Disclaimer: Hey! El universo de HP, así como sus personajes no son míos... sólo los tomé prestados por un momento para jugar un rato.
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El Palacio de la Luna
por bibliotecaria
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Capítulo 2: Trouble in Mind
"Los lobos habían dejado de aullar y apareció la luna entre las negras nubes, tras el pico dentado de una roca que estaba cubierta de pinos, y a su luz, pude ver que nos rodeaban los lobos, de dientes blancos y lenguas rojas y colgantes, de miembros elásticos y cuerpos peludos. El silencio lúgubre era más terrorífico que sus aullidos. Experimente una sensación de terror paralizante. Sólo ante esos horrores, se puede comprender lo que eso significa"
Drácula. Bram Stoker
Aquella mañana la lluvia caía con fuerza sobre la ciudad, reflejando en cada gota el poder y la belleza salvaje de la naturaleza. Sin embargo, a pesar de que siempre disfruté de esas tormentas de verano, en esos momentos agradecía el poder estar en mi cama, junto a Milena, disfrutando el repiqueteo del agua en la ventana y jugando casi distraídamente con su cabello. Ella aún estaba dormida, hecha un ovillo a mi lado mientras que nuestra ropa descansaba desordenadamente en el piso de la habitación. La noche anterior ella me había arrastrado (casi literalmente) a la fiesta de fin de curso de la Universidad, y habíamos bebido y bailado hasta que nuestros cuerpos comenzaron a quejarse. Eran pasadas las tres de la mañana cuando regresamos a mi apartamento riendo de cualquier cosa y besándonos como adolescentes. Nada presagiaba lo que ocurriría horas más tarde.
Ese debería haber sido uno de esos típicos domingos de junio, con un almuerzo en familia o una tarde de café en compañía de amigos. Sin embargo, ese día cambiaría mi vida, nuestras vidas en realidad, para siempre. Todos nuestros sueños e ilusiones, se desmoronarían poco a poco a partir de aquella fatídica tarde. Al igual que en aquel cuento muggle (1), en dónde una mujer desesperada vende sus sus sueños a un oscuro personaje y luego se queda vacía, sin nada, nosotros perdimos parte de nuestra alma en una guerra absurda, sin sentido. Y a pesar de todo, de la muerte y el sufrimiento, estoy convencido que de tener la posibilidad de cambiar las decisiones y las acciones que tomé en aquel tiempo, no lo haría, pues para mal o para bien, eso era lo correcto. No hubiera podido volver a dormir tranquilo si hubiera dado un paso al costado, si no me hubiera involucrado de la forma en que lo hice. Pero a ustedes no les interesa las reflexiones nostálgicas y casi sin sentido de un viejo licántropo ¿o si?...
Como dije antes, esa mañana llovía copiosamente sobre Londres. Era la peor tormenta que había azotado a la ciudad en más de setenta años. A la distancia me doy cuenta que debería haber adivinado que algún tipo de magia oscura tenía relación con la misma, pero en ese momento estaba cegado por la inocencia, por el desconocimiento y la relativa comodidad de mi vida como para pensar en algo más. En aquellos tiempos, la guerra aún no nos había alcanzado y vivíamos en nuestro pequeño micromundo protegidos y a salvo... pero pronto la locura y la muerte aparecerían ante nosotros para destruirnos poco a poco, para quitarnos los últimos retazos de felicidad.
No nos levantamos hasta pasado el mediodía, cuando nuestros estómagos vacíos empezaron a quejarse. Habíamos dejado escapar la mañana entre besos y caricias, entre charlas intrascendentes y planes disparatados. Hicimos el amor un par de veces, dormimos de a ratos y disfrutamos del silencio, del suave sonido de la lluvia. Finalmente almorzamos sobre la alfombra (Milena se negaba rotundamente a usar mis "muebles") antes de despedirnos cerca de la estación de trenes. Ella partió para su casa, corriendo bajo la lluvia (desde que tuvo la desgracia de escindirse en cierta ocasión, nunca más usó la aparición para desplazarse) para alcanzar el autobús que la llevaría de regreso a su hogar. Es muy curioso como a pesar de todo lo que sucedió más tarde, todavía hoy puedo recordar su silueta perdiéndose entre la multitud de paraguas y el perfume de su piel mezclado con ese extraño olor a polvo mojado de la ciudad...
