguemos a casa.
En ese momento llegaron los esclavos de Izaioy portando las literas. Dos guardias levantaron a Kagome para dejarla en la litera de su señora y ésta subió atrás. Acuno a su nuera durante el breve trayecto hasta casa.
Inuyasha y Abdul entraban a caballo en el patio en el momento que arribaba el séquito de Izaioy. Al escuchar las voces alteradas de los guardias, Inuyasha saltó de su caballo y corrió hacia la litera de su madre.
Izaioy le contó lo ocurrido en el bazar mientras él le retiraba el velo a su esposa, que lo miró desvaída. Con el semblante atribulado, Inuyasha la levantó en brazos para llevarla a su alcoba, donde la depositó cuidadosamente en la cama. ¿Qué debía hacer¿Sacarle el puñal enseguida, o esperar al médico?
Abrumada por el dolor, Kagome abrió los ojos y susurró:
—Me han apuñalado.
—Te recuperarás —le aseguró Inuyasha, quitándole el yashmak de la mano. Por primera vez, Kagome se atrevió a mirarse la mano.
—Dios mío...—gimió al tiempo que se desvanecía.
—Bendito sea Alá, se ha desmayado—le dijo Inuyasha a su madre—. Sujétale la mano con fuerza.
Izaioy lo hizo mientras Inuyasha le extraía con cuidado el puñal. La sangre manaba de las dos heridas. Inuyasha vendó la mano con un paño de lino blanco, pero enseguida apareció una mancha roja que se hacía más grande a cada instante que pasaba. ¿Dónde estaba ese maldito médico?
—Ella se interpuso ante el puñal que iba dirigido a mí —dijo Izaioy. Ahora que había pasado el peligro, la mujer dio rienda suelta al miedo que había reprimido y se echó a temblar.
Inuyasha no dijo nada. Su esposa yacía inconsciente en sus brazos y él se maldecía por haber sido tan estúpido. Jamás debió permitir esa visita a los bazares. Naraku acechaba en algún rincón de Estambul.
La puerta de la alcoba se abrió de par en par y el médico entró corriendo. Limpió y suturó las dos heridas de Kagome y luego le vendó la mano.
—Las heridas de la princesa no ponen en peligro su vida —le aseguro el médico al príncipe—. Le quedarán unas cicatrices sin importancia.
Inuyasha asintió y luego se marchó. Tenía que interrogar a los testigos y averiguar todo lo posible.
Antes de abandonar a su paciente, el médico se volvió hacia Izaioy y le entregó un paquete.
—Cuando despierte dadle este polvo analgésico.
Izaioy guardó una solitaria vigilia junto al lecho de su nuera. La pequeña salvaje le había salvado la vida, y era evidente que amaba a su hijo. Quizá en Kagome había algo más de lo que saltaba a la vista.
—¿Sobreviviré? —susurró Kagome, abriendo los ojos justo cuando Izaioy empezaba a pensar que habían transcurrido demasiadas horas desde su desmayo.
—El médico ha suturado las heridas y te ha vendado la mano —le dijo Izaioy—. Te recuperarás y sólo te quedarán dos pequeñas cicatrices.
Kagome sintió una punzada en la mano e hizo una mueca de sufrimiento. Izaioy se fijó en el gesto, fue hacia la puerta y ordenó a un esclavo que trajera una copa de agua de rosas.
—¿Dónde está Inuyasha? —preguntó Kagome.
—Está intentando averiguar quién ha ordenado que me atacasen —respondió Izaioy—. Admiro tu coraje y te doy las gracias por haberme salvado la vida.
—Si me hubiera dado cuenta de que el asesino iba contra vos, no lo habría detenido —contestó Kagome. Dios¡qué dolor sentía en la mano!
—Eso es mentira.
—Espero que esto no signifique que ahora os gusto más —dijo Kagome.
—No, sólo significa que te soportaré mejor —replicó Izaioy.
Kagome le lanzó una mirada áspera y preguntó por Hojo.
—El eunuco estará restablecido por la mañana —contestó Izaioy—. El médico le ha echado un vistazo.
Entró una esclava, entregó la copa de agua de rosas a su señora y se fue. Izaioy le echó una dosis del polvo medicinal, removió la mezcla con el dedo y se la ofreció a la paciente. Kagome lo rechazó.
—Bébelo, te calmará el dolor —le ordenó Izaioy.
—¿Me quedaré dormida?
—Sí.
—Cuando duermo tengo pesadillas.
—¿Sobre qué?
—Nada que os importe —dijo con tono seco Kagome—. Decidme por qué detestáis a vuestro propio hijo.
La sorpresa de Izaioy fue mayúscula y se quedo mirándola.
—A pesar de sus defectos —dijo—, yo amo a mi hijo.
