Disclaimer: Hey! El universo de HP, así como sus personajes no son míos... sólo los tomé prestados por un momento para jugar un rato.

El Palacio de la Luna

por bibliotecaria

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Capítulo 5: Summertime

"Hay, sin embargo, quienes son capaces de guardar el sabor del mejor beso o de cosas mínimas como el gusto de los primeros cigarrillos, sin tener la necesidad de fantasear con sucesos que la mayoría de las veces jamás van a ocurrir y mucho menos repetirse. La sabiduría de la memoria permite despojarse, vivir sin ataduras, sentir muchísimo menos temor que el que poseen los naturalmente insatisfechos"

El exilio según Nicolás. Gabriel Peveroni

Había llegado a París a mediados de Julio, sin dinero y sin saber más de tres o cuatro palabras en francés. En un arranque irracional había abandonado Inglaterra en un loco deseo de alejarme de todo y de todos. Por aquel entonces estaba perdido, deambulaba sin rumbo fijo y era incapaz de determinar que iba a hacer de mi vida. Vivía día a día sin preocuparme por el mañana. Por ello, cuando me ofrecieron un trabajo temporal para romper maldiciones en Francia, acepté sin ni siquiera pensarlo. Trabajé durante casi dos semanas descontaminando la casa de una vieja bruja que había muerto hacía dos meses y había dejado la mansión repleta de maldiciones y hechizos muy poco amigables. Sus herederos querían venderla, pero les era imposible gracias a los esfuerzos de su paranoica y anciana abuela que había hecho de aquel lugar una fortaleza casi infranqueable.

Pero una vez que acabé con el trabajo no abandoné la ciudad. No tenía deseos de regresar. A pesar de que la locura causada por la muerte y la traición ya no me atenazaba la garganta impidiéndome respirar, no tenía nada real por que volver. Sólo un montón de fantasmas me esperaban del otro lado. De esa forma, con el dinero que había ganado, encontré un lugar en dónde vivir y me dediqué a deambular por la ciudad. No me molesté en buscar trabajo ni compañía. Necesitaba olvidar.

Sin embargo, es curioso como funciona la memoria. El laberinto de los recuerdos es caótico e impredecible y aún así extremadamente lógico. A veces, deseamos con tanta fuerza olvidar algo, sepultar parte de nuestro pasado bajo el peso del olvido, que terminamos viviendo una y otra vez con el dolor de nuestros recuerdos. La mayor parte del tiempo no se trata de una actividad conciente, sino más bien de una especie de reflejo, una respuesta instantánea del subconsciente ante un estímulo exterior. El sutil perfume de la madera mezclado con el olor dulzón de ciertas flores me recuerda mis orígenes, la casa de mis padres en el campo. El aroma de los pergaminos a la biblioteca de Hogwarts y cuando el viento de la primavera sacude salvajemente mi cabello me es imposible evitar recordar mi primer vuelo sobre una escoba. Todo ello está siempre acompañado por una fuerte nostalgia hacia aquello que sé no volverá.

Por ello, aquella mañana cuando desperté gracias al aroma del café recién hecho, no pude evitar que el dolor tomara mi cuerpo, mi espíritu, y me encontré llorando como un niño que ha perdido la esperanza. Fue como si de pronto todo aquello que había intentado olvidar volviera hacia mi para recordarme quien era. El café que mi madre preparaba para mi padre por las mañanas, el mismo café que habitualmente tomaba con James, Sirius y Peter en un pequeño restaurante, ese café que solía conseguir Lily para soportar horas de estudio en la sala común... Fue recién en esa mañana de verano, en una vieja pensión en París y gracias a una vieja cafetera que pude por fin llorar por todo lo que había perdido. Y de esa manera, de algún modo, luego de más de diez meses, decidí empezar a escribir una nueva historia para mí.

A pesar de mi pobre dominio del francés, me las arreglé para conseguir un trabajo que más o menos me permitiera sustentarme. Una de esas tantas tardes en las que me perdía entre las callejuelas de la ciudad encontré un pequeño café en el que solicitaban personal. Era un lugar viejo, repleto de jóvenes estudiantes y viejos borrachos, cargado de humo, café y whisky y enteramente muggle. Las paredes algo descascaradas estaban repletas de fotografías escritores y músicos, junto con recortes de diarios y algunos cuadros. El dueño era un hombre fornido y tosco, quien aparentemente tenía como único objetivo en la vida hacer suficiente dinero para retirarse joven y mudarse al campo con su esposa. A pesar de las dimensiones del lugar era una trabajo duro, de muchas horas y pagaban poco. Era perfecto.

