Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Bueno, por fín he podido subir tres capítulos en un mismo día,...supongo que ya estoy perdonada por la tardandza no? pero que conste que me ha costado lo suyo.


19

Kagome abrió los ojos y contempló una lujosa estancia que no le era familiar. ¿Dónde estaba? Una gruesa alfombra persa cubría el suelo, había una mesa de mármol rodeada de grandes cojines, y en una de las paredes distinguió dos portillas.

Kagome sabía que no se encontraba en casa de su suegra, y en el palacio de Topkapi no había visto portillas. De repente, como un rayo fulminante, acudió a su memoria la cruenta y estremecedora escena de la ejecución de Jamal: la cimitarra mortal rasgaba el aire y un río de sangre brotaba del tronco decapitado del eunuco.

—No... —gimió, debatiéndose contra el horror. Si se dejaba llevar por esos pensamientos, no tardaría en volverse loca.

Hizo un esfuerzo por incorporarse y apoyo las piernas en el suelo. Confiando en que el aire del mar la reanimaría, arrastró los pies por la alcoba hasta la portilla. Pero fue un error pararse a mirar el Bosforo azul. En su imaginación, Kagome vio la cara hinchada del bebé de Lyndar. Sintió náuseas, se cubrió la boca con la mano y le vino una arcada.

Entonces la puerta se abrió de par en par.

Era Inuyasha, con una bandeja en las manos. Miró a su esposa con ojos inquisitivos y al instante advirtió el estado de agitación en que se encontraba. Cerró la puerta de una patada y cruzó el camarote para dejar la bandeja sobre la mesa.

—¿Te encuentras mal? —preguntó.

—¿Dónde estamos? —repuso ella.

—En la falúa de Kouga. —Inuyasha la cogió del brazo y la condujo hacia la mesa—. Come algo, que recuperarás fuerzas.

—No tengo hambre.

—El té te restablecerá —la animó Inuyasha.

—Lo único que me puede restablecer es volver a Inglaterra, donde vive gente civilizada —replicó ella, sentándose en un cojín.

Inuyasha se sentó junto a ella y le sirvió una taza de té. Con manos temblorosas, Kagome tomó la taza y bebió.

—Te advertí que cerraras los ojos —le recordó Inuyasha con suavidad.

Kagome lo miró con expresión afligida y Inuyasha sintió que se le partía el corazón.

—No pude hacerlo... —dijo ella con un hilo de voz—. Es por mi culpa que Jamal y Lyndar...

Inuyasha le rodeó los hombros y la estrechó. Kagome se quedó rígida, pero él la acarició con gestos tranquilizadores y dijo:

—Los traidores escogen su propio destino.

—¿Y el bebé? —Kagome dejó el té en la mesa y fijó los ojos en sus manos. ¿Cuál era la mejor manera de abordar el tema de volver a Inglaterra¿Cómo podía vivir en una tierra donde la gente mataba a bebés inocentes?

—Háblame de tu padre —le susurró Inuyasha.

Kagome volvió la cabeza con brusquedad y se lo quedó mirando en silencio. Sus rostros estaban apenas a unos centímetros, y ella sintió la mirada dorada y penetrante de Inuyasha.

—Comparte el duro peso de tus pesadillas —suplicó Inuyasha—. La carga se te hará más leve.

Kagome sacudió la cabeza.

—La flota de Naraku atacó y hundió el barco en que viajaba mi hermana para reunirse con su marido —murmuró Inuyasha, sorprendiéndola—. Imagino que aquel egoísta malnacido aprovechó la oportunidad de asaltar un barco imperial porque navegaba en solitario. No hubo supervivientes.

¿Por qué le contaba eso, se preguntó Kagome. Nunca antes había confiado en ella. ¿Qué motivos tenía ahora?

