Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Wolas! Siento haber tardado tanto en actualizar...ha sido mucho tiempo pero es que ahora me toca estudiar para la selectividad y además hay que reconocerlo...me daba bastante pereza...pero durante el día de hoy intentaré subir dos capitulos más como compensación ok? Y ahora a leer!


17

El orgullo que Inuyasha sentía por su esposa duró menos de dos días.

La segunda mañana después de visitar el palacio de Topkapi, Kagome se sentó a la mesa en su alcoba y disfrutó de un desayuno que incluía yemas de huevo. Hojo, recobrado de su ataque de urticaria, estaba ocupado eligiendo el vestido que llevaría su señora aquel día. Kagome lo contemplaba y no podía entender por qué el hombrecillo se esforzaba tanto en seleccionar una prenda que muy pocas personas verían. Al fin y al cabo, nunca cruzaba los muros del jardín.

—¿Me has guardado las claras de huevo para la máscara facial? —preguntó Kagome.

—Claro —contestó Hojo—. Una vez más, he de deciros, mi princesa, lo orgulloso que estoy de nuestra exitosa visita a Topkapi.

—¿Nuestra?

—Sin mis hábiles enseñanzas, habríais avergonzado al príncipe y a su familia —respondió Hojo—. Para asegurar nuestras fortunas, ahora sólo tenéis que quedaros preñada del príncipe...

—¡Kagome! —Por el pasillo reverberó el rugido de una bestia enfurecida llamando su nombre.

Acto seguido, la puerta se abrió con estrépito y Inuyasha entró raudo. El tic nervioso volvió a su mejilla.

—Te azotaré hasta quitarte el último aliento —juró Inuyasha, avanzando hacia ella.

Kagome intuyó que no era una amenaza lanzada a la ligera, por lo que se levantó de un salto y corrió a esconderse detrás del eunuco. ¿Qué había hecho entre la noche anterior y esa mañana para enfadar al príncipe?

—¿Está preñada? —le preguntó Inuyasha a Hojo.

—No, mi señor.

Inuyasha apartó a Hojo de un empujón y cogió a su esposa por el brazo.

—No he hecho nada malo —protestó Kagome, intentando soltarse.

Entre imprecaciones lanzadas en su lengua materna, Inuyasha arrastró a Kagome hasta la cama y allí se sentó con ella, pero no fue capaz de abofetearla. La zarandeó con fuerza.

—No he malgastado la bondad de Alá... —exclamó Kagome—. He guardado las claras.

Inuyasha se quedó inmóvil y la miró con ojos penetrantes.

—¿De qué me estás hablando?

—Los huevos... —contestó Kagome—. He guardado las claras para que no me salgan patas de gallo.

—¿Patas de gallo? —repitió Inuyasha, perplejo.

—Las claras de huevo sirven para prevenir las patas de gallo alrededor de los ojos —explicó ella.

Inuyasha la miró detenidamente.

—Tú no tienes patas de gallo.

—Gracias a las claras de huevo —dijo Kagome—. Pero tendrías que haberme visto antes. ¿Verdad que sí, Hojo?

El hombrecillo asintió con la cabeza.

Una ansiedad insoportable se apoderó de Inuyasha, que se cubrió la cara con las manos y murmuró:

—Alá, os ruego me concedáis paciencia para sobrevivir a los estúpidos que me rodean.

—¿Estúpidos¿Qué insinúas?

—No insinúo nada. Tú eres una estúpida.

Kagome abrió la boca para contradecirlo.

—¡Silencio! —bramó Inuyasha. Y luego, con voz queda, ordenó—: Cuéntame qué hiciste en Topkapi.

—¿Topkapi?

—Anteayer visitamos el palacio de Topkapi —gruñó Inuyasha—. ¿No lo recuerdas?

—Claro que sí —le espetó Kagome—. No soy una imbécil.

—Ese punto ya lo discutiremos —replicó Inuyasha y, haciendo caso omiso de su herida, le cogió ambas manos y la hizo arrodillar—. Cuéntame qué hiciste durante la visita.

—Yo... yo participé en los juegos con las mujeres... Luego nos bañamos y almorzamos.

—¿Qué más hiciste?

—¡Nada! Me estás haciendo daño...

