╰─► Recomendación musical: Haunt Me - Dancing in the dark.
Las manecillas del reloj eran intransigentes con nosotras. El sepulcro silencio nos envolvía. Nos reconfortaba, consolaba y al mismo tiempo... Aislaba.
Reconocí la pena que se asomaba por tus traslúcidas ventanas. Había visto esta silueta antes. Tan familiar y lejana, que me rehusaba a que reencarne. Seguramente me consideraste una tonta idealista, y en realidad, ¿quién era yo para negarlo? Quería tirar los dados hasta que tu fortuna fuese distinta.
Examinaba los estantes con suma minucia. Buscaba algo que me fuese útil, que me ayudara a comprender tu situación. Cuando interrogar a otros no era una opción, las amarillentas páginas siempre serían nuestra salvación. Sin embargo, esta vez me traicionaron. No había explicaciones para tus peculiares síntomas.
Derrotada, tomé asiento. Al lado tuyo, por supuesto. Suspiré con pesadez. Me miraste con preocupación, como si estuviera enferma. Colocaste con gentileza tu cálida mano sobre mi fría mejilla. Me llamaste, con ese dulce y seráfico tono. Sabías perfectamente cómo cautivarme.
Tus suplicantes ojos eran motivación suficiente. La terquedad es adjuntada a los defectos, pero si sufre la correcta metamorfosis, retoña en perseverancia.
Y, tan repentino como emerge un pez del agua, la lucidez me zarandeó abruptamente.
Me dirigí hacia una de las computadoras. Me regañé internamente por no haberlo considerado con anterioridad. Un artefacto tan imprescindible para la constante obtención de conocimiento. Claro, ¿cómo pude dejarlo pasar desapercibido?
Tecleé. Nada. Volví a intentarlo. De nuevo, nada. Frustración era todo lo que emanaba por mis poros.
Los motores de búsqueda no estaban funcionando, consideré, o probablemente tendría que hurgar entre los mil artículos que arrojaba Google. Si eso último hubiera resultado acertado, poco me habría importado. Me imaginaba capaz de degollar mil ejércitos con tal de resguardarte.
Mi tercer intento fue exitoso. Encontré algo relacionado, pero... Era, demasiado... Surrealista. Por otorgarle algún adjetivo.
Un artículo simple, publicado en un blog de excursionistas. El encabezado citaba que los sucesos ocurrieron en nuestra localidad. Su contenido era digno de incredulidad, pues relataba situaciones fantasiosas que probablemente no serían más que un montaje. Pero la intriga me carcomió. Y terminé cediendo.
Unas extrañas criaturas humanoides se abalanzaban contra las fotografías anexadas. Aquellas, según el comentario de un usuario, solían ser niños. Fueron tan normales como tú y como yo. Ahora condenados. Presos de un cuerpo que no les corresponde por la mera diversión de un desquiciado.
Una página me llevó a otra. Como era de esperarse, mi investigación fue fructuosa. Averigüé el núcleo de tu cáncer, pero te lo oculté. Y espero me perdones por ello.
—¿Sucede algo?
Me exalté en cuanto escuché tu voz. Inmediatamente cerré todas las ventanas. Te imposibilité verlas, adrede.
Te aseguré que no había nada de qué preocuparse. No me creíste, pero fingiste hacerlo. Lo sé. Te tomé de la mano, animándote a seguirme el paso. Dudaste, pero terminaste convenciéndote al verme tan entusiasmada.
Esa tarde te llevé a mi hogar. Preparé una cena especial, hecha con las mismas verduras que cultivé en mi jardín trasero. Me ayudaste. Cortamos tomates mientras tarareábamos. Una vez más, éramos sólo tú y yo.
Subimos al ático, como solíamos hacerlo. Colocamos una manta en el suelo. Cenamos, escuchando cualquier canción que sonase en la vieja radio.
—Señorita, ¿me concede esta pieza?
Bromeé una vez que me puse de pie. Te extendí la mano en un patético intento por verme sofisticada. Reíste. Sé que esa sonrisa que se trazaba en tu rostro era para mí, completamente mía. Y nada me dio mayor satisfacción que aquel leve gesto. Supe, entonces, que mi perspicaz iniciativa nunca estuvo errada.
Tomaste mi mano con tanta firmeza que me sorprendí. Nos desplazamos torpemente. De vez en cuando te pisaba los pies, o viceversa. Nos avergonzábamos, pero nunca perdíamos el contacto visual.
Sostenía con delicadeza tu frágil cintura. Tú apretabas con seguridad mi hombro. Te tenía, tan cerca como nunca más lo estarás.
Aquellos monstruos deformados, los que alguna vez fueron niños, los mismos de las fotografías, estaban cautivos, al igual que tú. Estabas sentenciada al hechizo de las luciérnagas.
Aquellos radiantes insectos que se expandían como metástasis sobre tu dermis, no eran luciérnagas. Jamás lo fueron. Me hubiera negado a aceptarlo, de no ser porque yo misma presencié como éstas salían de ti.
Desconocía tu longevidad. Antes de que trascendieran a una forma perenne y blasfema, mi corazón anhelaba llevarse consigo algo de ti.
Fue por eso que decidí besarte.
Espero que hayas perdonado mi atrevimiento, Sakura.