Había aprendido algunos años atrás el valor de la rutina y el trabajo pesado, como una herramienta para organizar mi vida y encauzar mis acciones. Me levantaba tarde, desayunaba ligero y me dedicaba a recorrer la ciudad para distraerme. Llegaba al café a la una, cuando los jóvenes universitarios comenzaban a atestar el lugar luego de sus clases y permanecía allí hasta las diez o doce de la noche. Luego regresaba a la pensión y caía preso de un sueño pesado, agotado luego haber trabajado todo el día. En esa época, había decidido sepultar todo vestigio de magia, escapando así a un pasado que no quería recordar. Mi varita se hallaba guardada en el cajón de mi mesa de luz y no la usaba a menos que fuera estrictamente necesario. Sin embargo, extrañaba la magia. La única y embriagante sensación de poder y adrenalina que cruza por tu cuerpo al conjurar un hechizo. Pero era mucho más fácil seguir adelante si pretendía ser alguien diferente, un muggle aburrido y sin ambiciones.

Lo único que rompía la monotonía en aquellos meses era la puntual llegada de la luna llena, noches en la que me perdía en un cobertizo abandonado en las afueras de la ciudad. Desde que había abandonado Hogwarts (a excepción de unas pocas veces) siempre había pasado por mis transformaciones en soledad y encerrado entre cuatro paredes, en un fútil intento de dominar al lobo, de domesticarlo negándole la libertad. Y, fundamentalmente, para proteger a los seres humanos de su brutal naturaleza salvaje. Paradójicamente, era durante esas noches cuando volvía a recuperar mi verdadero ser, sin mentiras, sin autoengaños. Sólo yo, o por lo menos la parte de mi que aunque quisiera, no podía negar.

Los días se transformaron en semanas, y éstas a su vez en meses. A pesar de que mi fuerte convicción de vivir como muggle estaba sustentada en el deseo de sobrevivir, poco a poco me olvidé de como debía "vivir". Trabajaba como un autómata, encerrándome en mi mismo y aprendiendo a convivir con mi soledad. Ella se había convertido en mi compañera, en mi amiga y confidente. Con ella compartía mi cama, mis desayunos y caminatas. Con ella reía y con ella lloraba. De pronto, uno de mis más profundos miedos se convirtió en una realidad tangible que no sólo acepté sino que también comencé a apreciar. Estaba solo y era relativamente feliz así.

No piensen que me convertí en un ermitaño, o en un ser antisocial que rehuía del contacto humano. No. En esa época conocí mucha gente, entablé relación con ciertos personajes entrañables pero traté, en la medida de lo posible, de mantener cierta distancia. Conocí un sin fin de personas que compartieron de algún modo mi soledad: el ciego que tocaba el violín en la plaza, el viejo soldado que se tomaba una copa en el bar todas las noches, mi vecina de habitación, latinoamericana y llena de vida... Ya no era un niño y comprendía que es imposible aislarse y que necesitamos compañía. Charlas banales, risas reales. Y el confort que sólo te puede dar el toque humano. Besar a una mujer, hacerle el amor... A veces va más allá del mero placer físico. Aunque, como todo en esta vida, puede convertirse en una respuesta mecánica para satisfacer ciertas necesidades de tu cuerpo y engañar al espíritu. Por ello, durante algún tiempo, traté de no verme involucrado con ninguna mujer, viviendo en una especie de celibato auto impuesto para no caer en la tentación de acercarme a alguien más de lo necesario.

Algo similar sucedía con el contacto con la sociedad mágica, no sólo aquella que había dejado atrás en la isla, sino también esa que se presentaba ante mí, desconocida y diferente, pero a la vez muy similar. Los magos y las brujas de Francia, y debo agregar en especial lo parisinos, eran muy similares a nosotros. Había veces que los reconocía con tan sólo observar su mirada de desconcierto ante los semáforos o sus vestimentas estrambóticas. Pero siempre era un simple observador, nunca cruzaba la línea ni me daba a conocer como mago.

