Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.
Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...
Wolas ya está aquí el 16to capítulo jajaja, espero que os guste!
16
—No hables salvo cuando se dirijan a ti —dijo Inuyasha.
—No levantes los ojos para mirar a los hombres —dijo Izaioy.
—¿Puedo respirar? —preguntó Kagome, irritada por aquel acoso.
—Controla tu mal genio —ordenó Inuyasha.
—Vigila tus modales —añadió Izaioy—. Muestra el respeto debido y nunca llames jadis a una mujer.
De pie como una niña entre su suegra y su esposo, a Kagome le entraron ganas de gritar. Hacía cinco días que los dos no paraban de atormentarla y darle instrucciones. Si expresaba su rabia, Inuyasha se negaría a que ella los acompañara al palacio de Topkapi, y Kagome estaba harta de ser la prisionera de Izaioy. Así pues, en lugar de replicarles, Kagome se limitaba a frotarse la mano vendada con gesto nervioso.
—No juegues con el vendaje —dijo Inuyasha, dándole una palmada en la mano que no tenía herida.
—Me pica —protestó Kagome.
—No está bien visto que una dama se manosee el vendaje —dijo Inuyasha.
—¡No está bien visto! —estalló Kagome, incapaz de contenerse más—. Estoy harta de oír esas palabras.
—Baja la voz cuando me hables o te arrepentirás —le advirtió Inuyasha.
—¿Qué piensas hacerme? —repuso Kagome—. ¿Amenazarme de muerte?
De pie junto a ellos, Kaede soltó una risilla. Izaioy alzó los ojos al techo y meneó la cabeza. Temía que su nuera la avergonzara delante del sultán y sus mujeres.
—¿Quieres acompañarnos o no? —le preguntó Inuyasha a su esposa.
—Sí, quiero.
—Pues entonces compórtate como es debido, o te quedarás aquí. —Inuyasha se volvió para coger el feridye que le ofrecía Hojo.
Kagome hizo una mueca burlona a sus espaldas, y Kaede se echó a reír. Inuyasha se dio la vuelta y miró con ojos entornados a su esposa.
Habían pasado dos semanas desde el incidente del bazar. Pese a que en ocasiones se mostraba indignada, Izaioy estaba solícita con su nuera y habían suavizado las críticas sobre su hijo. Kaede visitaba a su cuñada cada día e intentaba entretenerla. Por las noches, Inuyasha la acunaba entre sus brazos y le ofrecía consuelo.
Con el transcurso de los días, la mano de Kagome sanaba y ella mejoraba su comportamiento, pero su aburrimiento crecía a ojos vista. Ella quería sentir el sol y el aire sobre su rostro. Los apacibles paseos por el jardín eran apenas satisfactorios.
Al enterarse de que había salvado la vida de su tía, el príncipe Kouga había insistido en que Inuyasha llevara a Kagome al palacio de Topkapi. Su madre, su hermana y su propia esposa estaban intrigadas por la historia de aquella valiente mujer europea, y también lo estaban todas las doncellas del harén de su padre.
—No te quites el velo hasta que estemos en el interior de Topkapi —le dijo Inuyasha, ajustándole el feridye como correspondía.
—Y no fisgonees por la cortina de la litera —le advirtió Izaioy—. Sé que lo hiciste cuando fuimos al bazar.
—¿Algo más, su señoría? —preguntó Kagome, irritada.
—Tienes prohibido subirte a los árboles —bromeó Kaede.
Kagome se echó a reír y Kaede la imitó. A Izaioy no le hizo gracia el comentario y frunció el entrecejo. Inuyasha miró a las jóvenes con una especie de tic nervioso en la mejilla de la cicatriz. Kagome sonrió para sus adentros. «Se lo tienen merecido —pensó—, por tratarme como si fuera una ignorante. ¿Acaso no soy la prima de la reina Isabel¡Cómo se atreven a insinuar que soy una salvaje!»
Inuyasha, erguido en su magnífico corcel negro, supervisaba la seguridad de su familia mientras el séquito transitaba por las bulliciosas calles de Estambul en dirección al mar. Las damas iban en literas, ocultas tras las cortinas y transportadas a hombros por los esclavos de Izaioy. Al llegar al muelle, Inuyasha las escoltó a una falúa imperial que condujo al grupo por el Bósforo hasta el palacio de Topkapi.
Cuando arribaron a la orilla, el agha kislar estaba ahí para recibirlos y escoltarlos con un fiero destacamento de guardias del sultán. Para entrar al harén había que pasar por la casa de carruajes con sus puertas incrustadas de madreperla. Un contingente de eunucos montaba guardia al cruzar la puerta.
