Respuesta al desafío de Lucy en el foro Alas Negras, Palabras Negras. Ella pidió un Arthur/Rhaegar con un toque de Arthur/Elia, angst, y drama. En este capítulo solo hay un poco de angst y nada de drama todavía, pero vendrán más y espero que te gusten muchísimo porque me está gustando escribir esto.


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El cansancio en sus huesos repiquetea con cada choque de espadas, una blanca como el alba y otra de acero puro con empuñadura de oro. Desde su ventana, Elia piensa en lo mucho que ambas espadas contradicen a sus dueños. La espada de acero de Rhaegar, que canta con cada oscilación, se parece más a la firmeza exhibida en Arthur, mientras que Albor reluce tan magnífica como el silencio de Rhaegar.

—Deberías bajar, Elia. El sol te dará fuerza.

Son precisamente las palabras que, desde la infancia, le han sido repetidas infinidad de veces. Ya no las duda; ella es el sol de Dorne aunque carezca de brillo propio. De todas formas, nadie quiere el calor que ella irradia cada día.

—No quisiera distraerlos— le contesta a Ashara sin mirarla. Sigue observando la danza desarrollándose en el patio de armas.

Su amiga no responde. Le escucha buscar entre su ropa por algo apropiado para el día. Es la presentación de Aegon al Rey y lo único que Elia desea menos que eso es regresar a Dorne.

Soñé con volver a ti, roja tierra de hombres valientes y mujeres hermosas. ¿Pero cómo enfrentarte cuando no puedo ni verme a mi misma?

—No elijas algo naranja— Elia pide sin separar la vista de la grácil forma de Arthur—. Mi suegro querrá ver el esplendor de su ancestral Casa en todo y todos. Búscame algo negro.

Ashara asiente sin que Elia le preste atención. Ya no mira al Príncipe ni a la Espada del Amanecer. Toma en sus brazos la tela negra, pesado terciopelo adornado con hilos de oro, y se pregunta si quiere ofrecerse a sí misma como novia Targaryen, o si en realidad es su mente jugando con ella, diciéndole que se vista de luto.

—Serás la más hermosa— comenta Ashara al ver las joyas que Elia saca del pequeño alhajero—, aunque la Reina también sea una belleza.

La Reina, y Ashara, y todas las demás damas de la corte que tienen la atención de sus maridos u otros pretendientes.

Elia mira, de soslayo, la ventana. No tiene caso seguir asomada ahí. Nadie la voltea a ver y nadie se percata siquiera de su presencia.

Traga saliva, deseando poder sentir vino recorrer su boca. No puede tomarlo porque el Maestre se lo ha prohibido argumentando la debilidad que machaca a Elia cada día un poco más. No es algo bueno para la leche de Aegon, tampoco, y es por ello que Elia acata la instrucción dada con burla en la mirada del insulso Pycelle.

—Agradezco que estés conmigo— le dice a Ashara, cerrando la distancia entre ellas con un abrazo que toma por sorpresa a su amiga de la infancia—. Ahora más que nunca.

Ashara ríe con la melodía del mirlo en su voz. No por primera vez, Elia siente envidia de su amiga.

—No te preocupes, Elia. Todo saldrá bien y el Rey no tendrá de qué quejarse.

Elia asiente y pinta en su rostro una sonrisa que, de tanta práctica, se ve tan natural como una real. Ni siquiera Oberyn logra ver a través de ella.

Es por eso que Ashara solo continúa conversando como si nada estuviera mal. Elia no la culpa, pues no sabe lo que atormenta a Elia por dentro cada día y cada noche. Tal vez ni siquiera logre empatizar con la situación, porque mientras que Ashara tiene admiradores en cada uno de los Siete Reinos, Elia es la princesa que encerró el dragón.

Alguna vez ella esperó con ansias el caballero que la salvara, pero ahora le hierve la sangre de ira y los ojos se le inundan de lágrimas. ¿Qué más puede hacer, si el caballero prefiere amar al dragón?