Sólo me permití romper esa regla un día, al encontrarme frente a frente, en plena ciudad nada menos que con Albus Dumbledore. El anciano mago, como era su costumbre, no preció sorprenderse en lo absoluto ante mi presencia en medio de Paris. Hablamos durante casi tres horas. Me contó como poco a poco las cosas habían vuelto a la normalidad, habló de Hogwarts y hasta me comentó que vigilaba de cerca al pequeño Harry (utilizando a su viejo contacto en el mundo muggle: Arabella Figg). Por más reconfortante que fue hablar con mi antiguo profesor, y recordar en cierta medida quien había sido yo, este encuentro sólo reafirmó mi deseo de mantenerme al margen de ese mundo, que ahora me parecía vacío y hostil. Y recordé que ya no me quedaba nadie allí. En ese momento más que nunca, me di cuenta de que no deseaba regresar. Porque comprendí que si lo hacía, construiría de nuevo otra estructura basada en autoengaños, como bien me dijo Snape aquella noche de Navidad.

Sin embargo, fue a principios de 1983 cuando, otra vez, mi pequeño mundo tembló ante el inminente poder del cambio. Aunque lo deseemos, es imposible vivir en forma estática, porque la vida es en esencia una fuerza dinámica. Aunque matizara mi vida en grises, la multiplicidad de colores que ofrecía el mundo me encandiló sin que yo pudiera hacer nada al respecto. La música no se compone de sólo una nota, hay una escala completa de sonidos que es imposible ignorar. Y a pesar de tratar de aparentar que era ciego y sordo, una persona logró atravesar todas mis defensas, devolviéndome la esperanza, algo que yo creía había perdido para siempre.

Es curioso como sólo el recuerdo de una mujer puede hacerme sonreír sin que yo pueda evitarlo. Todavía me acuerdo cuando en Grimmauld Place, durante una noche de copas le conté a Sirius esta historia, medio borracho y con la mirada perdida. Ese chucho endiablado se burló de mi durante meses, recordándome amablemente como me había convertido de un orgulloso merodeador en un viejo lobo sentimental. Sin embargo, una noche poco antes de morir, absolutamente borracho, me confesó que en el fondo siempre había envidiado de alguna forma a James, por haber encontrado Lily. Pues a pesar de todo somos seres humanos y necesitamos, aunque sea por unos momentos, de la ilusión de una compañera... y quizás de una familia.

Pero me estoy desviando, como es mi costumbre, de lo que les quería contar. Marie entro en mi vida suavemente, sin que apenas me diera cuenta. Una noche particularmente tranquila entró al café una muchacha cargada de libros y cuadernos. No era particularmente linda, ni llamativa a la vista. En realidad, era todo lo contrario. Cabello castaño claro, delgada, estatura promedio. No recuerdo ni siquiera como vestía, aunque puedo adivinar que sería algo perfectamente normal. Alguna de sus faldas oscuras, botas y un grueso abrigo de lana. Aunque en verdad sólo estoy especulando. No me llamó la atención en ese momento. Lo que sí recuerdo claramente es que pidió un café y un postre de chocolate. Un pedido un tanto extraño, ya que eran pasadas las diez de la noche. Se quedó allí un par de horas, justo hasta que cerramos, leyendo sus libros, tomando café y fumando un cigarrillo tras otro.

Comenzó a frecuentar el café, y poco a poco, empezamos a conversar. Al principio eran sólo frases corteses y palabras sin sentido. Pero lentamente comenzó a despertar mi curiosidad. Se aparecía allí a horas dispares, siempre con la mirada ausente y algún libro en su regazo. Marie de alguna forma vivía en su propio mundo, poblado de personajes de ficción y autores remotos. Me parecía que los libros y las historias llenaban su vida. Pero una vez más me equivocaba.

Una noche, no más tarde de las diez, me encontré junto a ella frente a un viejo edifico. Habíamos abandonado el café temprano (pues esa era mi noche libre) y casi sin darnos cuentas terminamos hablando de todo un poco mientras nos dirigíamos a su casa. Me invitó a tomar una copa de vino la cual acepté de inmediato. El apartamento era pequeño, y estaba bastante desordenado, pero resultaba extrañamente acogedor. A pesar de que han pasado más de diez años aún recuerdo su rostro sonrojado por el frío, su cabello húmedo por la lluvia y el ligero temblor de su cuerpo. Como dije antes ella no era hermosa, pero en ese momento, por primera vez, sentí que nunca había visto una mujer más sensual, más atractiva. Despertó el deseo que había tratado de mantener dormido, de negar durante estos meses.

