Capítulo 6. El rezo de Midla

La primera noche transcurrió con normalidad, relativa. Durante la doble guardia de Zelda, aparecieron Sir Bronder y Midla. La princesa tenía la capa de Sir Bronder alrededor del cuerpo, y el cabello rubio tan pegado a la cara que se le veía más grandes los ojos y las orejas de hylian. Temblaba mucho. Se cambió de ropas, dejó la túnica blanca secando cerca del fuego, y se metió en la tienda, sin hablar. Ander se había despertado, y al mirar al caballero, este hizo un gesto negativo. Después de eso, Zelda terminó su guardia, y la retomó el silencioso Raponas. La última guardia corrió a cargo de Ander y el príncipe.

El día siguiente, fue igual. Raponas revisó el perímetro y Zelda le ayudó. Los dos cazaron más liebres y pájaros, y después, Zelda le enseñó esgrima al infante, y también, para variar, le pidió que usara el arco para comprobar lo que sabía. Sí que había tenido razón el niño: era mejor arquero. Zelda le puso a prueba de varias formas: flores y frutos a distintas alturas, un saco en movimiento, corriendo. El arco del goblin resulto ser más bueno de lo que Zelda había previsto. La cuerda no se destensaba, y el príncipe no tenía que emplear mucha fuerza para lanzar las flechas tan lejos. Sabía Zelda que el rey Link seguía practicando con el arco, y sabía por Kafei y Leclas que había mejorado bastante, pero se preguntó una vez más si Lion no sería mejor guerrero. Al fin y al cabo, se haría famoso en unos años por ser hábil con la espada. Por eso se ganó el sobrenombre del Rey Rojo: porque dejaba tras de sí un reguero de la sangre de sus enemigos.

Al tercer día, sin más cambio que el hecho de que Ander le dio una de sus galletas somníferas a Midla, transcurrió igual. Pasaron hasta cinco días, y entonces, por fin Bronder se acercó a Zelda a pedirle algo.

Hasta ese momento, la contribución al grupo de la chica habían sido tareas propias del soldado Wasu: vigilancia del perímetro, cazar, guardias, cocinar, limpiar. Ese día, sin embargo, Bronder le pidió que hiciera una tarea extra:

– Pelirroja – le llamó el caballero, justo después de una comida –. Esta tarde, te ocupas tú de custodiar a la princesa. No hables ni hagas ruido mientras ella reza, ¿entendido?

– Sí, Sir Oso – Zelda se cuadró, imitando la postura de un soldado.

– No me llames así – Sir Bronder la observó, de pie, el rostro serio bajo las cejas pobladas.

– Y tú, no me llames pelirroja. Me llamo Zelda, Zelda Esparaván. Cuando me llames de forma correcta, yo usaré tu nombre.

El príncipe asistía a este intercambio con los ojos alegres, pero también con miedo. Ander, que había estado hasta ese momento con la princesa por las mañanas, hizo un gesto para apaciguar los ánimos. Raponas le dio a Zelda su capa gris, que la chica había dejado colgada de un árbol durante el entrenamiento, y le pidió que tuviera cuidado.

– Allí dentro no hay nada – dijo, pero por si acaso se aseguró el cinto de la espada, y llevó con ella un bote de semillas ambar y de luz.

– No por la fuente. Por Sir Bronder. Le he visto castigar severamente a capitanes de la guardia por faltarle el respeto.

– Yo no soy soldado – Zelda se abrochó la capa.

– Sí, pero precisamente por eso… Tiene la mano muy larga, ya lo sabes, y mucha fuerza – Raponas le dio entonces un trozo de bizcocho. Era el último que le quedaba. Estaba duro, pero aún comestible –. Esto por ser capaz de responderle, por cierto. Te arriesgas mucho.

Zelda le dio las gracias. No le daba miedo Sir Bronder. Tenía que reconocer que era buen espadachín, y le había parecido que empezaba a ablandarse con ella. No estaba acostumbrada a viajar con tanta gente, y normalmente, cuando tenía un compañero, este la trataba bien, a lo mejor con algo de bromas y chascarrillos, pero Zelda se lo permitía porque ella se lo devolvía.