Kagome agradeció el velo negro que le permitía ver sin ser vista. ¿Aquellos aguerridos guardias estaban ahí para disuadir a los intrusos o para retener dentro a las damas? Huir de Topkapi sería casi imposible.
El agha kislar los condujo por el meskane y el patio de las kadin hasta los aposentos de Nur-U-Banu.
El salón de la bas kadin era la estancia más opulenta que Kagome había visto en su vida. En medio de lujosos azulejos y alfombras, el salón ostentaba un enorme brasero de bronce, fragmentos multicolores de vidrio opaco en las paredes y ventanas otomanas con parteluz que daban a un jardín privado.
Dos mujeres y un joven apuesto estaban sentados sobre almohadones en torno a una mesa. La mayor de las dos mujeres, madre de Kouga, sonrió cuando entraron.
—Sed bienvenida, familia de mi esposo. —Con la mirada fija en Kagome, Nur-U-Banu se dirigió a Inuyasha—¿Es ella?
—Sí, por desgracia —respondió Izaioy con acritud.
Kagome volvió la cabeza bruscamente y clavó una mirada de rabia en su suegra. Inuyasha le agarró la mano y la atrajo hacia sí, diciendo:
—Os presento a Kagome, mi flor silvestre. Kagome, ésta es Nur-U-Banu. —Se volvió hacia el joven apuesto de pelo castaño y ojos oscuros—. El príncipe Kouga, mi primo.
—Deja que le veamos la cara —dijo Kouga.
Con la ayuda de su esposo, Kagome se quitó el velo negro.
—Nos conocemos. —Kouga la miró con una sonrisa—. Tuve ocasión de admirar tu belleza en la subasta.
Abochornada de que aquel hombre hubiera presenciado su humillación, Kagome se sonrojó y bajó la vista.
—La modestia realza tu belleza —dijo Kouga suavemente, y se volvió hacia la hermosa mujer de pelo oscuro sentada junto a su madre—. Mi kadin, Safiye.
Kagome inclinó la cabeza ante la mujer y luego le susurró a Inuyasha:
—¿Qué significa kadin?
—Safiye es la madre de mi hijo mayor —explicó Kouga.
—Sobrino, tu flor silvestre no es en absoluto como la describiste —comentó Nur-U-Banu.
Izaioy rió. Confundida, Kagome miró a su suegra y luego a su esposo, que fruncía el entrecejo.
—Inuyasha decía que tenías el pelo del color de un carbón calcinado —bromeó Kouga—. Dijo que...
—¿Por qué no nos sentamos y nos distendemos un poco? —interrumpió Inuyasha, pensando que sus familiares eran unos idiotas. Unos idiotas de remate.
—Por favor, poneos cómodos —dijo Nur-U-Banu.
Se sentaron en los enormes almohadones dispuestos en torno a la mesa. A poca distancia, el brasero de bronce espantaba el frío del otoño. Nur-U-Banu hizo sonar una campanilla, y entraron varios esclavos con doradas bandejas de uvas, dátiles, pastelillos de hojaldre y copas de agua de rosas.
—¿Dónde está Shasha? —preguntó Kaede.
—Mi consentidísima hermana está por llegar... —respondió Kouga.
En ese momento la puerta se abrió de golpe y entró como un torbellino una joven de la edad de Kaede, pelo castaño claro, ojos oscuros, mejillas sonrosadas y nariz pequeña.
—Ésta debe de ser ella —dijo la joven mirando a Kagome.
Kagome se sentía incómoda y fijó los ojos en una uva. Su esposo se atrevía a soltarle sermones sobre buenos modales y luego la traía a esta guarida de groseros. ¿Acaso era ella la única que debía conducirse con cortesía?
—Kagome, ésta es la hermana de Kouga, Shasha —dijo Inuyasha.
—Qué maravilloso cabello, tan exuberante... —comentó Shasha—. Parece una noche sin luna.
—Más vale una noche sin luna que un carbón calcinado —replicó Kagome con voz seca.
—¿Cómo te sienta la vida de casada con la Bestia del Sultán? —preguntó Shasha, dejándose caer entre Izaioy y Kagome.
—Cuida tus modales —la riñó Nur-U-Banu.
—Cuéntanos cómo le salvaste la vida a mi tía —pidió Shasha, ignorando a su madre—. Enséñame la mano.
Kagome levantó la mano vendada y dijo:
—No fue nada.
