Al Menos la Situación no Puede Empeorar...


Kiyohime regresó a la ciudad durante el amanecer. Aunque no lo había planeado, tuvo que quedarse en casa de su maestro gracias a una lluvia repentina. Su costumbre de almacenar productos de aseo y ropa de respuesta para situaciones imprevistas, o en caso de que el entrenamiento fuese demasiado duro, dio frutos.

Desgraciadamente, todo aquello significó entrenamiento adicional. Takemikazuchi, por muy amable que fuese, seguía siendo un dios de la guerra, y holgazanear no estaba en su vocabulario. «Mientras duermes, el enemigo se prepara», eran sus palabras.

Estaba segura de que no se metería en problemas, principalmente porque no era alguien de interés real para el señor feudal. Podría morir y lo único que lamentaría sería el dinero invertido en ella, lo cual, si tenía que reconocerlo, no fue barato; la perfección no lo era, después de todo.

Como extra, siempre se despertaba en el momento en que el sol se mostraba ante el mundo. No era la primera en hacerlo en el palacio, aquel era el logro de los sirvientes. No obstante, de los no empleados, regresaba al mundo de la vigilia mucho antes que cualquier otro.

Así que pasó por la puerta con la cabeza en alto, como si hubiera salido para dar un paseo. Debido a que la guardia cambiaba, los nuevos estacionados en el portón no tendrían idea de si era verdad o no. Bastó con que Kiyohime reconociera sus existencias con una rápida mirada; la mayoría de ellos eran kitsunes de pelaje marrón, algunos un poco rojizo.

Ni siquiera le sorprendía. El donante de Kiyohime prefería a los de su tipo en lugar de cualquier otro yōkai. Tan risible aquel hombre, ignorante de su propia inferioridad, u ocultándola al señalar la de los demás. No importaba demasiado, y mucho menos lo hizo ante la visión que atrapó a la ryūshu.

De pie frente a la habitación de Kiyohime, una pequeña kitsune abrazaba una manta. Apenas tenía conciencia de los alrededores, frotando sus ojos verdes e intentando retener un bostezo. Su cabello rubio caía alrededor del yukata blanco que usaba como pijama, revuelto como solo alguien acabado de salir de cama podía tenerlo.

Kiyohime corrió hacía ella, sobresaltándola cuando se arrodilló para mirarla al rostro, uno con la ternura característica de los niños, sin contar que, para la ryūshu, era la niña más linda del mundo. Objetivamente hablando, por supuesto.

—Haru-chan, ¿qué haces despierta tan temprano? —preguntó, peinando su cabello con las manos.

Haruhime hizo ademán de hablar, antes de que un bostezo la derrotase. Kiyohime hizo un esfuerzo consciente para no asfixiarla en un abrazo al ser testigo de tal ternura. También mató sus fantasías de invitar a Mikoto para una fiesta de pijamas. Pensamientos para otro momento.

—Haru estaba esperando a Kiyo-nee-chan.

Kiyohime no sabía si preocuparse o arrullarla. El hecho de hablar en tercera persona era algo que de seguro no le gustaría a su padre, pero ¡era tan adorable que la ryūshu no tenía el corazón para corregirla! Malcriar era su deber como hermana mayor, bueno, media hermana si era precisa, a pesar de que no quería.

—¿Toda la noche? Eso no es bueno para ti.

La sostuvo de las mejillas para buscar ojeras, pero no encontró nada. Por otro lado, el tacto fue suficiente para hacerla dormitar y casi ronronear, incluso si no era una nekomata. Esta vez Kiyohime no pudo evitar acariciarla, sabiendo el efecto que tenía en los más jovenes.

—No —se sobrepuso al sueño y habló—. Haru quería dormir con Kiyo-nee-chan, pero no estaba. Haru se quedó en tu habitación, y despertó en el al-al-al...

—Alba —aportó Kiyohime con suavidad y una sonrisa alentadora.

—Alba para esperar a Kiyo-nee-chan.

Kiyohime miró los alrededores, notando a una sirvienta que solo se escondía lo suficiente para que Haru no la notase. Saludó a Kiyohime con una reverencia antes de marcharse, habiendo cumplido su deber. La ryūshu, por su parte, solo fue capaz de sonreír a la amable mujer.