En la fuente, la princesa Midla estaba metida hasta la cintura. Tenía las manos unidas al frente, en actitud de rezo, delante de la estatua de la diosa. Zelda se sentó sobre una piedra, que parecía puesta allí a propósito para el acompañante. La primera hora, Zelda se limitó a mirar a Midla. La escuchaba murmurar, pero no intercambiaron palabra. A la segunda hora, una desesperada Zelda intentaba no hacer ruido, mientras se le ocurrió practicar un poco con la espada, pensando en la siguiente lección para el infante. A la tercera hora, se comió un poco del bizcocho duro y trató de hacerlo alargar masticando despacio. Sin embargo, no sabía qué más hacer.

De repente, Midla se inclinó hacia atrás, y desde donde estaba, Zelda la vio caer. Antes de darse cuenta, sin quitarse las botas, Zelda se metió en la fuente y la sujetó. La arrastró hasta sacarla, y estaba ya a punto de llamar al mago, cuando Midla le agarró el brazo.

– No… No digas nada…

– El agua está helada. No puedes estar tanto tiempo aquí metida. Te vas a enfermar – Zelda la ayudó a salir. Cogió la capa gris y se la tendió –. Anda, quítate esa cosa blanca que llevas, te envuelves con esto. Enciendo una hoguera en dos segundos…

– Sir Bronder se va a enfadar, no quiere…

– Usaré un truco – Zelda tomó varias plantas, y las colocó. Fuera del recinto, los hombres estarían preparando la cena.

– Yo… Debería regresar al rezo, ya me encuentro bien.

– Necesitas descansar. Si las diosas quieren que las escuchen, deben saber que eres humana – Zelda tomó el trozo de bizcocho, que no había llegado a terminarse, y lo puso en la piedra donde había estado sentada. Mientras Midla se quitaba el vestido blanco y se ponía la capa de Zelda enrollada alrededor del cuerpo, Zelda encendió el fuego con una mezcla de semillas ámbar y misteriosa. El humo que se elevó era delicado, de color verde. Sería difícil que un enemigo lo viera. "Debería usar más estas semillas" pensó Zelda, mientras se quitaba las botas, les vaciaba el agua y las dejaba al lado de la fogata.

Midla se sentó frente a Zelda, en la misma piedra desde donde la chica había estado vigilando, con el trozo de bizcocho en las manos. Zelda empezó a tararear una tonada de Lynn, mientras removía el fuego. La verdad es que el calor empezaba a subir por la piel. No había exagerado, el agua que venía de la fuente de Faren era heladora.

– Llevo rezando cinco días – dijo Midla – Cinco días, ahí metida, comiendo poco para mantener mi cuerpo limpio. Y no he conseguido nada. Ni un susurro. Me he equivocado al insistir en venir aquí…

– Bueno, puede…

– No, ha sido un error. Y ese pobre soldado ha muerto porque he sido una estúpida – Midla desvió la mirada, con las lágrimas ya asomándose otra vez.

Zelda se inclinó hacia la princesa.

– Ya sé que me dirás que no es culpa mía, que yo no sabía que iba a pasar, y que debía arriesgarme para ayudar a mi pueblo… Pero ahora mismo, no tengo nada de fe, y cuanto más rezo, siento menos… – Midla agitó las manos. Parecía aún más joven que antes, y en esos gestos de rabia le pareció reconocer a Link, cuando se sentía agobiado por los deberes reales –. Soy un fracaso como princesa de la familia Barnerak, no he sido capaz de nada, no he escuchado a un ser espiritual en años y…

– Quizá sea eso – Zelda se cruzó de brazos –. Yo no entiendo de fe, ni de magia, ni de fuentes de poder, pero puede que estés tan aterrorizada de obtener respuestas que ahora crees que no puedes. Eres tú, y no la diosa, ni la fuente, ni nada más.

– Sí, Ander opina igual – Midla suspiró.

Zelda cambió de postura. Ella no sabía de magia, pero tenía las enseñanzas de su padre.

– En Lynn, cuando mi padre intentaba que hiciera alguna proeza nueva con la espada, siempre me decía que era de locos hacer siempre lo mismo y esperar un resultado distinto. Que, si no lo conseguía de la forma que me había explicado, pensara en otra manera – Zelda se rascó la ceja –. No se me da bien estas cosas, no…

Midla negó.

– Tienes razón, más que el mago. Sí, puede que un descanso y tratar de verlo de otra manera sea la solución – Midla ya no parecía tan triste –. Zelda, ¿puedes contarme más cosas sobre tu padre, y sobre Labrynnia? Nunca he estado en un lugar con costa, ¿cómo es?