—Juramos venganza, y mi hermano y yo conseguimos dar con su paradero —prosiguió Inuyasha—. Pero no comprendimos que dejarse encontrar formaba parte de su plan para tendernos una emboscada. Se había enterado de que queríamos matarlo, y el muy cobarde quería tendernos una trampa mortal. Al final, Sesshomaru murió y yo salvé el pellejo, pero con la mejilla rasgada por la mitad. Si no hubiera sido por Miroku, yo también habría muerto.

—Matar a Naraku es un acto de justicia —afirmó Kagome—. No tienes por qué darme explicaciones.

—No es ése el objetivo de mi historia. Yo era un hombre maduro y entrenado para la guerra, pero aun así fui incapaz de salvarle la vida a mi hermano. Así pues, no tiene sentido que te creas culpable por lo que pasó cuando eras una niña.

—Mi padre murió porque yo, desobedeciendo sus órdenes, crucé los muros para cabalgar sin escolta —musitó Kagome, y los ojos se le nublaron con el dolor del recuerdo—. Nadie dijo que fuera así, pero los ojos de todos expresaban lo que pensaban. Me juzgaron culpable.

—Me resulta difícil de creer.

—¡Es verdad! —exclamó Kagome, elevando la voz, presa de la agitación—. En lugar de quedarme paralizada de miedo, tendría que haberme acercado a ese hombre y...

—Aquellos hombres asesinaron a tu padre —dijo Inuyasha.

—¡Oh, basta! —Kagome se cubrió los oídos con las manos.

Inuyasha la acercó a él y la envolvió con sus brazos, sosteniendo su cuerpo tembloroso. Él había querido calmarla, no alterarla.

—No hablemos más de ello. —Inuyasha le acarició el pelo y la besó en la cabeza, luego la meció como a un bebé—. Haré todo lo que obre en mi mano por aniquilar a tus demonios y ofrecerte paz, aunque tenga que viajar a Inglaterra para vengar la muerte de tu padre.

—¿Harías eso por mí? —preguntó Kagome con los ojos anegados en lágrimas.

—Lo juro.

Kagome se derrumbó de emoción ante la sorprendente promesa de su esposo. Se echó a llorar, acurrucada contra su pecho. Inuyasha le acarició la espalda, susurrándole palabras reconfortantes.

—Quiero volver a casa —musitó Kagome.

—Hacia allí nos dirigimos.

—A Inglaterra, quiero decir.

—Tú eres mi esposa —murmuró Inuyasha.

—Aún no nos ha casado un sacerdote. –Kagome levantó la vista para mirarlo y dejó escapar un hipo.

—Allí no serías feliz —aseguró Inuyasha—. No vivirías tranquila si volvieras a Inglaterra.

—¡Cómo te atreves a decidir lo que me conviene! —exclamó Kagome, y en sus ojos volvió a brillar el fuego.

—En Inglaterra sufrías por tus pesadillas —dijo Inuyasha—. ¿Volverás para pisar el lugar exacto donde murió tu padre? Además, pronto te arrepentirías de haberme abandonado.

Aquel inesperado comentario sobresalto a Kagome.

—¿Por qué habría de arrepentirme?

Inuyasha sonrió.

—Porque me amas.

—¿Amar a un hombre que no levantó un dedo para salvar a un bebé inocente¿Amar a un hombre que no ama...?

Inuyasha le puso un dedo sobre los labios y repitió:

—Sí, me amas.

Kagome se dispuso a negarlo, pero Inuyasha fue más rápido. Su boca acalló la de ella con un beso largo y pausado.

Atrapada por su hechizo, Kagome le devolvió el beso con el mismo ardor. Cayeron sobre la alfombra, el cuerpo de él cubriéndola.

De pronto unos fuertes golpes sonaron en la puerta.

Inuyasha levantó la cabeza y exclamó:

—¿Qué pasa?

—El castillo de la Doncella a la vista —contesto la voz de un hombre.

—Estaremos listos en un momento.

