Disclaimer: Hey! El universo de HP, así como sus personajes no son míos... sólo los tomé prestados por un momento para jugar un rato.
El Palacio de la Luna
por bibliotecaria
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Capítulo 4: Trust me
"El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la furia de la tormenta en el mar y la espada que destruye son partes de la eternidad demasiado grandes para el hombre"
Matrimonio del cielo y del infierno. William Blake
La luna surgió entre las montañas, grande y redonda, brillando en forma implacable, como el mudo testigo de lo que me esperaba esa noche. El resplandor anaranjado que contrastaba con la profunda oscuridad de la noche se presentaba como la promesa de la sangre que se habría de derramar en la ineludible batalla, una de las tantas que perseguiría mis sueños por muchos años, antes de que lograra reconciliarme con mis propios fantasmas. Mi cuerpo ardía entero, me quemaba desde dentro, como siempre, incluso unas horas antes de la transformación, aunque el dolor físico ya no significaba nada para mi. A partir de este momento mi vida cambiaría de una forma que ni yo mismo llegaba a comprender, y en el fondo, no deseaba que eso sucediese. Me encontraba sólo en el medio del bosque, desnudo bajo la luz de la luna, que en ese instante emergió completamente y me abandoné completamente al lobo que rugía en mi interior.
A partir de allí, los recuerdos de esa noche están borrosos, confusos, plagados de sensaciones, olores y texturas que como hombre me son muy difícil de aprehender. La embriagante sensación del viento sobre mi piel, el olor a tierra húmeda, penetrante, y el sonido de los árboles crujiendo despacio sobre mi disiparon mi último pensamiento conciente. A través de la piel del lobo, me permití exorcizar la rabia y la impotencia de los acontecimientos de la última semana. Sangre, muerte, abandono. Esa noche yo era el cazador, no la presa. Y corrí bajo las estrellas. Y logré alcanzar un animal, un zorro quizás, para clavar mis colmillos sobre su carne, despedazándolo en segundos. El ruido seco de los huesos cuando se rompieron bajo la presión de mi cuerpo, la sangre que se escurría de su piel, los aullidos de dolor... Aún me estremece la fuerza del instinto del lobo, lo brutal y primitivo del acto en sí. Pero incluso bajo el abandono ante mi ser más salvaje, el dolor de la traición seguía allí...
Los hechos de aquella fatídica noche de Haloween aún están frescos en mi memoria, como si el paso de los años no fuera una razón suficiente para que desaparecieran o por lo menos se hicieran más difusos, menos reales. Muchas veces el alivio del olvido no llega ni aún bajo el manto del sueño y el escape de la conciencia. Ninguna droga, libro o magia puede convertirse en una válvula de escape suficientemente poderosa como para cubrir el dolor de la pérdida y de la traición. No hay escape posible a la realidad, aunque nos engañemos trabajando hasta no sentir nuestro propio cuerpo o emborrachándonos hasta perder el equilibrio. La muerte es una presencia, una constancia en mi vida, en nuestras vidas, que hay que enfrentar para poder seguir transitando nuestro camino en este mundo. Pero en esa noche de Halloween no sólo murieron mis amigos más cercanos, mis hermanos, sino que murió también mi confianza en el género humano, y con ella mi esperanza de un lugar mejor.
Hacía meses que las cosas no estaban bien. En realidad, la tensión, el miedo y la desconfianza se habían convertido en parte integral de nuestras vidas. En el corazón mismo de nuestro grupo se había instalado la hostilidad, mezclada con la profunda tristeza de la decepción y el terror. Uno de nosotros era un espía. Uno de nosotros había estado pasando información que costó la vida de nuestros compañeros. Uno de nosotros nos había abandonado para siempre.
Durante nuestros años en Hogwarts, James, Sirius, Peter y yo conformamos un grupo de amigos tan unidos que muchas veces era difícil identificar quien pensaba o sentía algo en particular. Éramos uno sólo, divididos en cuatro cuerpos, cada uno de nosotros con una personalidad diferente que complementaba al otro. Pero crecimos, y la madurez nos alcanzó conformándonos como personas individuales y separando nuestros caminos. Sin embargo, la confianza y la amistad, siguió allí presente e inalterada. El lazo que nos unía era más fuerte incluso que el de la sangre. Pero los tiempos eran duros, difíciles, y la muerte se abría paso a nuestro alrededor de forma implacable. Y el miedo jugó un papel importante en todos los sucesos que se desencadenaron.