Por mi parte yo regresé a mi pequeño apartamento, para cambiarme de ropa y con la intención de aparecerme directamente en la casa de mis padres. Sin embargo, por distintas e insignificantes razones, como una ventana rota por dónde se colaba el agua y el creciente desorden de la habitación, retrasé la visita al campo por unas horas. Los que piensen que siendo un mago esas actividades sólo me podrían haber llevado unos minutos, tienen razón. Sólo eran una excusa para acortar la visita a mi antiguo hogar. Espero que no me interpreten mal, no se trataba exactamente de que no quisiera ver a mis padres, pues yo los adoraba y les estaba eternamente agradecidos por todo lo que habían hecho por mi. Sin embargo en los últimos tiempos nuestras discusiones comenzaron a ser mucho más frecuentes, por tonterías a decir verdad, pero sobre las cuales subyacían demasiadas cosas. Ellos aún me veían como a ese niño débil y tímido que fui durante mi infancia y a veces me trataban de sobreproteger demasiado. Yo quería demostrarles que a mis diecinueve años yo ya era un hombre adulto plenamente capaz de cuidarme por mi mismo... y en cierta forma ambos teníamos razón.
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Debían ser cerca de las cuatro de la tarde cuando llegué a la cocina de mi casa, no lo recuerdo bien. A simple vista no parecía haber ningún problema, ningún signo de que las cosas no iban bien. Lo único que me pareció un poco raro era el hecho de que sobre la mesa aún reposaran los restos del postre, pues mi padre (él era un muggle muy riguroso en sus costumbres) odiaba dejar ese tipo de tareas para más tarde. Sin embargo, no le dí importancia e incluso probé el pastel de chocolate de mi madre, el mejor de toda Inglaterra, me atrevería a decir.
Los llamé desde la mesa, pero ninguno me respondió. Pensé que no me habrían oído o que probablemente habrían salido en el coche a visitar a algún vecino a pesar del mal tiempo. Aunque para ese momento debo confesar que ya estaba un poco preocupado. Cuando abandoné la cocina para ir al living, durante unos segundos percibí un tenue aroma conocido, pero que no pude situar. Sin embargo, fue suficiente para que todo mi cuerpo se tensara por instinto. Seguí avanzando en la semioscuridad de la tarde, ya que el cielo aún estaba negro y las luces se encontraban todas apagadas, con cierta cautela. Me trataba de convencer que no había razón para ese miedo que se había apoderado de mi, pero mi instinto hasta ahora no me había fallado.
El gran living era una de mis habitaciones favoritas de toda la casa. Tenía unos grandes y cómodos sillones verdes, en los cuales solía quedarme dormido frente a la chimenea. La mesa ratona estaba sobre una vieja alfombra que era algo así como un tesoro familiar, pues la había traído mi tatarabuelo de la India durante el siglo XIX. El armario con los licores y la biblioteca estaban en un rincón, tratando de disimular las paredes descascaradas. Pero lo que más me gustaba eran los cuadros de mi padre. El había comenzado a pintar desde muy chico, luego de que una enfermedad lo obligara a pasar muchos meses en cama Se había recuperado por completo, pero nunca había dejado de pintar. Había una cuadro de mi madre cuando era joven, en dónde se la veía sentada en un banco bajo la sombra de un gran roble. Y un cuadro de un lobo, aullando a la luz de la luna. Sólo él pudo captar de esa manera la cruel belleza de mi destino.
Sin embargo, ese día no pude ni siquiera detenerme a disfrutar de las pinturas de mi padre. La habitación estaba hecha un desastre, los libros desparramados en el suelo, algunas sillas rotas y la varita de mi madre, partida a la mitad, resaltaba como el fuego en el medio de aquel caos. A pesar de continuar en tinieblas, las plumas de fénix brillaban en la oscuridad, como un mudo testigo de sangre y muerte. Instintivamente conjuré un poco de luz, aunque mi alma se negaba a ver lo que había sucedido.