Inuyasha se volvió hacia Kagome, que tenía la mirada iluminada de pasión. No pudo resistirse a besarla de nuevo y a mirarla con ojos henchidos de amor. La expresión de Kagome se serenó.

—Aún quiero volver a casa —dijo.

—Cambiarás de opinión. Te tengo reservada una sorpresa.

Inuyasha se puso de pie y la ayudo a levantarse. Luego le tendió el feridye.

Kagome lo contemplaba y pensaba en sus palabras. Era verdad. Se había enamorado de su captor. Se había acostumbrado tanto a tenerlo a su lado que no soportaba la idea de abandonarlo. Pero ¿qué sentía él por ella¿Su amor era correspondido¿O la consideraba meramente una propiedad?

Kagome aún seguía cavilando el angustiante problema de los sentimientos de su esposo hacia ella cuando pisaron tierra treinta minutos después. Ante sus ojos se alzaba el castillo de la Doncella. Le pareció menos intimidante que la primera vez; ¿sería porque realmente amaba a su señor?

Argos, el saluki, corrió a paso largo por la playa hacia ellos. Detrás del perro, llegaban apresurados Abdul y Hojo.

En lugar de saludar a su amo. Argos se precipitó sobre Kagome, que trastabilló hacia atrás. Inuyasha la ayudó a recobrar el equilibrio antes de caer. Argos intentó lamerle la cara a través del yashmak, pero Kagome lo apañó.

—Tiene sus ventajas esconderse detrás de un velo —dijo.

Inuyasha abrió la boca para responder, pero Argos eligió ese momento para saludarlo y pasó la lengua por su boca.

—Estoy segura de haber visto a Argos lamiéndose el trasero —dijo Kagome, mirando de soslayo a su esposo.

Inuyasha acarició la cabeza del perro y luego lo apartó. Agarró a su esposa por el brazo, le dio vuelta y le levantó el velo.

Op beni —susurró Inuyasha, posando los labios sobre los de ella. Luego del beso preguntó—¿Qué decías de Argos?

—No importa —musitó Kagome.

Hos geidniz —los saludó Hojo—. Bienvenidos, mi príncipe y mi princesa.

—Acompaña a la princesa a sus aposentos —ordenó Inuyasha.

—Venid conmigo, mi señora —dijo el eunuco, caminando con ella por la playa—. Ahora tomaréis un baño, comeréis y descansaréis.

Abdul escudriñó el rostro de su amo y luego observó:

—Parecéis cansado.

—La noche ha sido larga y la mañana aún más larga —le dijo Inuyasha—. ¿El niño está bien?

Abdul asintió.

—Lana se ha ocupado de él en tu ausencia. ¿La princesa sabe que está a punto de ser madre?

—Todavía no. —Inuyasha contempló a Kagome mientras se alejaba por la playa con Hojo—. Pero lo aceptará.

—¿Y si lo rechaza?

—No temas. Mi flor silvestre tiene un corazón bondadoso.

—¿Tenéis noticias de la comadreja? —inquirió Abdul.

—Olvídate de Naraku —dijo Inuyasha—. Si viene en busca de algo sólo encontrará la muerte.

Entretanto, Hojo en lugar de llevar a Kagome a su anterior alcoba, la acompañó a los aposentos del príncipe. La habitación era espaciosa pero espartana: una cama, una mesa y un brasero de bronce. Su único lujo era una gruesa alfombra persa que cubría el suelo.

Kagome se encaró con el hombrecillo.

—Ésta no es mi alcoba.

—El castillo de la Doncella es mío —declaró Inuyasha, de pie en el umbral—. Todas las habitaciones me pertenecen. La otra alcoba está ocupada.

Kagome lo miró arqueando una ceja.

—¿Acaso tienes otra cautiva?

—A menos que yo diga lo contrario, mi esposa dormirá conmigo —dijo Inuyasha, acercándose con paso tranquilo—. Soy muy europeo¿no te parece?

—Pues aún no nos ha casado un sacerdote.