Hacia finales de agosto de 1981 sentimos el primer temblor de lo que se convertiría en un terremoto que arrasaría nuestras vidas sólo dos meses más tarde. La noche anterior había ocurrido un ataque en las afueras de Londres, en el cual murieron los hermanos Prewett. Los persiguieron, los acorralaron y los asesinaron. No merecían la muerte, ninguno de ellos la merecía. Luego del funeral nos reunimos en el Maureder's a tomar una copa para calentarnos un poco, pues a pesar del buen tiempo, estábamos helados.
Recordamos, entre copas, a Gideon y Fabián, quienes se habían convertido en nuestros amigos a lo largo de estos años. Nos reímos de sus escapadas, de la última novia de Fabián (una muggle hippie totalmente desquiciada aunque increíblemente simpática) y de la vez que Gideon bailó arriba de la mesa, absolutamente borracho cantando All you need is love hasta que lo echaron del bar en que estábamos. Hablamos de su familia, de su hermana quien lloraba sobre el hombro de su marido. Por suerte no dejaron hijos, dijo James, pensando sin lugar a dudas en su propio hijo, de tan sólo un año de edad, quien podría quedar huérfano en cualquier momento. Sólo había un niño presente en el funeral, uno de sus sobrinos, el mayor, creo, (porque tenían 6 más). Pelirrojo, como todos ellos, de diez años aproximadamente, quien miraba la tumba de sus tíos con una mezcla de dolor e incredulidad en su rostro. Era muy joven aún para comprender completamente las circunstancias de esas muertes, pero sentía el el dolor y la rabia natural y salvaje de quien pierde a un ser querido en la más absurdas de las guerras.
Ese día, por primera vez en todas nuestras vidas, comenzamos a desconfiar unos de otros. Fue como si la muerte de los Prewett nos quitara una venda de los ojos y nos arrebatara el resto de la incocencia que aún nos quedaba dentro de tanta muerte. Los responsables por esas muertes los habían ido a buscar directamente, alguien había dado el aviso de dónde estaban escondidos los hermanos. Uno de nosotros los había traicionado.
Luego de ese día nada volvió a ser igual. Las miradas de desconfianza estaban latente en nuestros ojos y el dolor y el miedo presentes incluso en la más banal de las conversaciones, y las peleas y las sospechas... ¿Dónde estabas ayer de noche ¿Por qué llegaste tarde ¿Quién era ese hombre con el que hablabas aquella tarde? El tinte de acusación en su voz me hirieron más que veinte maldiciones juntas, despertando ese oscuro monstruo que dormía dentro de mi. El pánico irracional y visceral al rechazo, al abandono...
Yo reaccioné replegándome hacia adentro, encerrándome en mi mismo, no permitiendo a nadie entrar en mi pequeño mundo. Creo que ese fue, junto con otras cosas que no quiero analizar, uno de los principales motivos por los que empezaron a desconfiar de mí. A pesar de todo el horror que estábamos viviendo, algo en mi se había despertado unos años antes, una especie de rebeldía que en esos momentos me era imposible controlar. El recuerdo de lo lobos, no, de los hombres y mujeres que vivían aislados del mundo entre la miseria y el horror, junto con Greyback, se había apoderado de mis sueños. Comencé a replantearme mis prioridades y a odiarme a mi mismo por ser tan ciego y vivir dentro del mundo mágico sin mover un dedo para luchar por los derechos de esa gente, por mis propios derechos. Eso era algo que no podía compartir con mis amigos, que no quería compartir con ellos, pues era algo que jamás podrían entender. Y ese malestar era cada vez más evidente a medida de que pasaba el tiempo. Mi conducta se volvió errática, hostil, como una medida de autoprotección ante la desconfianza de mis hermanos y el creciente odio e incomprensión hacia mi mismo.
El resto de la historia es bien conocida por todos. Yo fui etiquetado, por ellos, como el espía. Creo que era la opción más fácil, y ciertamente mi comportamiento no ayudó a disipar sus dudas. Una noche, la última noche que ví a James con vida, tuvimos una fuerte discusión. Quería saber que sucedía conmigo, necesitaba algo a que aferrarse para comprender mi actitud distante y fría. Yo no podía darle nada, pues ni yo mismo lo comprendía. Sin embargo, cuando nos despedimos, me abrazó como a un hermano... Seguramente fue su forma de decirme que a pesar de mi traición aún podía confiar en él, dar marcha atrás. Esto no lo entendí hasta que fue demasiado tarde.
