Disclaimer: Ambos personajes pertenecen a la muy querida y albada autora: Joanne Kathleen Rowling, sólo juego con mis anhelos.

Laetus, una tarde

Bajé las escaleras con paso apresurado. "Demonios, no alcanzaré ni el postre", me dije.

Salí por el retrato y valiéndome de mis pesadas piernas corrí despavorido hacia el Gran Comedor. No encontré muchos alumnos a mi paso, seguro todos estaban ya cenando. Sentí un alivio al cruzar el umbral y al fin llegar. Nadie notó mi presencia al sentarme a la orilla de la mesa de Gryffindor, o al menos eso creí.

- ¡Hola Neville! – escuche una voz conocida cerca de mi oído.

- Hola Luna – contesté, titubeante, volviéndome con ella. Sus cabellos dorados le caían detrás de las orejas y me miraba con ojos brillantes. Podía perderme en ellos toda la eternidad...

- ¿Puedo acompañarte? – preguntó mirando un asiento disponible frente mío. Saliendo del ensimismamiento, asentí con la cabeza y la observe moverse hasta su lugar. Algunos compañeros de Gryffindor que estaban cerca voltearon hacia nosotros, pero al parecer no tenía importancia alguna que una chica de Ravenclaw se sentara, volvieron a su comida y charla.

Hablamos de deberes, profesores y la revista de su padre. Comí lo más rápido que mi cuerpo me permitía, ya que no quería que me esperara y tal vez despedirse e irse, como siempre pasaba. Pero al final, yo tuve que esperarla, lo que me brindo más tiempo para observarla con detenimiento.

"Que chica tan divertida", pensé al lanzar una sonora carcajada provocada por un loco comentario suyo.

Los dos nos levantamos de la mesa simultáneamente y nos dirigimos a la salida del Gran Comedor. Me volví un segundo para observarlo. Estaba casi vacío.

- ¿Damos un paseo? – me preguntó señalando con la mano hacia el vestíbulo.

- Claro – le contesté, comenzando a ponerme nervioso.

El sol estaba a punto de ponerse y el cielo, teñido de tonos rosados se oscurecía cada vez más. La luna parecía una sombra blanca, transparente a los rayos del astro dorado.

Sus cabellos relucían como oro puro y sus grandes ojos miraban el espectáculo del ocaso con asombro. No necesitábamos pronunciar palabra alguna. Sin saber cómo, hicimos un acuerdo tácito y nos encaminamos al lago. Tomamos asiento bajo un gran sauce, que dejaba caer sus ramas con melancolía, lamentándose por años en un llanto interminable.

Aunque había silencio, sentía que una dulce melodía fluía cerca, alrededor de nosotros.

El sol fue ocultándose lentamente entre las montañas, se despedía lanzando sus últimos rayos. Un destello bastó, el último. Cayó justo en su rostro y acarició con suavidad sus labios. Se volvió hacia mí. No creí que podría soportarlo.
Y sonrió. Una sonrisa misteriosa, que denotaba tranquilidad, esperanza, curiosidad...

Mi corazón se detuvo, mi alma suspiró y fui feliz por un instante, que quedó eterno en la memoria. En la memoria de esa tarde.

PD. El nombre de la pequeña historia debe al idioma latín y traducido al español significa: feliz