Inuyasha la soltó y extrajo dos hojas de papiro del interior de la camisa. Las agitó delante de la cara de Kagome, diciendo:

—Un mensajero imperial me ha entregado esto.

—¿Qué es?

Inuyasha le enseñó uno de los papeles.

—Esto, querida esposa, te convoca ante el sultán Selim para responder a una acusación de traición. Y has de saber que este delito se castiga con la muerte.

Kagome se quedó sin aliento y palideció. En el otro extremo de la alcoba, Hojo soltó un gritito y se llevó las manos al pecho; sintió que todo el cuerpo le escocía. El eunuco vio hundirse hasta el fondo del Bosforo la fortuna de su señora... junto con la suya.

—Es un error... —gimió Kagome—. Te juro que no he cometido ninguna traición.

Inuyasha le mostró el otro papiro.

—La nota personal de Kouga explica la razón de esta acusación.

—¿Qué dice?

—Tus mentiras sobre Inglaterra han creado un revuelo en el harén del sultán. Hace dos días que las mujeres de mi tío están al borde de la rebelión contra toda autoridad masculina. Y, como instigadora de estos actos de traición, te señalan como ejemplo.

—No he mentido nunca —insistió Kagome.

—Cuéntame exactamente qué les dijiste —ordenó Inuyasha—. No ocultes nada.

—Yo... les hablé del paisaje de Inglaterra —empezó Kagome—. Y describí el clima en las cuatro estaciones del año.

¿Clima y paisaje? No había traición en eso.

—¿Qué más?

—Les conté que la reina Isabel gobierna en Inglaterra. Y...

«Ya estamos», pensó Inuyasha. Alarmado por lo que pudiera revelarle su esposa, se preparó para lo peor. Kagome no dijo nada.

—¿Y qué más? —insistió Inuyasha.

—No me acuerdo...

Inuyasha la cogió por los hombros y volvió a zarandearla.

—Tienes que acordarte. No puedo salvar tu vida, por poco que valga, si no lo sé todo.

—Las mujeres inglesas gozan de total libertad y nunca llevan velos para cubrirse la cara —interrumpió Izaioy, de pie en el umbral de la puerta—. Las inglesas hacen lo que quieren y pueden casarse con el hombre que ellas elijan.

Inuyasha soltó un gruñido. Era aún peor de lo que había imaginado. ¡Que Alá se apiadase de ellos! La vida de ambos estaba en peligro.

—La culpa es de Lyndar —dijo Izaioy.

Inuyasha miró a su madre con incredulidad.

—Vos, de todas las personas¿defendéis esta traición?

—Lyndar le dio el opio —comentó Izaioy, entrando en la habitación—. Fue el opio, no tu esposa, quien dijo esas mentiras.

—Yo nunca he mentido —afirmó Kagome—. Es verdad que Isabel es la reina de Inglaterra.

—¿Y las mujeres inglesas se casan con quien quieren? —preguntó Izaioy.

—Pues no —admitió Kagome—. Supongo que exageré un poco...

—Olvídate de todo lo que te he dicho sobre lo grave que es mentir —suplicó Inuyasha—. Ahora tenemos que mentir para deshacer el entuerto que has creado. Nuestras vidas dependen de ello. ¿De acuerdo?

Kagome asintió, asustada.

—Cuando nos arrodillemos ante el sultán, harás todo lo que yo te diga sin rechistar —la instruyó Inuyasha—. No levantes la vista para mirar a nadie, y si valoras tu vida no abras la boca. Yo hablaré por ti.

De nuevo, Kagome asintió. Dios mío, era demasiado joven para morir. Y tan lejos de casa. ¿Quién lloraría su muerte?

—Hojo, vístela —ordenó Inuyasha, levantándose para salir de la alcoba.

—Yo os acompañaré —dijo Izaioy.

—No. Sólo conseguiréis quedar mancillada por este delito —repuso Inuyasha.

—Sin embargo, os acompañaré.

—¡He dicho que no! —exclamó Inuyasha—. Os quedaréis aquí y no os meteréis en este asunto.

—Sigo siendo tu madre —le recordó Izaioy con voz severa—. A mí no me das órdenes. Iré, con o sin tu consentimiento.