—Por favor, cuéntanos la historia —insistió Safiye.
—Kagome acompañó a mi madre y mi hermana a los bazares —interrumpió Inuyasha—. Al ver que el asesino surgía del grupo de guardias, dio un empujón a mi madre para quitarla de en medio y puso la mano para atajar el mortífero puñal.
—Kagome es una mujer muy valiente —añadió Kaede—. De hecho sólo le teme a los árboles.
Izaioy soltó una carcajada. Inuyasha sonrió ante el recuerdo de su mujer atrapada en el melocotonero.
—Me gustaría escuchar la historia —dijo Kouga.
—Kagome se subió a un árbol para coger unos melocotones —contó Kaede—. Pero, una vez encaramada en una rama muy alta, se quedó paralizada de miedo. Por suerte apareció Inuyasha y la rescató.
Todos se echaron a reír, salvo Kagome.
—El cerdo es uno de los platos favoritos de esta cristiana —dijo Izaioy—. Inuyasha le ha dicho que puede comerlo los viernes.
De nuevo rieron todos a costa de Kagome. Ella se sonrojó y tuvo que esforzarse para contener su creciente indignación.
—¿Por qué estás tan callada? —preguntó Kouga—. ¿Es que la timidez te ha comido la lengua?
Kagome advirtió la mirada de su esposo y bajó los ojos, fingiendo timidez.
—Intento aprender vuestras costumbres, pero a veces cometo errores. Mi esposo me ha enseñado a guardar un respetuoso silencio.
Kouga sonrió.
—¿Qué otras enseñanzas te ha dado?
—Que no levante los ojos para mirar a los hombres —dijo Kagome, mirándolo de reojo—. Que controle mi mal genio. Que no llame jadis a nadie, y que no me rasque.
—Te has olvidado de «prohibido subir a los árboles» —añadió Kaede.
Todos se echaron a reír, salvo Inuyasha, que refunfuñó para sí.
—Llevas un camafeo muy original —observó Kouga, al darse cuenta de la expresión enfurruñada de su primo—. Una bestia llevando una bestia.
—Mi esposa me ha regalado este grifo —dijo Inuyasha.
—Así pues, eso confirma que tu esposa te tiene afecto —señaló Kouga.
—Le tendría más afecto si hiciera venir un sacerdote —terció Kagome impulsivamente—. Hasta que eso ocurra no estaremos casados de verdad.
—Cállate —gruñó Inuyasha.
—No la riñas —pidió Safiye, recordando su difícil adaptación de noble veneciana a concubina de un príncipe turco—. Su franqueza es refrescante, una cualidad que no abunda dentro de estos muros. A veces resulta difícil abandonar las creencias de toda una vida para abrazar la fe de Alá. Lo sé por experiencia.
—Parece que en algo estamos de acuerdo —le dijo Nur-U-Banu a su nuera.
—Las madres y las esposas siempre riñen entre sí —le dijo Kouga a Inuyasha—. Así es el mundo.
Nur-U-Banu se puso en pie.
—Daremos un paseo con Kagome para mostrarle el palacio mientras tú te reúnes con el sultán.
—Ven, prima —invitó Shasha, cogiendo a Kagome de la mano sana—. Fuera hay algunas mujeres que se están entreteniendo con juegos.
Shasha y Kaede salieron con Kagome precipitadamente por la puerta. Nur-U-Banu, Izaioy y Safiye las siguieron a un paso más tranquilo.
El jardín del sultán estaba rodeado de cipreses y era la imagen perfecta de la serenidad. El aire estaba impregnado del aroma embriagante de las rosas, jazmines y verbenas. Los senderos conducían a pequeños estanques donde nadaban peces exóticos y flotaban lirios de agua. Las glorietas doradas y las pérgolas ofrecían sombra, y las fuentes de agua burbujeante gorgoteaban rítmicamente.
—¿Por qué hay tantas fuentes? —preguntó Kagome.
Kaede y Shasha se miraron y se encogieron de hombros. Las fuentes siempre habían estado ahí y a las dos muchachas jamás se les había ocurrido preguntarse por ellas.
—El agua vela las palabras de las conversaciones íntimas —explicó Nur-U-Banu—. El ruido del agua reduce la posibilidad de que los curiosos escuchen...
A cierta distancia se oyó un revoloteo y risas de mujeres entregadas a la diversión.
—Ven —exclamó Shasha, cogiéndolas de la mano—. Están jugando a Caballeros de Estambul.