De todas formas, he aprendido con los años, que no debo ser tan duro conmigo mismo ni con las personas con las que compartí esos momentos. Todos, de una forma u otra actuamos confiados en que nuestras acciones formaban parte de una intrincada construcción de un futuro digno de vivirse. Pero ninguno de nosotros pudimos ver más allá de nuestros propios fantasmas e indecisiones, acelerando y llamando a la muerte. Creo que no están entendiendo lo que quiero decir, pero no los culpo pues suelo perderme en interpretaciones complicadas sin relatar lo hechos, simples y desnudos, que al fin y al cabo son mucho más demostrativos que un montón de palabras ordenadas para transmitir el estado de mi alma.
Abruptamente, incluso antes de los que pensábamos, el final se desencadenó. James y Lily murieron, protegiendo a su hijo. De alguna forma enfermiza siento cierto alivio al saber que por lo menos en el momento de sus muertes supieron que yo no los había traicionado, si es que en ese momento me dedicaron algún pensamiento. Peter murió también esa noche, de una forma u otra, pues su vida, tal y como la había conocido concluyó en el mismo instante que nos traicionó. Sirius perdió su vida, su juventud y la alegría y fue condenado a pasar el resto de su vida enfrentando continuamente sus propias pesadillas. Harry perdió cualquier oportunidad de tener a sus padres, una familia y una infancia feliz. Sin embargo, esa noche, el mundo mágico reencontró la paz.
Y yo, bueno, yo me fui. Junté todas mis cosas, vendí todo lo que tenía, renuncié a mi trabajo y me subí al primer tren que partió de King Cross rumbo a lo desconocido.
Deambulé por Inglaterra casi nueve meses antes de abandonar el país. A pesar de que mi tierra no me ofrecía nada, ningún estímulo para permanecer ahí, no podía abandonar mi hogar tan rápidamente. Trabajaba un poco, rompiendo maldiciones por aquí y por allá, conjurando un par de hechizos protectores a una granja, a una casa, a una escuela. La tranquilidad poco a poco regresaba a la vida de las personas, aunque el miedo seguía allí. Aún era demasiado pronto y muchas cosas habían sucedido. Juicios, algunas muertes aisladas, mortífagos que quedaron el libertad. La comunidad mágica tenía demasiadas heridas que tardarían algún tiempo en sanar.
Irónicamente, eso me garantizaba el sustento. Perdí un par de noches, borracho en alguna vieja taberna, pensando en el rumbo que le daría a mi vida... Nunca había pensado demasiado en el futuro, viviendo día a día, sobreviviendo en un mundo lleno de prejuicios e intolerancia. Luego se desató la guerra y todo cambió. Pensar en el futuro nos daba miedo, pues sabíamos que quizás no habría un mañana. Y ahora, después de la tormenta, me encontraba por primera vez en mi vida solo, con un pasado que no quería recordar, con un presente lleno de vacíos y sin sentidos y con un futuro incierto.
Una de esas noches, en la víspera de Navidad, cuando me encontraba bebiendo en un rincón de un viejo café, una figura familiar entró en el recinto. Un hombre enjuto, vestido de negro, con el pelo negro y grasiento que le tapaba la mitad de su rostro. Pero a pesar de que sus facciones estaban ocultas y la oscuridad del lugar nublaba un poco mi visión, lo reconocí al instante: Severus Snape.
Yo estaba medio borracho, como era costumbre en esos meses, y no sé muy bien que se apoderó de mí para ir a hablarle. Sobrio probablemente no lo hubiera hecho. Pero en ese momento necesitaba exorcizar mi pasado, desprenderme de muchos de mis fantasmas y buscaba la mínima provocación de su parte (la cual estaba seguro que llegaría) para poder descargar parte de mi ira en él. Aunque la luna llena estaba a dos semanas, en ese entonces muchos de mis problemas los solucionaba como un lobo. Es decir, al igual que aquella noche en el Bosque Prohibido, mi primera transformación luego de la muerte de Lily y James, necesitaba ser el cazador y no la presa. Y al igual que aquella noche, sentía un deseo irrefrenable de defender la memoria de mis hermanos aunque racionalmente sabía que nadie la había atacado. Nosotros mismos fuimos los responsables, en cierta medida, del desenlace de esta historia.