—¡Estúpidos! —gimió Inuyasha, pasando junto a su madre—. Estoy rodeado de un hatajo de estúpidos.

Dos horas después, los tres aguardaban ante el salón de los Sultanes a que los convocaran a la presencia del sultán. Vestida totalmente de negro, Kagome esperaba entre su esposo y su suegra, temblando de miedo.

—El sultán Selim estará sentado en el trono sobre un estrado —le dijo Inuyasha—. Kouga estará de pie junto a él y hablará en nombre de su padre.

—No te atrevas a levantar la vista para mirar a Selim y tampoco a Kouga —dijo Izaioy—. ¿Lo has entendido?

—S... sí—farfulló Kagome.

—No tienes nada que temer —aseguró Inuyasha, estrechándole las manos—. Yo estaré a tu lado y nadie te hará daño.

—Mentiroso —dijo Izaioy—. Si Selim la considera culpable de traición, la ejecutarán.

—Si Selim hace eso, será la última orden que dé en su vida —sentenció Inuyasha.

—¿Qué quieres decir?

—Lo mataré.

—¡Alá nos proteja! —exclamó Izaioy—. Te has dejado contagiar por la traición de tu esposa. ¿Qué será de nosotros?

—Os advertí que os quedarais en casa —le recordó Inuyasha.

Con los ojos desorbitados de asombro, Kagome miró a su esposo.

—¿Vengarías mi muerte?

—Sí, pero tenemos que hacer lo posible para evitar que sea necesario —dijo Inuyasha—. ¿Harás exactamente lo que yo te diga?

Sorprendida por la lealtad que le mostraba, Kagome lo miró fijamente. El hombre que la había hecho esclava estaba dispuesto a matar y a morir por ella. Si alguna vez se presentaba la ocasión¿podría ella hacer menos por él?

—¿Harás lo que te diga? —repitió Inuyasha.

—Sí.

—Bien. Llegaremos al centro de la estancia y nos pondremos de rodillas de cara al estrado. Entonces nos inclinaremos y tocaremos con la frente la alfombra. No te incorpores a menos que lo ordene Kouga.

—Yo iré detrás vuestro —dijo Izaioy.

—Vos no iréis a ninguna parte —replicó Inuyasha.

—Yo comparto el destino de mi hijo —insistió Izaioy.

—Madre, sois una imbécil —masculló Inuyasha—. Quedaos aquí, o yo mismo os estrangularé.

—Muy bien. —Izaioy decidió que si la situación se volvía peligrosa, ella hablaría en su defensa. En cuanto se hubiera arrodillado ante su hermano, nadie podría hacerla callar.

El agha kislar salió del salón en ese momento. El jefe de los eunucos fijó una mirada fulminante en la acusada y luego se volvió hacia el sobrino de su amo.

—Seguidme —dijo.

Inuyasha y Kagome cruzaron el umbral del salón. Mientras el agha kislar se dirigía hacia el centro de la estancia para anunciar su presencia, Kagome echó una ojeada alrededor. El salón de los Sultanes era largo y rectangular, espacioso y decorado con elegancia. En un extremo se elevaba una plataforma, sobre la que se abría un balcón. Frente al trono, el suelo de azulejos estaba cubierto por una alfombra decorada con bordados.

—El sultán utiliza este salón para recibir y entretener a todo el harén —susurró Inuyasha.

—¿Y yo soy el entretenimiento de hoy? —le respondió Kagome, también en un susurro.

El agha kislar hizo un gesto de que se presentaran ante el sultán. Kagome vaciló. Inuyasha la cogió con fuerza por la mano sana, le dio un apretón para animarla y juntos avanzaron.

Por orden imperial, casi todas las mujeres del harén estaban ahí para presenciar la audiencia. Shasha estaba sentada justo al otro extremo de la entrada, y exhibía un ojo morado. A su lado estaba Nur-ü-Banu, con los labios hinchados y llenos de costras. Varias otras odaliscas también exhibían toda una gama de morados.

«¡Ay¿Qué problemas he provocado con mi cháchara? —se lamentó Kagome—. Por unas cuantas palabras dichas a la ligera, estas mujeres, que tan bien me han acogido, han tenido que soportar un sufrimiento indecible. Si sobrevivo¿podrán perdonarme algún día?». Los remordimientos y la culpa le atenazaron el corazón.

