VII

Rachel Hodges estaba en coma. Después de marcharnos de su casa, tras el exorcismo, no volvió en sí. Los vecinos llamaron a una ambulancia y ahora estaba ingresada en el hospital, atada a veinte monitores que controlaban sus constantes vitales. No había razón aparente para el coma, ni daños cerebrales, ni neurológicos. Era como si estuviera profundamente dormida, sin posibilidad de despertar. Toda una bella durmiente.

Chas me llevó a verla al caer la tarde, aún con la impresión de mi encuentro con Eva latiéndome en la cabeza y en el pecho. Después de hacer el amor, recogió su ropa y se marchó sin dejar de sonreír. Me sentí como un imbécil cuando se fue. No sé por qué, tal vez porque creía haberme dejado embaucar por ella.

No le conté a Chas nada sobre ello, por supuesto. Sólo me faltaban las elucubraciones de un adolescente salido, pidiéndome detalles. Bastante alucinó al ver el corte de la ceja, preguntándome inmediatamente como había pasado y rogándome que le diera una narración detallada del exorcismo de Rachel. Por eso no le dejé pasar a la habitación, le dije que esperara fuera.

Estuve contemplando a Rachel durante un tiempo, intentando que el pitido rítmico de los monitores no me volviera loco. ¿Qué había pasado? ¿Por qué, al hacer salir al demonio de ella, era como si también hubiera sacado algo vital que la había dejado inanimada para siempre? Quizá Eva había hecho algo mal. Después de todo no era una exorcista como tal, sino alguien a quien habían puesto ahí para cuidar de mí, al parecer, y a quien, obviamente, le habrían dado unas nociones básicas para que me protegiera. Un exorcismo mal hecho puede ser fatal. Por eso un aficionado no puede dedicarse a ello.

Me acerqué a la cama donde yacía Rachel, el cabello castaño peinado hacia atrás y recogido en una cola, su rostro pálido, sin vida, los brazos que reposaban a ambos lados de su cuerpo, agujereados por miles de agujas de suero, lidocaína y otras tantas cosas. Ja. No podrían hacer nada por ella. Su problema no estaba exactamente en el cuerpo, sino en algo sin el que el cuerpo no puede hacer nada, el alma. Y en el hospital, ese tipo de cosas no las podían curar.

Pensé durante un segundo en quitarle sigilosamente los cables y llevármela. Así averiguaría lo que le pasaba exactamente. Pero enseguida me eché atrás. Los secuestros nunca han sido lo mío.

Fue entonces cuando me di cuenta de que sus ojos se movían bajo los párpados. Eché un ojo a los monitores: no había ningún cambio. No soy un gran experto en medicina pero que los ojos se muevan bajo los párpados significa que sueña, y que sueña significa que hay actividad cerebral, y eso debía con toda seguridad aparecer en los monitores. Pero no, el pitido seguía tan monótono como siempre. Me acerqué un poco más a ella, por lo demás parecía tranquila. Dudé si avisar a los médicos. Después me dije que no. Si pasaba algo, me jugaba el cuello a que no los necesitaría a ellos, sino a mí. O a Eva, en todo caso. Volví a echarla de menos, seguro que sabía de qué iba todo aquello. Lo sabía desde el principio, sólo que no me lo decía. Debía de ser algo en plan tienes-que-descubrirlo-por-ti-mismo. Me ponía histérico pensar en su sonrisa misteriosa y sus medias palabras. Se suponía que su trabajo era hacerme la vida más fácil.

Rachel seguía moviendo los ojos. Tuve un mal presentimiento que me decía que debía largarme de allí lo antes posible. No hacía falta salir del hospital, sólo de la habitación. Que si ocurría una hecatombe no me pillara a mí. Decidí hacerle caso, siempre he tenido buen instinto, y por eso aún sigo vivo. Otro en mis condiciones no habría durado ni cinco minutos.

Di media vuelta para salir y acto seguido noté algo que se agarraba a mi muñeca. Por una milésima de segundo pensé que la manga se me había enganchado en los hierros de la cama. Eso hasta que sentí una garra helada sujetándome con una presión infernal, nunca mejor dicho.

Me volví intentando soltarme de un tirón, inútilmente. Entonces vi el rostro de Rachel, transfigurado como por la mañana, aterrorizado. Los ojos estaban abiertos, y su mano derecha seguía aferrada a mí sin remedio. Traté de hacer que me soltara, pero sus dedos eran como unas esposas de acero.

"Constantine" dijo, con la voz quebrada, débil. "Constantine"

Me miró suplicante. No pude contestarle. Últimamente me quedaba sin palabras con más frecuencia de la que debiera.

"Ayúdame".

"¿Que te ayude cómo? Te he exorcizado cuatro veces, un récord mundial, y no funciona" respondí, sin dejar de hacer esfuerzos para liberarme.

"Haz que se vayan" me rogó, al borde del llanto. "Por favor, por favor, haz que se vayan."

"¿Pero cómo? ¡Tienes que tener algo especial para que esto te pase! No sé lo que tengo que hacer".

Mientras yo le hablaba, Rachel no dejaba de repetir lo mismo una y otra vez. Haz que se vayan, haz que se vayan. Traté en vano de tranquilizarla. Mierda, ¿por qué no habría avisado a un médico cuando aún tenía la oportunidad?

De repente, se hizo el silencio. Ella se calló repentinamente y yo también. Volvía a tener aquel mal presentimiento.

"Ya vienen" murmuró, temblorosa, y volvió a desplomarse inerte en la cama. Sus dedos se relajaron y soltaron mi brazo. Lo aparté lo más rápido que pude, por si volvía la tentación.

Salí de la habitación caminando de espaldas, vigilando a la chica inconsciente para que no hiciera nada raro. No lo hizo. Cuando eché el último vistazo para verla antes de desaparecer por el pasillo, estaba totalmente tranquila. Nada más que la calma que precede a la tormenta. Por supuesto.