Título: El Rey de los Demonios.
Resumen: En un bosque infectado de demonios, el Príncipe Akitoki se encontró con una joven. Conmovido por su belleza y profundamente preocupado por su seguridad, Akitoki le tendió su mano como gesto de protección... pero ella, en lugar de aceptarla y agradecérselo, se dio la vuelta y corrió al interior del bosque. Lejos de él. En busca de una muerte fácil. Años más tarde, todavía resonaría la pregunta en su cabeza: ¿quién era esa joven y cómo había terminado en aquel lúgubre lugar?
Disclaimer: Ninguno de los personajes me pertenece, son todos de la maravillosa Rumiko Takahashi. La historia, por otro lado, sí es de mi completa autoría, aunque algunos matices están en sintonía con la película "La princesa Mononoke" de Estudios Ghibli.
Nota: Tengo que decir que es la primera vez que me enfrento a un reto de este calibre. Lo he dejado en un capítulo largo (33 páginas de Word) porque tenía miedo de que si lo fragmentaba, me enrollaría mucho (aun así creo que no he cumplido mi cometido, jaja). No estoy acostumbrada a escribir este género pero tenía muchas granas de traer algo como esto, así que espero haber estado a la altura de las expectativas. Muchas gracias de antemano por darle una oportunidad.
¡Nos leemos en la nota final!
~Larga vida al Príncipe~
Akitoki Hojo era aclamado como el joven más valiente y fuerte de todo el reino.
A sus dieciséis primaveras, ya tenía una estela de hombres a sus órdenes y allí por donde pasaba, las mujeres y muchachas casaderas exhalaban suspiros enamorados. Pese a su apresurada carrera política y militar y su popularidad con el sector femenino, la fama y la gloria nunca se le subieron a la cabeza. Aunque se había criado entre sedas y manjares, cualquiera que lo conociera, no dudaría en decir que era un muchacho amable y generoso, leal y trabajador, un gran hombre que daría la vida por su pueblo, por su gente.
Allá por donde pasaba era admirado y querido.
Hijo legitimo del rey y de la reina consorte, la bañera donde se dio el primer baño estaba hecha de oro, las copas y utensilios que usaba cada día brillaban en color plata, pero también en el momento que aprendió a andar, una espada de madera se zarandeaba en su mano derecha. Fue instruido en las artes y las letras, así como también en todo tipo de armas: el arco, espadas, dagas, katanas, alabardas… Gallardo y osado, se había convertido en el príncipe más joven en llegar a ser capitán de infantería en la batalla sin final que se labraba en el reino.
La guerra contra los demonios.
Vivían en las tierras colindantes a su reino. En las cientos, miles de hectáreas de bosques y montañas inescrutables que rodeaban la estepa. Un gran número de ellos, de todos los tamaños y especies que podían existir, amenazaban a los humanos con su mera existencia.
Los demonios siempre se habían considerado seres solitarios. Algunas especies vivían en familias, o manadas más bien, mientras que otros se decantaban por una vida más aislada, o en pareja, como mucho. No obstante, aunque que los demonios superaban en fuerza, destreza y agilidad a los humanos, había dos grandes e importantes puntos que inclinaban ligeramente la balanza a favor estos últimos en esta batalla que parecía no tener final: primero, la diferencia numérica era bastante reseñable, pues, prácticamente por cada diez demonios existían cien humanos, y segundo, los demonios no podían ser considerados una unidad, un bloque rígido e inquebrantable. Al contrario que los humanos que habían sido capaces de construir murallas, castillos, armas y habían podido formar un ejército; los ataques de los demonios eran promovidos por un grupo reducido, el cual principalmente buscaba defender su territorio y adquirir alimento. Debido a eso, en la mayoría de los casos los demonios eran derrotados, aunque no sin importantes bajas por parte del otro bando.
La principal preocupación de los demonios era la supervivencia, y si en el camino se podían llenar el estómago con algunos humanos, que así fuera.
No obstante, pese a la poca disciplina que había en el "mundo demoníaco", en aquel reino no había cundido aún la anarquía, y eso solamente se debía a un solo ser: al rey de los demonios, el gran Inu No Taisho. Un imponente demonio perro que a base de sangre y sudor se había ganado el respeto y la sumisión de todos los demonios y, en compensación, dedicaba su vida a defender a su pueblo.
A causa de esta "plaga", en realidad, el principal objetivo del ejercito humano no era conquistar territorios, sino defender la tierra que les había pertenecido durante milenios. Nadie pisaba las tierras del más allá porque todos los que lo hacían, sabían que su destino final era la muerte, indudablemente.
Tan solo los locos y suicidas se aventuraban a adentrarse en los bosques llenos de demonios.
Una vez Akitoki oyó el rumor de una pareja que, presos de la desesperación, enajenados quizás, abandonaron a su recién nacido en las lindes del bosque, y aunque nadie sabía cuán verdad había en esas palabras, prácticamente todo el reino había condenado y juzgado a una pareja de la que no se tenía constancia, de la que no sabía quién eran.
Porque nadie le desearía ni a su más acérrimo enemigo semejante final.
Pero, por supuesto, su reino no solo tenía cosas malas. Dejando de lado todo el problema de los demonios, sus aldeanos eran felices. Era un reino próspero donde abundaban las cosechas de arroz y trigo y las minas de hierro y plata.
Hojo amaba su reino, las partes buenas y malas, y amaba a su gente. Se enorgullecía de pertenecer a él y se sentía honrado por el peso del deber que su pueblo había depositado en él, como futuro monarca del reino, pero también como hombre de batalla.
Quizás, por eso, Akitoki no dudó ni un instante en dedicarle por completo su vida.
·
El sol brillaba con insistente ferocidad en el cielo. Akitoki jadeó, llevándose una mano al frente y se quitó las perlas de sudor que había adheridas a su piel. Trastabilló al dar un paso más y cayó de rodillas a las orillas del riachuelo. Acunó sus manos para poder llenarlas de agua y a continuación, bebió todo el líquido con avidez.
Su garganta, su cuerpo entero, se lo agradeció profundamente y después de repetir el movimiento un par de veces se echó hacia atrás y exhaló todo el aire de sus pulmones. Una ligera brisa meció sus cabellos castaños, dándole un poco de alivio a ese calor que le quemaba la piel.
Inconscientemente, movido por los años de lección militar que tenía, sus ojos recorrieron la línea de árboles que había más allá del río en busca de cualquier problema. Sintió sus vellos ponérsele de puntas. Su instinto de supervivencia, la lógica, le decía que tenía que marcharse de allí lo más rápido posible pues estaba en terreno peligroso, sin embargo, su cuerpo era incapaz de dar un paso más. Por más que sabía que sus respiraciones estaban contadas si permanecía mucho más tiempo allí, se encontraba perdido y sin su caballo. Cansado, exhausto. Herido.
No por nada llevaba más de dos noches sin dormir, luchando contra una manada de demonios jabalí que había estado masacrando un par de aldeas de la zona oeste del reino. Había viajado con parte de su ejército y se habían enfrentado a ellos, consiguiendo la victoria no con facilidad precisamente; pero en medio de la batalla uno de ellos se había escapado y sabiendo que los demonios jabalí vivían en manadas grandes que a menudo se fragmentaban en grupos más pequeños, Akitoki no había dudado en ir tras él para capturarlo y así evitar que avisara sus otros compañeros. Consiguió matarlo, claro está, pero con terribles resultados: se encontraba en medio de la nada, sin caballo, solo y malherido.
Nunca, en todos sus años de experiencia en la lucha, se había visto en esta tesitura.
Pero tenía que aguantar, seguro que sus hombres pronto vendrían a por él. Apostaba lo que quisieran a que ahora mismo debían estar buscándolo.
Akitoki suspiró y ahuecando esta vez una de sus manos, llevó un poco de agua a su cuello para nuevamente intentar mitigar el calor que le estaba sofocando. La armadura no ayudaba lo suyo tampoco, pero no quería quitársela. Cerró los ojos y gimió cuando sintió el frío contra su ardiente piel. No obstante, se apresuró a abrirlos cuando recordó dónde se encontraba. Hizo un concienzudo barrido con la mirada a su alrededor buscando una anomalía, algo diferente a los ruidos del bosque, y no encontró nad-
Espera.
Akitoki retrocedió sus pupilas, exactamente a un punto entre dos troncos, y sintió el aire escapar de sus pulmones cuando descubrió una figura.
Una figura que no era un animal ni un demonio. Era…
Oh, cielos… era una figura humana.
Exactamente… una niña.
Akitoki se incorporó en el sitio, con el corazón aumentándole de velocidad, y no pudo apartar sus ojos de aquel punto. La chica en cuestión no podría tener más de quince primaveras. Tenía una larga y abundante cabellera de color azul cobalto, casi negro, que contrastaba con su piel blanca como la leche más pura. Su cuerpo era alto y delgado, vigoroso, y no se veía perdida o desnutrida, a pesar de estar sola en medio del bosque. Al contrario, con una sonrisa que le surcaba el rostro de oreja a oreja, se encontraba reclinada sobre sus rodillas, recogiendo bayas de un arbusto cercano, las cuales iba depositando en una pequeña bolsita de hojas que descansaba en su regazo. Como indumentaria, tan solo llevaba un vestido de una piel que el joven príncipe no habría sabido reconocer; amplio, vaporoso, pero que se sujetaba en las zonas necesarias para tener libertad de movimiento y no sentirse comprometida.