Inuyasha y Kagome llegaron al centro de la estancia, se volvieron hacia el estrado y se arrodillaron. Juntos, se inclinaron para tocar la alfombra con la frente.

—Se os ha convocado aquí para responder a la acusación de haber sembrado la discordia y el malestar en el seno de la familia imperial —anunció el príncipe Kouga con voz clara y fuerte.

«¿Discordia y malestar?», pensó Kagome. Había una gran diferencia entre traición y discordia. ¿Acaso el príncipe Kouga había eludido la palabra traición intencionadamente¿Era ésa la señal de que todo iría bien?

—Levantad la vista —ordenó el príncipe Kouga.

Inuyasha se incorporó, apoyándose sobre las pantorrillas. Kagome recordó las instrucciones de su esposo y permaneció con la frente contra la alfombra.

—Levantaréis la vista los dos —dijo Kouga con voz severa.

Kagome imitó a su esposo pero mantuvo la mirada fija en la alfombra.

—El sultán Selim, en su infinita sabiduría, prefiere tratar esta inquietante situación como un problema familiar —informó Kouga—. Es por ello que se os ha convocado aquí, en lugar del salón de audiencias.

Un gesto del sultán hizo que Kouga se inclinara hacia él y escuchara las palabras de su padre, pronunciadas en voz baja. Luego el príncipe se volvió de nuevo hacia ellos y dijo:

—El sultán Selim desea ver el rostro de la infiel.

Sin vacilar, Inuyasha retiró el velo negro que cubría a su esposa. Kagome se concentró en mantener la vista clavada en la alfombra. Era arriesgado levantar los ojos para mirar al sultán y al príncipe.

—Primo, a ti no se te acusa de nada —le dijo Kouga a Inuyasha.

—Oh padishah, rey de reyes —dijo Inuyasha al sultán, y se inclinó con una reverencia formal. Al ver que su tío estaba atento a sus palabras, agregó—: Compartiré el destino de mi esposa.

Kouga hizo una mueca fugaz. Sabía que su primo defendería a su esposa hasta el final, y el sultán no estaba en condiciones de ofender a su guerrero más temerario y valiente. Si la pequeña salvaje no hacía nada para irritarlo, seguramente el sultán la perdonaría.

—¿Por qué tergiversaste la verdad sobre Inglaterra ante las mujeres del sultán? —preguntó Kouga.

—Mi esposa fumó del opio que le ofreció Lindar —empezó Inuyasha—. Ella...

—El sultán desea que la infiel hable por sí misma —lo interrumpió el príncipe.

Inuyasha y Kagome se miraron, alarmados, y él le advirtió con la mirada que fuera cauta y prudente con sus palabras.

—Oh padishah, rey de reyes —entonó Kagome, imitando a su esposo. Se inclinó para tocar con la frente en la alfombra y luego se incorporó, apoyando de nuevo el peso sobre sus piernas. Con la mirada fija en el suelo, respondió—: El opio hizo que añorara mi tierra natal, y la nostalgia me indujo a exagerar, mi señor... quiero decir, su alteza... yo... yo... quiero decir, mi padishah, rey de reyes.

—¿Y bien? —insistió Kouga.

«¿Y bien qué?» se preguntó Kagome, presa del pánico. El miedo le resecaba la boca. ¿Qué esperaban de ella?

—Por obra mía, estas mujeres han sido castigadas —dijo Kagome, confiando en que su enfoque fuera más apropiado—. Lamento mis palabras, me disculpo ante el sultán por haber creado este... este revuelo, y prometo no volver a fumar opio nunca más.

El sultán Selim le dijo algo a Kouga. El príncipe se volvió hacia Kagome y dijo:

—El sultán desea escuchar la historia de la reina inglesa. ¿Es realmente vuestra prima?

—Sí, pero jamás he estado en la corte —contestó Kagome. Sabía que debía elegir sus palabras con cuidado y destacar con especial énfasis la importancia de los hombres—. Isabel es la única hija sobreviviente del fallecido rey Enrique. Sus consejeros son los hombres más sabios del reino, y ellos la guían en todos los asuntos de estado.

