Notas: Aunque ya apenas participo en el fandom HP, Nigriv me ha convencido para que suba todo lo que quedaba pendiente para subir aquí en fanfiction. Esta historia estaba publicada en el foro Siete Almas (link en mi perfil).
Una última mirada (quinta parte)
Al llegar a las cocinas, seguida por una treintena de niños amedrentados, no estaba preparada por lo que se le vino encima. Una elfina doméstica se echó a sus brazos, llorando a moco tendido, amarando su túnica con lágrimas de cocodrilo y el aroma inequívoco de alcohol. Entre sollozo y sollozo, la pobre criatura no dejaba de repetir un nombre, "Dobby..." y Hermione empezó a atar cabos. Cuando destapó el enorme perol con los restos del caldo, se dio cuenta de que alguien había cambiado el menú.
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Unos ojos rojo frambuesa contemplaban las torres del castillo, que se alzaban imponentes en la oscuridad de la noche. "No por mucho tiempo". Después de tantos años, de tantos planes frustrados, de jugar al escondite con la vida y burlarse de la propia muerte, al fin estaba a punto de alcanzar su sueño: primero, Hogwarts; luego, el mundo. La caída de las defensas del castillo marcó los primeros compases de una trepidante melodía, sus fieles seguidores se aparecían en los jardines como notas de esa sinfonía que había compuesto con toda una vida de dedicación, su obra maestra, una pieza que culminaría con su victoria y supremacía en el Mundo Mágico.
La respuesta del enemigo no se hizo esperar; como había previsto, aunque el viejo chiflado protegía a los pequeños dentro los gruesos muros del castillo, una escuadrilla de jóvenes insensatos, probablemente Gryffindors en su mayoría, haciendo alarde de su bravura salieron a su encuentro.
Sus ojos de reptil escanearon la oscuridad, buscando un muchacho de cabello negro como el pelaje del can cerbero, el único escollo que se interponía en su camino: Potter. ¿Dónde se había metido? Sorprendentemente no se encontraba en cabeza del grupo de jóvenes suicidas que se lanzaban ciegamente hacia una muerte segura; ese lugar lo ocupaba un chico alto, delgado, de pelo rojo como la sangre. "Un Weasley", se dijo, con desdén, el estómago revuelto al recordar cómo una familia de sangre pura podía malograrse tanto como aquella.
El canto de un búho anunció el inicio del fin. Desde la distancia, los hechizos dañinos semejaban un espectáculo pirotécnico, los rayos de luces se sucedían al ritmo vertiginoso de su sinfonía, el toque de genialidad que aderezaba su obra maestra. ¡Qué lástima que solo un grupo selecto supiera apreciar su arte! Con los ágiles movimientos de muñeca de un director de orquestra, agitaba la varita cual fuera una batuta, marcando la entrada en escena de cada instrumento: la furia de las veelas, la insensibilidad de los dementores, la brutalidad de los trols; sin olvidar el conjunto de mortífagos que marchaban todos a una.
¡Oh, al fin le veía! Sus labios se distorsionaron en una horrible sonrisa, al fin podría acabar con aquella cucaracha inmunda que había truncado su ascenso al poder, que lo había condenado a trece años de una existencia miserable, que lo había reducido a una sombra cuando no era más que un bebé. ¡Al fin recibiría su merecido! Ah, pero no venía solo. Sus ojos empequeñecieron, la retina no era más que un resquicio en sus iris rojos. ¿A qué jugaba el joven Malfoy? La idea de seducir al enemigo y arrastrarlo hasta sus pies era brillante, pero no iba a permitir que sus vasallos tomaran esa clase de iniciativa sin consultarle siquiera. Más tarde le castigaría, por su soberbia. Le enseñaría exactamente cuál era su lugar.
Cuando los dos chicos se hubieron acercado lo bastante, tuvo ocasión de comprobar que sus informes eran correctos, que el viejo chiflado había depositado toda la esperanza... ¡en un ciego! Aunque la experiencia le había enseñado que debía desconfiar de las apariencias. La última vez que le lanzó una imperdonable, siendo entonces aún más vulnerable, la maldición rebotó; y gracias a Salazar que había tomado sus precauciones. De no ser por ese mocoso, haría años que estaría disfrutando tranquilamente en un mundo perfecto, sin impurezas ni inmundicias, donde todos le idolatrarían y le considerarían amo y señor... de no ser por ese mocoso, ahora mismo no se encontrarían aquí. Con la varita apuntando hacia el joven moreno de cabello rebelde, no muy diferente a él mismo en sus años de juventud, estuvo tentado a pronunciar las doce letras mortales que pondrían fin a esa espina en su existencia. Pero antes quería divertirse un poco.