Durante un par de segundos, Akitoki creyó estar teniendo una visión. Que el cansancio, el calor y la pérdida de sangre debía estar pasándole factura, porque era imposible encontrarse a una chica en esa tesitura en aquel remoto lugar, a mereced de los demonios. Pero entonces pensó… que la imagen era demasiado bella e inocente para poder ser una invención de su cabeza.
Que él jamás había visto algo como eso para poder imaginarlo. Ninguna muchacha del reino, ni doncellas de sus vecinos, era tan hermosa como ella. Nadie que él había conocido desprendía tanta candidez, naturalidad y dulzura como lo hacía esa chiquilla.
Akitoki nunca había se había dejado llevar por sus bajos instintos. Reconocía la belleza femenina y la apreciaba como todos, pero no era como esos hombres que perdían la razón cuando se encontraban frente a una mujer bonita. Sin embargo, en aquel momento… tuvo el repentino deseo de ponerse en pie, acercarse a ella y acariciarla, solamente para descubrir qué tan cálida debía ser su piel o que tan suave se sentiría ese cabello entre sus dedos.
Sin ser consciente de sus actos, pues se había quedado prendado por completo de la muchacha, Akitoki se puso en pie a duras penas y dio un paso hacia delante. Su pie chapoteó cuando entró en el riachuelo. Él se sobresaltó al no esperárselo, pero la joven pareció no oírlo. Seguía concentrada en su tarea de recoger bayas.
Akitoki contuvo la respiración y dio otro paso más, esta vez midiendo sus fuerzas para no hacer mucho ruido. Todavía la distancia entre ellos era demasiado grande y tenía miedo de que si lo oyera, ella huiría despavorida sin darle tiempo a nada. Cruzó el riachuelo, sorprendido porque la joven aún no se hubiera dado cuenta de su presencia, y cuando estuvo en la otra orilla, se detuvo, todavía embelesado con la imagen.
—Saludos, joven doncella…
Por un momento, no obtuvo respuesta. Entonces, la chica pareció terminar su cometido y se puso en pie, pero en el camino su mirada se encontró con la de él y la joven se quedó paralizada. El color de su rostro desapareció por completo y sus ojos (oscuros, muy oscuros, pero extraordinariamente brillantes) se abrieron de par en par.
Akitoki aprovechó el par de segundos de confusión:
—Tranquila, no voy a haceros daño— murmuró en el tono más suave que pudo adquirir, extendiendo lentamente una mano hacia ella— No debéis temerme. Estáis a salvo.
La joven se aferró a la bolsa con las bayas como si de un salvavidas se tratase y dio un paso tentativo hacia atrás.
—¿Cuál es vuestro nombre? ¿Estáis bien? Por favor, no temáis por mí, jamás osaría poneros una mano encima…
Pero la joven se alejó otro paso más mientras sacudía frenéticamente la cabeza. La tranquilidad en la que había bañado sus palabras parecía causar el efecto contrario al que quería porque el terror se había adueñado de las facciones de la muchacha y era tal el sentimiento que Akitoki tuvo que obligarse a quedarse quieto.
—Calmaos. Confiad en mí, no voy a haceros daño…
De pronto, se oyó un aullido a lo lejos y el sonido enrizó los vellos de Akitoki. Se escuchaba lejos, pero no lo suficiente como para sentirse a salvo. Además, había un matiz en él que conseguía ponerle los vellos de punta incluso al más bravo guerrero.
Haciendo caso por primera vez en un tiempo a su voz interior, el joven se irguió en el lugar y observó su alrededor por unos instantes. Entonces, miró a la niña y nuevamente extendió la mano en su dirección, esta vez destilando con todo el cuerpo nerviosismo y premura.
—Tenemos que irnos, aquí estamos en peligro. Venid conmigo, yo os protegeré.
Para su total sorpresa, ella volvió a negarse y se alejó como si el verdadero peligro viniera de él. Akitoki, histérico y frustrado con la situación, tuvo la repentina idea de ir a por ella y cogerla en voladas. No era un movimiento cortés, su madre le había educado para respetar a mujeres y hombres por igual, pero la situación era crítica y no era momento para preocuparse por esas nimiedades.
Si por salvarle la vida a esa hermosa joven, se ganaba su odio eterno, no dudaría ni un segundo en hacerlo.
No obstante, ni siquiera tuvo tiempo de moverse e ir hacia ella, pues repentinamente un borrón albino se cruzó en su línea de visión. Akitoki se sorprendió y su cuerpo se echó hacia atrás en un movimiento inconsciente, con tan mala suerte que perdió el equilibrio en el barro y cayó de culo al riachuelo, aunque apenas prestó atención al agua a sus pies, que empapaba sus pantalones y botas. En realidad, toda su atención estaba en el ser que se había materializado frente a sus narices…
En el gran y peludo perro de pelaje albino que lanzaba dentelladas en su dirección.
Akitoki sintió en ese momento como las fuerzas desaparecían de su cuerpo y como una indescriptible garra de algo parecido al miedo se aferraba a su corazón. Era un animal poderoso, con un rugido que nacía desde lo más profundo de su pecho y que asustaba a los pájaros que descansaban en los árboles cercanos. Tenía las patas robustas, grandes y fuertes, que contrastaban con su cuerpo flacucho. Por ello, Akitoki supuso que se encontraba ante un espécimen joven, no un adulto. Sin embargo, eso no le restaba ni un ápice de rudeza.
El perro albino se había colocado entre el cuerpo de Akitoki y la joven. No se movía, pero tenía sus ojos dorados clavados en él y su cuerpo estaba inclinado hacia delante, enseñando una dentadura llena de unos colmillos más afilados y peligroso que su espada.
Akitoki se vio sin fuerzas para decir nada, ni para moverse de allí. En realidad, ya se veía desgarrado por esos puntiagudos colmillos y sus mortales garras. Garras que en ese momento se clavaban en la tierra, como si estuviera aguantándose las ganas de tirarse a él. El brillo en sus ojos dorados le dijo a Akitoki lo fina que era la cuerda que lo retenía en ese momento.
La imagen no podía ser más mortífera y funesta, parecía ser un ser que había surgido desde lo más profundo de los infiernos para acabar con toda vida que encontrase, y sin embargo, ante los atónitos ojos de Akitoki, la joven… no dudó en acercarse al demonio. Acercarse, tocarle, esconderse en uno de sus costados.
La bestia no actuó contra ello. Al contrario. Su cuerpo se relajó mínimamente y retorció el cuerpo lo justo para tenerla envuelta, aunque sin apartar la mirada del hombre. La joven lo tocó, sus dedos se enterraron en la cabellera albina de su lomo, cerca de su cuello… y entonces lo abrazó. Lo abrazó como él mismo había abrazado días atrás a su madre al despedirse, con profunda tranquilidad y dulzura, sabiendo que nada podría pasarle a su lado. Siendo consciente de cada pliegue, cada fragilidad, cada imperfección de la otra persona.
La bestia se relajó un poco más, aunque su postura todavía seguía siendo imponente y peligrosa, y ladeó la cabeza lo suficiente para meter el hocico, donde estaba su letal dentadura, en la curva del cuello de la muchacha y ella… sonrió, envolviéndole la cabeza con los brazos. Aliviada, feliz. Dulce, cándida. Pura.
—Es imposible…
Las palabras habían escapado de su vida en contra de su mejor juicio porque causaron que la bestia se acordara de su presencia. Tensando todo su cuerpo, regresó su mirada a él y un profundo gruñido reverberó en su caja torácica mientras se inclinaba hacia delante.
Akitoki contuvo a tiempo un chillido que pugnó por escapar de su garganta.
Pero entonces la joven golpeó suavemente a la bestia en un costado, y Akitoki quiso chillar, pero esta vez no por él, sino por ella.
¡Corre! ¡Huye ahora que puedes!
Sus pensamientos de alguna manera debían verse reflejada en su expresión porque la bestia enseñó todos sus dientes e hizo el amago de ir hacia él, sin embargo, la joven volvió golpearle encima de su pata derecha. Un golpe, dos. Luego, otro.
Y finalmente la bestia se relajó un mínimo y soltando un gruñido bajo, sacudió la cabeza. Entonces, gruñó en dirección a Akitoki con todas sus fuerzas y mientras este se reponía de la sorpresa, se tumbó sobre la hierba y en un movimiento perfectamente cronometrado y repetido, la joven se apoyó en su lomo lo justo para darse el impulso suficiente para sentarse sobre él.
La bestia se levantó, le gruñó una última vez como un último envite verbal y se marchó veloz, perdiéndose en la espesura del bosque.
En menos de dos segundos, Akitoki se encontraba solo en el río.
Solo. Asustado, confundido y… profundamente intrigado por lo que había ocurrido en los últimos minutos.
Cuando sus hombres lo encontraron dos horas después, se dieron cuenta que su príncipe se comportaba de una forma muy extraña. Pero no preguntaron. Y él no dijo nada. Nunca se hablaría o se sabría nada de lo sucedido horas antes.
No obstante, aquel encuentro permanecería para siempre en la memoria del Príncipe Akitoki.
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En una aldea cercana al castillo real, en un desvencijado y polvoriento trastero de una solitaria casa, un viejo estudioso descubrió la pólvora. Y aquel hallazgo revolucionó todo lo que se conocía hasta el momento. Con la existencia de la pólvora en mano de los humanos, pronto se llegó a la conclusión de que podían ser de gran utilidad en el ejército. En las armas.