—Así pues, la reina de Inglaterra gobierna aconsejada por hombres —repitió Kouga con una voz que llegó hasta los rincones más apartados del salón.

—Sus ministros son todos hombres —dijo Kagome—. Ellos marcan las directrices políticas de Inglaterra y la reina atiende sus consejos.

—¿Y las demás mujeres? —inquirió Kouga.

—¿Las demás mujeres? —repitió Kagome, confundida.

—Las mujeres inglesas —aclaró Kouga—. Tú, por ejemplo. Cuéntale al sultán y a estas damas sobre tu vida en Inglaterra.

—Yo vivía en casa de mi padre y sólo cruzaba sus muros cuando iba acompañada de una escolta de guardias armados —reconoció. E involuntariamente añadió—: Excepto aquel día... —Kagome palideció y su voz se fue apagando al recordar aquel terrible día que llevaría grabado en la memoria para siempre jamás.

Inuyasha se volvió para mirar a su esposa. Saltándose el protocolo, la rodeó con el brazo en gesto protector y la acercó a él.

—Unos forajidos atacaron a mi esposa cuando ella iba sin escolta —explicó—. Esto sucedió hace muchos años, pero el recuerdo de aquel día todavía la atormenta. Ella fue testigo del asesinato de su padre.

De pronto, Izaioy entró intempestivamente, cruzó el salón con paso firme y se arrodilló junto a Kagome. Cogió la mano vendada de la joven y la levantó a la vista de todos.

—¡Mi padishah, mi hermano, os suplico misericordia para con la nuera que me salvó la vida! —exclamó Izaioy, mirando a Selim directamente a los ojos—. En verdad os digo que está aquí con nosotros por obra de Alá. Además, en su vientre lleva el vástago del único hijo que me queda.

Ese comentario fue saludado con una reacción inmediata de todos los presentes.

Inuyasha y Kagome miraron a Izaioy, atónitos ante su descabellada mentira. Las mujeres del harén susurraban entre ellas con expectación. Kouga se inclinó sobre su padre para consultarlo. Al final, el sultán Selim se levantó sin pronunciar palabra y abandonó el salón.

«¿Qué significa esto?», se preguntó Kagome, con el corazón encogido por el miedo. ¿La ejecutarían¿Matarían también a Inuyasha?

—El sultán Selim es misericordioso —anunció Kouga—. La esposa del infiel recibirá el perdón bajo una condición. —Miró a su primo—. Deberás proporcionarle el justo castigo por esta ofensa y controlar su lengua en el futuro.

Inuyasha asintió con la cabeza.

—Mi esposa recibirá los azotes que merece.

Los labios de Kouga temblaron.

—El sultán dice que puedes postergar el castigo hasta que haya nacido el niño. La semana que viene es el cumpleaños de mi madre. Vuelve entonces con la pequeña salvaje. —A continuación, el príncipe Kouga abandonó el salón, y las mujeres del sultán salieron detrás de él.

Inuyasha se puso de pie y ayudó a levantarse a Kagome y a Izaioy. Miró a su madre con ojos fulminantes.

—Debo ocuparme de Nur-U-Banu. La pobre no parece estar muy bien, gracias a tu esposa —murmuró Izaioy—. Pasaré aquí la noche y volveré a casa por la mañana.

—Hemos tenido suerte de salvar la vida —-dijo Inuyasha a su esposa—. Jamás volveremos a tener tanta suerte. ¿Entiendes?

Kagome asintió con la cabeza.

—Seré la esposa perfecta —juró.

Y Kagome fue la esposa perfecta.

Durante exactamente una semana.

Llegó el día de la fiesta de Nur-ü-Banu. En contra de lo que le aconsejaba el sentido común, Inuyasha aceptó asistir a la pequeña celebración en el palacio de Topkapi.

—Actúa como si estuvieras preñada —le susurró Izaioy a su nuera mientras seguían al agha kislar por el pasillo hacia el salón de la bas kadin.

«¿Actuar como si estuviera preñada? —pensó Kagome—. ¿Cómo demonios se hace eso?» Cerró los ojos y pidió inspiración divina. Y entonces llegaron al salón de Nur-U-Banu.