Al lado del viejo piano de mi abuela estaba mi madre, tirada en el suelo como una muñeca de trapo grotesca, con una mueca de terror y sufrimiento en su rostro. Sus ojos abiertos aún conservaban ese color único, entre verde y celeste, pero ya no brillarían nunca más. Su túnica estaba desgarrada en varias partes, y en sus brazos y cuello se veían moretones, signo inequívoco de tortura. Quizás habría podido defenderse con su varita, pero se la habían roto mucho antes.
A un par de metros de ella estaba el cuerpo de mi padre, con el que se habían ensañado aún más. Estaba boca abajo, con las piernas en un ángulo antinatural, bajo un charco de sangre. Me acerqué a él despacio, temblando, con la absurda esperanza de que aún siguiera vivo. Con toda la delicadeza que fui capaz de reunir en esos momentos, lo volteé lentamente. Ya no me quedó ninguna duda, estaba muerto. Sus ojos estaban cerrados, pero bajo sus ropas se podían ver profundos cortes y contusiones y de su boca se escapaba un pequeño hilo de sangre.
No sé cuanto tiempo estuve ahí, acurrucado en un rincón, mirando el rostro de la muerte. En ese momento no podía llorar, no podía ni siquiera pensar. A pesar de la evidencia, de la cruel cara de la realidad, me negaba a aceptar lo que había perdido. No. Esto no había sucedido. Si volvía a entrar a la casa encontraría a mi madre sentada en el sillón, con los pies sobre la mesilla, leyendo algún reporte del Ministerio. Mi padre estaría murmurando por lo bajo algo sobre el desorden de las brujas mientras se sentaba al lado de ella y casi con ternura, la obligaba a sentarse correctamente. En determinado momento empecé a tener dificultades para respirar, como si de golpe el aire se hubiera hecho más denso, pesado, y salí lo más rápido que pude del lugar.
Sólo miré una vez hacia atrás, sólo para ver una calavera que me miraba burlonamente, mostrando una lengua que se asemejaba a una víbora. La Marca Tenebrosa. Comencé a correr, con todas mis fuerzas, para alejarme del dolor, de la verdad. Me pareció que estuve corriendo por días, en la inmensidad del campo bajo la fuerte lluvia. Pueden haber pasado sólo unos minutos o unas horas, no lo sé. Finalmente tropecé con una piedra y caí sobre el barro. Fue allí cuando empecé a llorar, tragando tierra y agua, viendo como mi mundo se desmoronaba ante mis ojos. Ese día, abandoné definitivamente la niñez, quizás del modo más difícil.
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El funeral de mis padres fue sencillo, sin discursos prefabricados y con muy poca gente. Un par de amigos cercanos de la familia, algún compañero de trabajo de mi madre y unos tíos lejanos. Los muchachos estaban ahí, como siempre, incondicionales, al igual que Lily y Milena. Sin ellos no sé que hubiera hecho. Durante muchos años yo había sido el cerebro tras las bromas, la mente fría que organizaba las salidas y el estudio. Pero en ese momento no podía hacer nada. Por suerte, entre Lily y Milena, se las apañaron para hacer todos los arreglos (pues la ceremonia sería muggle ya que mi padre era católico) y no tuve que cargar con ese trabajo. Los chicos, bueno, ellos sólo estuvieron ahí, sin decir ninguna palabra vacía, sólo apoyándome.
James estaba consternado, y me atrevería a decir que casi tan dolido como yo (salvando las distancias naturales). La tarde en que murieron mis padres habían habido cerca de cincuenta ataques en toda Inglaterra, a aquellas familias mestizas y por lo poco que supe en aquel momento, mis padres, por irónico que suene, habían tenido suerte. Los padres de James trabajaban en el Ministerio, en posiciones importantes, cerca del Ministro. Si bien su trabajo no debería ser peligroso, su postura abierta y "revolucionaria", por llamarla de algún modo, podía situarlos en el ojo de la tormenta. Las amenazas eran corrientes, y creo que por primera vez, él pudo ver que el peligro era real.
Sirius por su parte, estaba un poco más tranquilo y había perdido ese humor que lo caracterizaba. Sin embargo, trataba de relajar el ambiente con algunos chistes y hechizos inocentes, cosa por la cual le estoy muy agradecido porque me ayudaba a ver que el mundo continuaría, a pesar de mi dolor. Peter y Lily me apoyaron en silencio, sabiendo que a veces las palabras sobran.