Poco años después, se inventó el primer rifle. Rudimentario y con muchos fallos, pero fue toda una revelación porque eso significaba que era posible crear armas mucho más mortíferas capaces de dañar al enemigo desde la distancia, sin llegar a poner tanto en peligro a aquel que hacía uso de ella. No se necesitó mucho tiempo para que ese primer prototipo se mejorara, así como también para que surgieran nuevas armas: pistolas, mosquetes, cañones…
Fue ese descubrimiento lo que desencadenó el inicio de lo que, años más tardes, se denominaría La Guerra de los Dos Reinos.
La primera vez que un ataque demoníaco fue repelido sin ninguna baja por parte de los humanos, con el incondicional apoyo de estas nuevas armas, se decretó fiesta en todo el reino, y los humanos, que habían pasado toda su vida temiendo los ataques de las bestias, de pronto empezaron a desear que volvieran a por más para hacerles ver en sus narices que ya no tenían por qué tenerles miedo. Los humanos de pronto pasaron de verse como las víctimas del conflicto a querer ser los verdugos de su propia venganza.
Colmados de éxtasis y deseo de resarcimiento, pasaron a ser ellos los que iniciaron el ataque y buscaban cualquier excusa para atacar el reino de los demonios. Las fronteras entre ambos territorios empezaron a desdibujarse y se convirtió en un lugar lleno de sangre, muertos y pólvora. Los cadáveres tanto de un bando como de otro empezaban a amontonarse en las fosas comunes o en el campo de batalla, en el caso de los demonios.
El rey y la reina no dudaron en desligar una parte de su ejército, destinándolo a combatir "en el frente" a tiempo completo. Con esta nueva ley, todos los hombres del reino estaban obligados a servir a la corona mínimo dos años y fueron muchos los que aceptaron permanecer más tiempo luchando. Los demonios, cogidos totalmente por sorpresa por todas estas nuevas, apenas tuvieron tiempo ni fuerza para oponerse y los humanos se jactaron de la rapidez y facilidad con la que conseguían extender sus dominios, masacrando a todo el que estuviera en su camino.
En los primeros años, los demonios no supieron mostrar un fuerte unido. Lo que anteriormente les había resultado beneficioso para los humanos porque no existía un sentimiento de hermandad que los instaba a masacrar en conjunto a sus colindantes, ahora volvía a ser un punto a su favor porque no supieron unirse para defenderse. Aunque eso no quería decir que no hubiera intentos por su parte:
El aclamado Rey de los Demonios, Inu No Taisho, dio su vida y más por proteger a su pueblo. Siempre que su gente lo necesitaba, ahí estaban él y sus compañeros más allegados para defenderlos, pero los humanos eran listos, y muy numerosos, y el Rey, por más poderoso, fuerte e invencible que pudiera parecer, no podía estar en dos sitios a la vez. Cuando conseguían la victoria en un punto, su pueblo estaba siendo mermado a varios kilómetros de allí.
Había pasado un ciclo solar en guerra cuando Inu No Taisho cayó en la batalla. Akitoki Hojo, el general que consiguió darle el último golpe, el definitivo, fue condecorado al día siguiente por sus padres, los reyes, como Soldado y Hombre Protector del Reino. Las aclamaciones y el júbilo del pueblo cuando salió a saludar al balcón real hicieron retumbar los suelos.
Con la caída de Inu no Taisho, el mayor oponente contra los humanos, sería cuestión de tiempo que sus enemigos fueran derrotados.
Los demonios estaban condenados a morir uno tras otro.
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—¡Munición!— gritó Akitoki por encima de todo el ruido.
Su alrededor era un completo caos, pero sus hombres, que habían sido entrenados para aguantar cualquier situación, no dudaron en acatar sus órdenes.
—¡Recarguen!
—¡Sí, señor!
A izquierda y derecha, una decena de cañones se distribuían en lo alto de la ladera donde su ejército había comenzado el ataque. Bajo un terraplén empinado, el verdadero campo de batalla, los hombres que componían su vanguardia y las bestias se enfrentaban cara a cara. Los humanos, por supuesto, estaban colocados en distintas formaciones, protegiéndose mediante un muro hecho por escudos y empalizadas y con escopetas y mosquetes, apuntando sin cesar a los que se atrevían acercarse a ellos. Eso, unido a la destreza de los cañones, mermaba con una facilidad casi irrisoria los envites enemigos. No obstante, a pesar de que balanza de la victoria se inclinaba inevitable para los humanos, los demonios no dudaban en luchar, en proteger sus tierras, hasta su último aliento de vida.
Y más, en aquel lugar.
—¡Fuego!
Una pequeña sonrisa se formó en los labios de Akitoki cuando escuchó la detonación de los cañones, segundos antes de que sonara el estruendo de estos al caer en la tierra, seguido del lamento de los demonios a los que había alcanzado. Pronto, pronto caerían todos…
—Señor.
El príncipe, apodado como el Soldado y Hombre Protector del Reino, se atrevió a dejar de prestar atención al campo de batalla por un instante. Al girarse, descubrió tras él a un hombre fornido y fue su indumentaria lo que le distinguió como uno de los mensajeros privados del rey. Se lo veía cansado, señal de las leguas a caballo que debía llevar encima.
—Señor, el rey me ha envidado para saber cómo avanza la contienda.
Akitoki asintió en respuesta.
—Decidle que todo marcha según lo planeado. En menos de dos días estoy seguro de que habremos llegado al río. Y después de eso, poco nos queda para encontrar el Gran Árbol.
Se decía que el Gran Árbol era el lugar más sagrado para los demonios. Era el árbol de la vida y de la muerte, de la prosperidad y la destrucción. Aquel que estuviera cerca de él podía notar una energía imposible de describir recorrerle de arriba abajo, podía notar el poder primigenio, una fuerza que nacía desde lo más profundo de la tierra. Si había algo que unía a los demonios en un solo ser era ese árbol, y es que en su ladera surgió el primero de ellos. Muchos de los demonios tenían la creencia de que si parían sus crías a los pies de este, los retoños crecerían fuertes y sanos porque beberían de la fuente primaria.
Por ello, Akitoki sabía que si iban contra él, si lo destruían, los demonios estarían acabados. En cierta parte, lo asemejaba al caso en el que ellos perdieran el castillo donde residían los monarcas y una parte primordial del ejército.
Sería el golpe definitivo. Jamás podrían levantar cabeza, y la guerra definitivamente había terminado a su favor.
El mensajero del rey aceptó las nuevas y sin querer perder más tiempo se dispuso a marcharse de vuelta al castillo. Su rey le había urgido que se diera prisa y cada segundo contaba.
Hizo el saludo protocolario a su príncipe, el cual fue respondido, y se dio la vuelta para emprender el camino.
No pudo llegar a la primera línea de los árboles que bordeaban aquella explanada.
En un segundo se dirigía al lugar donde había dejado a su caballo pastando y descansando un poco y al siguiente se encontraba en el suelo, con una flecha clavada en el cuello, en el espacio idóneo para matar rápidamente sin ocasionar más dolor del necesario. Con una puntería extremadamente certera.
Ni Akitoki ni los hombres que le acompañaban tuvieron tiempo para sorprenderse porque, de pronto, el silencio se adueñó del lugar. No se oían los demonios atacando, ni el sonido de los animales del bosque (aunque esto debieron haber huido al menor atisbo de problema). Ni siquiera el viento se atrevía a mecer la copa de los árboles.
Un inquietante silencio los rodeó, y puso los pelos de punta de todos los humanos que se encontraban en el lugar.
El ceño de Akitoki se frunció, observando todo su alrededor, buscando lo que sea que hubiera cambiado.
Algo siseó en el aire. Akitoki se giró porque el sonido había provenido de su espalda y sus ojos se abrieron como platos cuando descubrió una nueva flecha, solo que esta se había clavado en la tierra, a unos escasos centímetros de sus pies. Un ligero desvío y habría llegado a él sin dudarlo un instante.
Un murmullo emergió entre los hombres que estaban junto a él sobre el risco, todos mirando a cualquier lado y ninguno, buscando de dónde podía haber venido esa flecha. Akitoki apretó los dientes y se agachó para desenterrar la punta y coger la fecha en sus manos.
—¡¿Quién anda ahí?! ¡Muéstrate y no te escondas!
Nada ni nadie se movió.
—¡¿Qué caballero decide atacar por la espalda?! ¡¿Cuál es vuestro honor?!
Silencio.
—¡Me habláis de honor cuando vuestra sed no es de agua, sino de sangre!
Repentinamente, algo en el ambiente se tensó. Una energía, una fuerza inexplicable quizás, y de pronto de entre la maleza apareció una figura. Caminando a paso tranquilo, plantando los pies con seguridad y valentía, exhibiendo una entereza y serenidad que cualquiera de sus hombres aspiraría a conseguir.
Akitoki fue asaltado por un sentimiento que iba a caballo entre la confusión y la incredulidad.
Porque el recién llegado en cuestión era una mujer; una mujer atlética y joven, ataviada con una ropa hecha de piel de animal, pero que por encima portaba una armadura en sus hombros y pechos hecha del más fuerte metal. El fulgor de dicha armadura así lo mostraba. En el rostro, su piel no blanca perlada pero tampoco oscurecida por los rayos del sol, estaba escondida por lo que parecía ser tinta negra, que oscurecía sus pómulos y las cuencas de sus ojos, haciéndola ver mucho más adulta de lo en realidad debía ser; así como también le daba un aire de salvajismo y peligrosidad que conseguía encender todas las alertas en la cabeza del príncipe. Su cabello, de un negro azulado de lo más brillante, lo tenía recogido a su espalda en una desecha trenza y entre los mechones había pequeñas flores albinas, como estrellas en el oscuro manto celeste. En sus manos portaba un rudimentario arco, con el carcaj a la espalda y una espada colgándole del cinto.