Shasha condujo a Kagome y Kaede por una arboleda hacia un claro de césped bien cuidado. Diez mujeres jóvenes disfrutaban de la hermosa mañana vigiladas por eunucos. Nueve de ellas vestían bombachos de muselina blanca, túnicas de colores brillantes, capas de satén y zapatillas de terciopelo, y gorros de tela dorada. La décima mujer iba vestida de hombre, llevaba los párpados maquillados y un bigote pintado en el labio superior; iba ataviada con un abrigo de pieles vuelto del revés y sobre la cabeza tenía una sandía abierta. La mujer estaba sentada de espaldas a lomos de un asno. Con una mano sujetaba la cola del burro y con la otra sostenía un collar de dientes de ajo.
Alguien azuzó al asno y éste se lanzó a la carrera mientras ella intentaba mantener su precario equilibrio sobre el lomo del animal. Cuanto más reían las mujeres, más se tambaleaba ella de un lado a otro, hasta que finalmente cayó del burro.
—Déjame probar —pidió Kagome.
—Pero tu mano... —replicó Kaede.
—No me hace falta la mano derecha —fanfarroneó Kagome—. Usaré la izquierda.
Nur-U-Banu miró a Izaioy, que le dio permiso con un gesto de la cabeza.
—Dejad que Kagome lo pruebe —ordenó la bas kadin del sultán.
Kagome se quitó la capa, se puso el abrigo vuelto del revés y se colocó la sandía encima de la cabeza.
—Seguro que eres capaz de montar a ese estúpido burro para siempre —le dijo Shasha mientras le pintaba las cejas y el bigote.
Uno de los eunucos la subió al asno. Kagome cogió la cola del animal y sostuvo el collar de ajos con la mano vendada. Alguien azuzó al burro y éste echó a correr. Kagome se bamboleaba pero a pesar de las carcajadas consiguió mantenerse sobre el lomo.
El asno tomó por un sendero y poco después alguien cogió la brida del asno y lo paró de un tirón. Kagome cayó hacia adelante, es decir de espaldas, pero unas manos fuertes la sujetaron por la cintura y la depositaron suavemente en el suelo.
—Kagome¿qué demonios...? —dijo una voz familiar y visiblemente irritada.
Era Inuyasha, acompañado de Kouga.
—¿Qué estás haciendo? —la recriminó Inuyasha.
Las jóvenes que contemplaban la escena retrocedieron, intimidadas ante la cólera del príncipe.
—Intento huir de aquí —contestó Kagome con guasa—. ¿Crees que llegaré lejos con este disfraz?
Inuyasha volvió a sentir el tic nervioso en la mejilla. Kouga se echó a reír.
Las mujeres se quedaron mirando boquiabiertas a Kagome. Jamás habían visto que una mujer se comportara de forma tan irrespetuosa con ningún hombre. Y en este caso no se trataba de un hombre corriente, sino de la Bestia del Sultán.
En la garganta de Inuyasha resonó un bramido.
—Discúlpame por mi descortesía —dijo Kagome con tono comedido, y retrocedió un paso—. Tu madre me dio permiso para jugar.
Inuyasha miró a su madre con una mueca tenebrosa.
—¿Cómo le has permitido hacer esto?
—El Caballero de Estambul es un juego inofensivo —respondió Izaioy.
—¿Inofensivo¿Y si está preñada de mi hijo y se cae del burro?
—No había pensado en eso —admitió Izaioy.
—¿Preñada de tu hijo? —repitió Kagome. La idea de ser la madre de alguien le cayó como una tonelada de ladrillos.
Inuyasha la miró.
—Tener hijos es el resultado natural de...
—Cualquiera de estas bellezas podría llevar la semilla de mi padre —interrumpió Kouga—, pero él no les prohíbe disfrutar de sus ingenuos placeres.
—Con todos mis respetos, diré que ninguna de estas bellezas es mi esposa —repuso Inuyasha—. Además, el sultán ya tiene dos hijos varones.
Kouga asintió con la cabeza.
—Jugad a otra cosa mientras esté con nosotros la esposa del príncipe Inuyasha —ordenó a las doncellas.
—¿Jugamos a tocar y parar en el agua? —sugirió Shasha.
—No —dijeron Inuyasha y Kagome al unísono.
—¿Lo decís por la mano? —preguntó Shasha.
—Mi intrépida esposa teme al agua —informo Inuyasha—No sabe nadar.
Kagome se sonrojó y clavó los ojos en el suelo.
—¿Y jugar a tocar y parar aquí en el césped? —sugirió una muchacha.
—Mejor juguemos a bellas y feas—dijo otra.