—Tú eres mi esposa a menos que me divorcie de ti.

—¿Quieres decir que podría divorciarme de ti? —preguntó Kagome, atónita. Aparte del viejo rey Enrique, ella no sabía de nadie que se hubiera divorciado.

—Las mujeres no se divorcian de sus esposos —le informó Inuyasha—. Es ilegal.

Kagome lo miró a los ojos.

—¿Ilegal? Ya verás.

Hojo los escuchaba acongojado. ¿Es que no dejarían nunca de pelearse¿Cómo iba a quedarse embarazada la princesa si hostigaba constantemente al príncipe? De pronto se le ocurrió la solución perfecta y, como si les estuviera otorgando su bendición. Hojo sonrió de oreja a oreja.

—¿Y tú por qué sonríes? —preguntó Inuyasha—. Venga, sírvenos el almuerzo.

—No tengo hambre. —Kagome puso morritos.

—Tengas o no tengas hambre, comerás.

—Pues no lo haré.

Hojo soltó una risilla y se dirigió hacia la puerta.

—Pareces cansada. Túmbate un rato hasta que vuelva.

—No estoy cansada.

—La fatiga te ha dejado ojeras en torno a tus hermosos ojos —observó Inuyasha—. Y estás tan quejica como un bebé cuando le salen los dientes.

—No pienso dormir nunca más, me niego —anunció Kagome—. Dormir me perturba.

Inuyasha soltó una risotada. Su esposa era la mujer más asombrosa que jamás había conocido. Si el mundo estuviera poblado de más mujeres como ella, los hombres pasarían la vida detrás de un velo y obedeciendo órdenes. Inuyasha le dio un suave golpecito en el mentón.

—Si alguien es capaz de conciliar el sueño, estoy convencido de que ésa eres tú. Ven conmigo, pasearemos por el jardín. El aire fresco te abrirá el apetito y te relajará.

Inuyasha la condujo por las puertas que se abrían en un extremo de la alcoba, y enfilaron uno de los senderos. Kagome sólo había visto el jardín a la luz de la luna. La magnífica obra de su esposo la sorprendió. Era más maravillosa aún que los jardines de Topkapi.

Las gipsófílas blancas, rosadas y rojas se entremezclaban con caléndulas multicolores y una diversidad de aster, crisantemos y verbena. Florecían calabaceras, pensamientos, dragones, dicentras y prímulas en un perfecto despliegue otoñal. Era evidente que el príncipe era un hombre sensible al color, la forma y el diseño.

—Más allá crecen las hierbas —comentó Inuyasha, llevándola por otro sendero.

—Eres un jardinero experto —murmuró Kagome, inhalando la amalgama de aromas—. ¿No hay rosas?

—La jardinería me apacigua —le dijo Inuyasha—. Y deberías saber que las rosas no florecen a finales de otoño.

—¿Qué es eso? —inquirió Kagome, señalando una planta con hojas como helechos.

—Milenrama, se usa para hacer una infusión que facilita la digestión.

—¿Y eso?

—Patas de león —respondió Inuyasha—. Favorece la somnolencia cuando se deja bajo la almohada.

Inuyasha acercó la mano a las hojas aterciopeladas en forma de abanico, dobladas en tiernos pliegues. Cogió varias en cuyos pliegues brillaban gotas de rocío.

La sonrisa de Kagome hechizó a Inuyasha.

—¿Cómo puede ser que una hoja dé sueño ?

—Me encanta tu sonrisa —susurró él, abrazándola—. Me recuerda la luz del sol.

Inuyasha levantó el mentón y los cálidos labios de él le dieron un beso largo y suave.

—¿Ahora sí tienes hambre? —le preguntó luego.

—Bueno, supongo que algo podría comer.

Volvieron a la alcoba de Inuyasha. Hojo los esperaba con el almuerzo y todavía no se le había borrado aquella estúpida sonrisa.