Y ella hizo algo que me sorprendió y ese simple acto desmoronó toda mi resolución. Me besó. De improviso, sin una señal que me advirtiera el peligro. Fue un beso suave, tentativo, apenas un roce de sus labios contra los míos. Pero sin ni siquiera detenerme a pensar, actuando por impulso y en cierta medida casi por reflejo, le devolví el beso. Y fue extraño, como ese mero contacto contra mi piel revelara tantos sentimientos conocidos por mi mismo. Anhelo, soledad, deseo. Y lo que al principio fue un beso tímido, casi infantil, pronto se convirtió en algo que me cuesta definir. Un acto erótico e inocente, un último intento de aferrarnos a la fuerza vital del cuerpo, del alma, de la vida misma.

Y me abandoné a ese beso, al sabor dulzón de su boca y ese suave olor a tabaco que impregnaba su cabello. Y en cierto momento deseé abarcar más, conocer el sabor de cada parte de su cuerpo, descubrir sus secretos, escuchar mi nombre en sus labios. De a poco ese beso se hizo más profundo, y la ropa comenzó a estorbar. Y yo me perdí por completo. Supe que me había apartado de mi camino al momento que su labios se posaron sobre los míos, pero cuando caímos en su cama, enredados en nuestros propios brazos y piernas, intuí de algún modo que ya no habría vuelta atrás.

Esa noche hicimos el amor. Varias veces. Y la noche siguiente. Y la siguiente.

Lo que comenzó como una noche de pasión entre dos seres abrumados por la soledad, buscando casi desesperadamente el contacto de la piel de otro, se convirtió en el pilar que sostuvo mi vida durante más de cinco años. Me enamoré de ella. Profundamente. La necesidad de volver a ser aceptado, y de volver a creer en alguien junto con la increíble personalidad de la mujer que tenía al lado fueron suficiente para lograr que todas las barreras que había alzado se desmoronaran en unos meses. Al principio ninguno de los dos habló de amor, cómo si el deseo de estar juntos fuera algo tan natural que ni siquiera merecía la pena repensarlo... y mucho menos discutirlo. De a poco, la relación se afianzó, maduró con cada día, hasta que me encontré prácticamente viviendo en su apartamento.

A comienzos de la primavera le confesé toda la verdad. Le hablé sobre la magia, sobre mi licantropía, sobre mis hermanos y su muerte. Ella al principio no me creyó, como es lógico, pero luego de un par de hechizos sencillos y medio litro de ron comenzó a reír. Y me besó. Y aceptó mi palabra. Pero lo más importante es que respetó mi silencio. Nunca me presionó para que volviera a mi mundo, ni para que le contara ciertas cosas. Se convirtió en mi compañera, compartiendo mañanas, tardes y noches. No fue una relación idílica, pues estas no existen. Discutimos bastante, pasamos por momentos difíciles, pero fue un tiempo básicamente feliz. Fueron como unas vacaciones de verano que se extendieron a lo largo de los años.

Abandoné el trabajo en el bar, para dar clases de inglés, latín, historia y mitología. Reunía el dinero suficiente como para pagar la universidad que comencé ese año y me permitía a su vez una flexibilidad horaria para asistir a mis clases y desaparecer mensualmente cuando la luna brillaba en todo su esplendor. Fue una época tranquila, sin sobresaltos, durante la cual comprendí que la vida siempre te da una oportunidad, si es que la sabes aprovechar. Crecí, aprendí a apreciar los matices de las personas a mi alrededor y muy lentamente fui reconciliándome con todas las decisiones que había tomado años atrás.

No tengo mucho que contar acerca de esos años, pues fueron tiempos tranquilos, de crecimiento personal, junto a mi pareja, de un redescubrimiento de mi propia persona. Por primera vez desde la muerte de mis amigos, de mis hermanos, volvía a estar completo, pleno.

Sólo hubo dos momentos en los cuales volví a conocer la oscuridad, la desesperación y la angustia causada por el miedo a perder lo que con tanta dificultad había construido. Y ambos momentos estaban fuertemente vinculados al lobo, que como una sombra que se agazapaba detrás de la puerta esperando atacar. Aún no podía aceptar esa parte de mi vida, la seguía negando de algún modo, como si olvidando el dolor de las transformaciones y la existencia de la luna llena pudiera evitarlas por completo.

Lamentablemente, a pesar de nuestros cuidados, Marie quedó embarazada a mediados de junio de 1985. Fue uno de los peores momentos de nuestras vidas, algo que casi no quebró como pareja. Conocíamos los riesgos de traer un niño a un mundo cargado intolerancia e incomprensión. Yo estaba completamente desesperado, no veía la luz al final del camino. No tenía idea que debía hacer. Hablamos mucho, barajamos todo el amplio espectro de posibilidades. Lloramos juntos. Y sin embargo, no podíamos aceptar las implicaciones de ese embarazo. No teníamos suficiente dinero, ni un trabajo lo suficientemente estable (ella daba clases particulares al igual que yo), ni el deseo conciente de formar una familia. Pero nuestro miedo más profundo era que la licantropía es hereditaria. Y ella, a pesar de aceptarme sin reparos, con los años comprendió la vida que me había visto obligado a llevar.