—Creo que lo mejor sería llevar a nuestros huéspedes a los baños antes de ofrecerles el almuerzo –dijo Nur-U-Banu.
Así pues, el grupo de mujeres se encamino hacia el palacio. Kagome iba con Kaede, Shasha y Safiye. Nur-U-Banu y Izaioy las seguían a paso lento.
—¿Ya habéis acabado vuestro encuentro con el sultán? —preguntó Nur-U-Banu.
Kouga negó con la cabeza.
—Lo hemos postergado hasta que vuelva de los aposentos de Lyndar.
Nur-U-Banu se volvió hacia Inuyasha y dijo:
—No te preocupes por tu flor silvestre. Nosotras nos ocuparemos de ella como es debido. Tras esas palabras, Nur-U-Banu y Izaioy entraron detrás de las demás.
Kagome jamás había visto, ni siquiera imaginado, unos baños como los del harén del palacio de Topkapi. La estancia era toda de mármol blanco, con columna altas y estrechas y una claraboya. Los suelos y las paredes eran lujosas taraceas de finos azulejos de Faenza. Aquí y allá había lavabos de mármol adornados con grifos de bronce.
Las volutas de vapor, las conversaciones quedas y las risas apagadas se entremezclaban en el aire húmedo. Numerosas mujeres de belleza exquisita, acompañadas por sus esclavas, holgazaneaban en los baños. Algunas iban desnudas, otras vestidas sólo a medias con finas telas de lino tan empapadas por el vaho que revelaban el cuerpo entero. Sin reparar en su desnudez, esa multitud de bellezas reía, parloteaba y se refrescaba. Las esclavas trajinaban de un lado a otro, desnudas de cintura para arriba.
Kagome nunca había visto tanta desnudez reunida. Cuando una esclava se le acercó para despojarla de su túnica de baño, Kagome la retuvo contra su pecho y apartó a la muchacha.
—Quítatela —le ordenó Izaioy, despojándose de su propia túnica—. Y no te comportes tan groseramente.
—No me la quitaré —se negó Kagome, volviéndose hacia su suegra. Casi se le salieron los ojos al verla desnuda.
Nur-U-Banu sofocó una carcajada y luego, con tono suave y persuasivo, como si hablara con una niña, dijo:
—Aquí todas somos amigas. Nada tienes que enseñar que yo no posea.
A regañadientes, Kagome se quitó la túnica.
Izaioy la miró de arriba abajo, soltó un bufido y dijo:
—Dudo que lleves la semilla de mi hijo.
Kagome se ruborizó pero en ese momento Kaede y Shasha se la llevaron a un rincón donde las esclavas las lavarían. Shasha, con su incesante parloteo, le ahorro a Kagome la imposible tarea de trabar conversación entre todos esos cuerpos desnudos. Poco después, Kagome se sentó en el borde de la piscina de agua tibia mientras Shasha y Kaede se remojaban en el agua.
—Esas mujeres de ahí se están pintando los ojos con cajal para ahuyentar el mal de ojo —explico Safiye, sentándose junto a ella—. Las mujeres de al lado se están lavando el pelo con yema de huevo.
—¿Y eso no se considera malgastar la bondad de Alá? —preguntó Kagome, repitiendo las palabras de su esposo.
Safiye negó con la cabeza.
—Usan las claras de huevo para evitar que les salgan patas de gallo alrededor de los ojos.
Eso despertó la curiosidad de Kagome.
—¿Así que puede comerse la yema y guardar la clara para los ojos? —preguntó.
—Sí, claro.
—¿Y qué hacen esas de ahí? —inquino Kagome.
—Se blanquean la piel con una pasta de almendras y jazmín.
—¿Y esa pasta podría borrarme las pecas?
—¿Al príncipe Inuyasha no le gustan las pecas? —preguntó Safiye con una sonrisa.
Kagome se encogió de hombros.
—No pensaba en lo que le gusta a él.
—Entonces ¿a quién? —quiso saber Safiye.
—Soy yo quien quiere deshacerse de estas pecas —explicó Kagome—. ¿Me servirá esa pasta?
Safiye se encogió de hombros.
—Creo que no, pero podrías probarlo. Quizás se desvanezcan tras varias aplicaciones.
Una vez terminado el baño de vapor, Nur-U-Banu y Izaioy llevaron a las jóvenes por un vestíbulo hasta unas habitaciones caldeadas donde las frotaron con piedra pómez, las despojaron de todo su vello y recibieron masajes. Luego fueron al tepidarium, un salón de descanso. Las paredes estaban adornadas con tapices dorados con incrustaciones de perlas y el suelo estaba cubierto de alfombras persas. Unos sofás bajos, donde había mullidos cojines, les ofrecieron descanso.