El donante de Kiyohime odiaba que ella interactuara con Haru, pero tampoco tenía el tiempo para monitorear el asunto. Los empleados, que incluía a los guardias y nobles de menor rango, hacían de la vista gorda y solo vigilaban a la distancia las situaciones como esta; la kitsune seguía siendo una niña de ocho años, después de todo, y dejarla sin vigilancia será el colmo de la estupidez.

Algunas actuaban así por la bondad de su corazón, no dispuestos a separar a la familia, y otras, como la que acababa de irse, tenían otra motivación en mente. Kiyohime, o Haruhime, cualquiera de las hermanas, sería la futura dama del lugar, y ponerse en su lado malo sería una decisión poco inteligente.

Ninguna de las dos tenía poder real en la actualidad, pero Kiyohime ya tenía doce años. Dos más y sería una adulta capaz de heredar el apellido y responsabilidades; otros dos y podría reclamar su herencia por la fuerza. Sea como fuere, su padre, por supuesto, tendría que estar muerto para eso; desgraciadamente, ocurrían demasiado accidentes.

—¿Por qué Kiyo-nee-chan no volvió anoche? —la pregunta trajo a Kiyohime de regreso a la realidad.

—Estuve entrenando con Takemikazuchi-sama —respondió, poniéndose de pie y tomando la mano de Haru—. Ven, Haru-chan. Durmamos un poco más.

La niña se dejó guiar dentro de la habitación. Kiyohime no era una apasionada al lujo, pero no podía negar que le gustaba. Lo merecía, no solo por su sangre superior, o por haber nacido como una aristócrata; ella estudiaba duro para ser una verdadera noble.

Arreglos florales de sus prácticas de ikebana se podían encontrar decorando los alrededores de acuerdo con el fū-sui de sus lecciones de omnyōdō, al igual que los carteles de caligrafía hechos por ella. Algunos otros accesorios de lujo se podían encontrar desperdigados por el lugar, pero todo se veía en perfecto orden.

—Pero ¿Kiyo-onee-chan no debe asistir a sus lecciones?

A pesar de la resistencia simbólica que estaba mostrando, se dejó acomodar en el futón mientras Kiyohime buscaba algo de ropa para dormir. No pudo evitar reír entre dientes ante la disonancia entre sus palabras y acciones.

—Está bien —la tranquilizó con una sonrisa, a pesar de que ya estaba más en el reino de los sueños que de la vigilia—. Puedo pedir que la cancelen sin problemas. Incluso cantaré una canción de cuna para ti —decidió sobornar.

Vestida con un pijama propio, se deslizó a la cama con su hermanita, quien de inmediato buscó su abrazo. No tardó demasiado en acomodarse, ya que esto era una ocurrencia habitual, hasta el punto en que las sirvientas sabían que no debían interrumpir y solo despedir a los tutores.

—Cálido —murmuró Haru.

Kiyohime sonrió con cariño, acariciando la espalda de su hermana.


§


II


§


Kiyohime se despertó cuando algo jaló su mano, aunque fue apenas un toque. No era de las que tuvieran el sueño ligero, pero no había podido dormir tranquila desde que comenzó el viaje, y mucho menos ahora que estaba rodeada de enemigos. El hecho de haber podido pegar el ojo ya era un milagro.

Parpadeando para alejar la somnolencia, se dio cuenta de que estaba sosteniendo algo. El rubor estalló en su rostro al darse cuenta de que era la mano de Ryuu, recordando lo que había ocurrido la noche anterior.

El miedo volvió con más fuerza, haciéndola estremecer. Había estado realmente enojada luego de la conversación, pero cuando fue llamada por segunda vez... Ser obligada a desnudarse y pasear como un pedazo de carne, con los vítores y silbidos que la rodeaban... Antes de darse cuenta, las lágrimas bajaban por su mejilla.

Apretando los dientes, las limpió con furia. Tranquilizó su respiración mientras rememoraba el resto de la noche. Y no negaría la calma adictiva que la invadió al recordar la forma en la cual Ryuu la consoló, aunque un poco torpe. No debía estar acostumbrada a hacerlo.