Kagome hizo una mueca al ver una fuente de berenjenas fritas sobre la mesa. ¡El alimento afrodisíaco!

Kagome amaba a su esposo y quería tener hijos con él. Pero ¿cómo iba a traer al mundo a un niño inocente en una cultura que veía con buenos ojos el asesinato de bebés como el hijo de Lyndar¿Cómo podría soportar la angustia constante de que el sultán ordenara la ejecución de su propio hijo?

—Llévate esto ahora mismo —le ordenó Kagome al eunuco.

A Hojo se le borró la sonrisa. Si la princesa se negaba a comer berenjena, habría que encontrar otra forma de que quedara encinta.

Desconcertado, Inuyasha miró la fuente y se volvió hacia su mujer.

—¿Qué le pasa a la berenjena?

—Deja preñadas a las mujeres —le informó Kagome—, igual que una hoja puede darle sueño.

«No quiere tener hijos de mí», pensó el príncipe. Mil puñales se clavaron en su corazón, pero mantuvo una expresión impertérrita. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto al pensar que ella tenía buen corazón? Kagome no aceptaría nunca a Sesshomaru. Quizá había cometido una gran injusticia con el niño. Inuyasha sabía por experiencia lo desgraciado que podía sentirse un niño con una madre incapaz de amarlo. «¿Qué debo hacer ahora? —se preguntó—. ¿Enviarle el niño a Miroku¿Ejecutarlo?» Pero Inuyasha sabía que nunca podría ordenar la muerte de un inocente.

—Llévate la berenjena —ordenó.

La expresión de Hojo se ensombreció.

—¿Deseáis que os sirva otra cosa?

—No —replicó Kagome, despidiéndolo. El súbito dolor que había asomado a los ojos de su esposo le había quitado el apetito. Hizo un esfuerzo por imprimir cierta alegría a su voz y preguntó—¿Dónde está mi sorpresa?

—Tienes que descansar antes de la sorpresa.

Kagome se acostó a regañadientes. Inuyasha dejó la pata de león debajo de su almohada y se incorporó para irse, pero ella lo detuvo y le rogó:

—Por favor, quédate un rato.

Inuyasha se sentó en el borde de la cama y la miró fijamente. Kagome sintió que se le encogía el corazón al ver el dolor que traslucían sus ojos. Se incorporó, llevó su mano a los labios y la besó.

—Me encantan los niños, pero tengo miedo.

—No tienes que temer al parto —dijo Inuyasha, con alivio—. Haré venir la mejor comadrona de Estambul.

—No es de eso que tengo miedo —musitó Kagome—. Al menos, no demasiado.

—¿Qué te asusta?

—Sesshomaru ha muerto por culpa de los actos de su madre —explicó Kagome—. ¿Qué le sucedería a un hijo nuestro si yo hiciera algo condenable? Hay tantas costumbres que desconozco...

Inuyasha la atrajo y la abrazó contra su pecho.

—Mientras tenga vida en mi cuerpo, ningún hombre te hará daño, ni a ti ni a nuestros hijos. ¿Acaso no me arrodillé ante el sultán y te defendí?

Kagome le acarició la mejilla marcada por la cicatriz. Luego lo besó y murmuró:

—Confío en ti.

«Todo irá bien», pensó Inuyasha. Su esposa aceptaría al niño con amor.

—He pasado toda la noche en vela y necesito descansar —suspiró Inuyasha, reclinándola suavemente sobre las almohadas. Luego se tendió junto a ella y la acunó entre sus brazos.

Kagome se relajó y apoyó la cabeza contra su pecho. Se dejó mecer por el calor de su cuerpo y el ritmo regular de los latidos de su corazón. Pronto se quedó dormida.

Inuyasha le dio un beso en la cabeza y se deslizó fuera de la cama. La cubrió con el edredón y contempló un rato largo aquel rostro que había llegado a amar.