Akitoki se quedó sin respiración al ver semejante imagen, y un ligero recuerdo emergió en el fondo de su mente, aunque no le prestó atención.
No fue hasta que vio aparecer, también por entre la espesura del bosque, a un enorme perro de pelambrera blanca, que no entendió lo que su mente le quería decir. La bestia era enorme y le llegaba a la mujer por los hombros a pesar de que se encontraba caminando serenamente, con los ojos clavados en sus enemigos y el hocico fruncido, enseñando su letal dentadura. Sobre sus poderosas cuatro patas, anduvo a paso lento hasta detenerse a la vera de la mujer.
Akitoki parpadeó y frente a sí vio a una niña, a esa niña que jamás escapó de sus pensamientos, y al cachorro bestia. Cientos y cientos de veces se había preguntado qué había sido de ella, y teniendo en cuenta el mundo en el que vivían, en todas y cada una de esas veces terminó asumiendo que había sido devorada por las bestias. Sin embargo, había estado equivocado.
Ella estaba allí.
Delante de sus narices. A pocos metros de él. Viva. Y estaba apuntándole con un arma. A él, a su príncipe. Y seguía al lado de esa bestia albina, que no se la había comido. Y… esos ojos…
Akitoki habría estado fascinado de esos ojos tan profundos de no ser por todo el odio que había acumulado en ellos. Jamás había visto tanta rabia, tanto desprecio, en una sola mirada, y muchísimo menos esta había sido dedicada a él.
Estaba seguro de que no se equivocaría al pensar que la flecha que la mujer estaba cogiendo en ese momento de su carcaj iba a ir directo a su corazón.
Creyó atisbar un par de sus hombres colocarse delante de él, desenvainando sus espaldas para actuar como escudo humano, pero él no desvió la atención de la niña que había permanecido en su memoria y se había convertido en la mujer que jamás pudo imaginar que sería.
—¿Cómo es posible?— escapó de sus labios antes de darse cuenta.
—¡Márchense de estas tierras!— dijo con voz ronca, colocando una saeta en el arco y tensando la cuerda— ¡Déjenos en paz, asesinos!
¿Marcharnos? ¿Asesinos?
—¡Lo mismo pedía mi gente cuando morían a manos de las bestias!
El rostro de la mujer se crispó por la ira y el gruñido de la bestia albina hizo eco de esa expresión.
—Nos estáis masacrando— insistió ella.
—¿No escucháis?— espetó él; la sorpresa por verla poco a poco se estaba diluyendo en la cólera que corría por sus venas debido a las palabras que salían de su bella boca— Os habéis pasado años y años atemorizando a mi pueblo. Es momento de que levantemos armas en defensa propia.
La joven entrecerró los párpados, sus ojos oscureciéndose notablemente.
—Lo que estáis haciendo, el exterminio que estáis llevando a cabo, es digno de alguien que no tiene ni alma ni corazón. Y tenéis el descaro y la vileza de llamarnos a nosotros bestias.
¿Nosotros?, advirtió Akitoki, pero no pudo darle muchas vueltas a la idea que se le había formado en la mente. Aunque sus palabras escapaban a duras penas, en un tono demasiado brusco y seco (como si no usara mucho su voz, pensó repentinamente el príncipe humano), se podía notar perfectamente el tono condescendiente con el que las había impregnado.
—¿Qué esperabais? ¿Que nos quedaríamos de brazos cruzados mientras mi gente era aniquilada?
—Vuestra propia gente a veces se vuelve en contra de ellos mismos y no por eso debéis acabar con vuestro pueblo entero— siseó, en un arranque de ira, dando un paso inconsciente hacia delante. La bestia albina gañó por lo bajo, colocándose en medio para impedirle el paso. La mujer inspiró, furiosa e indignada, pero entonces expiró hondo y su cuerpo se relajó ligeramente, como si alguien se lo hubiera susurrado al oído. Alzó la mirada y sus ojos oscuros, profundos, ardientes, se clavaron en los del príncipe por encima del pelaje del gran perro blanco—. Los jabalís atacan aldeas y no por eso decidís extinguirlos, alterza. Los zorros se comen vuestro ganado y no por eso creéis que debéis acabar con todos ellos.
De nuevo, ese tono condescendiente. Como si pensara que él, por el simple hecho de ser humano, no pudiese llegar a esa idea tan ridícula.
Como si ella fuera diferente.
Una ola de furia se comió cualquier rastro de fascinación por aquella mujer que pudiera haber quedado en él, y su mano lentamente, en un movimiento prácticamente inconsciente, bajó hacia su espada.
—Muerto el perro, se acabó la rabia— escupió las palabras intencionadamente.
Ocurrió tal y como él había querido. Tan solo había pasado un segundo, cuando un fogonazo de ira cruzó la mirada de la mujer, quién siseó en su dirección como una serpiente que está a punto de acabar con su presa, mientras daba un par de pasos en su dirección. Esta vez le costó un poco más a la bestia albina mantenerla en su sitio, pero no por ello se privó de enseñarle su monstruosa dentadura, con sus afilados colmillos y una mandíbula capaz de triturar hasta una montaña de rocas. El gruñido que profirió simultáneamente le nació desde lo más profundo de él y en parte ahogó las protestas de la mujer.
El breve atisbo de satisfacción que surgió en Akitoki ante la reacción fue opacado por el miedo visceral que se enroscó en sus entrañas.
Algo le decía que tenía que andar con muchísimo cuidado porque aquel dúo era muy peligroso.
Sobre todo ella.
Una humana protegida por un demonio perro, conocido por ser territoriales y muy impulsivos. Leales a los suyos.
Los suyos…
De pronto, tuvo un fogonazo de lucidez.
Demonio perro.
¡Claro! ¡¿Cómo no pudo caer antes?! Inu No Taisho, el antiguo Rey de los Demonios también era un demonio perro. Además, también tenía el pelaje albino, casi tan blanco como la nieve en su estado más puro. Igual que la bestia que tenía frente a sus narices. ¿Sería acaso…?
¿Tendría delante de él a su sucesor? ¿Al nuevo Rey de los Demonios?
Tras la muerte de Inu No Taisho en sus manos, los humanos se habían encontrado a ciegas con respecto a las nuevas estrategias de los demonios, aunque sí es cierto que nadie se había levantado aun clamando que era el sucesor de Taisho.
¿Podría haber tenido un hijo?
¿Estaría ante el Príncipe de los Demonios (antiguo príncipe, en realidad) y nuevo Rey?
Pero… había algo que se escapaba. En todas esas ideas sueltas, en esos hilos que iban uniéndose como una tela de araña hasta formar nuevas pesquisas… había algo que no sabía muy bien dónde colocarlo, y era la presencia de esa humana. Esa niña perdida en el bosque que él quiso salvar pero que se la llevaron ante sus ojos, la mujer que tenía ahora delante de ella… impulsiva, llena de rabia y con un odio a los suyos que parecía carcomerle el alma.
Ella.
—Necias son tus palabras, pero hay algo mucho más urgente que nos atañe. Te juro que esta guerra acabará hoy. Aquí y ahora— declaró la mujer con voz filosa mientras tanto, ajena totalmente a las cavilaciones mentales de príncipe. Su tono y sus maneras se habían alejado de cualquier gesto protocolario y se movía impulsada por la ira—. Esta guerra acabará con nosotros. Tú y yo. Un combate de a uno. A muerte. Quién pierda, su bando tirará las armas y llegará la paz.
Akitoki despertó con el eco de sus palabras en la cabeza y necesitó un par de segundos para entender el significado tras ellas. Con el murmullo de sus hombres de fondo, oponiéndose totalmente a la idea (¡la victoria ya es nuestra!; ¡no es necesario hacer semejante tontería!), Akitoki cruzó su mirada con ella, con nuevas ideas de pronto amontonándose en su cerebro.
Pero había una pregunta que imperaba sobre las demás:
—¿Por qué tú?
¿Por qué una humana defendía a esas bestias? ¿Por qué, de entre todos ellos, era esa mujer la que se ofrecía a luchar contra él? ¿Por qué, en primer lugar, estaba allí? Hubo una vez en la que él le tendió su mano, le brindó protección… y ella… simplemente huyó… con aquella bestia. Sin dudarlo. Sin mirar atrás.
¿Cuál era su historia?
—¿Por qué no?— replicó ella, en cambio, sin alterar un ápice su expresión— ¿Es que acaso tienes miedo de perder contra mi?
Akitoki no cayó en su juego, resultaba demasiado obvio.
—¿Qué haces con ellos? ¿Por qué te enfrentas a tu gente?— insistió.
Sus palabras fueron recibidas por un gruñido proveniente de la bestia, quién se encontraba a un suspiro de querer hincar los dientes en su adversario, se le veía en los ojos; y cuyo sonido ahogó la exhalación de sorpresa de la mujer.
—¿Por qué?, dices. ¿Te atreves a preguntarme por qué? Porque daría mi vida por ellos— afirmó sin ninguna duda—. Porque es mi deber proteger a mi gente y a mi familia.