Se sintió cálida ante la memoria, porque nunca era ella la que recibía consuelo. Intentaba no comportarse como una niña frente a su maestro, y siempre estaba al pendiente para ayudar a su hermanita o Mikoto. Ser una hermana mayor estaba tan arraigado en su sistema que a veces olvidaba sus propias necesidades.

Sonrió mientras miraba las manos aferradas entre sí, dando un suave apretón antes de intentar liberarse. Fue en vano, ya que no era la única que había estado apretando. Siguió intentándolo con delicadeza, no quería despertar a Ryuu, porque, conociéndola, no estaría feliz de hacer algo tan íntimo. Al menos, íntimo en opinión de Kiyohime; no sabía cómo eran las reglas occidentales, pero tomarse de la mano en Yamato... Al menos las dos eran chicas.

Con un par de tirones más, la mano de Kiyohime quedó libre, aunque no sin despertar a su compañera de celda. Se retorció, murmurando algunas quejas en un idioma ininteligible. Era la primera vez que la ryūshu la veía despertarse, o que prestaba atención. ¿Cómo podía dormir con una máscara puesta? A pesar de que debería ser incómodo, ni siquiera parecía molestarla en lo más mínimo.

Kiyohime retuvo una risa cuando vio a Ryuu intentar frotarse los ojos, solo para golpear la máscara. Aunque no veía su rostro, el ceño fruncido era más que evidente. Volvió a murmurar cosas en un idioma que Kiyohime no entendía, posiblemente maldiciones, interrumpidas por bostezos.

Era una vista divertida, en realidad. Aunque Kiyohime no era alguien para decirlo, Ryuu siempre se comportaba de manera correcta y sin dejar ver cualquier error. Pequeñas cosas como esta eran visiones raras, incluso si llevaban conociéndose tan poco tiempo.

Pasaron unos cuantos segundos antes de que pudiera notarse verdaderamente despierta. Sabiendo que sería lo que su compañera prefería, fingió que nada de la noche anterior ocurrió en realidad, y Kiyohime la saludó con una sonrisa.

—Buenos días, Ryuu-san.


Ryuu se sobresaltó cuando la voz de Kiyohime se escuchó demasiado cerca. Su cabeza golpeó contra el costado del carro al intentar poner algo de distancia entre ambas, empeorando el dolor y palpitar con el que se había despertado. Gruñó al recordar que estaba dentro de una maldita caja rodeada de bandidos.

Y, a pesar de sí misma, su educación se hizo cargo y masculló un saludo poco entusiasta. No quería mirar a la cara a Kiyohime, porque estaba segura de que moriría de vergüenza si lo hacía. Pensándolo bien, morir de vergüenza sería lo más misericordioso que podría pasar.

Había tomado la mano de esta chica que apenas conocía. Consolar a alguien era un movimiento natural, supuso, pero no dormir aferrándose a ella. O creía que durmió de esa manera, porque no recordaba haberse soltado en ningún momento.

Y la mano de Kiyohime era cálida. No en el mismo sentido que los pocos elfos con los que tuvo contacto, sino una temperatura corporal más elevada. ¿Tenía algo que ver con el hecho de ser una dracónida? Podía escupir fuego, así que no sería extraño si su cuerpo lo reflejase de esa manera.

Si podía ser sincera consigo misma, fue un sentimiento extraño. El contacto físico entre elfos era algo reservado solo para personas cercanas o familia. Podías acariciar a las personas con palabras tanto como quisieras, y se consideraría de buen gusto; recurrir al exceso de contacto físico, por otro lado, sería visto como vulgar e inculto.

¡Las caras que pondrían los ancianos si supieran que durmió de la mano con otra chica! Estaba a punto de reírse a carcajadas, a pesar de toda la vergüenza de la situación. Era una especie de disfrute morboso del que había sido participe desde que conoció a Kiyohime y comenzaron sus interacciones; casi parecía un concurso de escandalizar a personas que no estaban presentes.

—¿Mejor? —decidió preguntar, a pesar de no estar muy interesada en la respuesta.

—Sí —notó que las mejillas se Kiyohime se teñían—. Gracias por todo, Ryuu-san.