Zelda sonrió, y empezó a describirle Lynn. Ella lo llamaba pueblo, pero Lynn tenía bastante población, y era un lugar lleno de vida. Le habló de algunos lugares, como el Muro de la Restauración, y la rara ciudad Simetría. También le contó como era su casa, cómo trabajaba con su padre cuando regresaba a Lynn. También le habló de algunas personas, pensando que quizá Midla jamás pisaría ese lugar. Contó que la profesora se llamaba señora Mariposa, y tenía un broche con este insecto de adorno. También que tenía una gran amiga, Miranda Ralph, que no podía andar y se movía en una silla con ruedas. Omitió el motivo por el que su amiga estaba así, y tampoco le habló de la Torre de Ambi, no quería recordar ese lugar. Se concentró en anécdotas divertidas, en su padre fallando a la hora de crear las semillas picademonios, por ejemplo. Midla se reía, preguntaba, y se interesaba por ese lugar como si Zelda le estuviera narrando que existía el Mundo Dorado, la tierra de las diosas.

– Un lugar maravilloso, Lynn… ¿Por qué lo abandonaste? Mi hermano dijo que te fuiste a los 11 años…

Pensó en posibles respuestas. Ya había dado muchos detalles, hablando de más de su padre, Lynn y personas que ahora mismo no habían nacido, como Miranda Ralph.

- Sí, pero no es un buen ejemplo. Me aburría en Lynn, y quería vivir aventuras.

- ¿Y las has vivido? Sir Bronder me ha dicho que manejas la espada como si hubieras estado en grandes batallas, y tus ropas y tus armas…

- No tantas como parecen. He tenido suerte, he encontrado algún que otro tesoro, y en Lynn, cuando regreso, me procuro de buenas cosas para seguir viajando.

La princesa se abrazó las rodillas.

- ¿Y eso es lo que piensas hacer toda la vida? ¿No tienes más planes, que simplemente… seguir viajando?

Zelda miró hacia arriba. La verdad, es que no se lo había planteado. Y lo primero que vio, en su cabeza, era una casa en Kakariko, donde pudiera ir y venir, visitar a Link en su palacio, comer con él, discutir en la biblioteca del palacio, hacerle reír cuando se veía agobiado con sus deberes reales. Aunque también le gustaría vivir en la casa de Lynn, viendo el sol salir del mar, el aire caliente, la luz que tenía la península…

- Me parece que está bien. Soy muy joven, puede que en algún momento me apetezca establecerme, pero no sé… Tengo un par de sitios en mente. ¿Y tú, Midla?

La princesa primero la miró con los ojos abiertos. A medida que se iba secando el cabello, este se ondulaba más. Debía peinárselo mucho para que siempre estuviera tan liso.

- Yo soy princesa de Hyrule, mi futuro ya está decidido. Viviré en el castillo y seré reina.

"No, no lo vas a ser. Algo pasó, porque de ti nadie me ha hablado" pensó Zelda.

- ¿Y Lion?

Midla suspiró.

- Es muy probable que nuestro padre le mande a Gadia. Ahora que estamos en buenos términos, quieren hacer una alianza. Ellos tienen una hija única, la princesa Altea, más o menos de la edad de Lion. Los casaran cuando Lion tenga los 21, que es la edad legal de matrimonio en Gadia. A mí me prometerán con algún noble de la corte, pero de momento mi padre me ha pedido que no me preocupe por ese asunto.

- Lion sería un buen soldado, desde luego, tiene madera – Zelda le contó que esos días había estado entrenando con él, para que la conversación no fuera en la dirección de matrimonios forzados. Sabía por Link que a él le estaban llegando ofertas de muchas hijas de nobles y ricos que querían ser la futura reina de Hyrule, pero su amigo lo eludía de momento, por la edad.

- Y un buen rey, aunque es muy impulsivo. No sé si alguna vez dejará de hacer trastadas – Midla sonrió -. Le echaré de menos, terriblemente. Desde la muerte de nuestra madre, he estado todo el tiempo posible con él. Si le pasara algo, no podría sobrevivir. Prefiero que sea rey en una tierra extranjera, lejos de peligros, que en medio de más batallas.

Midla, al hablar de Lion, tenía una cara tierna. Zelda pensó que esta pobre chica había tenido que tomar el papel de madre con el infante. Aunque era estirada, y algo hierática, seria y poco colaboradora con las tareas, Zelda se sorprendió sintiendo aprecio por ella. La verdad, le caía mejor así, mal vestida, con el pelo alborotado y con los pies descalzos.