Durante nuestros años en Hogwarts Snape se había convertido en el blanco de muchas de nuestras bromas. Años más tarde, en la cocina de Griummauld Place, cuando Harry nos sorprendió desde la chimenea, increpándonos una de esas tantas bromas, simplificamos toda la historia echándole las culpas a nuestra inmadurez. Pero la realidad siempre fue otra. Es cierto que éramos unos adolescentes inmaduros y un tanto pedantes, y que probablemente, si no hubiera existido Snivellius algún otro hubiera sido objeto de nuestras bromas. También es cierto que si bien yo no fui partícipe activo de muchas de ellas, cargo la misma responsabilidad sobre mis hombros. Pero lo que subyacía tras ese odio entre nosotros, eran los mismos prejuicios e ideas que fuera de los muros del castillo sostenían la peor de las guerras. Y en lugar de apostar al entendimiento y a la paz, a la conciliación y a la tolerancia, con nuestros actos sólo intensificamos los prejuicios y el odio irracional.
Una vez más éramos sólo unos niños viviendo en un mundo enloquecido. Sin embargo, esa noche yo ya no lo era, y a pesar de todo el discurso pacífico y conciliador de mi parte, no tengo excusas para haber actuado como lo hice. Me levanté de mi asiento, trastabillando un poco y me acerqué hacia la barra, dónde él estaba apoyado. No recuerdo exactamente lo que le dije, aunque me es muy difícil olvidar la expresión de su rostro. No era odio, como hacia James o Siruis, era desprecio y algo más que aún hoy no puedo identificar. Cruzamos un par de insultos antes de que yo lo golpeara fuerte en la cara. No quería usar magia, necesitaba descargar la impotencia que me acompañaba a través de la violencia física.
No sé muy bien el motivo, pero Snape tampoco sacó su varita. Quizás era porque estábamos rodeados de muggles, o porque él también necesitaba golpearme directamente, aunque sólo estoy especulando. Lo cierto es que en determinado momento olvidé quien era él y quien era yo, y me dejé llevar por la rabia que me había consumido esos meses, y de no ser porque nos separaron a tiempo, probablemente nos hubiéramos matado a golpes, aunque esto tampoco lo sé con certeza. Un par de chicos, probablemente unos años menores que nosotros, lo sostenían para evitar que se lanzara de nuevo sobre mí. Tenía un ojo morado y sangraba copiosamente de la nariz y la boca. Sus ropas estaban rajadas en algunos lados y respiraba con dificultad. Su aspecto general era lamentable. Sin embargo, yo no estaba mucho mejor, me dolía la mitad del cuerpo y sentía el sabor metálico de la sangre en mi boca. Antes de irse me miró con odio y pronunció las palabras que, irónicamente, cambiarían el curso de mi vida por los próximos años.
- Lupin, asquerosa bestia salvaje, es realmente una pena que tu no hayas muerto también. Aunque quizás fue mejor así... -en ese momento bajó la voz hasta convertirse casi en un susurro y su rostro se contorsionó en una mueca que pretendía ser una sonrisa- Vas a tener que vivir tu patética existencia como la mala copia de lo que hubieras podido ser... Y con el peso de tu ridícula historia de amistad sobre tus espaldas. Se acabó Lupin, toda las mentiras que construyeron a tu alrededor se acabaron...
Y sin decir más desapareció del lugar.
A la mañana siguiente amanecí con un dolor casi insoportable en el costado. El desgraciado probablemente me había roto dos costillas, aunque realmente me lo mereciera. Además, tenía una fuerte resaca, que no contribuía para nada a ayudarme a situar el lugar en dónde me encontraba. Estaba acostado sobre un sillón verde, y me tapaba una manta multicolor. Las paredes estaban pintadas de un suave color violeta, descascaradas en algunos sitios y cubiertas por cuadros estridentes. Pestañeé un par de veces como tratando de encontrar alguna señal de reconocimiento del lugar. Nada.
Pero lo más extraño era el aroma del lugar. Una curiosa mezcla a café y violetas y a un suave olor dulzón conocido que no llegaba situar. En ese instante un chica de unos veinte años apareció de la nada. Me sonrió y me alcanzó un café con dos pastillas (aspirinas, supe después). Estaba demasiado cansado como para preguntar nada más así que acepté lo que me ofrecía. Momentos más tarde aparecieron unos cuantos chicos más que sentaron a la mesa a desayunar. Ninguno parecía sorprendido de ver un completo extraño medio dormido en el living de su casa. La imagen de esa mañana aún me arranca una sonrisa. ¿Había sido arrojado quince años al pasado y estaba en una comuna hippie?