Y Milena, bueno, ella sólo estuvo allí, firme pero dulce. No me dejó un instante solo y la primera noche que regresé a mi apartamento se quedó conmigo y me hizo el amor suavemente, tratando de que mis heridas cicatrizaran más rápido.
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La vida siguió su curso, como si nada hubiera pasado. Me reintegré al trabajo, a las salidas, a las reuniones. El mundo mágico continuó funcionando, aunque el miedo se comenzaba a apoderar de la gente. Durante años, Voldemort había ido adquiriendo poder, seguidores, bajo la consigna de la pureza de la sangre, del predominio de unos sobre otros. Lo que estaba profundamente mal era que mucha gente lo admiraba y le creía. Pero, lo que al principio se había mostrado como una mera acción política y de principios, pronto se convirtió en un reinado de terror. Muchos piensan que fue en ese domingo en el cual Voldemort se irguió ante el Mundo Mágico como una amenaza, como El Que No Debe Ser Nombrado...
Sin embargo, nada volvió a ser igual. Yo tenía la impresión de que todo, de improviso, se había vuelto superficial, insignificante. Mi trabajo se convirtió en algo tedioso, sin sentido. Las horas no pasaban más y yo sentía que por momentos me ahogaba en aquel recinto cargado de pergamino y tinta. Incluso mis salidas con Milena me parecían absurdas, carentes de emoción, superficiales en un mundo que agonizaba. Empecé a tener problemas para dormir y me era imposible concentrarme en cualquier cosa.
Pero lo peor, sin lugar a dudas fue mi primera transformación. Normalmente, yo iba a la casa de mis padres y pasaba la noche en el cobertizo. Por la mañana mi madre curaba suavemente mis heridas y me dejaba descansar toda la tarde, cuidándome y charlando, estando simplemente allí. Pero yo no quería regresar. De alguna forma convencí a todos que no estaría solo y me encerré en mi apartamento. Haciendo uso de todos los hechizos que conocía, mi apartamento se convirtió en un refugio inviolable. Me senté en el piso, observando como paulatinamente el cielo se hacía más oscuro, como el horizonte se teñía de rojo. Finalmente apareció la luna, enorme y redonda.
Mis recuerdos como lobo son poco claros, confusos y oníricos. Si bien tengo cierta conciencia de lo que hice esa noche, no puedo recordar detalles, sólo ciertos olores y sensaciones. Destrocé el apartamento, los libros, la cama y todo aquello que estuvo a mi alcance. Creo que todo el dolor, la culpa, la furia y la impotencia, que como hombre había podido manejar, emergieron a la luz esa noche. No lo sé. Pero cuando los primeros rayos de luz tocaron mi cuerpo esa mañana, aún en la semiconciencia, supe que no podía continuar viviendo si no hacía algo para detener esa locura. Quizás para mis padres ya no hubiera esperanza, pero si estaba en mis manos, los trágicos sucesos de aquel domingo de junio no volverían a suceder. Fue así que me uní a la Orden del Fénix.
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El despacho de Albus Dumbledore estaba como de costumbre, repleto de objetos mágicos (muchos de los cuales yo desconocía) y en la pared descansaban los cuadros de los antiguos directores, algunos dormidos, otros susurrando algún comentario que no llegué a captar. Ese lugar es, y creo que siempre lo será, atemporal. Nosotros lo habíamos visitado infinitas veces durante nuestros años en Hogwarts y siempre nos recibía de igual forma. Cuando regresé como profesor al colegio, una de las cosas que llamó mi atención fue como ese recinto permaneció intacto a través del tiempo. Atravesar esas puertas fue como ingresar a un lugar casi sagrado, en dónde los años no habían pasado.
Sin embargo, ese día no estaba con ánimos para poder fijarme en ello. Había acudido a visitar a mi antiguo director, sin cita previa, confiando en que los rumores de una organización secreta en contra de Voldemort liderada por Dumbledore fueran ciertos. No había sido nada fácil llegar a esa información. En mis tiempos libres recorría las calles, los callejones, embarcado en una idea personal de justicia y de venganza, compartiendo mi tiempo con lo peor de la sociedad mágica. Una tarde, en un sucio bar en el extremo norte del callejón Knockturn había escuchado fragmentos de una conversación entre unos hombres, que se quejaban de Dumbldore y su grupo. En mi cabeza sumé dos más dos, y ahora me encontraba allí sentado, esperando que el Director volviera del almuerzo.