- ¿Trastadas? Porque será que no me sorprende… - Y Zelda le preguntó por esas bromas.

Lion era un diablillo. Solía escaparse de las lecciones de Ander, gastaba bromas al mayordomo, al cocinero, a los soldados, a los chicos de las cuadras… Conocía secretos del castillo, había descubierto algunos sitios que nadie conocía, y eran sus escondites. Por eso, había podido escaparse. También era un experto escalador. Zelda entendía ahora sus músculos, y cómo pudo acabar en mitad de un bosquecillo rodeado de goblins.

Las dos chicas acabaron muertas de risa, cuando Midla pasó a describir cómo, en una audiencia del consejo real con el gran rey Dalphness y un emisario de Gadia, a Lion no se le ocurrió otra cosa que soltar todos los sapos que el maestro Rasmasus, el anterior tutor, quería usar para un experimento. Los miembros del consejo tuvieron que salir corriendo de la sala, y su padre, en lugar de corona, salió de allí con un enorme sapo subido a su calva.

– Veo que os lo estáis pasando bien – comentó de repente Bronder, apareciendo.

Midla se secó las lágrimas de la risa, y Zelda se puso en pie de inmediato.

– Sí, ha sido divertido. Me han encantado las historias de Lion, pero creo que ya va siendo hora de volver. A descansar, Midla – Zelda recogió sus botas. Midla iba a levantarse, pero entonces miró a Sir Bronder:

– ¿Os importa, sir? Tengo que cambiarme de ropa.

– Sí, mi señora – el caballero se dio la vuelta. Como no quería provocar más a Sir Bronder, Zelda aguantó la risa al verle ponerse muy colorado. Midla se puso su túnica, y Zelda las botas. Así, las dos regresaron al campamento.

Allí, lo primero que vieron fue a Ander, que le tendió una escudilla a Midla mientras le preguntaba:

– ¿Algo nuevo?

– No. Sigo igual. Necesito reflexionar esta noche, puede que mañana intente otra manera – Midla sonrió, y se llevó la escudilla a la tienda. Zelda recibió una mirada llena de preguntas del mago, pero fue Sir Bronder quien les respondió:

– No estaba rezando, sino de risas como una chiquilla – Sir Bronder negó con la cabeza –. Yo creí que esta misión era seria.

– Y lo es. Pero necesita un descanso. Todos lo necesitan – Zelda se sentó cerca del fuego, donde se sirvió ella misma un poco de comida –. Dejad que descanse, ya se le ocurrirá como obtener esa respuesta.

Todos pensaron que Midla se había retirado a dormir como hacía siempre, pero la princesa salió de la tienda. Se había cambiado las ropas, por el pantalón y la túnica corta, y dejó el vestido blanco secándose en un árbol bajo. Lion le preguntó si no tenía sueño, pero entonces la princesa dijo que tenía una misión.

– Zelda, ven un momento aquí – dijo a la chica, que estaba hurgándose los dientes para quitarse un trozo de carne.

– ¿Yo?

– Sí, tú. Siéntate aquí, por favor – y le indicó el primer escalón de la escalera de piedra que no llevaba a ningún lado.

Zelda se acercó, un poco extrañada, pero sin temor alguno. Debió ver venir que la princesa tenía una mano oculta. Hasta que no se sentó, no se dio cuenta de qué escondía: un cepillo.

– No me puedo concentrar con semejante nido de pájaros que llevas. Deja que te lo arregle.

– ¡No! No es necesario, es mejor…

– Deja. Es mi forma de darte las gracias – Midla insistió.

Normalmente, Zelda empleaba poco tiempo en el cuidado de ella misma. Sí, se bañaba, cuando podía (en alguna posada, en ríos cada dos o tres semanas, en el balneario de los gorons de agua caliente). Se peinaba todos los días con los dedos, porque entre sus enseres nunca se le había ocurrido llevar un cepillo o peine. Solo en su casa en Lynn y en la habitación que Link preparó para ella en el palacio tenía este tipo de cosas.

Empezó la tortura. La princesa se arremangó, e intentó primero peinar desde la raíz. Sin embargo, los nudos estaban tan enmarañados que era imposible hacerlo sin darle a Zelda tremendos tirones. Zelda aguantó, pero al final empezó a decir insultos en labrynness. Nadie conocía ese idioma, pero era fácil adivinar que no eran palabras dulces. La princesa se disculpó, y entonces, se decidió a hacerlo de manera más suave, empezando por las puntas.

