IX

Tres de la madrugada. Seguía lloviendo, tormenta para más señas. La habitación estaba a oscuras, de vez en cuando un relámpago cruzaba el cielo, iluminándola por un segundo. Yo estaba tumbado en mi sofá, despierto, fumando un cigarrillo para intentar calmarme. Matarla o dejarla morir. Matarla o dejarla morir.

Rachel seguía en el hospital, seguramente en coma. Dije que me avisaran si había un cambio, pero estaba seguro de que no lo harían. No era un familiar ni nada y de todas formas tampoco pierden el tiempo en eso. Gabriel lo había dicho: cada cuerpo tiene un límite de resistencia ante el paso insistente de los demonios. El de Rachel estaba al borde del agotamiento. Con suerte, no tendría que hacer nada. No sobreviviría a la próxima posesión. Así que, simplemente, por qué no dejar que la naturaleza siguiera su curso.

Pero no podía hacer eso. Rachel Hodges me caía bien. Era una de las pocas personas que, a mi juicio, no merecía acabar así.

Me serví el enésimo vaso de whisky de la noche, solo, sin hielo, y me lo terminé de un trago, dispuesto a acabar con todo lo que quedaba en la botella. Con suerte, mañana me despertaría con una resaca que haría pasar todo lo demás a un segundo plano. Total, ya me dolía la cabeza por la ceja rota, no importaría un poco más. No importaría irme matando lentamente, ya lo estaba haciendo. Aún más, no me importaría morir de un delirium tremens para el amanecer. Al menos ya no tendría que preocuparme de Rachel, ni de Chas, ni de Eva, que se negaba a salir de mi memoria.

Terminé el segundo trago, lentamente, con precisión, antes de oír la voz a mis espaldas y soltar el vaso, que se estrelló contra el suelo y acabó hecho pedazos.

"Te encanta hacerme trabajar¿verdad?"

Miré hacia atrás. Hablando de la reina de Roma.

"Eva" suspiré, sin demasiado convencimiento, preguntándome qué haría ahora que no tenía vaso y estaba la suficientemente borracho como para no poder levantarme y buscar otro.

"Te destrozarás el hígado" dijo ella, señalando la botella.

"Los pulmones, el hígado, un órgano más, uno menos..."

"No pensaba que fueras tan imbécil" me desafió ella.

"Y yo no pensaba que fueras una adicta al trabajo. Son las tres de la mañana¿los espíritus guardianes no dormís?"

"Nos despertamos cuando nuestro sexto sentido nos avisa de un pensamiento suicida de nuestros protegidos."

Ah. De acuerdo. El rollo de no me importaría matarme lentamente. Se lo había tomado demasiado en serio.

"No quería decir que fuera a matarme de verdad" aclaré.

"Bueno, no me extrañaría nada, ya lo intentaste otra vez".

"Eva, por favor¿de verdad pensabas que quería matarme¿Con una sola botella de whisky? Hay mucho Constantine para tan poco alcohol."

No la veía, estaba mirando al frente, pero creo que la oí reír.

"Estás loco." Dijo.

"Ya lo sé. ¿Un trago?"

Sus pasos resonaron por la habitación. Rodeó el sofá y logró hacerse un sitio a mi lado, en la oscuridad sólo rota por los eventuales relámpagos. Aún olía a incienso. Aún recordaba su piel caliente sobre la mía, su torso sobre mi torso, la humedad de sus labios. Estaba loco, loco como una cabra por querer que la experiencia se repitiera.

"Va a morir" murmuró.

"¿Quién, yo¿Sigues con eso?"

"No. La chica. Rachel."

Me incorporé. No estaba tan borracho.

"¿Desde cuándo lo sabías?" le pregunté.

No respondió. Sabía que su respuesta no me iba a gustar en absoluto.

"¿Desde cuándo?" repetí.

Eva siguió sin despegar los labios. Veía su silueta, el cabello rojo y largo, sus hombros, su pecho, sus piernas cruzadas recortadas en la oscuridad. Miraba al frente, eludiendo mi mirada. Me cabreó, y la ira despejó cualquier rastro de ebriedad que pudiera quedar en mi cabeza.

"¿Desde el principio?"

"No podía decírtelo, John." Dijo ella por toda respuesta.