—A los mentirosos se les corta la lengua —replico Kagome.
—¿Por qué crees que no me gusta mi hijo? —preguntó Izaioy.
—Una vez oí que le culpabais de la muerte de vuestros otros hijos.
—¿Cuándo fue eso?
—No importa cuándo. Lo escuché de vuestros labios.
—A veces me dominan la amargura y la perdida de mis seres queridos —reconoció Izaioy—. Además, por su defecto, Inuyasha tiene que estar preparado para el inevitable rechazo de los demás, sobre todo de las mujeres.
—¿Qué defecto?
—Su cicatriz.
Kagome clavó la mirada en su suegra y volvió a preguntar:
—¿Qué defecto?
Izaioy le devolvió una mirada de reproche.
—Mi esposo es un guerrero —dijo Kagome—, y su hermosa cicatriz le da carácter.
—Me alegro de oírte decir eso. Quizá estaba en los designios de Alá que tú fueras su compañera. Pero es una lástima que seas una pequeña salvaje.
—¿Salvaje? —Kagome intentó incorporarse pero estaba demasiado débil. Se dejó caer en los almohadones y se le llenaron los ojos de lágrimas.
En ese instante se abrió la puerta y entró Inuyasha.
—Tu madre me pone de mal humor —se quejó Kagome—, y la mano me duele mucho.
Inuyasha miró con ceño a su madre, y ésta clavó los ojos en su insufrible nuera.
—Intento ofrecerle consuelo —se defendió Izaioy.
—Procurar consuelo no está entre tus habilidades —acotó Inuyasha.
Izaioy se puso de pie, airada, y se encaminó hacia la puerta.
—Si la chiquilla tomara el remedio que le ha ordenado el médico, le dolería menos la mano.
Ahora Inuyasha dirigió una mirada de disgusto a su mujer.
—¡Sois una bruja deslenguada! —-exclamó Kagome.
—Te vendré a ver mañana, querida —dijo Izaioy con una sonrisa arrogante.
—¿Para aseguraros que no me recupere? —preguntó Kagome.
—Exactamente. —Izaioy se dispuso a salir por la puerta.
—Esperad —llamó Kagome.
Izaioy se dio la vuelta.
—¿Me enseñaréis a engañar a los vendedores? —pidió Kagome.
Izaioy se quedó perpleja.
—No entiendo...
—Quiero aprender a engañar a los vendedores como habéis hecho vos esta mañana.
Inuyasha rió.
—Regatear no es engañar —repuso Izaioy—. Los vendedores cuentan con ello.
—¿Me enseñaréis? —insistió Kagome.
Izaioy se lo pensó un momento y luego dijo:
—Si te bebes el remedio lo tendré en cuenta.
—Muy bien —cedió Kagome.
Inuyasha le entregó la copa de agua de rosas con el analgésico. Kagome tomó un trago e hizo ademán de devolvérselo.
—Todo —le ordenó Izaioy con voz severa.
—Jadis —murmuró Kagome, e hizo sonreír a su esposo.
Cuando se bebió hasta la última gota del liquido, Izaioy le dedicó una sonrisa satisfecha y se marchó. Inuyasha dejó la copa a un lado y se sentó en el borde de la cama.
—Tu dolor es culpa mía—dijo—. Jamás debí permitir que salieras estando Naraku en Estambul.
—¿Qué tiene que ver esa comadreja con todo esto?
—Lo más probable es que haya sido él quien ordenó el ataque.
—Ese puñal iba dirigido a tu madre, no a mí —le recordó Kagome.
—¿Qué importa a quién iba dirigido? —repuso Inuyasha.
—Naraku no tiene razones para matar a tu madre —dijo Kagome—. Dudo que él esté detrás de esto.
—No hay nadie más.
—¿Por qué intentaría matar a tu primo?
—Naraku teme a mi familia —explicó Inuyasha.
—No es una buena razón para asesinar a tu primo ni a tu madre —insistió Kagome, sofocando un bostezo—. Suele ser villano el que menos esperas. En este caso probablemente sea una mujer.
Inuyasha sonrió con condescendencia.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Kagome.
—Estás encantadora cuando intentas razonar.
Inuyasha esbozó una sonrisa.
—¿Cuando intento razonar? —exclamó ella—. Las mujeres son capaces de hacer las mismas cosas que los hombres, sólo que mejor.
—Las mujeres no matan.
—¿Ah, no? Si una mujer puede salvar una vida como he hecho yo hoy, también es capaz de quitar una vida.
—Una mujer es capaz de asesinar sólo cuando su hijo está en... —Inuyasha se interrumpió y se quedó mirándola boquiabierto. Luego esbozó una amplia sonrisa, se inclinó y le estampó un sonoro beso en los labios.