Un nuevo murmullo apareció entre los soldados, quienes escuchaban estupefactos las palabras de la mujer.
—Pero son… bestias. Y tú eres…— calló, incapaz de explicar todo lo que estaba pasando en ese momento por su cabeza. Advirtió como las orejas de la bestia se movían incesantes, oyendo cada sonido de su alrededor en completo estado de alerta, y como su hocico permanecía arrugado, formando una mueca salvaje y despiadada en su rostro perruno. Una capaz de infundir respeto hasta al más fiero de los guerreros.
—¿Una humana? ¿Cómo tú? ¿Eso soy? Creo que mis padres biológicos no pensaron lo mismo cuando decidieron abandonarme en el bosque— espetó entre dientes antes de que su expresión se tensionara aunque esta vez con un matiz amargo—, cuando me encontraron defectuosa…
La bestia gañó inmediatamente como si las palabras resultasen ser conocidas y toda una ofensa personal, a pesar de que provenían de ella.
¿Defectuosa?
Espera…
¿La abandonaron en el bosque? ¿Como… como dicen los rumores? ¿Así que las habladurías eran verdad y el bebé abandonado… fue ella? Pero… pero…
—Por tu expresión, cualquiera diría que acabo de condenarte a muerte— se burló la mujer ya respuesta, arqueando una ceja en su dirección— ¿Qué? ¿Tan repugnante e inverosímil te parece que alguien de tu gente haya sido capaz de hacer… esto?— se señaló con un elocuente movimiento de mano.
Ahora podía entender muchas cosas, como, por ejemplo, por qué estaba de parte de esas bestias, pero aun así… una parte primigenia de él, más simple y casta… todavía no podía entender cómo las bestias fueron capaces de dejar a un bebé con vida. O cómo llegaron a cuidarla hasta hacerla sentir una igual.
Igual.
No, en realidad, no igual…
—¿Por qué tú?— preguntó otra vez, con una nueva dirección en sus pensamientos. La miró, y esta vez pudo ver más allá— ¿Por qué eres tú la que te enfrentas a mí? ¿Por qué no lo hace una bestia? ¿O… tu Rey?— inquirió esto último, sintiendo su corazón aumentar de velocidad.
Pero, en realidad, no necesitaba respuesta alguna. Porque tenía todas las que necesitaba delante de sus ojos: sus palabras, su tono, el odio que desprendía, la postura de la bestia albina al protegerla, el silencio que se había adueñado del campo de batalla… la propuesta.
Ella… En realidad, ella era…
—Porque soy aquello que tú dices— izó el mentón con petulancia—. Porque soy una bestia, como ellos. Y soy…
—Su rey— susurró.
La mujer permaneció impasible, sosteniéndole la mirada, y Akitoki pudo apreciar en ella una nueva aura. Una seguridad, firmeza y autoridad que no había estado antes. O que, quizás, él había preferido ignorar, sin querer ver más allá de su figura femenina… y humana.
Nunca se supo quién había sido el heredero del gran Inu No Taisho, pero jamás, ni en sus más profundos y alocados pensamientos, habría pensado que sería… un humano… una humana… quién…
—Aquellos que tú llamas bestias son mi pueblo, mi gente, los que me protegieron y me dieron una oportunidad de vivir. No dudaré en dar mi vida por ellos si es necesario, y no quiero que muera nadie más. Por eso, te propongo el trato. Tú y yo, cara a cara. Sin trampa ni medias tintas. Con espadas. Quién derrame su sangre por su pueblo, habrá perdido y su gente tendrá que respetar el trato. No caerá nadie más que uno de nosotros.
Sostuvo su mirada, en silencio, mientras por el rabillo del ojo le parecía atisbar una ligera tensión extra en el cuerpo de la bestia, una oscuridad velada en sus ojos borgoña. Ese hecho, de alguna manera, le ratificó sus pesquisas: el demonio albino no parecía estar de acuerdo con el plan, quizás él mismo se habría ofrecido voluntario para ocupar su lugar como oponente, pero… había algo… superior… que le impedía oponer resistencia. Que le obligaba a permanecer callado y acatar órdenes.
Las voces de sus hombres volvieron a alzarse a su alrededor:
—Mi príncipe, no tiene que hacerlo.
—Les superamos en fuerza y número. Prácticamente están acabados.
—Sería una locura.
—La guerra ya es nuestra, señor. No merece la pena.
Y más, más y más voces, todas instándole a que ni siquiera considerara la propuesta. Ganaremos. Es pan comido. Solo son bestias sin raciocinio. Somos mejores. La victoria está de nuestra parte. Solo es cuestión de tiempo.
La miró en silencio, y ella hizo lo mismo. Impasible, sin escuchar los comentarios, como si estos no le afectasen en lo absoluto. Como si creyese que él estaría de acuerdo con ella. Como si fuera impensable que un príncipe no diera la vida por su reino, por su gente, por protegerlos.
«Quién derrame su sangre por su pueblo, habrá perdido y su gente tendrá que respetar el trato. No caerá nadie más que uno de nosotros.»
Pese a que sabía que sus hombres tenían razón, que la caída de las bestias solo era cuestión de tiempo, había algo en las palabras de ella que le había llegado hasta lo más profundo de él, tocando su alma de guerrero y su corazón de futuro monarca. Aquel lugar que se hinchaba de orgullo cuando oía el clamor del pueblo, cuando se sentía acogido y venerado por su gente. Cuando se creía un héroe.
No más derramamiento de sangre. No más muertes. No más bajas en la batalla. Ninguna mujer más lloraría porque su marido, padre, hijo o hermano no volvería a casa. Ningún hombre daría su vida por una lucha que podía terminar en ese mismo instante.
Cuando él juró consagrar su vida a su gente, nunca imaginó hasta dónde le llevaría su promesa. Tenía miedo, por supuesto que lo tenía; después de todo, era humano. Sentía. Lloraba. Temblaba. Pero también era consciente de que había llegado su momento, de que no podía echarse atrás.
No cuando ella le estaba demostrando una valentía que ni el más feroz de sus guerreros tendría. Una que, él jamás admitiría en voz alta, podría hacer empalidecer a la de él.
—Acepto el trato.
Sus palabras fueron acogidas por diferentes reacciones: sus hombres callaron abruptamente, la bestia inclinó la cabeza hacia abajo y la mujer soltó un suspiro, medio aliviado, medio sorprendido.
Akitoki caminó por entre sus hombres y se colocó delante de ellos, sus pasos eran grandes y seguros.
—Que nadie se atreva a intervenir— espetó, y en respuesta los hombres empezaron a protestar—. Es una orden. Una orden directa del Príncipe.
En los ojos de la mujer se mostró cierta complacencia. Sin apartar la mirada de él, tiró el arco y las flechas a sus pies y lentamente extrajo su espada del cinto. Ella también caminó hasta colocarse a unos pasos de distancia, todo en completo silencio.
Durante un segundo, Akitoki no pudo evitar admirar lo profundos que se veían sus ojos castaños oscuros a aquella distancia. La curvatura, suavidad, de sus facciones. Lo lleno que estaban sus labios.
—Si nuestro destino es morir en las manos del otro, dime al menos cómo debo dirigirme a vos— dijo sin llegar a pensar sus palabras—. Decidme cuál es vuestro nombre.
Silencio, y entonces el ceño de ella se frunció. No obstante, poco después su expresión se suavizó, como si ella misma admitiese que tal vez aquellas pudieran ser sus últimas palabras. Las de ellas o de él, el destino no estaba escrito.
—Kagome. Así me pusieron.
—Kagome…— saboreó el nombre. Sonaba exótico, y le quedaba realmente bien.
Un gruñido llegó desde más atrás de la mujer. La bestia se encontraba en los lindes del bosque, sin moverse, agazapado con el cuerpo en tensión, preparado para saltar en cualquier momento, a pesar de que seguramente estuviera retenido ahí en contra de su voluntad. Sus orejas se movían, incesantes. Sus ojos eran dos armas punzantes y arrojadizas que le prometían la muerte más dolorosa posible y no necesitaba pronunciar ningún sonido para hacerle llegar el mensaje.
Pero ella no desvió su atención del príncipe de los humanos, incluso cuando hubo un momento en el que la bestia gañó una última vez antes de sentarse de mala gana sobre sus cuartos traseros. A pesar de la postura conscientemente relajada, todo él gritaba peligro.
—¿Está preparado?— preguntó ella en tono plano, poniéndose en posición de defensa.
Akitoki asintió, imitándola. Su corazón bombeaba con fuerzas en su pecho, tanto, que estaba seguro de que ella podría escucharlo.
—Cuando quieras.
—Que los dioses obren con sabiduría…—la oyó murmurar, pero fue tan bajo que apenas distinguió sus palabras. Ella lo miró fijamente, él también. Un segundo de quietud, dos.
Una pequeña brisa se levantó de forma repentina.
Y fue ella la primera en atacar. Silenciosa y eficaz, se lanzó a él con la espada en alto. Akitoki pudo reaccionar a tiempo y consiguió anteponer su espada para evitar que le diera un tajo en el pecho, pero mientras ejercía la suficiente fuerza en su arma para obligarla a alejarse unos pasos, no pudo evitar admirar la fuerza y destreza de la muchacha.