Luego se encaminó hacia la antigua alcoba de Kagome. Allí encontró a Lana alimentando al niño con una bota de cuero provista de una tetina de piel de cordero. Inuyasha cogió a Sesshomaru en brazos y siguió alimentándolo. Los ojos oscuros del niño, tan parecidos a los de su madre, observaban al príncipe con interés, pero su boca no paró de chupar la tetina de piel. Inuyasha contempló al pequeño príncipe, asombrado por lo vulnerables y confiados que eran los niños. Dejó la bota de leche de cabra a un lado y puso al niño sobre el hombro para que eructara. Con el bebé así acurrucado, Inuyasha se paseó por la estancia. El vulnerable bebé y el intrépido guerrero ofrecían una imagen insólita.

—Hijo mío, eres un noble príncipe del más grandioso Imperio que jamás ha visto el mundo. Como padre, te enseñaré todo lo que necesitas saber. Tu madre, a quien pronto conocerás, es un ángel desafiante enviado por Alá para amarte incondicionalmente. Su tierno corazón mitigará las duras lecciones de la vida.

Exhausto por la falta de sueño, Inuyasha se tendió en la cama con el bebé acurrucado contra su cuerpo. Y ambos se sumieron en un sueño profundo...

—Despertad, mi príncipe —le dijo Hojo con un empujoncito.

Inuyasha abrió los ojos, miró al eunuco y luego al bebé. Sesshomaru seguía durmiendo plácidamente.

—La princesa ya ha comido y se ha bañado —le dijo Hojo.

Inuyasha se levantó y cogió a Sesshomaru en brazos, luego se volvió hacia el hombrecillo y preguntó:

—¿Qué te parece mi hijo?

—Un niño estupendo —aseguró Hojo—, Ojalá tenga muchos hermanos a los que mandar.

Inuyasha y el bebé despertó, gimió y se retorció en sus brazos.

—¿Queréis llevarlo a la cuna? —pregunto Hojo.

—Lo pondremos en la puerta de mi alcoba.

Hojo cogió la cuna y siguió al príncipe. Al llegar, Inuyasha le hizo un gesto de que esperara, abrió la puerta y entró.

Con la espalda vuelta hacia la puerta, Kagome miraba el jardín del príncipe donde el sol del atardecer empezaba a dibujar largas sombras.

—Me pareció oír un be...

Kagome se interrumpió ante la imposible imagen del príncipe meciendo un bebé en sus brazos. Inuyasha se acercó a ella.

—Quiero que conozcas a mi hijo.

—¿Tu hijo? —Kagome, estupefacta, clavó la mirada en el bebé, que no paraba de retorcerse.

—Me has entendido mal —sonrió Inuyasha—. Quiero decir, nuestro hijo adoptivo.

—¿Nuestro?

La sonrisa de Inuyasha se borró. Estaba enredando mucho las cosas. Cruzó la alcoba y se sentó en el borde de la cama.

—Ven a sentarte aquí —dijo.

—No, hasta que no me digas de quién es el niño.

—He dicho que vengas a sentarte. —Inuyasha elevo la voz, irritado.

Sesshomaru se echó a berrear. Kagome se apresuró a cogerlo de brazos de su esposo y se sentó.

—Mira lo que has conseguido —lo riñó con un susurro—. Lo has hecho llorar. —Kagome lo acunó y le acarició la mejilla—. Tranquilo, ya estás a salvo. No dejaré que ese hombre malo te asuste.

Inuyasha no pudo evitar una sonrisa. Su esposa se comportaba igual que una madre, y eso era justamente lo que él quería.

—Ya que Izaioy le ha dicho a todos que estás preñada. Kouga y yo encontramos una manera de salvar al hijo de Lyndar —explicó Inuyasha—. A partir de ahora, Sesshomaru será nuestro hijo. Nadie, ni siquiera el niño, deberá saber su verdadera identidad. Si se descubriera supondría la muerte para todos los implicados, y tal vez incluso la guerra civil.