Envueltas en el calor de sus túnicas, reposaron una hora y luego se vistieron. Nur-U-Banu las condujo a la sala común del harén donde comerían. Como bas kadin del sultán, disponía de sus propios y lujosos aposentos, pero conocía a las odaliscas, concubinas del sultán, que tenían curiosidad por conocer a la esposa de su sobrino.
El almuerzo consistía en un plato de cordero, arroz, hortalizas y berenjenas. En lugar del habitual agua de rosas, bebieron boza, una bebida amarga de cebada fermentada espolvoreada con canela. Los manjares fueron servidos en bandejas de plata adornadas con servilletas de seda ceñidas por anillos de madreperla.
Con su habitual avidez, Kagome alargó el brazo hacia una berenjena pero se fijó en una pequeña mancha de comida en su vendaje. Se dispuso a utilizar la mano sana, y de pronto recordó la prohibición de usar la mano izquierda para todo lo que no fueran actos "impuros". Kagome miró alrededor. Incluso las más jóvenes se llevaban la comida a la boca con sólo tres dedos de la mano derecha. Comían con delicadeza y gracia, no con voracidad. Cada uno de sus movimientos era ligero y preciso. Apenas se manchaban los dedos.
—Para comer correctamente debes tocar la comida sólo con la punta de los dedos —le dijo Izaioy.
Kagome se sonrojó intensamente y cogió una berenjena con la mano derecha.
—Come berenjenas en abundancia —la animó Safíye—, y serás satisfecha.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kagome.
—La berenjena es un alimento mágico —respondió Safiye—. Verás cumplido tu sueño.
Kagome la miró perpleja.
—¿Mi sueño? —repitió, mientras se inclinaba para coger otra berenjena.
—Cuando una mujer sueña con berenjenas —explicó Nur-U-Banu—, es que está preñada.
Kagome se atragantó con el trozo de berenjena que tenía en la boca y, como si fuera cicuta, lo dejó caer en la mano. Primero la raptaban, luego se casaban con ella y finalmente querían verla encinta. Kagome pensó que en su vida todo sucedía demasiado deprisa. Su próximo papel sería la maternidad. No le resultaba desagradable la perspectiva, pero no estaba segura de poder criar a un niño como era debido. Kagome sabía que podía amar a su hijo incondicionalmente, pero ¿estaba preparada para la responsabilidad de ocuparse de una nueva vida?
Las esclavas llevaron jarras y jofainas de agua para lavarse las manos. Se secaron con toallas bordadas con hilo de oro.
—Madre, cuéntanos la leyenda del armario lacado —dijo Shasha.
—De acuerdo —dijo Nur-U-Banu, y empezó—: Hace cientos de años vivía un sultán poderoso pero cruel. Al descubrir que una de sus concubinas preferias y más bella tenía un idilio con un joven apuesto, urdió una trampa para castigar a los amantes. La desventurada concubina y su magnífico amante fueron sorprendidos en íntimo abrazo y huyeron por el laberinto de pasillos del harén para salvar la vida. Esgrimiendo su puñal, el sultán se lanzó tras ellos. Al llegar a los aposentos de la concubina, los amantes se escondieron en un armario lacado. El sultán abrió las puertas del armario de par en par, pero estaba vacío. Los amantes habían desaparecido.
—¿Dónde estaban? —preguntó Kagome.
—Los amantes entraron juntos en la eternidad—respondió Nur-U-Banu.
—Qué curioso —suspiró Kagome.
Shasha soltó una risilla.
—Se te está subiendo el boza.
—Mi leyenda favorita es la del ruiseñor y la rosa —dijo Safíye.
—Oh, sí —dijo Kaede—. Cuéntasela a Kagome.
—Había una vez un ruiseñor enamorado de una rosa blanca y perfecta —empezó Safiye—. Una noche la magia del pájaro cantor despertó a la rosa de su sueño. Sintió un vuelco en el corazón al darse cuenta de que le cantaba a su belleza. «Te amo», susurraba el ruiseñor. La rosa blanca se sonrojó y en todo el mundo brotaron rosas rosadas. El ruiseñor se acercó y, cuando la rosa le abrió los pétalos, le robó su virginidad. Tanto se turbó la rosa que se volvió roja y brotaron rosas rojas en todo el mundo. Desde aquella lejana noche, el ruiseñor canta a la rosa y le suplica su amor, pero la rosa sigue meciéndose con los pétalos cerrados.