El hecho de que estuviera luchando con el Rey- no, con la Reina de los Demonios debería de haberle avisado de que precisamente indefensa no sería, pues de alguna manera había obtenido el título… pero ella… era simplemente increíble. En su vida, jamás había visto o conocido a una mujer que luchara. Pero es que para más inri, nunca se había enfrentado a un oponente que fuera tan diestro con la espada como lo era ella. Se movía con una agilidad y pericia que dejaba al más experimentado de sus guerreros a la altura de un niño que se desenvolvía con sus primeras espadas de madera.
A él le estaba costando seguirle el ritmo, y eso que le habían enseñado los mejores caballeros de todo el reino y aledaños.
En una de las veces, ella consiguió hacerle un corte no muy profundo en uno de sus brazos, y él, en cambio, le rozó la mejilla, causando que un hilillo de sangre manchara su mentón. La mujer ni siquiera parpadeó ante el ataque y con gran velocidad, dio una vuelta sobre sí misma e intentó golpearle por el flanco contrario, el costado que tenía más desprotegido. Akitoki consiguió pegar un salto a tiempo y se alejó un par de pasos, el pecho subía y bajaba con los pequeños jadeos que escapaban de él, mientras sentía el sabor salado del sudor acumulándose en la comisura de sus labios.
Kagome, la Reina de los Demonios, a su vez se alejó un poco y le permitió un par de segundos de quietud, tiempo que ella también uso para reponerse, pero no tardó mucho en volver a lanzarse contra él.
Poco después, Akitoki gritó cuando sintió otro tajo en un muslo, muy cerca de la ingle. Cojeó a duras penas unos pasos hacia atrás mientras oía un sonido lejano. Se parecía mucho a un gorgojeo perruno. La bestia se estaba riendo. Y la mujer también, advirtió instantes después, porque había izado casi imperceptiblemente una de sus comisuras.
Se estaban burlando de él.
Akitoki apretó los labios e ignorando la punzada de dolor en su pierna, enarboló su arma y se lanzó hacia la mujer. Movido por la rabia y la indignación, encontró la suficiente fuerza como para, de un movimiento súbito, hacerle un buen tajo en el hombro.
Notó el húmedo rastro de la sangre salpicar su rostro.
Kagome siseó de dolor, pero rápidamente se hincó de una rodilla y con la otra pierna hizo un barrido, consiguiendo desestabilizarle. Después, aprovechó el segundo de desconcierto que ese movimiento le había proporcionado para golpearle en el pecho y tirarlo al suelo por completo. Se arrastró por el suelo, se sentó en su pecho y alzó su espada, el cabello cubriéndole prácticamente su expresión decidida, para apuñalarle en el corazón.
De pronto, se oyó el sonido de un disparo, seguido del trueno que hace un cañón al ser usado. Un fuerte y atronador golpe retumbó en el claro.
Alguien aulló en la distancia, y Akitoki no necesitó mirar para saber que había sido la bestia.
Kagome se desconcentró ipso facto y sus ojos rápidamente se dirigieron hacia el lugar donde había provenido el aullido. El brazo armado perdió fuerzas y cayó, el agarre a la espada se debilitó también, aunque no soltó el arma. No obstante, Akitoki sabía que si ahora se movía, podría acabar con ella de un solo golpe.
La mujer se había olvidado de la pelea por completo, y toda su atención estaba puesta en la bestia…
—InuYasha…
En la bestia a la que sus hombres habían disparado con armas… y posteriormente con cañonazos. La bestia que había quedado sepultada bajo unos escombros, apenas visibles por las partículas de tierras que pululaban en el aire.
—¡InuYasha!— bramó la mujer, e hizo el amago de levantarse y correr hacia él.
Akitoki pudo reaccionar a tiempo y consiguió impedirle la huida. Usando toda su fuerza, invirtió la postura en la que se encontraban y ahora era ella la que estaba de espaldas al suelo y él quién estaba sobre ella. Pero la mujer tenía mucha energía, a pesar del tiempo que llevaban luchando y las heridas que adornaban su cuerpo, y a Akitoki le costó que no se soltarse. Agarró sus muñecas y las empujó sobre la tierra a ambos lados de su cabeza.
—¡Suéltame! ¡InuYasha!— gritaba ella, sacudiéndose, con los ojos como platos y el rictus descompuesto en la mueca de horror— ¡InuYasha! ¡Déjame ir! ¡MALDITO! ¡Suéltame! ¡Has faltado a tu palabra, bastardo! ¡No tienes honor! ¡INUYASHA!
—¡No he sido yo! ¡Mis hombres actuaron a mis espaldas!
—¡InuYasha! ¡INUYASHA!— gruñía entre sacudidas.
—¡Debes creerme!
Pero Kagome no le escuchaba. Con los ojos inyectados en sangre, se retorcía y retorcía intentando soltarse del agarre, sus piernas pataleando, su cuerpo arqueándose para todos lados y sus brazos moviéndose sin parar. Akitoki pudo aguantar unos segundos, pero entonces ella consiguió colar su rodilla entre sus piernas y de un golpe certero en sus partes nobles, la visión del hombre se nubló por un instante. Aprovechando el momento de confusión y dolor, Kagome se soltó de una mano y le dio un puñetazo en la mejilla derecha, haciéndole perder el equilibrio. Sin mirar atrás, gateó y trastabilló hacia donde había caído la bestia.
—¡Señor!— se acercó uno de los hombres, y le ayudó a ponerse en pie.
—¡¿Qué habéis hecho?!— se zafó de su agarre, con los últimos vestigios del golpe, y le encaró. El soldado se quedó mirándolo con los ojos como plato.
—Se-señor, us-usted iba a… Ella…
—¡Di una maldita orden! ¡Dije que nadie interviniera!
—¡Pero, pri-príncipe…!
De pronto, alguien gritó y Akitoki miró en esa dirección. Allí descubrió a la mujer de rodillas frente a un cuerpo tendido a lo largo, el pelaje que anteriormente había sido de un blanco puro, ahora estaba manchado de suciedad y sangre. Kagome se encontraba sobre él, cercano a su cabeza, con el cuerpo inclinado hacia delante como si le estuviera suplicando a algo o a alguien.
Una parte del corazón de Akitoki se murió con aquella imagen. Quizás tenía que ver con su honor, con la promesa que le había hecho a ella y que indudablemente había quedado rota con las acciones de sus hombres. O quizás simplemente porque solo bastaba mirar la escena para descubrir cuán importante parecían ser el uno para el otro. Cuan rota y devastada se veía por su muerte a pesar de ser una simple bestia.
Kagome permaneció durante unos segundos en aquella postura. Encogida sobre sí misma, aferrándose al pelaje de un cuerpo que Akitoki no podía distinguir desde la distancia si respiraba o no. Entonces, gritó a todo pulmón, echando la cabeza hacia atrás, y fue un grito que le nació desde lo más profundo de sí misma, cargado de toda la rabia y el dolor que la consumían.
De repente, se escuchó en la distancia un coro de aullidos, en respuesta a la llamada de cólera de su Reina. Como si entendiesen y acompañasen su dolor. Como si estuviesen jurándole su lealtad.
Akitoki y sus hombres miraron a todas partes, alertados por ese suceso completamente inesperado. El conjunto de aullidos duró unos pocos segundos, por lo que hubo tiempo para que se dieran cuenta de que cada vez estaban más cerca. Eran refuerzos.
—¡Señor!
—¿Qué hacemos?
Akitoki juró por lo bajo.
—¡Cargad los cañones!— señaló a los mismos, observando todo con frenetismo— ¡Fusiles y pistolas en primera línea! ¡Estad atentos al ataque! ¡Pronto los tendremos encima!
Observó con evidente inquietud el terraplén que había detrás de ellos. Aunque sus hombres abajo estarían bien, lo que anteriormente se había convertido en una ventaja en la batalla, dándole un punto estratégico de ataque, ahora podía perjudicarles gravemente. Debían tener mucho cuidado y no perder terreno porque de no ser así, estaban destinados a caer por el precipicio.
—¡SEÑOR!
—¡PRÍNCIPE!
Akitoki sintió repentinamente un empujón y casi perdió el equilibrio, pero consiguió mantenerse en pie en el último momento. Parpadeó, mirando en la dirección que había recibido el envite, y se encontró con la asustada y horrorizada mirada de uno de sus hombres, y junto a él… Kagome, indomable, furiosa, estaba empuñando la espada que le atravesaba el estómago de punta a punta. El soldado, cuyo nombre Akitoki no podía recordar, había sacrificado su vida por salvarle, poniéndose en medio del ataque de la mujer.
El hombre gorgojeó unas palabras que no tuvieron sentido alguno y sus rodillas cedieron, haciéndolo caer con un golpe seco. Kagome ni siquiera parpadeó cuando sacó la espada del cuerpo y hubo algo en el sonido del metal deslizándose por la carne, en la impasibilidad en las acciones de la mujer y en el rostro femenino contorsionado por la ira… que puso a Akitoki los vellos de punta.
Kagome miró en su dirección, y sus ojos ardieron con un fuego abismal e imparable, nacido desde el más profundo de los infiernos.
—Me diste tu palabra— siseó entre dientes, y alzando su espada, se lanzó hacia él.
Akitoki tan solo tuvo el tiempo justo para levantar su arma en respuesta y defenderse del ataque, aunque no fue fácil. De pronto, los envites de la mujer estaban motivados por una fuerza que hasta ese momento no había visto en ella. Atacaba el doble de fuerte, se deslizaba por el terreno el doble de ágil y se defendía el doble de rápido. Akitoki a duras penas podía seguirle el ritmo.