Ryuu solo asintió en reconocimiento, sin nada más que opinar al respecto. Lo mejor era dejar que parte del incidente atrás, porque sería imposible olvidarlo. No cuando el recordatorio llegó con un fuerte golpe en la puerta del carro. Sonaba como madera golpeando madera.

Kiyohime se tensó, casi como si estuviera lista para saltar como un animal salvaje. Esto no iba a funcionar. Ryuu tiró de la amplia manga para hacerla retroceder, arrastrándose hacia el frente. Esta vez no era ira, pero no quería averiguar si el miedo también calentaba su sangre de dragón.

El golpe fue apenas una advertencia cuando la puerta se abrió de forma abrupta. Por tercera vez, estaba en el extremo receptor de una ballesta cargada. No dejó que esto la amedrentara y salió de la caja de madera con toda la gracia élfica que podía reunir en tal situación.

Si algo cambió de la vez anterior, era que Laverna estaba presente, con una sonrisa llena de dientes. Más allá de la felicidad, Ryuu no podía leer nada en la retorcida mujer, y estaba segura de que solo se debía que lo estaba permitiendo.

Sintió que Kiyohime tiraba de su capa, y por saber que era ella, evitó estremecerse por la repentina cercanía. Ni siquiera tenía que mirarla para saber que sus ojos debían ser rendijas, porque los alrededores estaban repentinamente calientes.

—Oh, pero si es mi querida dracónida —apenas podía evitar la burla de su tono—. Espero que hayas podido dormir bien.

No hubo una respuesta verbal, pero, si la chica continuaba tirando, Ryuu no estaba segura de que su capucha se mantuviera en su lugar. Y el calor comenzaba a ser insoportable, si tenía que agregar algo más. Al menos no estaba echando chispas por la boca, pequeñas bendiciones.

—Lo tomaré como un sí. Así que, me pregunto, ¿podrías acompañarme por un rato?

La capa fue apretada todavía más, mientras Ryuu miraba los rostros de los bandidos sin molestarse en disimular el asco. Algunos se lamían los labios en anticipación; una gran minoría, en realidad, pero no dejaba de ser despreciable. Los otros se mostraban indiferentes, y solo uno, alto como una montaña, se veía incómodo, hasta diría que furioso.

—No irá a ningún lado —gruñó Ryuu, apenas sorprendía por su propia furia.

Fue la primera vez que los ojos de la supuesta deidad se posaron en ella, indiferencia fría y apenas reconociendo que había un ser vivo. Pero Ryuu le sostuvo la mirada. No había sonrisas, aunque la inexpresividad cambió a un ceño fruncido que le dirigías a alguien que arruinaba la diversión. La reacción de los seres inferiores que seguían a la deidad fue prepararse para la violencia, por supuesto.

Ryuu evitó hacer una mueca y miró los alrededores. El de la ballesta seguía cerca, así que podía tomarlo a él y usarlo como escudo. ¿Bloquearía uno o dos disparos? Luego de eso, los que tenían armas de combate cercano caerían sobre ella. El único problema, sin contar las manos atadas, estaba en que no podría defender a la diosa o Primo.

—¿Te han dicho que eres una aguafiestas?

Y sin más, solo dio media vuelta y se fue. Aquella indiferencia fue mucho más insultante que cualquier reacción, porque representaba el pensamiento colectivo de las divinidades: nada más que juguetes. Se aburrió de la situación y se marchó, como si no fueran seres vivos. No obstante, Ryuu no tentó su suerte y dejó que se retirara junto a su sequito.

Bajo la atenta mirada de los bandidos, caminó con una Kiyohime todavía nerviosa sosteniendo su capa. Fue un poco incómodo moverse así, pero Ryuu le permitió ese pequeño indulto. Era la hora del desayuno, y la diosa estaba allí, habiendo visto todo el espectáculo, pero incapaz de moverse. El arrepentimiento brillaba en su mirada.

Luego de que Kiyohime tomara asiento, Ryuu tiró de la capa para liberarse. Sus ojos se abrieron como platos cuando vio las rasgaduras en el lugar donde la dracónida había estado sosteniendo. Habiendo lidiado con animales salvajes, reconocería el trabajo de las garras.

