Disclaimer:Nada mío, todo de Rowling

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Reto (viejo): Precuela o justificación de una frase sugus.
Frase sugus: 2005 Oct 3. (La frase, al final del texto)
Fecha: 2005.10.19

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Sin perder un calcetín

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Sus padres pertenecían a la cocina, eran los decanos reposteros. Pero, desafortunadamente para él, cuando alcanzó la edad en que los elfos domésticos empiezan su vida de servicio, donde se necesitaba mano de obra era en la lavandería.

Como tenía toda la infancia entrenando su magia portadora en ayuda de sus padres con los moldes llenos de dulces pastas de bizcocho, los sacos de harina, azúcar o nueces, y las bandejas de galletas, le tocó el reparto. Y como era el más nuevo le tocó Gryffindor, porque esa torre odiada por los elfos era siempre el castigo de la novatada: Tendría que esperar la llegada de uno más nuevo que él para librarse de ella.
Reparto y recogida, pues, al tiempo que llevaba y repartía las altisimas torres de ropa lavada (más fáciles de trasladar, sin duda, que las coleeciones de platitos con gelatina o pudín que estaba acostumbrado a movilizar), tenía que echar un ojo por los alrededores y recoger la ropa sucia que los gryffindor solían dejar tirada, en lugar de lanzarla por el conducto mágico de la lavandería. Gryffindor siempre suponía para los elfos retrasos y estorbos así. Por eso quedaba para los novatos o aquellos que por una u otra razón (alcohólica Winkie y rebelde Dobby) no tenían derecho a protesta ni autoridad para encajársela a algún otro.

Aún así, y pese a haber soñado siempre con ser el mejor decorador de tortas de cumpleaños de su generación —no cualquier elfo tenía el estilo de su madre con la boquilla de nata, ni la mano de su padre para fabricar una pasta de almendras tan deliciosa y al mismo tiempo tan manejable y decorativa—, era un elfo feliz. Orgulloso de lo enorme de las pilas de ropa que era capaz de llevar. Ni los más viejos podían con pilas tan altas, sus padres lo habían educado bien: No perdía un calcetín aunque llevara dos mil de un sólo viaje.

Sólo fallaba en una cosa, y sólo en un lugar: En el arte de no dejarse ver, y en la habitación de quinto año, varones.
O era más bien que los gemelos eran maestros en el irritante arte de estar siempre donde no debían, de que los hubieras visto salir pero te los encontraras sentados sobre la alfombra, rodeados de imágenes flotantes con diseños de extraños artilugios, recitando conjuros y haciendo pruebas.

Afortunadamente tenían buen carácter, y no se enojaban cuando él aparecía justo encima de la última runa que acababan de dibujar dentro de un círculo espolvoreado de ¿harina?

O desafortunadamente, porque, con esas sonrisas tan acogedoras con que lo recibían, se la pasaban gastándole una broma tras otra.

—¡Aquí está nuestro pequeño amigo! —exclamaba George, como si lo hubieran estado esperando y verlo fuera lo que más los complacía en el mundo.

—Y hoy lleva medio metro más de ropa que ayer —alababa Fred, entusiasta—. ¿Has visto, George?

—Hoy vine aquí primero, sin repartir nada antes —confesaba el elfo, ruborizado, pero honesto siempre—. Por eso la pila está más alta.

—Además, hoy no hay fantasmas, supongo. Los fantasmas deben ser difíciles de llevar. Te deben desordenar todo, les ha de costar mucho estarse quietos.

—¡Eso sí es habilidad! Llevar fantasmas sin que se te desdoblen.

—¿Fantasmas? —el desconcierto en la expresión del elfo casi los hace soltar la carcajada y delatarse.

—Sí, ayer me trajiste a Nick doblado entre los pijamas. Muy limpiecito, eso sí. Casi me lo pongo.

—Estaba contento, porque creyó que la cabeza se le habría terminado de desprender. Pero no; parece que es a prueba de centrifugado.

El elfo estaba como si le hubieran dado un mazazo.

Entonces uno de ellos se le acercó en plan confidente:

—¿Puedo hacerte una pregunta? Es que soy curioso.

Había terminado de repartir, pero se quedó un momento indeciso, sin saber si le estaba permitido responder curiosidades de los alumnos.

—Sí. Queremos saber por qué los slytherin son tan cochinos —agregó el otro, inocentemente.

Esto no le gustó. Si algo sí sabía era que no debía meterse en las peleas entre las casas. Tronó los dedos para desaparecerse, pero la pila de ropa hacía más lento del proceso, así que aún alcanzó a escucharlos:

—¿Por qué nunca echan a lavar al Barón sanguinario? Va hecho un asco. ¡Toda esa sangre seca...! Provoca repulsión —había dicho uno.

—Menos mal que los fantasmas no huelen —se quejó el otro—, pero igual a mí me corta el apetito cuando aparece por el comedor.

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El Barón sanguinario lucía verdaderamente amenazador y peligroso mientras lo echaba de las mazmorras:
«No insistas. Adoro mi aspecto. Y además, no importa quien te lo haya dicho... ¡no somos lavables!»

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