—Qué bello —murmuró Kagome, extrañamente entristecida por el amor del ruiseñor hacia la rosa.
—Yo sé una leyenda que no conoce nadie —dijo Shasha—. En una tierra lejana vivía hace tiempo una bestia feroz marcada por las cicatrices y que sólo obedecía a su amo, el sultán. Aunque era temida y respetada por todos, sufría en su corazón una enorme soledad porque nadie podía amar a una bestia. Hacia el oeste, en el reino de una isla lejana y misteriosa, crecía y maduraba una flor silvestre y mágica. La kismet divina intercedió en sus vidas. Sopló un viento fuerte que arrancó a la flor silvestre de sus raíces y la llevó por los mares hasta la tierra del sultán. El azar quiso que la flor silvestre cayera a los pies de la bestia del sultán. En lugar de aplastar a la delicada flor silvestre, la bestia se detuvo a aspirar su exótica fragancia. Alzó la cabeza y con voz doliente proclamó a los cuatro vientos su amor por esta prodigiosa flor. Como una flor mecida por el calor del sol, esta flor silvestre y mágica se aferró a la bestia y se dejó mecer por el calor de su amor. Desde aquel día, la bestia va a todas partes con su flor silvestre, y la soledad lo rehuye como a un extraño.
Todas aplaudieron el relato de Shasha. Kagome, turbada, se ruborizó. Jamás se había considerado un personaje adecuado para el papel de heroína en una leyenda. Pero era aún más absurdo pensar que Inuyasha proclamaba su amor por ella a los cuatro vientos.
—Mi historia preferida es un acertijo —dijo Izaioy.
—Por favor, cuenta —pidió Shasha—. Me encantan los acertijos.
Izaioy asintió.
—Un día el hombre perfecto y la mujer perfecta cabalgaron de Estambul a Bursa. Por el camino su caballo perdió una herradura. ¿Podéis decir cual de ellos se apeó y lo arregló?
Shasha, Kagome y Kaede se miraron y luego negaron con la cabeza.
—La mujer perfecta, claro está —sonrió Izaioy— ya que el hombre perfecto no existe.
Las risas y los aplausos llenaron la sala común del harén.
—Los hombres sólo tienen dos defectos –dijo Kagome a su suegra cuando se apagaron las risas.
Izaioy la miró arqueando una ceja.
—Todo lo que dicen y todo lo que hacen —explico Kagome.
De nuevo las atentas concubinas rieron y aplaudieron. Sin duda siempre recordarían aquel día con cariño.
—¿Qué ocurre aquí?—preguntó una voz.
Todas se giraron para ver entrar a la nueva kadin del sultán. Junto a ella caminaba su arrogante eunuco Jamal, y en los brazos llevaba a su hijo recién nacido. Lyndar era de estatura media y cuerpo voluptuoso, tenía seductores ojos castaños y cabello oscuro. Aunque los chismes del harén decían que la nueva favorita del sultán se teñía con henna las canas, nadie lo sabía con seguridad. La verdad de ese chisme era un secreto bien guardado. Mientras el eunuco le traía su nargileh, la pipa de agua, Lyndar se tendió en el diván reservado especialmente para ella.
—Kadin Lyndar —dijo Nur-U-Banu, forzando una sonrisa—. Ésta es Kagome, la flor silvestre, esposa del príncipe Inuyasha.
—Hola —dijo Kagome con una sonrisa.
Lyndar se dignó hacer un gesto con la cabeza hacia Kagome.
—Qué bebé más precioso —comentó Kagome, admirando al niño de tres meses.
Lyndar le dedicó una sonrisa sincera.
—Mi león es un niño muy guapo.
—Enséñale el pie torcido que le impide desafiar el derecho de Kouga al sultanato —sugirió Izaioy, y las demás mujeres se llevaron la mano a la boca para disimular sus risas.
—Jadis —masculló Lyndar.
La discusión se interrumpió al volver Jamal con el nargileh de su señora. Ella dio varias caladas a la pipa de agua y luego sonrió.
—¿Te apetece probar? —le preguntó Lyndar a Kagome. ¡Deseaba encontrar una aliada en alguien cercana a la hermana del sultán! Así, tendría una espía cerca de Izaioy.
Kagome se inclinó hacia el nargileh y la imitó. Se atoró con el humo y empezó a toser, pero al poco rato la embargó una extraña sensación de somnolencia.
—¿Te sientes bien? —inquirió Izaioy, recelosa.
