Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así lo fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Wolas...lamento muchísimo haber tardado tanto...de verdad...me merezco que me envieis bombas y que me mateis...la verdad es que no tengo ninguna escusa, despues del examen ( que aprové xDDDD) se me olvidó por completo y como no me he conectado en el msn pues no he visto los últimos reviews...pero al verlos me he dicho..."Tati aunque te tires 10 horas seguidas en el ordenador acabas la historia y punto"...bueno 10 horas no pero unas 2 y algo si...

En fin que no me merezco unas y unos lectores como vosotros...pero espero que aun así disfruteis del final de esta historia...

Y como moralega...no publiqueis un fic hasta tenerlo acabado...porque a la que os descuidais...pasa lo que me ha pasado a mí.

Y ahora a LEER


21

—Me estoy muriendo... —gimoteó Kagome, inclinándose sobre el orinal.

—Vuestro malestar no es incurable —dijo Hojo, trajinando en torno a ella—. Si coméis este trozo de torta de pan os sentiréis aliviada.

—No me hables de comida —gimió Kagome—. He tenido una pesadilla horrible. Estaba en la playa, al pie del castillo, y de pronto apareció una berenjena monstruosa rodando por el monte... —Se interrumpió. Sentía náuseas de sólo pensar en la berenjena. Volvió la cara hacia el orinal y se estremeció con una arcada.

Hojo se cubrió la boca y tragó saliva. El estómago se le revolvía de ver a su señora en ese estado. Repentinamente Inuyasha irrumpió en la alcoba y vio a su esposa vomitar en el orinal. Se apresuró y le sostuvo la frente con ternura. Cuando cesaron, las arcadas, Kagome se apoyó contra sus piernas.

—Por favor, haz venir a un sacerdote... —le suplicó.

Inuyasha miró a Hojo desconcertado, arqueando una ceja, y éste sonrió, asintiendo con la cabeza. Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro del príncipe.

—No habrá sacerdote —dijo—. Tras tantas semanas de silencio¿por qué pides uno ahora?

—¿Me negarás los últimos sacramentos de la Iglesia?

—No te estás muriendo.

—Ya lo creo que me estoy muriendo —gimió Kagome.

—Vivirás una larga vida —le aseguró Inuyasha, acariciándole la cabeza—. Confía en mí.

Kagome se incorporó lentamente y lo miró a los ojos.

—Cómo osas decirme cuándo voy a morir.

Inuyasha soltó una carcajada.

—¿Te atreves a burlarte de una moribunda? —exclamó Kagome con un énfasis sorprendente.

—Debería comer un trozo de pan por las mañanas antes de levantarse —le dijo Hojo al príncipe—. Evita el mareo.

—Los muertos no pueden comer —musitó Kagome con tono melodramático.

—Comerás el pan —le ordenó Inuyasha—, o atente a las consecuencias.

Kagome perdió los estribos. Cogió la torta de pan y le dio un mordisco.

—¿Te sientes feliz atormentando a una moribunda? —le espetó cuando hubo tragado.

Inuyasha la cogió entre sus brazos y la acarició con dulzura. Kagome no opuso resistencia y, al cabo de unos momentos, dijo:

—Vaya, creo que me siento mejor.

—Demos un paseo por el jardín —propuso Inuyasha—. Eso te repondrá del todo.

—Me siento demasiado débil... —repuso ella—. Más tarde, quizá.

—El aire fresco te reanimará —insistió él—. Además, te tengo reservada una sorpresa.

—¿Una sorpresa¿Qué clase de sorpresa?

Inuyasha le dio un toque en la nariz y dijo:

—Ven y lo averiguarás.

—El aroma de las flores me dará náuseas.

—En ese caso te sostendré la cabeza para que vomites tranquilamente.

—No le veo la gracia.

Al final, ambos salieron y pasearon por el jardín. Cuando llegaron al muro de piedra, Inuyasha le cogió la mano y la llevó detrás de unos matorrales.