"¿Cómo que no¿No se supone que estás aquí para hacerme las cosas más fáciles? Podrías haberme hablado de la puerta, de todo eso" repliqué. Estaba demasiado furioso para pensar con claridad.

"¿Crees que eso habría cambiado algo?" preguntó Eva, con un tono de tristeza en su voz. "Nada. En absoluto. Ya está hecho. El destino de la pobre chica es ése."

"No se lo merece"

Eva suspiró, un suspiro largo, triste. Se hundió en su asiento y murmuró:

"Hay mucha gente que no se merece el destino que le ha tocado. Pero no es posible cambiarlo, lo que hace el Infierno, el Cielo no..."

"Puede deshacerlo" terminé la frase por ella. Eran las mismas palabras de Gabriel. "Ya."

"Y viceversa" completó Eva.

Volví a dejarme caer en el sofá. Mierda. No había salvación alguna para Rachel. No podía hacer nada, y eso me hacía sentirme fatal, impotente. Nunca me ha gustado sentirme impotente, tener la sensación de que se me escapa el control de las cosas.

"¿Tú tampoco puedes hacer nada?" le pregunté a Eva.

"Oh, por favor, John, no seas ridículo".

"Se supone que tienes contactos. Infiltrada en el Cielo y en el Infierno. Podrías hacer algo por ella."

"No puedo" dijo, sacudiendo la cabeza tristemente.

"¿Por qué?"

En ese momento sonó el teléfono. Al principio pensé en ignorarlo.

"¿Por qué?" repetí.

"Deberías coger el teléfono" contestó Eva. Le dirigí una mirada de fastidio y ella se limitó a encogerse de hombros, con un gesto de indiferencia. "No sé, tal vez sea importante" explicó.

Me levanté y me arrastré a cogerlo. Eva permanecía impasible, las piernas cruzadas, como si no fuera con ella. Probablemente no iba con ella, decidí. Debía de ser el padre Hennessy para preguntarme por Rachel, o Chas pidiéndome permiso con una excusa estupida para llegar más tarde a recogerme al día siguiente. Descolgué el auricular y respondí no de muy buenos modos. Me habían interrumpido en mitad de una conversación importante.

"Diga."

"¿Señor Constantine?" Era una voz de mujer, visiblemente asustada. "Le llamo del hospital Ravenscar."

El hospital. Le había pasado algo a Rachel. Lo que no sabía era si se trataba de una nueva posesión o si la pobre chica había podido en fin descansar en paz.

"¿Quién es?" preguntó Eva, inclinándose hacia adelante y demostrando un nuevo interés, como si su sexto sentido le hubiera dicho que aquello sí que iba con ella. O mejor dicho, era su línea directa con el más allá la que le había informado.

Le hice un gesto para que se callara. La voz de la enfermera se oía fatal, como muy lejana.

"Es la señorita Rachel Hodges... ha tenido una crisis y ha sido imposible reducirla..."

Noté cómo se me aceleraba el pulso. Una crisis, un ataque, era el eufemismo médico para denominar una posesión diabólica, y lo de que fuera imposible reducirla ya lo había comprobado yo esa misma mañana. Ya lo dije. Una de las características esenciales de las posesiones diabólicas es el desarrollo de una fuerza sobrehumana. Me imaginé a Rachel arrancando todos los cables a los que estaba atada, encaramada a la cama, retando con la mirada a cinco celadores inocentes.

"¿Qué ha pasado?" pregunté.

"Ya se lo he dicho, ha sido imposible retener..."

La voz de la enfermera se calló de repente. Durante un segundo, al otro lado del aparato sólo se oyeron ruidos. Eva se había puesto en pie, a mi lado. Expectante ante lo que pudiera ocurrir.

"¿Y dónde está ahora¿Cómo está?" inquirí.

No hubo respuesta. Eva y yo nos miramos. Empezábamos a temer lo peor.

"¿Señora?" insistí "¿Sigue ahí?"

Entonces se oyó una nueva voz en el teléfono. No la de la enfermera, ni de ningún trabajador del hospital. Fue la de una mujer, modulada en un tono grave y cavernoso, con un deje de provocación, que me dijo, retándome:

"John Constantine. Ven a por mí."

Y colgó.