Kagome no se molestó en responder y se quedó ensimismada con la mirada fija en el vacío.
—¿Qué estás pensando? —le preguntó suavemente Shasha.
—En mi casa... en Inglaterra.
—Cuéntanos —la animó Shasha.
—Es un paraíso como el jardín del Edén... mi país es una tierra bendecida por Dios. Inglaterra es húmeda en primavera, exuberante en verano, vibrante en otoño y prístina en invierno. Las brumas matutinas, espesas como el aliento del legendario dragón, envuelven los montes y las llanuras.
—¿Vuestro sultán es tan poderoso y magnífico como el nuestro? —quiso saber Shasha.
—Allí no hay sultanes —respondió Kagome—. En Inglaterra gobierna la reina Isabel.
Las mujeres se quedaron atónitas ante aquellas palabras.
—¿Un país donde reina una mujer? —Izaioy se mostró muy interesada.
—¿Y su esposo? —preguntó Nur-U-Banu.
—Isabel, la reina virgen, no tiene esposo —dijo Kagome, disfrutando con la atención de sus oyentes—. Aunque es todavía una mujer joven, dudo que acepte a algún hombre como compañero. Mi prima no admitiría compartir el poder con un hombre corrupto.
—¿Esa reina es tu prima? —exclamó Safiye, impresionada.
Kagome asintió con la cabeza.
—Pero ¿quién reinará tras la muerte de esa Isabel? —inquirió Lyndar—. Las mujeres no viven para siempre, y las vírgenes no dejan herederos.
Kagome se encogió de hombros.
—La reina nombrará sucesor, y tal vez sea otra mujer.
—¿Y los hombres en tu tierra se inclinan ante esa reina? —preguntó una de las mujeres.
—Así como vosotras os inclináis ante el sultán, los hombres de Inglaterra se inclinan ante Isabel y se disputan el poder cumplir sus órdenes.
—¿ Lleva velo? —preguntó Tynna.
Kagome negó con la cabeza.
—Las mujeres inglesas son libres y no llevan velo.
Un parloteo febril brotó entre las mujeres del sultán. Parecía que todas hablaban a la vez. Todas se preguntaban cómo sería su existencia si vivieran en ese paraíso llamado Inglaterra.
—Los ingleses no tenemos esclavos —añadió Kagome para darle más vuelo a la historia. Y exageró un poco diciendo—: Las inglesas van donde quieren y hacen lo que quieren. Incluso podemos elegir el hombre con el que nos casaremos.
En ese momento entró el agha kislar. Su presencia provocó un revuelo.
—El príncipe Inuyasha aguarda a su familia en la casa de carruajes —anunció el agha kislar.
—Quedaos un momento más —rogó Shasha—. Avisad a Inuyasha que partiréis cuando estéis listas.
El agha kislar se quedó boquiabierto al escuchar la insólita falta de respeto de la hija del sultán. El eunuco mayor se dio la vuelta al escuchar un consejo de otra mujer.
—Que espere —dijo Lyndar.
—Al fin y al cabo, Inuyasha no es más que un hombre —convino Nur-U-Banu, y era la primera que se mostraba de acuerdo con su rival. Como todas las demás mujeres, la favorita del sultán se había dejado atrapar por el encantamiento que tejía Kagome en torno a una vida sin velo.
«Aquí pasa algo raro —pensó el agha kislar—. Algo que podría turbar la paz doméstica del sultán.»
—La próxima vez os enseñaré algunos juegos ingleses —prometió Kagome, levantándose de los almohadones cuando lo hizo su suegra.
El agha kislar escoltó a las tres mujeres por los pasillos del harén. Las dejó con Inuyasha y volvió a la sala común del harén, con curiosidad por averiguar qué locura se había apoderado de las kadin y odaliscas del sultán. Su trabajo —y sin duda su vida— dependía de su habilidad para mantener la paz en el harén.
Cuando el agha kislar abandonó la casa de carruajes, Inuyasha arqueó una ceja y miró a su madre. Izaioy hizo un gesto con la cabeza y su rostro se iluminó con una sonrisa que él no había visto jamás. Al parecer, su esposa se había comportado de modo ejemplar.
Inuyasha atrajo a Kagome hacia sí y le dedicó una mirada llena de amor.
—Tengo el corazón henchido de orgullo —dijo, recompensando su buena conducta con halagos—. Estoy orgulloso de poder llamarte mi esposa.
Bueno, este ha estado un poco largo,...ultimamente estan más largos que los primeros...pero mejor no? así hay más trama para leer jejeje
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BYE