Como siempre, la realidad superó mis más salvajes fantasías, aunque mis suposiciones no se alejaban de la realidad. Se trataba de un grupo de jóvenes (entre los que habían magos y muggles) que habían decidido vivir sus vidas "libres de las ataduras que nos impone nuestra sociedad", como me dijo Mariam, la chica que me sirvió el café. Al parecer me habían encontrado tambaleándome por las calles del pequeño pueblo y me habían traído hasta su casa. Se trataba efectivamente de una comuna, pero no hippie, como pensé en ese momento, pues había chicos de todas clases. Magos con sus túnicas multicolores o muggles vestidos con jeans y abrigos de lana. A pesar de lo irreal del panorama y lo bizarro de mi propia situación acepté el quedarme un par de días con ellos, al menos hasta que me recuperara, como sabiamente me recordó Mariam.
Había vivido los últimos meses solo, evitando cualquier contacto con la gente, y sin embargo necesitaba volver a sentirme parte de algo, aunque fuera por un breve lapso de tiempo prestado. Viví con ellos unos meses, mientras muy lentamente mis heridas comenzaban a cicatrizar aunque sabía que nunca sanarían por completo. La vida allí era simple y agradable. Conocí mucha gente, que me demostraron que el abismo entre el mundo muggle y mágico no era tal, que vivíamos en tiempos paralelos con problemas similares. Ellos apostaban a la tolerancia, por lo que respetaron mis silencios. Encontré a un par de caras conocidas, antiguos estudiantes de Hogwarts, algunos menores, otros mayores, que nunca mencionaron la guerra que acababa de finalizar. Conocía algunas historias de ellos, e incluso yo había presenciado el asesinato de los padres de uno de ellos. Había un pacto de silencio tácito entre los magos. Ninguno de nosotros necesitaba revolver el pasado.
Mariam se convirtió pronto en mi amiga, y luego en mi amante. Hacía tanto tiempo que no compartía mi vida con una mujer que me costó un poco adaptarme. Ninguno de los dos habló de amor. Ella era muggle, pero al parecer también cargaba con una historia difícil, aunque no dijo nunca nada al respecto. Necesitábamos de nuestra compañía y nos ayudábamos mutuamente a exorcizar nuestros demonios. Sin embargo, había veces mientras la besaba o mientras le hacía el amor que no podía dejar de sentir que estaba viviendo un tiempo prestado, una vida que no era la mía.
Una noche, mientras la observaba dormir a mi lado, las palabras de Snape resonaron en mi mente una vez más. Mentiras. Sentía que toda mi vida había estado sostenida sobre un castillo de naipes conformado por innumerables engaños: amistad, amor, normalidad. Y a pesar de que me encontraba mucho mejor, de que poco a poco había recuperado mi antiguo yo, sabía que nada podría ser igual. Sabía que el pequeño oasis en el que me encontraba pronto se secaría. Que pronto abandonaría ese lugar y volvería a compartir mi vida con la única realidad tangible que me ofrecía mi vida: la soledad.
Pero, una vez más, esa ya es otra historia. Los hechos de esos doce años, desde que dejé Inglaterra hasta que volví a Hogwarts, me ayudaron a crecer definitivamente. En el verano de 1982, con veinticuatro años y una valija llena de recuerdos abandoné la isla dispuesto a reencauzar mi vida. Lo que comenzó como un pequeño viaje hacia París, se convirtió en el principio de una gran aventura, en la cual me reencontré con el amor y con el odio. Viví como un muggle algunos años y como mago otros tantos. Me sumergí en las profundidades de la magia y conocí muchos países y culturas. Pero es cierto que por más que nos alejemos de nuestros fantasmas vivimos encadenados a nuestra piel Somos quienes somos, y nada en el mundo podrá cambiar eso.
Ahora, con casi cuarenta años, por primera vez en más de una década encontré a mi compañera, en el cuerpo de la persona menos pensada... Y también acepté mi vida, con todos sus matices y con el orgullo de pertenecer a algo más grande que yo, que estaba presente antes de mi nacimiento y que seguirá existiendo luego de mi muerte. Y pase lo que pase en la guerra que estamos enfrentando una vez más, seguiré peleando porque tengo la absoluta certeza de que vale la pena. Pero como ya dije, esa es otra historia...
Londres, 28 de agosto de 1997