Y a pesar de todo, decidimos seguir adelante. En ese momento, a pesar del pánico, me encontré un par de veces fantaseando con la idea de tener un hijo, algo que siempre me había sido negado. Sin embargo, hacía tiempo que había dejado la adolescencia para convertirme en un hombre adulto, con otra percepción de la vida. Tenía veintisiete años y una historia de aprendizajes y de superaciones. Una noche, acurrucado a su lado me pregunté ¿por qué no? Y le sonreí y la besé. Y le hice el amor suavemente prometiéndole un futuro y una familia que nunca le llegaría a dar. Dos semanas más tarde, regresé a casa cuando la luna ya no significaba un riesgo para mi familia para encontrar a Marie desmayada en el baño, rodeada de un charco de sangre. Ella sobrevivió, pero no así el niño. Al parecer, un diez por cierto de esta clase de embarazos no llega a término.

Sobrevivimos a esa terrible noche. Y Crecimos Y a pesar del dolor recuperamos cierta tranquilidad, esa paz de la vida sin riesgos. Curioso. Contradictorio. Humano, en realidad.

Pero lo que no pudimos superar fue la locura y la irracionalidad del mundo que nos atacó salvajemente. En el año 1988, en las afueras de París la única manada de licántropos fue acorralada y brutalmente asesinada una noche de luna llena. Una veintena de magos, cazadores de criaturas tenebrosas se enfrentaron a los lobos para acabar con su existencia. Fueron ubicados y vendidos por alguien de adentro, probablemente el más débil que temió por su vida o creyó poder conseguir un futuro diferente. Sin embargo, en esa noche de cacería perdió la vida con el resto de sus compañeros.

La sangre que se derramó fue el comienzo de una batalla feroz, cruel y sin sentido entre mi gente y un grupo de fanáticos que se divertían exterminando todo aquel ser diferente. Pero lo más trágico y absurdo de esta historia era que el gobierno mágico lo apoyaba, si bien no abiertamente, si a través de la ausencia de acciones que detuvieran esa locura. Y comenzaron a cazarnos uno a uno, casi por deporte. Y, a pesar de todo, tuve que huir. Una noche abandoné mi hogar, la vida que tanto me había costado construir, gracias a la furia ciega y estúpida de lo hombres. Me fui sin decir adiós, no hubiera podido alejarme de ella si la veía a los ojos. Pero hacía días que se hallaban tras mi pista, luego de un descuido de mi parte y estaba aterrado de que tomaran represalias en contra de ella. Lo único que le garantizaría su seguridad era estar lo más alejado posible.

Ese día me juré a mi mismo nunca volver a permitirme caer de nuevo bajo la ilusión de la normalidad. Sin darme cuenta había construido otra vez un castillo de mentiras, una vida de engaños. Marie representó una de las mujeres más importantes de mi vida, la persona que me enseñó que el amor es más que una palabra y me permitió vivir por cinco años esa ilusión. Nos volvimos a ver años más tarde, pero nunca me perdonó. Y yo sabía que no lo haría.

Los años que siguieron fueron caóticos, confusos, difíciles. Vague por media Europa aunque nunca regresé a Inglaterra. Pero, a pesar de todo recuperé una parte importante de mi ser. Regresé a la magia. Me convertí en una especie de sombra que viajaba por el mundo, aprendiendo de los siglos de historia y de la pureza del poder de la magia. Conocí cientos de seres marginados como yo, vampiros, ladrones, cazadores y presas. También conocí la pobreza como nunca la había enfrentado antes, desnuda, marginal, observando la miseria directamente a los ojos. Pasé hambre, frío y me endurecí mucho más de lo que hubiera sido capaz de creer.

Pero, esos años antes de regresar a Inglaterra, a Hogwarts, a una vida más o menos ordenada y civilizada me terminaron de mostrar el inmenso abanico de colores y sabores que te ofrece el mundo. Oscuros y amargos tal vez, pero reales. Alguno de esos años dejaron en mí heridas abiertas, sangrantes, cicatrices visibles e invisibles. Pero esa ya es otra historia, un poco más triste que esta, la cual, si no les importa, les relataré en otra ocasión.

09 de setiembre de 1997