Fue una visita breve pero sumamente provechosa. Albus Dumbledore siempre fue una persona abierta, aunque con una personalidad un tanto exasperante si uno busca respuestas directas. Se limitó a observarme con ese brillo en los ojos que te hace pensar que sabe exactamente lo que uno está pensando. Sonrió, y con parsimonia se sentó en su silla.
- Me preguntaba cuando vendrías a verme Remus -dijo casualmente. Ni una palabra acerca de la reciente muerte de mis padres, aunque fue él quien me halló en el barro y me llevó a la casa de James. Si. No me gusta recordar esos momentos, pues mostré una debilidad paralizante, pero una vez más sólo era una muchacho asustado...
Cuando lo miré directamente a los ojos todo el discurso que había preparado se evaporó de mi cabeza, dejando lugar a ciertos balbuceos mentales que espero no haber dicho en voz alta. No podía decirle a uno de los magos más poderosos del mundo que sabía (aunque no con certeza) que era el líder de una organización secreta y no completamente legal. Sin embargo me las arreglé para expresar lo que quería.
- No puedo seguir así, Director -dije en un susurro- No puedo seguir viviendo como si no hubiera pasado nada, como si mis padres...
- ¿Y que es lo que quieres hacer, Remus? -comentó con cautela- Lo que pasó aquel domingo fue un hecho trágico y terrible, para todos nosotros, muchos perdieron a sus padres, a su hijos, a sus hermanos... pero la venganza no es la solución.
- No lo sé... no lo sé- dije con tristeza - Pero no es sólo venganza lo que busco... no puedo dormir sólo de pensar que algo similar le sucediese a James o Sirius, o a Lily...
- Bueno, el camino que quieres emprender no es fácil -dijo con voz seria y profunda- No está exento de peligros, graves peligros y tendrías que abandonar el tipo de vida que estás llevando. Estamos hablando de una guerra, Remus...
A partir de ahí, siguió hablando por cerca de media hora, tratando de que yo comprendiera la gravedad de la situación, de que una vez que comenzara con esto no habría marcha atrás. Me dijo además que lo pensara seriamente antes de darle una respuesta. Yo sólo asentí, aunque ya sabía que iba a decir que si. Abandoné el despacho tiempo más tarde, pero los ojos preocupados de Dumbledore me siguieron el resto del día. Ahora me doy cuenta que quizás, bajo esa aura de invunerabilidad, él cargaba con el peso más grande de esta maldita guerra, el de enviar a los más jóvenes a la muerte.
Los días transcurrieron lentamente, como por inercia, pero yo ya no era el mismo. A las pocas semanas me uní oficialmente a la Orden. Se reunían en un pequeño almacén, en el centro de Londres. Allí estaba yo, con mis diecinueve años, temblando ligeramente frente a un grupo de rostros, algunos extraños, otros conocidos, que me evaluaban. Alastor Moody me miraba con desconfianza mientras que los hermanos Prewet, ambos pelirrojos, sonrieron para darme la bienvenida. Ese día comenzó mi nueva vida...
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Pasaron un par de meses, entre misiones simples, en su mayoría, las largas horas en la redacción de El Profeta y las salidas, cada vez menos frecuentes, con mis amigos y mi novia. Todos ellos notaban que yo estaba distante, extraño, pero suponían que se debía a mi reciente pérdida y no preguntaban mucho. Sin embargo, fue la relación con Milena la que no soportó esa presión. A pesar de que nos veíamos cada vez menos, cada vez que nos encontrábamos el tiempo parecía detenerse a nuestro alrededor y, por breves instantes, yo me olvidaba de todo lo que había sucedido.