—¿Otro castigo más? —murmuró Kagome—. ¿Por qué?
—Sé de una mujer cuyo hijo está amenazado por Kouga —explicó Inuyasha—, pero ejecutar una traición de este tipo requiere la ayuda de un hombre.
—Ha sido un placer ayudarte, mi señor —dijo Kagome con sarcasmo.
Inuyasha la miró confundido.
—Me has dado las gracias por abrirte una pequeña brecha en esa mente tan cerrada que tienes¿verdad?
Inuyasha le rozó la punta de su nariz respingona.
—Eres demasiado inteligente para ser mujer.
Kagome bostezó, estaba demasiado cansada para enfrascarse en una batalla dialéctica.
—¿Dónde está mi bolsa? —preguntó.
—Olvídate de la bolsa —dijo Inuyasha—. Necesitas dormir.
—Quiero mi bolsa —insistió ella.
Inuyasha cogió la bolsa, musitando algo sobre la estupidez de las mujeres, y se la entregó a Kagome.
Ella la abrió, miró en su interior y sacó algo envuelto en una tela. Se lo entregó, diciendo:
—Ábrelo.
Inuyasha quitó la tela que envolvía el camafeo del grifo y la cadena de oro y contempló los zafiros, las esmeraldas, los diamantes y los rubíes. Las mujeres eran todas iguales en una cosa: su amor por las buenas joyas.
—El grifo es muy bonito pero es una pieza demasiado pesada para una mujer tan menuda como tú —observó Inuyasha.
—Lo he comprado para ti.
Aquellas palabras, pronunciadas en voz baja, lo cogieron por sorpresa. Jamás en su vida había recibido un regalo de una mujer, ni siquiera de su madre. Inuyasha la miró confundido. Al final, una sonrisa ilumino sus rasgos y Kagome pensó que parecía un muchacho ante un regalo de Navidad.
—Yo... no sé qué decir —susurró, poniéndose la cadena de oro por encima de la cabeza. El camafeo del grifo resplandeció contra su blanca camisa.
—Di gracias —sugirió Kagome.
Inuyasha se acercó y la besó en la boca. Luego, con la voz ronca por la emoción, dijo:
—Lo llevaré siempre junto a mi corazón.
—Me hizo pensar en ti.
—¿Yo tengo este aspecto? —exclamó Inuyasha.
Kagome se echó a reír.
—El grifo y tú sois seres mitológicos.
—Puesto que has malgastado todo el oro en mi regalo, supongo que querrás más —dijo él.
Kagome negó con la cabeza.
—No he malgastado el oro, y aún me quedan dos monedas. Las quiero guardar.
—¿Para qué?
—Me gusta tener dinero.
Inuyasha sonrió. Se quitó las botas, se tendió en la cama junto a ella y la cogió entre sus brazos. La besó lentamente, pero Kagome bostezó y estropeó la magia del momento.
—Es insultante que bosteces cuando te estoy dando un beso—bromeó él.
—¿Te arrepientes de obligarme a tomar ese analgésico? —preguntó Kagome.
—Nunca sabrás hasta qué punto.
—Un hombre sabio escucha a su mujer.
Inuyasha la besó en la punta de la nariz.
—Relájate, que yo protegeré tu sueño.
Kagome se acurrucó entre sus brazos, apoyó la cabeza contra su pecho y alzó sus ojos verdes para mirarlo. Tal vez la compasión le serviría para conseguir lo que más deseaba.
—Me duele la mano... —susurró.
—Cierra los ojos y duerme —dijo Inuyasha—. Te sentirás mejor por la mañana.
Kagome cerró los ojos y suspiró.
—Pienso en el cura —murmuró.
—Olvídate del cura.
—Pero me duele la mano.
—¿Qué tiene que ver el cura con tu mano?
—Si repites tus votos delante de un sacerdote, mi mano se sentirá mucho mejor.
A Inuyasha le temblaron los labios al reprimir una sonrisa.
—Duérmete —le ordenó.
Kagome se relajó en sus brazos, donde se sentía protegida en esa tierra extraña, llena de gente extraña y costumbres aún más extrañas. Y eso la hacía feliz.
Cuando Inuyasha comprobó que dormía, la besó suavemente en la cabeza. Su negligencia casi le había costado la vida, pensó. Hasta que Naraku estuviera muerto, tenía que ser muy prudente. Por mucho que le suplicaran, su familia permanecería dentro de aquellos muros. Aunque seguramente su madre y su esposa se quejarían, ya no podrían pasearse por Estambul a menos que las protegiera él mismo. ¡Que no se atreviera ese Naraku a intentar nada mientras estuviera cerca la Bestia del Sultán!
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BYE