—Por aquí, princesa—dijo.

Tras unos setos había una puerta de madera, y de pronto Kagome se encontró fuera de la muralla del castillo. Cogidos de la mano, ambos bajaron por el camino que llevaba a la playa.

Argos corrió por la arena en dirección a ellos. En su excitación, el perro se abalanzó sobre Kagome, pero Inuyasha lo contuvo.

—Siéntate —le ordenó Inuyasha.

Argos lo hizo y meneó la cola.

—Buen chico —le dijo Inuyasha, acariciándole la cabeza. Cogió un palo y lo lanzó lejos. Argos se precipitó tras él.

—Descansemos en esta roca —sugirió Inuyasha, sentándose.

Kagome se sentó a su lado y aspiro la brisa marina.

—Hoy la marea baja huele maravillosamente. Bien, dime cuál es esa sorpresa.

Inuyasha sonrió y anunció:

—La flecha ha abandonado el arco.

—¿Qué significa...? —Kagome se sintió desconcertada.

—Tu destino está sellado, mi princesa.

—¿De qué estás hablando¿Y dónde está esa sorpresa?

—Ahí —dijo Inuyasha, y su mirada bajo hasta el vientre de su esposa.

Kagome miró alrededor.

—¿Dónde?

Inuyasha la atrajo hacia sí y hundió su mirada enamorada en los ojos verdes de ella.

—Tienes náuseas por las mañanas, princesa. Llevas a mi hijo en tu vientre.

—¿Estoy embarazada? —exclamó Kagome, llevándose las manos al vientre.

Ante la mirada alegre de su esposo, se levantó con los ojos clavados en su barriga. «¿Es cierto?», se preguntó, pasándose la mano por el vientre. De repente sintió una intensa felicidad: en su interior nacía una nueva vida, el hijo de su esposo... Y a continuación la embargó una ola de nostalgia. Se volvió hacia su esposo y dijo:

—Nunca más volveré a ver a mi madre, y ella nunca conocerá a su nieto.

Inuyasha sabía que las mujeres preñadas eran extremadamente sensibles y requerían un trato cariñoso. Se levantó y la miró con amor.

—Prometo llevarte de visita a Inglaterra. Mientras tanto, escríbele una carta larga y yo te garantizo que la recibirá.

Conmovida por aquellas palabras, Kagome lo acarició en la mejilla de la cicatriz y, para su propia sorpresa, rechazó el ofrecimiento:

—Si mi madre se lo exige, el sultán me hará volver. Tú mismo lo dijiste.

—Sólo si así lo deseas tú —repuso él—. Si te dan a elegir, te quedarás conmigo porque me amas.

Inuyasha bajó la cabeza, y la besó dulcemente.

—Eres mi amada esposa —murmuró.

—¿Estás seguro de que estoy embarazada? —preguntó Kagome, embelesada por el cariño de su marido—. ¿Cómo lo sabes?

—Hojo lleva el control de los asuntos importantes —aseguró Inuyasha—. Es su deber saber con certeza este tipo de cosas.

Kagome se sonrojó al pensar que aquel hombrecillo llevaba la cuenta de sus ciclos menstruales.

Inuyasha llamó a Argos con un silbido y el perro corrió por la arena hacia ellos.

—Creo que es la hora de tu siesta —le dijo a Kagome.

Con el brazo rodeándole el hombro, el príncipe y la princesa volvieron hacia el jardín. Inuyasha se detuvo cuando llegaron a la puerta de la alcoba y dijo:

Argos, quédate aquí.

El perro obedeció.

Una vez dentro, Inuyasha acompañó a su esposa hasta la cama y se sentó a su lado. El eunuco estaba sentado en un extremo de la habitación.

—Cuando despierte —dijo Kagome a Hojo—, quiero dos huevos duros y un trozo de pan.

Hojo miró al príncipe con el rabillo del ojo.

—¿Queréis decir dos yernas de huevo? —preguntó a su señora.