En un silencioso estupor, decidió dejar pasar el asunto. No era como si fuera completamente sorprendente. El cuerpo debía adaptarse a la sangre de dragón, lo que se traducía también en carne; era mucho más normal que respirar brasas, si lo pensaba de forma detallada.

Ryuu miró el contenido del desayuno y arrugó la nariz. Carne seca con algo de agua. Arrojó lo primero en manos de Kiyohime y solo bebió lo último. La dracónida, como la carnívora que era y a pesar de no tener apetito, devoró su ración.

El desayuno fue algo que se hizo en completo silencio, porque eran pocas las cosas que podrían matar le estado de ánimo tanto como un grupo de vulgares matones vigilándolas. Hubo solo intercambios de miradas, promesas por parte de la diosa de seguridad, vacías, pero un poco apreciadas por Kiyohime y Primo.

Y pronto, Ryuu y Kiyohime estuvieron de regreso a su prisión. La elfa no pudo evitar murmurar, irritada:

—Al menos la situación no puede empeorar...


Laverna tarareó una melodía que había escuchado en una posada. Fue hacía tanto tiempo que no estaba segura de si recordaba con exactitud, pero no importaba demasiado. Fue en aquella época donde solo tenía un subordinado. No negaría que contaba con las ventajas del anonimato y todo eso, pero no cambiaría a sus chicos por nada.

Podía despotricar todo lo que quisiera sobre la tontería de los otros dioses, pero en realidad estos eran sus niños. Asesinos, violadores y ladrones; oh, los amaba tal y como eran, incluso los crio para eso. ¡Era la Diosa de los Ladrones, después de todo!

Ay, cuánto le dolía lo que estaba por hacer. Separar a la dracónida de su diosa. ¡Se le escapaban las lágrimas por el solo pensamiento!... Bueno, tal vez no, pero seguía siendo de mala educación robar niños de otros dioses. Normalmente no lo haría, pero, como todo en la vida, existían excepciones. Una lección que las divinidades aprendían tarde o temprano.

Nunca se consideró una deidad con suerte, y aunque no estaba al nivel del infortunio de Reifuku, no creyó que algo como esto pasaría. ¡Una dracónida! ¿Sabía esa chica su valor real? Por supuesto que no, y no creía que Dia le contaría todo el trasfondo. Parecía una mojigata.

Soltó una carcajada cuando recordó el rostro que hizo la noche anterior. Decirle que se convertiría en una yegua de cría y luego hacerla desfilar desnuda definitivamente destrozaron su bravuconería. Fue tan hilarante verla reducida a tal desastre. Laverna odiaba la arrogancia, y esa chica la exudaba a raudales. Demasiado molesto.

No obstante, todo fue una mentira. ¿En realidad creyó que sería tan fácil como aparearla con el primer idiota y todo listo? Si así fuera, el mundo estaría repleto de dracónidos. Por otro lado, era información que solo unos cuantos dioses conocía. Sea como fuere, ¡eso hacía que fuese imposible decidir qué hacer cuando aparecía uno! Convertirlo en un guerrero, o en un manjar digno de los dioses.

—Pareces demasiado feliz —la voz de Dia la sacó de su fantasía.

—¿No quieres saberlo? —respondió, añadiendo una risa entre dientes.

La pequeña diosa intentó verse intimidante al fulminar a Laverna con la mirada. ¡Qué injusta! Como si creyera que su felicidad era porque estaba planeando cosas malas... Bueno, en realidad, estaba pensando qué hacer con una de sus niñas, y muy tentada a preparar un filete glorioso. Un dragón furioso era algo que preocupaba incluso a los dioses, y no quería criar su propia destrucción, no era así de arrogante.

—Mira, ahórrate el sermón este día, ¿quieres? —aconsejó perezosamente—. Estoy de muy buen humor, y es algo que las beneficia a ustedes, chicas.

Evitó reírse ante la mirada que cargaba Dia. No podía haber más sospecha en ese rostro incluso si lo intentaba. Podría querer parecer amenazante, pero en realidad era todo lo contrario; su pequeña estatura no ayudaba en tal esfuerzo, y ni hablar del vestido que usaba.