Los otros cuatro acompañantes asistieron a la escena con la misma sorpresa. Solo Lion, que repetía los insultos, y Sir Bronder parecían divertidos. El hechicero estaba extrañado, no entendía por qué la princesa había decidido dedicarse a una tarea nada digna de ella. El soldado Raponas tenía el ceño fruncido.

Al final, tras una hora de tortura, Zelda se vio liberada por fin. Tenía la cabellera roja rizada, más ordenada y fina. Midla le dijo que se asomara a la fuente, que estaba mucho mejor, pero Zelda respondió haciéndose una trenza.

– Te lo agradezco, Midla, pero a partir de ahora, siempre que te vea con un cepillo, huiré en dirección contraria.

– ¿No le temes a los goblins, y sí a un cepillo? – Midla lanzó el instrumento de tortura en el aire, y lo volvió a coger –. Quiero que todos tengáis buen aspecto, me da tranquilidad. Así que ahora… Te toca a ti, señorito.

Y señaló a Lion con el cepillo.

– Me alegro de ser calvo – dijo Sir Bronder, cuando Lion sufrió la misma tortura de Zelda. Aunque el cabello del niño era más corto, tenía también bastantes nudos.

Raponas soltó una carcajada, y hasta Ander, sentado lejos y ya pensando en cómo escapar, se unió a las risas.

A la mañana siguiente, Midla anunció que iba a intentarlo un día más. Si no obtenía respuesta, regresarían al palacio. Con nuevos ánimos, después de una noche de descanso, partió a la fuente. Esta vez, llevaba con ella la flauta de la familia real. Zelda no dijo nada, aunque sus ojos no pudieron evitar seguir el instrumento. Esa mañana, para contentar a Midla, se había recogido el cabello en una prieta trenza. Lo más curioso es que, aunque nada había cambiado, el talante de todos era distinto. Raponas sonreía un poco más, Ander marchó tras Midla con el rostro radiante, Lion le describió a Zelda la pesadilla que tuvo (su hermana, convertida en una ogra con cuatro brazos, persiguiéndole), y hasta Sir Bronder afiló sus armas tarareando una tonada. En el momento en que la princesa entró en la fuente, esta vez se dedicó a tocar con la flauta tonadas que sonaban muy serias.

Cambiar el talante no cambiaba el hecho de que tenían sus tareas: revisar el perímetro, entrenar con Lion, y cazar algo que pudieran usar para comer ese día. Sin embargo, cuando Zelda regresaba con cuatro pájaros colgando en sus manos, se detuvo de repente. Lion, que había abatido a dos de estas presas, frenó tarde y se tropezó con Zelda. La chica estaba agachada en el suelo, mirando algo que había allí.

Era un fragmento de papel, ajado, con lo que parecía escritura en tinta roja. Zelda jamás había visto nada así, pero estaba segura de que ese papel no estaba ahí cuando pasaron, antes del entrenamiento. Lo tomó, y se deshizo en sus dedos.

– Eso es un amuleto yiga – susurró Lion.

– Otra vez esa palabreja… Ven, vamos a avisar a los demás, rápido – Zelda se incorporó y echó a correr hacia el campamento, con Lion trotando detrás. Antes de llegar, Zelda se giró y le agarró del brazo –. Lion, escucha, escóndete ahí.

– No, quiero pelear – dijo el chico. Al menos lo hizo en voz baja. Zelda dejó los pájaros en el suelo y se llevó la mano a la cadera, para sacar la espada, y sacó un frasco de semillas de luz.

– Y lo harás, pero necesito que te quedes en la retaguardia. Escóndete ahí, y si puedes, escala la columna. Usa el arco – Zelda le dio tres semillas de luz –. Si la cosa se pone fea, úsalas para despistar al enemigo, como te he enseñado. Vamos, rápido.

Y Zelda siguió el camino, dejando al príncipe sin saber si se había ocultado o no.

Había sentido como el triforce temblaba en su mano derecha. Mientras corría, desenvainó y entró en el claro que había sido su campamento. Raponas estaba ahí, tirado. Le habían atado y amordazado, pero estaba vivo. Zelda no podía pararse. Escuchaba, desde la fuente, el ruido inconfundible de espadas y movimientos. Zelda lanzó la espada de Raponas cerca para que él mismo se liberara, y entró en la fuente, con la mano alzada para lanzar una semilla de luz.