—No; me refiero al huevo entero.

—Pero la clara no os gusta...

—Me obligaré a comerla porque tal vez sea buena para mi bebé —murmuró Kagome.

Con una sonrisa. Hojo los dejó a solas. Si conseguía sobrevivir a los caprichos de su ama embarazada, podría considerarse afortunado.

—Duerme tranquila —susurró Inuyasha, besándola en la frente—. Estaré en el jardín trabajando. Llámame si me necesitas.

Kagome asintió y cerró los ojos. Antes de que él saliera de la alcoba ya se había dormido.

Kagome durmió varias horas. Al despertar, tornó los huevos duros y la torta de pan. Luego se bañó y decidió salir a tomar un poco de aire fresco. El sol del atardecer ya trazaba largas sombras en el jardín. Seguida de Hojo y Argos, Kagome paseó tranquilamente por los senderos del jardín con Shippo acurrucado en sus brazos. Parloteaba sin cesar, como si el bebé entendiera cada una de sus palabras.

—Dios... quiero decir, Alá... bendijo a tu padre con el maravilloso don de la jardinería —le dijo al bebé, que no apartaba sus grandes ojos del rostro de Kagome—. Esto es una verbena, y esto... no me acuerdo. Pero huele bien¿verdad? Y ahí está el jardín de hierbas de tu padre.

—Descansad, princesa —graznó Hojo, afanándose en torno a ella corno una gallina clueca. Puso un taburete bajo un ciprés al fondo del jardín—. Decidme si tenéis frío y os iré a buscar una manta. El frío es malo para el bebé que lleváis en el vientre.

Kagome elevó los ojos al cielo. Hojo se estaba poniendo insoportable, pero prefirió complacerlo y se sentó. Argos se tumbó junto al taburete y empezó a soltar gañidos.

Kagome acomodó al bebé en sus brazos para que pudiera ver al perro.

—Este tipo tan simpático es Argos, que te protegerá de todo mal. —Acarició al perro en la cabeza y dijo—¿Verdad que sí?

Argos meneó la cola y ladró. Shippo se sobresaltó y soltó un chillido.

—No te preocupes. Perro que ladra no muerde. Son sus besos lo que te matarán —rió Kagome, acariciándole la mejilla al bebé—. En mi vientre crece otro bebé, una princesa para que la protejas. Tu padre no lo sabe pero voy a llenarle la casa de niñas.

El sonido de una risa masculina impregnó el aire. Kagome levantó la vista y sonrió al ver a su esposo a pocos metros de ella. «Qué apuesto es», pensó.

El amor que emanaba de la mirada azul de Inuyasha fluyó hacia Kagome. Él se acercó con paso lento y preguntó:

—¿Piensas llenarme la casa de un montón de hijas exigentes que no dejen de incordiarme?

El sonido de risas femeninas y masculinas llenó el aire. Había al menos dos personas tras los setos que bordeaban el sendero.

—¿Quién te acompaña? —inquirió Kagome, intentando echar una ojeada más allá de su esposo.

—Es una sorpresa agradable.

Miroku y Sango se dejaron ver y avanzaron hacia ella.

—¡Querida prima! —Con el bebé en brazos, Kagome echó a correr hacia Sango. Inuyasha se precipitó tras ella y cogió a Shippo.

Kagome se lanzó a los brazos de Sango, hundió el rostro en su hombro y sollozó de alegría.

—He peleado con uñas y dientes para llegar hasta aquí —bromeó Sango—. Pensé que te alegrarías de verme.

—Me alegro muchísimo. —Kagome hizo un esfuerzo por contener el llanto y se enjugó las lágrimas de las mejillas.

—Felicidades por tu próxima paternidad —dijo Miroku, dándole una afectuosa palmada en la espalda a su amigo.

—Vamos dentro a refrescarnos un poco —propuso Kagome, cogiendo el bebé de brazos de su esposo—. Éste es nuestro hijo adoptivo, Shippo.