Sinceramente, todo en Dia gritaba «protegida». La mayoría de las deidades estaban en esas circunstancias. Orario los ablandaba, los hacía débiles, lamentables, cosas sedentarias y hedonistas. Tal vez una «bandida glorificada», como la llamaban, no tenía mucho que decir sobre vivir en el placer; no obstante, se equivocaban.

¡Era como si todos hubieran olvidado la Titanomaquia! Al menos, los que participaron en ella; Laverna ni pensamiento de existir en aquel momento. O como si los dioses nórdicos no supieran que se les avecinaba el Ragnarök. Sabía de dioses que se convirtieron en poco más que bufones, ni siquiera facsímiles de su antiguo ser.

Los que todavía se aferraban al pasado, o preparaban para el futuro, no perdían el tiempo en el mundo inferior. O, de hacerlo, tenían cosas más importantes de las cuales encargarse, ¡no pudrirse en una ciudad del entretenimiento!

Laverna sabía que era lo peor de lo peor, no lo negaría o intentaría justificarse. ¿Por qué combatir su naturaleza, su epíteto? No obstante, sentía asco al ver en lo que se habían convertido los que se llamaban a sí mismos superiores. Y luego se preguntaban por qué los elfos los despreciaban... Pensándolo bien, los elfos odiaban a todos.

—Jefa.

Laverna parpadeó, habiendo notado que había estado reflexionando por demasiado tiempo. Sacudió la cabeza, saliendo de sus pensamientos y mirando al hombre a su lado. Iba caballo, pero no dejaba de ser enorme, una masa de musculo. No obstante, el resto de su apariencia era pulcra y demasiado sofisticada para ser un bandido. Barba recortada, cabello castaño peinado y rostro lavado.

—¿Pasa algo, chico?

El hombre, su único nivel dos, era su capitán, huérfano criado por ella y su primer miembro de Familia. Ni siquiera tenía nombre antes de conocer a Laverna, así que, si había alguien en quien podría confiar con los ojos cerrados, era él. No tenía nada contra el resto de los miembros, pero ¿honor entre ladrones? Qué broma.

—Los exploradores encontraron marcas. Parece que hay monstruos más adelante. ¿Enviamos un grupo para eliminarlos?

Quería negarse y seguir, no era demasiado aficionada a la espera. Pero sabía que su cargamento aprovecharía cualquier oportunidad para poder escapar, e ir directo a una manada proporcionaría la ventana perfecta. No obstante, enviar demasiados también invitaría a un intento de fuga. ¿Qué hacer?

—¿Crees poder encargarte de todos ellos? —decidió preguntarle a su niño.

En lugar de responder con la jactancia que se esperaría de un hombre deseoso de violencia, lo vio ponderar. Entrecerró los ojos como siempre lo hacía, como si estudiase una vista que solo se abría para él. No le tomó demasiado, y negó con la cabeza.

—Preferiría no correr riesgos —admitió—. Dos conmigo deberían bastar, solo apoyo en caso de emergencia.

—Claro, toma lo que quieras, chico.

Asintiendo, llamó la atención de dos miembros aleatorios de la Familia y se los llevó, no sin antes ordenar que la marcha se detuviera por tiempo indeterminado. Los exploradores, por otra parte, se dirigieron al centro de la formación para tomar un respiro. Fueron recibidos con palmadas y silbidos, pavoneándose ante los elogios.

—¿Quién era? —preguntó Dia, curiosa, aunque era obvio que estaba aburrida.

—Caesar —decidió complacer—. Mi hombre de confianza —no pudo evitar reír ante sus propias palabras—. Puede no estar demasiado de acuerdo con mis métodos, pero es demasiado leal como para quejarse.

Laverna a veces incluso lo complacía al permitir que se quejara. Odiaba demasiado la idea de asaltar, violar, matar y robar a las personas, pero, tal como le dijo a Dia, no la desobedecería. Sin ella, Caesar no sería nadie; estaría muerto antes de siquiera cumplir diez años. Incluso si el chico estuvo de acuerdo con el robo durante los primeros años, el bandidaje pareció sobrepasar su tolerancia.

—¿Lo obligas a ser un asesino? —Dia acusó, indignada.

