Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Bueno aquí os traigo el capítulo 20 de esta historia,...ya se acerca el final...espero que os guste!


20

Kagome puso a Shippo en la cuna, ya dormido, y luego se volvió hacia el príncipe.

—Bien¿cuál es mi sorpresa? —pregunto, esperanzada.

Inuyasha la miró sin entender.

—Tráele la comida a Shippo —dijo Kagome a Hojo, y le dedicó una sonrisa significativa a su esposo. Pensó que sonaba corno una madre experta.

—El niño ha comido hace apenas tres horas —dijo Inuyasha mientras el hombrecillo se dirigía a cumplir la orden de su señora.

—Por lo visto no sabes nada de bebes.

—¿Que yo no sé nada? —replicó Inuyasha—. ¿Y cómo es que eres tan experta?

—Todas las mujeres poseen un conocimiento innato sobre los bebés —dijo Kagome—. Tienen el estómago pequeño y necesitan comer más a menudo que los adultos. Además, Shippo acaba de vaciarse en el pañal... Bien¿cuál es mi sorpresa?

—¿Qué quieres decir?

—Me dijiste que me tenías reservada una sorpresa —le recordó ella—. Algo que ha de cambiar mi deseo de volver a casa.

Su esposa era una mujer típica, pensó Inuyasha. Por mucho que les dieran los hombres, ellas siempre querían más. Criaturas adorables, pero mercenarias... Inuyasha señaló la cuna.

—Shippo es mi sorpresa.

—Ah. —Kagome se sintió decepcionada.

—¿Qué otra sorpresa deseas? —preguntó Inuyasha—. ¿Joyas¿Enviarle una carta a tu madre?

—Es una buena idea, pero no es eso...

—¿Qué quieres, pues? —Inuyasha elevó la voz, al borde de la irritación.

—Baja la voz o despertarás al bebé —dijo Kagome.

Inuyasha hizo una mueca y se acercó a ella con intenciones inequívocas.

—Shippo está durmiendo —le recordó Kagome—. No podemos hacerlo ahora.

Inuyasha suspiró y luego preguntó:

—¿Qué desearía mi princesa?

—Un sacerdote.

El semblante de Inuyasha enrojeció y el tic nervioso volvió a su mejilla. Avanzó hacia ella y masculló:

—Te lo digo por última vez: no habrá ningún sacerdote.

Kagome le tocó el brazo y adoptó un tono meloso;

—Por favor, esposo mío. Aún no estamos casados y yo no puedo criar a este niño sin la bendición de un sacerdote.

—Nos ha casado el imán —replicó, él.

—Oh, Inuyasha, necesito que un sacerdote dé su bendición a nuestra unión —suplicó Kagome—. Además, necesito confesarme. Si muero sin haberlo hecho iré directamente al infierno.

El príncipe esbozó una sonrisa irónica y acarició suavemente la cálida mejilla de Kagome.

—Los ángeles como tú no tienen nada que temer —dijo—. A ti te espera el paraíso. —Inclinó la cabeza y la besó en la boca.

Kagome se apartó y lo miró con ceño:

—¿Por qué he de ser yo la que siempre se pliega a tus deseos¿Por qué no cedes un poco¿Por qué eres tan insoportablemente terco?

El temblor hizo vibrar la mejilla marcada de Inuyasha.

—¡Yo soy tu esposo! —bramó con ira contenida—. No vuelvas a hablarme de modo tan irrespetuoso.

Shippo despertó sobresaltado y empezó a berrear.

—Mira lo que has hecho —dijo Kagome. Cogió al bebé en brazos y lo meció con dulzura.

—Métete en esa cabecita que no habrá sacerdote —sentenció Inuyasha, y salió dando un portazo.

—¡No volverás a tocarme! —gritó Kagome. Shippo lloró aún más fuerte—. Maldito estúpido —murmuro para sí mientras se paseaba por la habitación, cuchicheándole dulcemente al inconsolable bebe.

Inuyasha bajó el pasillo a grandes zancadas y de pronto se topó con Hojo.

—Apártate de mi camino, enano del demonio —masculló el príncipe, apartándolo de un empujón.

Hojo sacudió la cabeza tristemente y observo a Inuyasha alejarse. El príncipe y la princesa se peleaban demasiado. Una mujer de voluntad firme como la princesa alumbraría hijos fuertes, pero soliviantar de ese modo al príncipe no hacía más que entorpecer el acto amoroso. A este paso la princesa nunca quedaría preñada y Hojo veía esfumarse su fortuna antes incluso de haberle echado el guante. El eunuco meditó sobre el triste estado de sus asuntos, y al cabo se le ocurrió una idea asombrosa. Una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro. La cocinera era una experta en el uso de hierbas y pociones. ¿Acaso sus conocimientos abarcaban los afrodisíacos? Hojo se propuso averiguarlo.