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El corazón palpita sin cesar y sus alientos jadeantes se combinan. Le gusta ver el aristocrático rostro de Rhaegar sonrosado y con gotas de sudor deslizandose por la suave piel que añora sentir bajo sus dedos. Atesora la imagen de su Príncipe al verlo de esa manera e imagina, lleno de culpa y vergüenza, que la situación es otra.

Mientras el escudero de Rhaegar le quita la armadura, Arthur lo mira atentamente. Los ojos índigo de Rhaegar se clavan en los suyos provocando pensamientos que no tienen lugar. Él es un caballero de la Guardia Real; es su deber proteger a la Familia Real, al Rey. No está ahí para soñar despierto que Rhaegar le corresponde.

—¿Se siente bien, Ser Dayne?

¡Dioses! La manera en que le habla con ese tono despreocupado, ignorante de aquellos sentimientos que provoca, causa en Arthur un nudo en la garganta.

Es tu Príncipe. Eres su guardia y nada más. Además está casado con tu Princesa, por la que viniste a este lugar y tomaste esta capa blanca…

Le parecía, en momentos, que la capa fue para estar con él y no para protegerla a ella. ¿Qué es Elia comparada con Rhaegar? La princesa de una tierra que para el Trono de Hierro no vale mucho, contra el Príncipe de la Corona y futuro Rey, bardo cuando canta en tabernas y académico cuando lee. El resultado estaba tan claro como la deshonra en Arthur.

—Arthur.

La mano de Rhaegar en su pecho le toma por sorpresa. No se da cuenta en qué momento su Príncipe, aún sonrojado aunque con la respiración en calma, se acerca a él. Puede observar la preocupación en su mirar y el ensombrecimiento de sus facciones.

—¿Te sientes bien?

Le repite la pregunta, pero en esta ocasión el tono más informal y la voz baja con que susurra no hacen más que hacer correr la sangre de Arthur por todo el cuerpo. Casi se queda sin aliento ante la cercanía.

—No sé qué me pasa— elige decir al final, consciente de que Rhaegar está a unos centímetros de su rostro. La mano del Príncipe sigue en su pecho y Arthur agradece por llevar puesta la pesada armadura que actúa de barrera entre ellos—. No me concentro.

No le dirá por qué a pesar de que la sonrisa del Príncipe se nota calculadora y pícara. Si Arthur no tuviera el control sobre sí mismo…

—¿Alguna doncella te quita el sueño?— bromea Rhaegar, dejando caer su mano y sonriendo de lado. Arthur quiere tomar la mano que ahora descansa sobre la empuñadura de la espada de Rhaegar, ésta envainada ya y con la punta en el suelo. Inclinó la cabeza a un lado y retrocedió un par de pasos hasta chocar contra la puerta de la armería.

—Así como se encuentra, parece Aegon el Conquistador al llegar a Desembarco, mi Príncipe.

La carcajada de Rhaegar reverbera contra el metal de la multitud de armas. Es un sonido grave y profundo, casi como el sonido de la cuerda más grave de una guitarra; cualquiera que estuviera a su alcance le escucharía y atendería, esperando la melodía consecuente y el desenlace de un baile triste y frenético a la vez.

—No creo poder conquistar ni una isla solitaria de Essos— se sincera Rhaegar entre risas—. Pero agradezco la comparación, Ser Dayne.

Ahí está otra vez la formalidad quitándole años de vida con la manera en que hace latir su corazón, acelerando el paso hasta que el choque contra su pecho se vuelve dolor.

—Ninguna doncella, mi Príncipe— le contesta, debatiéndose si continuar hablando del asunto es sabio. Tal vez sí, tal vez no.

Rhaegar, que ya se aleja de la armería con Arthur tras él, voltea y le regala una mirada melancólica que contrasta profundamente con la traviesa sonrisa que se asoma en sus labios.

—Menos mal, Ser. Pues tengo entendido que sus votos le impiden caer a los pies de una mujer.

Pero no en los suyos, mi Príncipe, Arthur piensa mientras lo sigue. Y ya he caído.