La sonrisa de Kagome reflejó su alivio y su felicidad al saber que él había salvado al bebé.

Animado, Inuyasha preguntó:

—¿Puedes amar al niño como si fuera tuyo?

Conque era eso, la trampa para hacer que se olvidara de su familia y su hogar. Kagome se quedó mirando al bebé y luego se volvió hacia su esposo.

—Si le hago de madre¿significa que nunca podré volver a Inglaterra? —preguntó con voz nostálgica.

—¿Serías capaz de hacerle de madre a un hijo y luego abandonarlo? —repuso Inuyasha.

—Jamás podría abandonar a mi hijo —exclamó Kagome, y el bebé se sobresaltó—. ¿Cómo te atreves a sugerir una cosa tan vil?

Sesshomaru lanzó un chillido.

—Ya has vuelto a asustarlo —dijo Kagome.

Meció al niño y le cuchicheó dulces palabras, pero él no se dejó consolar.

—Debe de tener hambre.

—Ya ha comido —dijo Inuyasha, extendiendo los brazos para coger al bebé.

Kagome lo estrechó contra su pecho y se negó a soltarlo.

—Mi hijo me necesita.

Inuyasha sonrió. Todo saldría bien.

—Sesshomaru necesitará un nombre nuevo —murmuró Kagome, meciéndolo para calmarlo—. Lo llamaremos Walter, en honor a mi padre.

—Walter suena demasiado europeo —replicó Inuyasha, ofreciéndole un dedo al bebé, que no paraba de llorar—. Además, la costumbre exige que sea el padre quien le ponga el nombre.

—¿Otra regla? —preguntó Kagome, arqueando una ceja.

Inuyasha le dedicó una sonrisa torcida.

—¡Oh, es de una perfección tan exquisita...! —exclamó ella, admirando al bebé.

—Sea —decidió Inuyasha—. Nuestro hijo será conocido con el nombre de Shippo Mustafá. Shippo significa perfección, y Mustafá en honor a mi tío fallecido.

—Shippo es un buen nombre. —Kagome mecía al bebé, que por fin dejó de berrear. Al besarle la mejilla, el niño gorjeó y esbozó una sonrisa desdentada.

—Shippo está a gusto conmigo —comentó ella y levantó al bebé contra su pecho—. Ay, Señor, qué mal huele.

—La costumbre exige que sea la madre quien cambie los pañales al bebé —informó Inuyasha.

—Pero no sé cómo se hace.

—Ya aprenderás. —Inuyasha llamó a Hojo, que entró a toda prisa—. Trae un pañal limpio.

Al cabo de unos instantes, Hojo volvió con el pañal, sonriendo alegremente, y dijo:

—El Corán dice: «El paraíso yace a los pies de la madre.»

—Yo soy cristiana, so tonto —le respondió ella.

Los dos hombres observaron cómo Kagome desvestía al bebé y le quitaba el pañal sucio. Después de limpiarlo, le colocó el nuevo pañal.

—Mira, tu pobre pie torcido —le cuchicheó Kagome. Inclinó la cabeza para besarle el pie malformado pero se apartó de golpe y exclamó—: Me ha mojado.

Inuyasha y Hojo rieron.

Tras lanzarles una mirada fulminante, Kagome envolvió a Shippo en el pañal y lo levantó en brazos. Le tarareó una nana, y cuando el niño cerró los ojos lo besó suavemente en la frente.

—Trae la cuna —le dijo Inuyasha a Hojo en voz baja.

Inuyasha contempló a su mujer con el niño acurrucado en brazos. Kagome se sentía como pez en el agua. Su flor silvestre no podría abandonar nunca a su hijo ni poner en peligro su vida. Shippo tenía una madre que lo amaría para siempre.


Bueno aquí acaba el capítulo 19...

Quedan quatro capítulos más y esta historia habrá finalizado...espero que os haya gustado y que me dejeis reviews!

BYE