Luego, el eunuco entró en la alcoba de Kagome, le entregó la bota de leche de cabra y se dispuso a marcharse sin mediar palabra.

—Espera —pidió Kagome.

Omar se detuvo y la miró.

—Necesito tu ayuda.

—Los eunucos no saben nada de bebés —dijo Hojo, y se encaminó hacia la puerta con decisión.

Kagome lo siguió con la mirada hasta que Shippo soltó un gemido y atrajo su atención. Se sentó en el borde de la cama y el niño empezó a chupar de la tetina, tranquilizándose al instante.

«¡Vaya! —pensó Kagome—. Al menos algunos hombres son fáciles de complacer...»

«Mi esposa no se deja complacer —se dijo Inuyasha—, como todas las mujeres tozudas de la tierra.» Por mucho que él le diera, ella siempre quería más. Cuando Kagome se obstinaba en algo, era incapaz de ceder con elegancia. «¡Pequeña ingrata¿Acaso no la he liberado, colmado de riquezas y convertido en princesa?» No sólo había arriesgado su honor y su vida para defenderla sino que además había postergado la persecución y asesinato de Naraku. Pero aun así esa jadis de ojos verdes y melena azcabache no estaba satisfecha. Le exigía demasiado. Todos los esfuerzos de Inuyasha por complacerla no eran nada ante su deseo de obtener la bendición de un sacerdote. Pero en cuanto él se lo concediera, no tardaría en encontrar otra cosa con que fastidiarlo.

Ensimismado, Inuyasha llegó a la almena que dominaba su jardín. Su súbita aparición sorprendió a los dos guardias, que dieron un respingo.

—¿Son unos cobardes los hombres que protegen mi casa? —bramó Inuyasha.

—Mil perdones, príncipe Inuyasha —se disculparon los guerreros—. Pensamos que erais el fantasma... el espíritu de la princesa cristiana... Los hombres de carne y hueso no pueden asustarnos —dijo el primero.

—Los fantasmas no existen —repuso Inuyasha con severidad.

—Como vos digáis, mi señor —convinieron los guerreros.

—Dejadme solo—ordenó Inuyasha—. Esperad al pie de las escaleras hasta que baje.

Los dos guerreros se alejaron a paso rápido y desaparecieron de vista.

Aunque el sol ya se había puesto, la noche aun no había vencido al día. Caía el crepúsculo, aquella silenciosa hora de transición. El cielo rebosaba de matices lilas, azules y añil intenso, y aún no se veía la luna ni las estrellas.

De pie en el borde de la almena, Inuyasha se apoyo en el frío muro de piedra. Miró hacia la bahía y contempló la bruma, que se deslizaba lenta y silenciosa hacia el castillo.

—Maldita jadis cristiana —mascullo Inuyasha.

Aquella inglesa lo había seducido hasta conseguir que él se enamorara de ella, y ahora se negaba a ceder en una tontería por el bien de su unión. Ella lo amaba, él lo sabía, pero lo rechazaba una y otra vez hasta enloquecerlo de deseo. Siempre que él creía estar ganando terreno, Kagome pedía el maldito sacerdote.

Pero Inuyasha no cedería en ese punto. Aunque murieran los dos en el intento, ella tendría que someterse a su voluntad. Además, lo irritaba el que la paz de su jardín le estuviera vedada. Sabía que, de ir allí, ella lo abordaría y reanudaría sus inadmisibles exigencias. ¿Acaso merecía la pena tanto trastorno y preocupación por aquella mujer? «Sí», le respondió una voz interior.

Hermosa, inteligente, intrépida, y bondadosa, su flor silvestre era única entre todas las mujeres del universo de Alá... Inuyasha parpadeó. ¿Sus ojos lo engañaban? En la distancia, un barco navegaba por la espesa bruma en dirección al castillo. ¿Quién se atrevía a aproximarse a la guarida de la bestia? Una muerte segura aguardaba a los intrusos. De pronto el barco se esfumó, engullido por la bruma.

Inuyasha sacudió la cabeza para despejarla. ¿Era verdad que había visto un barco? Tal vez la fatiga... De repente sintió una brisa fresca... no, era otra cosa... Un cosquilleo en la nuca y un estremecimiento le recorrió la espalda. Inuyasha miró en derredor y no vio nada. Entonces se relajó.

Una bruma espesa se cernía sobre la almena. La niebla no tenía nada de sobrenatural.

