Luna. Luna cruel y desvergonzada. Sonriendo maldadosamente a veces, burlándose de las desgracias de la humanidad. Pero ahora no. Ahora su rostro la observa con una mueca muda de asombro y las estrellas la señalan como una pecadora cándida y descarada.
Porque, efectivamente, así se siente.
¿Qué más puede hacer, salvo sentarse en el alfeizar de la ventana y suplicarle perdón a la luna, que noches atrás fue testigo de su pecado?
Se entierra las uñas en las palmas (las mismas que dejaron huella en el cuerpo de su hermano) y las lagrimas se agolpan en sus ojos.
Pecado, sí. Tabú, además.
Culpa. Culpa no por haber pecado, sino por haber disfrutado de él. Cierra los ojos y las manos de su hermano vuelven a recorrer su cuerpo; escucha sus labios susurrándole palabras de amor, falsas tal vez. Recuerda su pulso acelerado, ofreciéndose impunemente...
No. No debía recordarlo. Maldijo aquel maldito juego entre ambos, acabado en deshonroso desliz.…
Él entra, suavemente, casi sin hacer ruido. También avergonzado, pero deseoso de sentirla nuevamente.
Ella se aferra más al alfeizar de la ventana; él juega con el borde de su camisón, blanco y pequeño.
-Está mal- trata de convencerlo.
Él se queda callado, abrazándola por detrás. Ella puede sentir su aliento y las únicas palabras que salen de sus labios esa noche son:
-Será nuestro secreto.
Y antes de que Ginebra pueda ser conciente de lo que hace, le responde:
-Nuestro secreto.