Un nuevo coro de aullidos se escuchó, cerca, muy cerca, prácticamente encima de ellos, y de pronto, decenas de figuras a cuatro y dos patas emergieron de entre los árboles. Abajo, con sus hombres, y allí arriba, con ellos. Akitoki no pudo detenerse a mirar mucho a los recién llegados ya que su atención estaba puesta en la pelea, pero por la indumentaria y la especie animal de los recién llegados, estaba seguro de que se trataba de los clanes lobos de la montaña. Un clan que se caracterizaba por estar apartados del mundo y no rendir cuentas a nadie más que a ellos mismos.
Esos mismos lobos ahora se encontraban luchando contra los humanos, después de haber respondido al grito de… una… humana.
No, no una humana cualquiera.
De la Reina de los Demonios.
El caos estalló en el campo de batalla.
Akitoki oía de fondo el sonido de los cañonazos y los disparos de sus soldados, así como también los gruñidos de animales y el acero sajando la carne. Todo a su alrededor se convirtió repentinamente en una lucha a muerte y por primera desde que empezó a la Guerra de los Dos Reinos, Akitoki sintió verdadero temor por saber que eran superados en fuerzas y en número. El ataque les había cogido por sorpresa. Sus hombres luchaban con todo lo que tenían en sus manos contra los miembros del clan lobos.
Él, por el contrario, se encontraba en una burbuja. Aislado de todo y de todos, con plena atención puesta en Kagome y sabiendo que cualquier despiste, cualquier error o caída le haría caer. Kagome se veía decidida a acabar con él y ni siquiera locura que se había desatado a su alrededor conseguía distraerla de su objetivo. Era como si el mundo hubiera desaparecido, todo lo demás había dejado de tener sentido, y su único fin en la vida era acabar con él.
Con el hombre que había roto su palabra.
Él único culpable, a ojos de ella, del ataque a… su… bestia.
De pronto, se había transformado. Increíblemente ágil, se movía de un lado a otro, fintándole, golpeándole con su espada, buscando algún punto débil en el que poder atacarle. Sus ojos no se desviaban de él ni un milímetro y si por un casual él conseguía defenderse, pasando de largo y dándole la espalda, apenas había pasado un segundo antes de que Kagome se hubiera dado la vuelta en su dirección y estuviera atacándole de nuevo.
—¡Yo no sabía que lo harían!— espetó entre dientes en algún momento, cuando sus espadas quedaron cruzadas frente a sus ojos— ¡Se los ordené, me oíste!
Pero ella actuó como si sus palabras no fueran importantes porque rápidamente hizo un barrido con sus piernas con la intención de hacerle perder el equilibrio. Akitoki cayó, pero con una suerte que ni él mismo supo explicar, consiguió llevarse a ella por el camino y los dos chocaron con el suelo; él, de espalda, y ella con los morros en el suelo. En menos de un parpadeo, Akitoki se había incorporado y se había montado en la espalda de ella, ahorcajadas en su cintura, apuntando con el filo de su espada al cuello de la mujer.
Su mano tembló por un ligero instante, aunque no se movió. Kagome, quién al principio había empezado a retorcerse para que se quitara de encima, se quedó paralizada al sentir el frío beso del metal, con el cuerpo tenso y la cabeza erguida.
—Se acabó, te tengo— anunció Akitoki ignorando el sabor viscoso en su boca de… ¿la decepción? ¿La culpa? Por los dioses, ¿qué le estaba pasando? Antes de pensarlo, continuó hablando—: Si te rindes ahora y tiras las armas, tendré clemencia contigo.
Pensó que sus palabras le enfurecerían, que se reiría en su cara por lo absurda que le parecerían, pero para su total sorpresa, la mujer actuó impasible, como si, una vez más, no las hubiera escuchado. Como si ese desinteresado acto de bondad no mereciera su atención. Estaba más pendiente de mantener el tronco superior y la cabeza erguidos para así poder mirarle por el rabillo del ojo. Y aunque su respiración era agitada y todo su rostro estaba lleno de golpes y sangre, Akitoki nunca había visto una imagen tan bella – infernal – como esta.
—Si te rindes ahora, prometo proveerte de lo que necesites. Te haré cambiar de opinión con respecto a mi pueblo, tu gente— insistió odiando la desesperación reflejada en su voz— Te daré una segunda oportunidad, si dejas todo esto atrás.
Kagome no movió ni un músculo. Ni siquiera retorció el rostro en una mueca de ira, desconcierto o reflexión. Nada. Era como si… como si realmente no lo hubiera escuchado. No que no quisiera hacerlo, que lo ignorara o que creyese que no merecía la pena hablar con él. Antes ella había respondido a cada uno de sus envites verbales con furor y arrojo, pero ahora…
Y entonces recordó. Recordó a la niña escondida en el bosque que huía despavorida de él con sus palabras siendo incapaces de alcanzarle. Recordó el brillante temor en sus pupilas, la desesperación por estar ante un desconocido, la creencia de que él vendría a por ella y le haría daño a pesar de que le juró que estaba a salvo a su lado. Y recordó las palabras que le dedicó, momentos antes, cuando atacaba a los humanos, a esos padres que le abandonaron siendo una bebé:
«¿Una humana? ¿Cómo tú? ¿Eso soy? Creo que mis padres biológicos no pensaron lo mismo cuando decidieron abandonarme en el bosque, cuando me encontraron defectuosa…»
Defectuosa…
Kagome… la Reina de los Demonios… no podía oír. Era sorda.
Pero… ella le había oído. En su batalla dialéctica por acabar con aquella disputa, ella había estado respondiendo sus preguntas y provocaciones, había conversado con él. De alguna manera, había tenido oírle. Y sin embargo… en esta última batalla, después del ataque hacia la bestia… Akitoki rememoró como Kagome, a pesar de su afán por querer acabar con él, en ningún momento le quitó la vista de encima, ni tampoco se dejó influenciar por el caos que había a su alrededor. Necesitaba de la vista, porque de la audición había sido privada.
—Tu bestia está muerta, lo sabes, ¿no?— dijo con voz fuerte y clara por el simple hecho de probar su teoría.
Cuando ella no movió ni un músculo, sus pesquisas se ratificaron.
Oh, por los dioses…
Una sensación de estupor se deslizó por el cuerpo del príncipe, quien tuvo que dar todo de sí para no dejarse llevar por ella. Rápidamente volvió en sí y con ayuda de su espada y manos consiguió darle la vuelta para que fuera la que estuviera tumbada boca arriba con él acechándole.
Exactamente la posición contraria a la que estaban antes de que sus hombres decidiesen levantar armas sin consultárselo.
Akitoki se quedó mirándola por un par de segundos embobado, admirando como, a pesar de su posición en clara desventaja, no había perdido ni un ápice de la expresión aguerrida e iracunda. Sus ojos, esas dos lagunas que había llegado a admirar como al más fino oro de su tierra, jamás se habían visto tan expresivos como en ese momento.
—Eres hermosa…— susurró antes de pensarlo siquiera. Sintió calor en su cuello inmediatamente después, pero fue un acto instintivo, una voz nacida desde lo más profundo de su interior.
Kagome entrecerró los ojos y por un fugaz momento, Akitoki sopesó la idea de si era capaz de leer los labios. Decidió intentarlo.
—Ven conmigo, yo te protegeré— le susurró, articulando exageradamente para que ella le entendiera. Las palabras le sonaron vagamente conocidas, y luego recordó que fueron las mismas que le dijo años atrás. Esta vez, ella iba a escucharle y entenderle.
Un fuego llameó en los ojos de Kagome, que desapareció en el segundo que parpadeó. Permaneció en absoluto silencio.
—Nadie te hará daño si decides rendirte, te doy mi palabra. Esta no es tu lucha.
Como si sus palabras hubieran encendido un interruptor, Kagome se movió, pero en lugar de intentar escapar, el movimiento que Akitoki habría esperado, lo que hizo fue soltar uno de sus brazos para agarrar la espada que se mantenía en alza sobre su cuello. Ciñó los dedos sobre el filo de metal y con la sangre tiñendo su mano, apretó el arma contra su pálida piel.
Sin necesidad de decir ni una sola palabra, Akitoki entendió todo lo que quería decir.
Tragó saliva, sus manos nuevamente temblando.
—Estás demente.
Kagome parpadeó. Y Akitoki dudó. Porque sabía que aquella era su oportunidad dorada, el momento que había estado esperando. Las puertas de la victoria le esperaban abiertas de par en par y estaba a tan solo un golpe de traspasarla. Si acababa con la vida de la Reina de los Demonios por fin serían imparables. Ya nada podría detenerles. Su pueblo por fin sería libre; él habría cumplido su cometido, la promesa que en silencio se hizo a sí mismo y le hizo a su gente.
No obstante… había una voz en él, una vocecilla muy, muy pequeña, pero que la oía claramente en su cabeza, que le decía que estaba cometiendo un error, que no debería estar haciendo eso. Que el verdadero demente era él.
Ese par de segundo en los que se detuvo a causa de las inesperadas dudas fue lo que terminó condenándole.
En un segundo estaba sobre la mujer, sosteniendo la espada a escasos centímetros de su yugular, y al siguiente un latigazo de dolor le había atravesado el pecho mientras todo su cuerpo se estampaba contra suelo. Algo muy pesado se instaló sobre él y un viento cálido, amargo, le rozó el rostro.