De pronto, Inuyasha oyó los patéticos e irritantes sollozos de una mujer. ¿Era Kagome, lloriqueando por que él le había negado su deseo? Se asomó y miró el jardín de abajo, pero no podía ver a través de la densa niebla. Los sollozos se hicieron más fuertes, demasiado fuertes para provenir del jardín. Inuyasha se giró hacia la derecha y la vio: una mujer sin velo se encontraba a menos de tres metros de él y miraba hacia el mar.

—¿Quién sois? —preguntó Inuyasha, atónito.

Sin pronunciar palabra, la mujer se volvió hacia él. A sus labios asomó un atisbo de sonrisa al verlo y se deslizó hacia él.

Inuyasha permaneció inmóvil.

La mujer alargó el brazo para tocarle la cara, pero de pronto, como si acabara de darse cuenta de que era un desconocido, dejó de sonreír y retrocedió un paso.

Inuyasha avanzó hacia ella, pero la mujer desapareció antes de que pudiera tocarla.

—¿Dónde estáis? —llamó Inuyasha, girando en redondo.

No hubo respuesta.

Al cabo de unos segundos aparecieron los dos guardias en la almena.

—¿Nos llamabais, mi príncipe?

—Ella ha estado aquí... —murmuró Inuyasha, sintiéndose inexplicablemente triste.

—¿Quién?

—Pues... la princesa cristiana.

Ambos guerreros se llevaron la mano a sus masallah, que llevaban ocultas bajo la camisa. Se decía que los collares de cuentas azules ahuyentaban los maleficios.

—Quedáis relevados de esta guardia —les dijo Inuyasha, y con un gesto les ordenó que se marcharan—. A partir de ahora nadie hará guardia en esta almena.

Los dos guerreros se alejaron a paso rápido. Si se entretenían, el príncipe podría cambiar de opinión.

Antes de bajar detrás de ellos, Inuyasha echó una ojeada a la bahía envuelta en la bruma. ¿Acaso en aquel misterioso barco venía el amante musulmán de la princesa dispuesto a rescatarla... ?

Al volver a la alcoba del príncipe, Hojo encontró a una sombría Kagome sentada en el borde de la cama. Shippo estaba dormido en su cuna.

Hojo le ofreció la copa que contenía el afrodisíaco que le había proporcionado la cocinera.

—No me apetece —dijo Kagome, negando con la cabeza.

—La cocinera os ha preparado esta deliciosa bebida de limón especialmente para vos. Si lo rechazáis, se sentirá ofendida.

—Pues que se sienta como quiera.

—¿Acaso no os basta con la ira del príncipe? —repuso Hojo—. ¿También queréis hacer enfadar a la cocinera? Mientras lo bebéis, yo os quitaré la venda de la mano

—Déjalo ahí. Lo tomaré luego —dijo Kagome. Le tendió la mano vendada y añadió—: Es toda tuya. El picor me está volviendo loca.

Hojo le quitó el vendaje con diligencia.

Kagome se inspeccionó la mano. Las heridas sanaban y la piel se veía rosada, con buen aspecto.

—Qué bonito —observó con sarcasmo.

—El médico dijo que sólo os quedaría una levísima cicatriz —le dijo Hojo.

—Si lo ha dicho el médico... —musitó Kagome y bebió un trago del refresco de limón.

—El niño duerme profundamente —comentó Hojo—. Tal vez sea conveniente llevarlo a otra alcoba antes de que vuelva el príncipe.

—Inuyasha y yo somos sus padres —replicó Kagome—. Shippo debe quedarse con nosotros.

—Si vuelve el príncipe con el mismo ánimo que le vi al salir, el bebé se despertará —dijo Hojo.

Kagome asintió con la cabeza.

—Si ocurre así, seré yo quien se pasee por la habitación con el niño en brazos.

—Recordad, princesa —aconsejó Hojo con una sonrisa—: «El paraíso yace a los pies de una madre.»

Kagome hizo una mueca.

Hojo soltó una risilla y, con delicadeza, cogió a Shippo de la cuna y se dirigió hacia la puerta, susurrando por encima del hombro:

—Momishi cuidará del pequeño príncipe, y yo os traeré la cena.

Kagome se dirigió a la puerta del jardín. La abrió y aspiró la amalgama de aromas que despedían las flores, pero la densa niebla que llegaba de la bahía le impedía ver. «¿Dónde estará Inuyasha?», se preguntó. ¿Estaría furioso¿Por qué no entendía que ella necesitaba la bendición de un sacerdote para sentirse casada? «Al diablo con el sacerdote», pensó Kagome. Ella lo que necesitaba era a su esposo. Necesitaba sentir sus manos acariciándole la piel, su poderoso cuerpo cubriéndola por entero, sentir su amor... Contara o no con la bendición del sacerdote, Kagome deseaba a su esposo.