—Hola —dijo Shasha.

Kagome soltó un gemido al ver el morado ya menos evidente en el rostro de la muchacha.

—Siento lo de tu herida —dijo.

Shasha sonrió para indicarle que la perdonaba.

—Estoy con algunas de las mujeres en la sala grande. ¿Te gustaría venir a jugar con nosotras?

Kagome miró a su esposo para pedirle permiso.

Inuyasha asintió con la cabeza y dijo:

—Voy a visitar a Kouga y luego enviaré a alguien que venga a buscarte.

Mientras se dirigían al salón del sultán, Shasha confesó:

—Mi morado mereció la pena, sólo por ver el asombro en la cara de Kouga ante mi negativa de casarme con el príncipe Mikhail el verano que viene y mi exigencia de que me encontrara un noble inglés.

—Hice mal en promover esas ideas tan tontas —reconoció Kagome—. He aprendido la lección. Tengo que vigilar lo que digo.

—Y nosotras tendríamos que habernos dado cuenta de que Estambul no es Inglaterra —respondió Shasha—. Además, la culpa es de Lyndar. Fue ella quien contó lo que nos dijiste. ¡Que Alá le depare una muerte ignominiosa!

—Jamás desees cosas que realmente no quieres, porque tal vez lo consigas —le aconsejó Kagome.

—La muerte de Lyndar sería motivo de celebración —afirmó Shasha, y cambió el tema—¿Cómo te sientes?

—Culpable —reconoció Kagome—. Os agradecí vuestra amabilidad metiéndoos en un aprieto.

—No me refiero a eso —dijo Shasha—. ¿Cómo te sientes ahora que llevas la semilla de la bestia en el vientre?

—Todo lo bien que cabe esperar —murmuró con gesto evasivo, abochornada por aquella mentira.

—¿Te mareas?

—De momento no.

Algunas de las odaliscas que habían jugado a Caballeros de Estambul con Kagome se reunieron en torno a las dos muchachas. Varias exhibían leves morados, otras no tenían marcas.

—Prometiste que nos enseñarías juegos ingleses —dijo una de ellas.

Kagome vaciló. No tenía ninguna gana de volver a arrodillarse ante el sultán para implorar su misericordia. Si ocurría algo así, era probable que la matara el mismo Inuyasha.

—Creo que no...

—Por favor —insistió otra muchacha.

—Nos lo prometiste —le recordó Shasha.

—¿Qué os parece jugar al escondite? —sugirió Kagome, pensando que ese juego no entrañaba ningún peligro.

—¡Qué divertido y emocionante! —exclamó Shasha, y las demás odaliscas corroboraron su entusiasmo.

—Una se tapa los ojos y cuenta hasta cien mientras las demás se esconden —explicó Kagome—. Luego intenta encontrar a las demás antes de que ellas consigan tocar la meta o punto de partida.

—Como soy princesa de nacimiento, seré yo quien cuente —anunció Shasha.

—Ser la que cuenta no es ningún honor —dijo Kagome.

—No importa, contaré yo —insistió Shasha.

Kagome asintió.

—¿Qué usamos como meta?

—El trono de mi padre —dijo Shasha, y en sus ojos brilló un destello travieso—. Para salvaros tendréis que tocar el trono del sultán.

Shasha se colocó frente al trono de su padre y se tapó los ojos con las manos. Pero hizo trampa, separando los dedos para ver hacia dónde corrían las demás muchachas.

—Está prohibido mirar —dijo Kagome.

—De acuerdo. —Shasha se tapó los ojos y empezó a contar—. Bir, iki, uc, dort, bes, alti, yedi, sekiz, dokuz, on...

Las muchachas, y también Kagome, salieron a la carrera del salón del sultán y se desperdigaron por el palacio. Kagome no sabía hacia dónde iba y de pronto se encontró en la sala común del harén, que en ese momento estaba desierta.

Se precipitó hacia uno de los pequeños nichos de la estancia, puso ocho cojines uno encima de otro y se tumbó en el suelo detrás del montón. El silencio en aquella estancia desconocida le resultó vagamente amenazante. Pasaron los minutos lentamente. Un zumbido le llenaba los oídos y sentía correr la sangre, intensificada por la emoción.