Oyó un gruñido, un sonido que retumbó en su cabeza y penetró por cada poro de su piel.
A duras penas consiguió abrir los ojos, su conciencia viajando a través de su aturdida mente, y el corazón se le detuvo cuando se encontró cara a cara con unos relucientes ojos dorados y un hocico peludo lleno de afilados colmillos a tan solo un palmo de su rostro.
Su cuerpo dejó de responder. Su mente se quedó en blanco. Esos ojos dorados brillantes como mirar al sol directamente se clavaron con saña en su conciencia, y Akitoki perdió la conciencia de lo que le rodeaba.
La bestia chasqueó los dientes a tan solo un centímetro de su rostro, la punta de su pelaje rozando la piel de la mandíbula del humano. Una desagradable sensación de humedad se instaló entre las piernas de Akitoki.
Y es que la imagen que tenía ante sus ojos era la de un demonio recién escapado del infierno con la única misión de querer llevárselo arrastras con él hacia el lugar donde pertenecía.
—I-i-i-imposi… ble…
Estabas muerto, quiso añadir, pero las palabras no salían de su boca. En realidad, sus pulmones ni siquiera podían funcionar.
La bestia, como si lo entendiera sin necesidad de palabras, gruñó con más fuerzas y apretó sus patas sobre el cuerpo del príncipe, clavándole las garras en la parte superior de su tronco. Siente lo muerto que estoy, parecía estar diciéndole. Mira como habéis acabado conmigo.
—InuYasha…
La bestia parpadeó una vez. Y entonces giró la cabeza lo justo para mirar por encima del hombro, encontrándose a una temblorosa Kagome, con el cuerpo lleno de heridas y suciedad, el rostro prácticamente púrpura y rojo; pálida, demacrada y ligeramente confundida.
Akitoki ladeó la cabeza hacia la derecha, apoyando su mejilla en el suelo, y a pesar de lo turbia que era su visión, fue consciente de los ojos anegados de la mujer, de la lágrima que se deslizó lentamente por su mejilla, de la pequeña e incrédula sonrisa que se formó en sus labios.
Y en ese momento lo entendió. Supo verlo: el hilo rojo que irrevocablemente unía estas dos almas. La complicidad, el vínculo, el amor que se profesaban. Cómo, sin dudarlo un instante, serían capaces de dar su vida el uno por el otro; cómo lo habían hecho. Como sus vidas estaban tan enlazadas el uno con el otro que sería como tirar de un lazo; si uno cae, el nudo se rompe y nada sobrevive.
Si la Reina de los Demonios tenía una debilidad, era esa. Él. La bestia.
Y el talón de Aquiles de la bestia era…
Aprovechando que la bestia acababa de apartar la vista de él, Akitoki lentamente movió la mano hasta su cinturón, donde guardaba una pequeña daga. Regalo de su madre, el cual había llevado con él siempre más como un amuleto de buena suerte que como una verdadera arma. Nunca había tenido la necesidad de usarla. Pero ahora… ahora… tan solo tenía que apuntar a la yugular.
Esta vez sí, era su última oportunidad. No más fallos, no más dudas.
Por sus padres, por su reino. Por él.
Intentando controlar su respiración, sus dedos se aferraron al frío mango del arma y antes de ponerse a pensar en las consecuencias de sus actos si fallaba el plan, desenvainó el arma y con todas las fuerzas que le quedaban, se lo clavó de un certero golpe en el peludo lomo. La bestia gañó, adolorida, y su primer impulso fue apartarse, por lo que Akitoki se encontró con sus brazos libres. Reprimiendo una risa de alivio, se incorporó para lanzarse al cuello de la bestia para rajarle la garganta.
—¡INUYASHA!
Crash.
Akitoki se paralizó, cayendo de rodillas, con el cuerpo incapaz de responder las órdenes de su cabeza. Un relámpago de dolor se propagó desde su hombro izquierdo por todo su cuerpo, volviéndolo loco de agonía. Sus dedos dejaron de tener fuerza y la daga se le cayó al suelo. Boqueó, buscando oxígeno, pero el cuerpo no le funcionaba. Alzó la mirada y se encontró con Kagome, quién se había medio incorporado en el suelo, adquiriendo una posición que insinuaba que acababa de tirarle algo.
Fue entonces cuando vio el rudimental puñal que sobresalía de su pecho.
Fue entonces cuando entendió que, no importara lo que hiciese, no volvería a tener otra oportunidad.
Kagome respiraba agitadamente, su cabello suelto, encrespado, sucio, encuadraba su rostro ceniciento. Lentamente, se puso en pie y Akitoki lo vio todo moviéndose a cámara lenta, o quizás fuera su cabeza que le costaba asimilarlo. La vio empezar a caminar con una marcada cojera y acercarse a dónde se encontraba InuYasha relamiéndose su nueva herida; la vio extender una mano, rozar su costado y suspirar de alivio, cómo el acercó su rostro al de ella y suavemente olisqueó y lamió su mejilla; la vio acariciar la quijada, entremeter los dedos en el pelaje albino sucio y aferrarse a ellos como si pensase que pudiera desaparecer que cualquier momento; la vio inclinar la cabeza y apoyar su frente sobre la de él, cerrar los ojos y por primera vez desde que sus caminos se encontraron por segunda vez, relajar sus hombros completamente; la vio sonreír, la sonrisa más pura, limpia y brillante que jamás había visto en su vida. Y la vio erguirse, dedicarle una última caricia y girarse hacia dónde se encontraba él, herido y paralizado. Roto. Acabado.
Cojeó hacia él, sin apartar la mirada de los ojos desenfocados del príncipe y se detuvo justo delante.
Extendió la mano, agarró el puñal que seguía teniendo clavado y se inclinó hasta que sus rostros quedasen a un palmo.
—Tus hombres prácticamente han caído todos bajo la garra de mi gente— susurró, con cadencia y oscuridad—. Estás solo. El egoísmo y la deslealtad de tus hombres han hecho que lo pagasen caro, y tú también lo harás.
La respiración de Akitoki se revolucionó, y un gemido escapó de sus labios cuando Kagome retorció el puñal antes se extraerlo limpiamente.
—Podría haberte dejado vivir. Como un gesto de buena voluntad por tu inexplicable deseo de salvarme— enfatizó con burla—, pero te metiste con lo más importante para mi y eso no puedo perdonártelo jamás. Cada acto tiene sus consecuencias.
—Hazlo— espetó entre dientes, con el último resquicio de energía que le quedaba. Su cuerpo lentamente estaba dejando de responderle— Te prometo que si pudiera moverme haría lo posible por acabar contigo y con tu… bestia. Mi buena voluntad, mi compasión por ti, jugó en mi contra.
Un brillo de sorpresa cruzó la oscura mirada de la mujer y sonrió, medio comprensiva, medio triste.
—Tienes toda la razón. Querido príncipe, la corona es un peso difícil de llevar y no todo el mundo está a la altura de ella. Yo por supuesto que no lo estoy, pero tú… quizás sí. El mundo merece más dirigentes como tú— se inclinó hacia él hasta que sus rostros quedaron a un palmo. Akitoki jadeó, su corazón bombeando a toda velocidad, y se ahogó en su mirada ardiente e interminable— Me alegro de haberte conocido, su Alteza, pero el mundo dejó atrás hace mucho tiempo la bondad. Creí que lo sabías ya. Pero como he visto pocas almas como la tuya en esta era de dolor y sufrimiento, voy a decirte una cosa: descansa en paz porque me encargaré personalmente de terminar esta guerra sin más bajas en ninguno de los bandos. Lo prometido es deuda.
Crash.
Un segundo de dolor, y entonces nada. El cuerpo del Príncipe Akitoki se desplomó en el suelo.
Cuando exhaló su último aliento en el campo de batalla, de fondo se oía el sonido de un aullido de perro, coreado por el de sus compañeros lobos.
En su memoria, permanecería para siempre congelada la imagen de los ojos más hermosos y expresivos que había conocido nunca y que de alguna manera le habían robado la cordura y la razón:
Los ojos de la Reina de los Demonios.
Primero de todo, tengo que darte las gracias por haber llegado hasta aquí. Espero que no se te haya hecho muy pesado y que lo hayas disfrutado tanto como yo escribiéndolo. Segundo, ¡HOLA HOLAAAAA! Por si os lo estabais preguntando, sep, sigo viva. Y escribiendo (aunque a duras penas). Con deciros que he tardado casi todo el mes de septiembre en escribir esta historia; odio la vida adulta :c
En fin, ¿qué os ha parecido la historia? La verdad es que ha sido todo un reto contar la historia desde un punto de vista externo, como es el de Akitoki, pero la primera vez que pensé en esta trama, me imaginé una Kagome lejos de su zona de confort, siendo toda una Reina peligrosa y después de darle muchas vueltas... ¡he aquí! También tengo que decir que mi intención era hacer un one-shot, y no sé vosotros, pero después de haber escrito todo lo que tenía pensado... me he quedado con ganas de más...
No sé, quién sabe, a lo mejor si veo que la historia es bien recibida me anime a escribir más sobre este mundo. A lo mejor ya tengo pensado lo que pasa y todo, je je je. Como digo, quién sabe ;) Eso sí, tenedme paciencia porque últimamente tengo poco tiempo libre.
Venga, decidme que os ha parecido.
¡Muchas gracias por leerme!
Pd: Para mis lectores de Helium, que sepáis que no me he olvidado de la historia. La terminaré, algún día, pero prometo que lo haré.