Miroku miró a su amigo, desconcertado, pero los ojos de Inuyasha le advirtieron que guardara silencio. Ya le explicaría la situación cuando estuvieran a solas. Al fin y al cabo, Miroku le había salvado la vida y los dos amigos no albergaban secretos entre ellos.

El castillo de la Doncella no disponía de un salón para huéspedes, así que los cuatro se dirigieron a los aposentos de Inuyasha. Allí se pusieron cómodos sobre los cojines que rodeaban la mesa y hablaron distendidamente.

—Momishi se ocupará de Shippo —dijo Hojo, cogiendo al bebé de brazos de su madre—. Traeré un refrigerio.

—Le escribiré una carta a mi madre —dijo Kagome a su prima—. A la tuya también podemos enviarle una. Mi esposo me ha prometido que la recibirá.

—Excelente. —Sango miró de soslayo al príncipe y susurró—¿De verdad estás bien?

—Tengo náuseas por las mañanas —comentó Kagome—. ¿Sabes qué? Inuyasha me va a llevar de visita a Inglaterra. Y cuando estemos allí intentará vengar la muerte de mi padre.

—Diez años es mucho tiempo —observó Sango—. ¿Cómo podría encontrar a los asesinos?

—Por difícil que sea, mi esposo podrá hacerlo. —Kagome miró a Inuyasha con una sonrisa—. ¿Verdad que sí?

En ese momento Hojo regresó con uvas, higos, queso de cabra, boza y agua de rosas.

—Mi esposa es la nueva heroína del Imperio —dijo Inuyasha—, desde que desenmascaró a los conspiradores que tramaban el asesinato de Kouga.

—Cuéntanos la historia —pidió Miroku.

—Un día mi madre llevó a Kagome y a Kaede a los bazares —empezó Inuyasha—. Un asesino atacó a Izaioy, pero mi esposa detuvo el golpe mortal con la mano.

—Mirad —dijo Kagome, mostrándoles la mano derecha.

—Por su valentía. Kouga nos invitó al palacio de Topkapi —prosiguió Inuyasha—. Y allí, mientras jugaban...

—Al escondite —aclaró Kagome.

—Un juego inglés bastante estúpido —dijo Inuyasha— Pero, en cualquier caso, eso permitió a Kagome oír cómo Lyndar y su eunuco tramaban la muerte de mi primo.

-Aplaudo tu coraje -le dijo Miroku a Kagome, y luego se volvió hacia el príncipe-. ¿Y la persecución de Naraku?

-Ha quedado postergada —respondió Inuyasha, sorprendiendo a su amigo-. Mi responsabilidad es para con los vivos, no para con los muertos.

—Si realmente fueras responsable, harías venir a un sacerdote y te casarías conmigo -murmuro Kagome sin poder dejar pasar la oportunidad que le ofrecía el comentario de su esposo.

—Nos ha casado el imán —replico Inuyasha—. Te he dicho mil veces que no habrá sacerdote

Miroku desvió la mirada y Sango fijo los ojos en su regazo. Los dos fingieron estar sordos mientras se libraba aquella batalla de firmes voluntades.

—Además, quiero bautizar a mi bebe —añadió Kagome.

Inuyasha se quedó atónito.

—Se ha vuelto muy poco razonable desde que esta encinta -se excusó Inuyasha ante sus huéspedes. Luego se volvió hacia su esposa y le espetó-: Maldita sea, en mi familia ningún príncipe o princesa será cristiano.

—Yo lo soy.

—Pero tú estás casada conmigo.

—No estamos casados —se empecino Kagome, poniéndose de pie de un brinco y precipitándose hacia la puerta.

—¡Kagome! —llamó Inuyasha.

—¡Déjame en paz! -La puerta se cerro con un golpe a sus espaldas.