Kagome nunca había estado tan a solas, sin la compañía de otro ser humano. A medida que se prolongaban los minutos, empezó a embargarle la aterradora sensación de que estaba sola en el mundo. Tan intensa era esa horrible sensación que estuvo a punto de volver al salón del sultán y dejar que la atraparan. Pero dos cosas le impidieron salir: a cierta distancia, Kagome oyó risas y grititos apagados, y vio a Shasha correr hacia la meta antes de que llegara una de las muchachas. Aquello la tranquilizó. Pensó que tal vez debería aventurarse a alcanzar la meta, cuando de pronto oyó el ruido suave de pasos en la sala común del harén. ¿Sería alguna de las muchachas que buscaba otro lugar para esconderse, o era Shasha que la perseguía a ella? Se asomó por detrás de los cojines. Los pasos eran de Lyndar. Kagome iba a advertirla de su presencia, pero en ese momento entró Jamal a la sala común para hablar con su señora.

—La pequeña salvaje cayó de pie como una maldita gata —se quejó Lyndar—. De no ser porque se entrometió ella, Izaioy ya estaría muerta.

—¿Por qué es necesaria la muerte de Izaioy? —preguntó Jamal.

—Si Inuyasha cree que Naraku mató a Izaioy, saldrá de Estambul para darle caza —respondió Lyndar con la voz irritada por la estupidez de su sirviente—. Así será más fácil asesinar a Kouga.

—Asesinemos primero a Inuyasha y luego a Kouga —sugirió Jamal.

—Necesitamos a la Bestia del Sultán para defender el Imperio en nombre de mi hijo —dijo Lyndar—. Cuando Sesshomaru alcance la mayoría de edad, mataremos a Selim y a la bestia.

Kagome se cubrió la boca con ambas manos para sofocar un grito. Tenía que encontrar a Inuyasha. Inmediatamente. Echó otro vistazo y vio a Lyndar sentarse en su diván. Jamal se sentó a su lado, sobre un cojín. Por lo visto, aquellos miserables conspiradores se estaban poniendo cómodos.

—Quizá el método más apropiado sea con veneno —dijo Lyndar—. En nombre de Nur-U-Banu, podríamos enviarle a Izaioy y a su entrometida nuera un rahat lokum disimulado con tinte.

—¿Y si la Bestia del Sultán también probara el brebaje? -—replicó Jamal.

—Es una posibilidad inquietante —reconoció Lyndar—. ¿Tienes alguna otra sugerencia?

«La traición es un mal que necesita soluciones drásticas», decidió Kagome. Lyndar y Jamal estaban sentados de espaldas al nicho. Si conseguía escabullirse por la puerta que había detrás de ellos, se las arreglaría para encontrar a los demás.

Kagome se incorporó y, recogiéndose el caftán, se apresuró de puntillas por la estancia en dirección a la puerta. A punto estuvo de llegar, pero al echar un vistazo por encima del hombro tropezó con el borde de una mesita.

Lyndar se volvió rápidamente y gritó:

—¡Atrápala!

Kagome cruzó la puerta y echó a correr por un pasillo largo y serpenteante. Avistó una puerta de vidrio con parteluz que daba al jardín, y se lanzó hacia ella. Jamal y Lyndar le pisaban los talones.

—¡Fuego! —chilló Kagome, rogando que su grito atrajera una multitud al instante.

Pero Jamal la atrapó, cerró las manos en torno a su garganta y apretó. Con una fuerza nacida de la desesperación, Kagome hundió la rodilla en el vientre del eunuco, que se dobló por el impacto.

Con el aliento entrecortado, Kagome se giró para huir, pero Lyndar la cogió por su melena azcabache y la arrojó al suelo.

—Ahógala —ordenó Lyndar.

Jamal sujetó a Kagome y le tapó la boca con la mano. A pesar de su frenético forcejeo, el hombre consiguió arrastrarla hacia una fuente cercana. Antes de que Jamal pudiera hundirle la cabeza bajo el agua, ella le mordió la mano y consiguió abrir la boca por unos segundos.

—¡Inuyasha! —gritó Kagome, y apenas alcanzó a respirar cuando le sumergieron la cabeza en el agua.


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BYE