Justo cuando llegó, Ander estaba en el suelo, sentado, con la cabeza colgando. Del golpe, le habían dejado inconsciente. El único en pie era Bronder, que luchaba con la espada y un puñal. Esquivaba los ataques de un tipo extraño. Vestía desde los pies hasta la cabeza con una única prenda de color negro, el rostro oculto tras una máscara blanca, con un dibujo en rojo de un ojo con una lágrima. Luchaba con una espada muy larga y de aspecto oxidado, pero su agilidad despistaba al caballero. Otro tenía acorralada a Midla, contra la efigie de la diosa. Levantaba sobre su cabeza un puñal retorcido.

Zelda no lo pensó ni un segundo. No lo necesitaba. Dio un par de pasos, se metió en la fuente, saltó y de una estocada, lanzó el puñal que sujetaba el enemigo al otro lado de la fuente. El triforce en su mano siguió brillando, y Zelda lo aprovechó para lanzar un ataque fuerte. El tipo aquel saltó en el aire, y de repente se esfumó.

– Cuidado, usan… – empezó a decir Midla. Sostenía la flauta entre los dedos, sin hacer nada más que temblar.

Escuchó, antes que ver, un ruido parecido al viento soplando, y un ligero resplandor. Zelda se giró y por un pelo desvió un puñal, que iba dirigido a Midla.

– ¡Agáchate! – ordenó, mientras atacaba con un mandoble, todo lo veloz que podía. Sin embargo, el tipo volvió a esfumarse en el aire.

Era difícil acertar al enemigo con la máscara blanca. Se movía rápido, y seguía lanzando puñales hacia la princesa, por lo que Zelda debía estar más atenta a esquivarlos que a atacar. Necesitaba apoyo, pero Sir Bronder también se las veía y deseaba con el otro enmascarado. Zelda pensó en lanzar un ataque circular, pero temía darle a Midla, que estaba cerca de ella.

En uno de estos ataques, mientras el tipo lanzaba el puñal, Zelda no llegó a tiempo para esquivarlo, y no le quedó más remedio que interponerse ella. El puñal le rozó la mejilla, y golpeó la estatua de la diosa. Sintió la sangre correr por la cara, como un reguero, pero por suerte era solo un rasguño, por más que sangrara.

Desde lo alto, apareció una flecha. Se clavó en el hombro del enmascarado contra el que luchaba Zelda, y este perdió la agilidad, unos valiosos segundos, que Zelda no desperdició. Atacó con la espada, con todas sus fuerzas, y entonces golpeó al tipo en pleno pecho. Le lanzó al otro lado del templo, por encima del asombrado Raponas, que había llegado a tiempo para ayudar a Sir Bronder. Otra flecha, de plumas blancas, se clavó en la garganta del otro enemigo, y este cayó al suelo, sin emitir ni un quejido. Entonces, el único enmascarado que quedaba en pie, sujetándose el torso herido, tocó a su compañero y los dos se esfumaron otra vez, en una nube gris. Todos en el claro se quedaron quietos, esperando que volvieran.

– Se han marchado – Sir Bronder miró hacia arriba. Subido a una columna, Lion tenía el arco aún listo –. Bajad de ahí, alteza.

Raponas ayudó a Ander a incorporarse. Tenía un buen chichón, pero estaba bien. Zelda preguntó si alguien estaba herido, y recibió por respuesta un gesto del caballero, señalándola a ella.

– ¿Dónde está el cuchillo, sabes cuál es? – preguntó Sir Bronder. Se metió en la fuente. Si no fuera porque no le pegaba mucho, a Zelda le pareció preocupado, mientras caminaba hacia la princesa y ella.

– Ese de ahí – contestó Midla, señalando al cuchillo que había quedado a los pies de la diosa –. ¿No estará…?

– Ahora lo veremos – dijo el caballero. Mientras se acercaba, Zelda se llevó la mano al rostro. Seguía sangrando, pero no era nada. Miró el puñal, y luego a la estatua de la diosa. El triforce seguía latiendo, sin brillar, igual que antes de que iniciara el ataque.

Miró el rostro de la diosa, y vio que la estatua parecía diferente. Toda ella estaba rodeada de una luz dorada, muy parecida a la que, hacía ya tres años, había visto al juntar las piezas del Triforce. Zelda miró alrededor, sorprendida, y abrió la boca para preguntar a los demás si estaban viendo lo mismo.

Solo quedaban Midla y ella, en la fuente, rodeadas de una neblina dorada.