Al salir de la habitación, Kagome corno por el pasillo cegada por un arrebato de ira. No sabía dónde iba, sólo que necesitaba estar a solas. Por el otro extremo del pasillo venía Hojo, portando una bandeja cargada de pastelillos de hojaldre y café turco.

—¿Ocurre algo, mi princesa?

—Apártate de mi camino, enano imbécil —le soltó Kagome, empujándolo con tanta fuerza que le hizo caer al suelo con bandeja y todo.

Al ver el desastre que acababa de provocar, la princesa le ayudó a levantarse. Luego contuvo el llanto y se precipitó por el pasillo hasta desaparecer de la vista. Subió por las escaleras hacia la almena que daba a la bahía y al jardín del príncipe. Respiró aliviada al irrumpir en la solitaria galería. No había nadie haciendo guardia. Al menos tenía asegurados unos momentos de intimidad.

Fue hasta el fondo de la almena y se apoyó contra el frío muro de piedra para contemplar la bahía. La densa niebla del crepúsculo se dirigía lentamente hacia el castillo. «¿Por qué le cuesta tanto a Inuyasha entender que necesito desesperadamente la bendición de un sacerdote?», se preguntó. Sería la madre de su hijo y a él no parecía importarle que ella se sintiera desgraciada. Era cristiana y, sin la bendición de un sacerdote, se vería privada para siempre de paz de espíritu.

Kagome apoyó la frente en el muro y dejó escapar un sollozo entrecortado que pronto se convirtió en un torrente de lágrimas contenidas en su interior. Durante unos minutos dio rienda suelta a sus emociones, hasta que de pronto se dio cuenta de que no estaba sola. Otro llanto se fundía con el suyo. El vello cobrizo de la nuca se le puso de punta, y un estremecimiento de terror le recorrió la espalda.

Miró hacia la izquierda pero no había nada. Miró hacia la derecha y vio la borrosa silueta de una mujer sin velo que miraba hacia la bahía y sollozaba con amargura. Sorprendida, Kagome siguió la mirada de la mujer. ¿Era un barco aquello que navegaba hacia el castillo en medio de la niebla? Pero de pronto se desvaneció ante sus ojos. La misteriosa mujer soltó un grito quejumbroso, como si estuviera agonizante, y estiró el cuerpo hacia la bahía.

Kagome, asustada ante aquella inexplicable aparición, se santiguó. Luego preguntó con voz temerosa:

—¿Sois la princesa?

Con expresión atormentada, la mujer la miró. Kagome retrocedió un paso y volvió a santiguarse.

—¡Kagome¿dónde estás! —Era Inuyasha, que la llamaba desde el pie de la escalera.

Kagome volvió a mirar hacia donde estaba la supuesta princesa, pero había desaparecido.

Consternada por lo que acababa de presenciar, se recostó contra el muro y se llevó la mano al corazón, que le latía desbocado. Sentía la sangre fluirle por todo el cuerpo vertiginosamente y temió desmayarse. Aquella princesa cristiana había muerto suspirando por su amante musulmán, recordó Kagome. ¿Acaso había una lección que aprender de la desgracia de aquella alma desdichada¿Sería capaz ella de vivir sin Inuyasha? «No», le dijo una voz interior. Inuyasha tenía razón. Ella lo amaba, y si él se negaba a doblegarse, entonces lo haría ella.

Inuyasha irrumpió en la almena. Enseguida vio el semblante pálido de su esposa y supo que se había encontrado con la misteriosa princesa.

—¡Abrázame! —exclamó Kagome, lanzándose a sus brazos.

—Estás a salvo —le susurró Inuyasha, acariciándole la cabeza con ternura—. Nada ni nadie te hará daño mientras yo esté aquí.

—Te amo —musitó Kagome, ahogando las palabras contra el pecho del príncipe.

Pero Inuyasha la oyó claramente.

—Y yo te amo a ti —juró. Y luego miró la bahía envuelta en la niebla, cerró los ojos y elevó una oración silenciosa por la anónima princesa cristiana que había muerto en aquel lugar.