VI

Eva parecía diferente, una vez en mi apartamento, mientras disponía frente a nosotros, en la mesa, un frasco de alcohol, algodón y unas cuantas tiritas. Sonreía, y parecía una chica normal, muy joven. Creo que se estaba divirtiendo, que le encantaba haberme demostrado de una vez que tenía razón.

"No es profundo" dijo examinándome el corte de la ceja. "Eres un tipo con suerte. Un sillazo como ése en la cabeza podría haberte dejado en el sitio".

Empapó un trozo de algodón en alcohol y lo estampó contra la herida. Gemí entre dientes: escocía como un condenado. La vi sonreír de nuevo.

"No me considero un tipo con suerte. La gente que tiene suerte compra acciones de empresas que ganan millones, encuentra a su media naranja y vive en una casa con jardín y dos o tres críos que ganan premios de ortografía" respondí.

"Sí, es cierto" admitió ella. "Los otros tienen suerte. Tú me tienes a mí."

Descubrí sorprendido que había dejado de hablarme de usted. Tal vez era eso lo que la hacía también más accesible.

"¿Te pasarás toda la vida recordándome que me salvaste?" le pregunté.

"Sí. Supongo que sí" bromeó, al tiempo que apartaba el algodón y recorría suavemente el corte con su dedo índice.

Juntó los bordes y los unió con una tirita ancha. Al parecer estaba ahí para cuidarme en todos los sentidos.

"Cámbiatelo antes de ir a dormir, o antes si ves que sangra" indicó.

"Así que no estarás para cambiármelo tú."

"No, yo sólo aparezco en casos extremos, mientras simplemente vigilo" explicó.

"¿Siempre? Estás vigilándome siempre¿no? Eso debe de significar que tienes el don de la ubicuidad, como Dios".

"No. La ubicuidad es estar en todas partes. Yo sólo te vigilo a ti. Y ahora quítate la camisa, veamos que ha pasado con esas costillas."

Le había estado dando la vara durante todo el camino de vuelta a mi apartamento con que pensaba que las tenía rotas. Ella me aseguró una vez y otra que no, que estaba segura, pero como seguía doliendo y se negó a que fuéramos al hospital, había optado por hacer el diagnóstico por sí misma.

No me dejó empezar. Deshizo suavemente el nudo de la corbata, su cara a un palmo de la mía, su respiración sobre la piel de mi cuello. Dejó la corbata abierta y empezó con los botones de la camisa. Lo hizo lentamente, concentrada, recreándose en ello. No supe qué hacer, tenía la sensación de que me gustaba, y al mismo tiempo se me hacía raro. Eva no era humana. Tenía que hacerme a la idea de que no lo era. Era algo a medio camino entre un humano y un ángel, o un ángel caído.

La dejé hacer. Desabrochó todos los botones y una vez abierta la camisa la deslizó por mis hombros hasta quitarla totalmente. Acto seguido la dejó colgada del respaldo de la silla y deslizó los dedos por el lado izquierdo de mi torso.

"Está magullado" dijo, y apretó un poco, arrancándome una queja. Una de dolor por una de placer. "Pero no roto. Noto los huesos, y están bien. Si no haces esfuerzos, en un par de días será como si no hubiera pasado nada."

Otra vez pasó los dedos por encima, presionando ligeramente. Apreté los dientes. Parecía que le divertía hacerme daño.

"¿Puedes dejar de hacer eso?" le dije.

"Claro" replicó ella, sonriendo de nuevo, y después murmuró para sí misma, sacudiendo la cabeza "Hombres".

A cada minuto me parecía más humana. Como una mujer de las que había conocido en otros momentos de mi vida, alguien normal, para variar.

"¿Has acabado¿Puedo volver a vestirme?" pregunté.

"No."

"¿Cómo que no?"

Me miró durante un segundo. Esta vez no sonreía en absoluto. Lo que se disponía a hacer era realmente serio.

"¿Cómo que no?" repetí.

No obtuve respuesta. Al menos, no con palabras. Porque en ese preciso instante, delante de mí, Eva soltó el primer botón de sus vaqueros, después la cremallera, y los deslizó caderas abajo. Después hizo lo mismo con la camiseta ceñida que solía llevar bajo el chaquetón de cuero, que había dejado colgado en otra silla cercana.

No llevaba ropa interior. Ni arriba ni abajo. La camiseta voló hacia una esquina indeterminada de la habitación, los vaqueros y las botas se quedaron exactamente donde ella los había dejado, saliendo de la ropa como una Venus de su concha. No tenía palabras para definir lo que estaba viendo. No sabía cómo reaccionar, hacía mucho tiempo que no me ocurría nada parecido. Sólo lograba quedarme mirándola, viendo cómo sus ojos volvían a brillar en la oscuridad, como unas horas antes en la iglesia, observando los movimientos lentos pero decididos de su cuerpo desnudo, de la piel pálida, las redondeces de los pechos y las caderas, y sus dientes blancos como un trazo de luz en la penumbra de la habitación al sonreírme de nuevo.

Se sentó a horcajadas sobre mis piernas, el cabello rojo desparramado por los hombros, sus ojos clavados en los míos, cerca, muy cerca. Su piel desprendía un olor cálido y exótico, como a incienso. De repente sentí la necesidad de tocarla, de probar lo que ella me ofrecía.

Sus manos recorrieron mi pelo, mi nuca, bajaron hasta el cuello y los hombros. Me incliné hacia ella para besarla y borrar de una vez la inquietante sonrisa que había en sus labios. Se apartó. No estaba dispuesta a ponérmelo fácil.

"¿Por qué haces esto?" le pregunté en un susurro, muy cerca de su oído, de modo que pudiera sentir mi respiración en el cuello.

"Porque sé combinar trabajo y ocio, John" respondió en voz igualmente baja.

Esta vez se dejó coger. Así el cabello de su nuca, la atraje hacia mí, y sus labios se fundieron con los míos, con la humedad, con la extraña tensión del momento. Y justo entonces pensé que no me importaba quién fuera ni quién la había enviado, pero que el idiota que lo hubiera hecho me había hecho el gran favor de mi vida. Al fin y al cabo, besar a un espíritu guardián es lo más parecido que hay a besar un ángel. Y besar a un ángel es lo más parecido que hay a estar en el Cielo.

Jeje, pensabais que tardaría otros cuantos meses en volver¿eh?

R&R!