Una fría tarde de enero, que nos encontró en su casa, acurrucados en un sofá frente a la chimenea, se desencadenó el final, sorprendiéndonos a ambos. Había pasado la mayor parte de ese fin de semana en su casa, simplemente disfrutando de su compañía, comiendo en la cama y tomando chocolate caliente junto a la estufa. Sin saber muy bien porqué, en determinado momento, empezamos a discutir por una tontería, algo relacionado a su última nota. Pero terminamos gritándonos cosas de las que nos arrepentiríamos para siempre. Ella quería más de nuestra relación, quería un futuro para ambos... Pero yo sabía que no podía dárselo. Incluso antes de que murieran mis padres yo trataba de no pensar en ello, pues no quería condenarla a una vida a medias, maldita y sin hijos (porque en aquel entonces yo estaba decidido a no condenar a ningún niño a la maldición que yo había tenido que cargar). Siempre pensé que ella se acabaría cansando de mí. Sin embargo eso no pasó, sino que nuestro vínculo se fortaleció con las adversidades. Pero, en ese entonces, yo no podía permitirme esa clase de relación, tenía miedo, tanto por ella como por mi.
En cierto momento ella, tratando de contener las lágrimas, me acarició suavemente la mejilla. Ese simple gesto casi hace de que me arrepintiera de mi decisión. La tomé por la cintura y la besé con furia, con pasión. Sabía que sería la última vez. Le hice el amor salvajemente sobre el sillón, tratando de retener en mi espíritu y en mi cuerpo cada fibra de su ser. Ella respondió vehemencia, entendiendo la fuerza de la despedida. Luego me vestí y dejé la casa sin mirar hacia atrás. Sólo alcancé a murmurar un simple adiós, con la voz quebrada. A partir de ese día nunca más hablé con ella. Nos cruzábamos por los pasillos del la redacción como si no nos conociéramos. Supe, años más tarde, que se terminó casando con un muggle, profesor de literatura en la Universidad, y que tuvieron un par de hijos. Ella al final fue feliz.
Pero, otra historia fueron mis amigos. !Oh no! Ellos, al igual que cuando descubrieron mi condición, no pudieron dejar pasar por alto los cambios en mi vida. No. Un día me arrinconaron a preguntas y James y Sirius juraron que no saldría ileso de la habitación si no les decía que estaba sucediendo. A pesar de que con amenazas no consiguieron nada, luego de unos cuantos gritos tuvimos una de las conversaciones más serias y emotivas de nuestras vidas. Ellos me transmitieron, entre discursos prefabricados y palabras más que espontáneas, que querían ayudar. Intuían que yo estaba peleando contra la oscuridad que se cernía sobre el mundo y trataron de hacerme entender que ellos buscaban lo mismo. Las palabras de James aún retumban en mi mente.
- Toda esta maldita guerra va más allá que nosotros cuatro. Es un locura que no podemos permitir que continúe. Ayer fueron tus padres, hoy pueden ser los míos y mañana puede ser la propia Lily. No pienso quedarme sentado mientras tu juegas el papel de mártir y de ángel vengador. Estamos todos en esto.
Fue así, como dos semanas más tarde, los jóvenes más revoltosos de los últimos cien años (como nos presentó Dumbledore y que causó unas miradas de envidia de los hermanos Prewet) se unieron a la Orden del Fénix.
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A partir de este día, pese a la crueldad de la guerra, viví momentos increíbles. Lily y James se comprometieron, Sirius abrió un bar (sé que muchos de ustedes no lo creen, pero el muchacho estaba empecinado en "modernizar" a la sociedad mágica) y yo empecé a estudiar Defensa seriamente. En las afueras de Londres había una academia reconocida que se dedicaba a profundizar en la teoría de la Magia, las Artes Oscuras y su Defensa, con un componente ético a veces insoportable. La dirigía un viejo auror ruso, pero la Escuela de Defensa de Kiov era reconocida mundialmente. Me aceptaron por recomendación de Dumbledore, como siempre, y aprendí mucho más de lo que se puedan llegar a imaginar. Pero esos tres años, con sus matices, fueron lo que terminaron de definirme como persona, aunque aún me faltaba un largo camino por recorrer.
Sin embargo, esa historia se las contaré otro día, pues el sol está cayendo y la luna llena pronto se alzará sobre las montañas. Esta noche, mi pueblo correrá libre por el bosque una vez más...
2 de Agosto de 1997
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(1) Es un cuento de Truman Capote llamado Profesor Miseria. No sé dónde fue editado originalmente, pero se los recomiendo. Les paso la referencia, por si a alguien le interesa, aunque debe estar publicado en otros lados: Sábato, Ernesto, comp. Cuantos que me apasionaron 2. Buenos Aires : Planeta, 2002