Cerró la puerta del jardín, cruzó la alcoba y se arrodilló junto al baúl. Hurgó en el interior y sacó un caftán especialmente sugerente: de seda transparente color marfil y con tres cintas de satén marfileño atadas por delante.

Kagome se puso el caftán y empezó a pasearse por la habitación, ansiosa por la llegada de su esposo.

De pronto la puerta se abrió y la princesa giró en redondo. Era Hojo, que regresaba con la cena.

El eunuco puso la mesa con los platos de comida y una jarra de agua de rosas, y se fijó en la limonada. Miró a Kagome, y su cambio de atuendo le encantó. Al parecer, el afrodisíaco no sería necesario.

Kagome se paseaba por la alcoba como una tigresa enjaulada, hasta que se detuvo junto a la mesa y ordenó:

—Ve a buscar al príncipe.

Como si sus palabras hubieran conjurado su aparición, en ese preciso momento, la puerta se abrió de par en par y el príncipe entró raudamente. Aturdido aún por los extraños acontecimientos en la almena, Inuyasha dio un respingo ante la visión de su esposa vestida de forma tan seductora. Sus miradas de ojos dorados y ojos verdes se encontraron.

—La cena está servida —murmuró Hojo, y se retiró discretamente.

Kagome esbozó una sonrisa. Se llevó las manos al pecho y, lentamente, tiró de cada una de las tres cintas con aire sensual hasta revelarse en toda su desnudez ante los ojos de su esposo. El caftán se deslizó a lo largo de su cuerpo y cayó al suelo alrededor de sus pies.

La espléndida imagen que ofrecía era irresistible.

Inuyasha se acercó a ella con mirada anhelante. Kagome le rodeó el cuello con los brazos, lo estrechó y lo besó larga y apasionadamente. Inuyasha acarició sus mejillas y luego le besó la mano izquierda antes de llevarse la derecha a los labios.

—No; es desagradable —susurró Kagome, intentando retirar la mano.

Inuyasha se fijó en la herida y la rozó con los labios. Luego repitió las palabras que ella misma le había dicho a él:

—Esta hermosa cicatriz te da carácter.

Kagome gimió y se apretó contra su cuerpo. Le perló el rostro con una lluvia de besos ligeros como plumas, especialmente en la cicatriz, antes de deslizar los labios por su cuello. Le quitó la camisa de lino por encima de la cabeza y besó la oscura mata de vello que le cubría el torso.

—Eres mi bestia mitológica... —murmuró, fijándose en el brillante grifo colgado junto al corazón de su esposo. Kagome lo lamió y mordisqueó, lamiéndole los pezones. Inuyasha sintió que se ahogaba de excitación. Ella se dejó caer de rodillas y hundió la cara en su entrepierna. Inuyasha se sentó en el borde de la mesa y se entregó por completo a su amada esposa. Kagome le quitó las botas y deslizó las manos por sus piernas para desabrocharle y quitarle los pantalones.

Poco después los dos estaban enteramente desnudos.

Kagome se introdujo en la boca su ardiente miembro y lo chupó lentamente, arriba y abajo, hasta hacerlo enloquecer de deseo. Inuyasha ya no aguantaba más y la incorporó hasta que sus rostros quedaron a la misma altura. Él le dio un beso ávido y profundo.

—Tócame... —jadeó Kagome contra sus labios.

Inuyasha acarició y frotó cada centímetro de su piel ardiente. Luego la sentó a horcajadas sobre sus piernas y bajó la cabeza para lamerle un pezón mientras sus dedos expertos jugueteaban con la delicada joya de su intimidad hasta hacerla gemir...

Inuyasha se puso de pie con ella en brazos y la tendió suavemente sobre la mesa. Con los ojos nublados por la pasión, Kagome lo miró.

—Tómame... —pidió anhelante.

Inuyasha así lo hizo. Se inclinó sobre ella y la penetro de una ardorosa embestida.

—Préñame con tu semilla... —susurró Kagome.

Inuyasha incrementó el ritmo de sus embestidas hasta que ambos alcanzaron la cima del placer al mismo tiempo, estremeciéndose en un arrebatador torrente de sensaciones.

Luego, sus exhaustos jadeos rompían el silencio de la alcoba. Finalmente, reuniendo fuerzas, Inuyasha cogió a Kagome y la besó profundamente en la boca.

—Te amo, mi princesa —musitó.


Dejenme reviews!

Gracias a todos y todas por vuestro apoyo!

BYE