La Diosa de los Ladrones bufó. Casi parecía Astraea con esa actitud de más santo que tú, solo que sin el atractivo que hacía que valiera la pena escuchar los sermones. ¡Ah, qué nostálgico! Le encantaba pasar tiempo con la mojigata obsesionada con la justicia. Extrañamente, la Diosa de la Justicia y el Espíritu de la Moral era una compañía divertida. Fácil de molestar.

—No obligo a nadie a hacer nada —ignoró la mirada poco divertida de Dia—. Quiero decir, puede irse cuando quiera, ¿sabes? No soy de esos dioses que atan a sus secuaces solo porque sí, ¿sabes? ¡Libertad ante todo!, ese es mi lema.

»¿Qué somos, si no libres incluso entre cadenas? Libertad de pensamiento, por supuesto. ¡La valoro! Y ni hablar de la libertad de acción. Caesar puede marcharse si quisiera, pero me lo debe, ¿sabes?

Las palabras parecían intrigar a Dia, y era fácil de verlo debajo del asco. Tenía suerte de que Laverna no se considerase rencorosa ni nada parecido, no era Atenea, después de todo. Sea como fuere, ¿por qué no complacerla al responder a su pregunta no formulada? No había mucho que hacer mientras esperaban.

—Lo saqué de un orfanato. Uno de mierda, ya sabes cómo son, ¿no? No, no lo sabrías. ¿Poco tiempo acá abajo? —Dia asintió a regañadientes—. Eh, lo supuse. Lo que sea.

»Lo saqué de ese lugar. Creo que apenas comía. No era el único allí, por supuesto. ¿Una docena, tal vez? No soy caridad, como sabrás. No lo acogí por la bondad de mi corazón sangrante —incluso si ahora lo apreciaba como un verdadero hijo, pero lo guardó para sí misma—. Tuve un motivo.

»Todos esos niños se veían muertos en vida. ¿Él? Sus ojos eran fieros. El de alguien que no se rinde. ¿Las palizas? ¿El castigo mediante el hambre? ¿Los insultos constantes? Solo combustible para su ira.

»Me interesé y lo acogí bajo mi ala. Robamos, matamos, reclutamos, violamos... Bueno, él no lo hace, pero entiendes el punto. Creo que apenas ha estado con mujeres, el pobre. O con hombres, para el caso. Como alguien que ha probado el sabor de ambos mundos, puedo decir que ni siquiera sabe lo que se pierda.

Rio a carcajadas ante la mirada confusa y escandalizada en el rostro de Dia. Qué hilarante. Olvidaba que ella era la Diosa de la Juventud; una virgen que seguía los pasos de Hestia, ni siquiera parecía hija de Hera. Laverna, al igual que algunos de sus compañeros de panteón, disfrutaba de la compañía de ambos sexos.

—Relájate, relájate. Aunque tu adoración hacia la virtud virginal es encomiable —rio entre dientes—, podemos explorar el placer de la carne en otro momento. ¿Te interesaría Caesar? Aunque, si no recuerdo mal, te ibas a casar con este... ¿cuál era su nombre? Uno de los tantos hijos de Zeus... ¡Heracles! Sí, ese.

Aunque quería reír a carcajadas, en su lugar, desconectó el balbuceo nervioso. Era realmente divertido molestar a los demás, en especial cuando tenían reacciones tan divertidas, no sola la clásica ira. No era extraño que Loki lo hiciera su misión en la vida, el maldito Transformista.


§


Reviews


Alexkellar: El punto, por ahora, es odiarla y verla crecer. Respondiendo a tu pregunta, hay un capítulo muy corto en la novela ligera que lo muestra. Que yo recuerde, al menos, no hay más. Fue Alise Lovell con un poco de insistencia que, incluso si no lo eliminó, le hizo unirse a la Familia. Para mí fue, por lo menos, demasiado apresurado en ceder un poco con su racismo. Pero, bueno, es un personaje secundario y para eso es esta historia: el racismo de Ryuu se extenderá mucho más. La única razón por la cual trata "bien" a Kiyohime es porque la reconoce, a regañadientes, como superior y siente que fastidiaría a los elfos más viejos.