— ¡Serpensortia!
Le lanzaba una serpiente no solo para tenerlo ocupado. Quería escucharle hablar en pársel, quería oír por sí mismo cuán cierto era que el lenguaje de las serpientes seducía a las gentes. Esperaba que de la punta de la madera de tejo apareciera un reptil, quizás su Nagini, quizás otra criatura del Bosque Prohibido... Lo último que imaginaba era que la varita absorbiera el muchacho, sin más. Aquella estúpida cucaracha tenía que desbaratarle todos los planes, para variar, desvaneciéndose sin dejar rastro. ¿Cómo era posible? Sin embargo, apenas habían transcurrido escasos segundos cuando la varita en su mano empezó a vibrar y a moverse con vida propia, con otro ritmo distinto al que requería su sinfonía. Probablemente eso es lo que más le molestaba, que una vez más, ese mocoso le había arruinado su pieza maestra. Y hablando del rey de Roma, no se contentaba con seguir su propio ritmo, escapando al orden natural de las cosas. No, tenía que robarle protagonismo, apareciendo de nuevo... ¡desde su propia varita! Arrojado con la fuerza de un rayo, cayó de cabeza en el lugar exacto donde se encontraba antes, a los pies del joven Malfoy. Una persona normal, lanzada como un proyectil, no habría tenido tiempo a reaccionar, ¿verdad? Con un poco de suerte, se habría fracturado esa cabezota suya, o al menos le habría quedado otra marca haciendo compañía a ese relámpago que él mismo le había regalado. Pero Potter no era normal, ni siquiera un brujo corriente. Era pertinaz como una mala hierba, obstinado, aferrado a su patética vida como una garrapata a la piel de un chucho enfermo. Aun estando ciego, sus instintos de supervivencia le llevaron a mover el brazo para amortiguar el golpe, con una velocidad superior a las de cualquier persona con una visión normal. Los reflejos de su rival eran extraordinarios, casi inhumanos... ¿Qué diablos sucedía? ¿Por qué al formular el hechizo, en vez de una serpiente cualquiera, la varita había elegido conjurar al propio Potter? La única explicación que se le ocurría, por absurda que le pareciera, era que el muchacho fuera un reptil. "Un híbrido", se dijo. "¿Qué doxy le ha picado al viejo chiflado para convertir a su niño mimado en un híbrido? ¿Y qué clase de híbrido? Como si no supiera que no tengo problemas para entenderme con las serpientes."
Mientras su mente todavía trataba de asimilar esa información, Harry, con la ayuda de Draco, se levantó y se quitó las gafas opacas, dejando al descubierto unos ojos de un verde sobrenatural, fosforescente. Y aun sintiendo que las fuerzas le abandonaban, no podía apartar la mirada, hechizado por la intensidad de ese verde, frío pero acogedor, el mismo verde que había salido de su varita en tantas ocasiones, el verde que se había llevado tantas vidas, el verde de un avada kedavra. "¡Un basilisco!" Debería resistirse, separar sus ojos antes de que fuera demasiado tarde, mas cualquier intento era en vano. Quizá, ni aunque pudiera imponerse a esa extraña fuerza magnética, dejaría perderse voluntariamente la bella visión que ofrecían aquellos dos magos, tan diferentes que se complementaban a la perfección: desde un punto de vista estético, eran la pareja perfecta.
Le pareció escuchar unos pasos que se aproximaban, alguien acudía en su ayuda. El rubio, desde detrás, susurró unas palabras al oído del moreno, unas palabras que, por alguna perversa razón, imaginó que eran susurradas todas las noches entre las sábanas de seda de alguna alcoba secreta, o bajo las ramas del haya junto al lago. Aunque probablemente no eran más que los desvaríos de un pobre moribundo. El híbrido giró la cabeza hacia algún punto a su izquierda. Era su última oportunidad, ahora podía escapar de aquella influencia hipnótica: tan simple como cerrar los párpados. Pero la curiosidad pudo más, y sus ojos frambuesa se dirigieron también hacia el nuevo centro de interés de su rival: Lucius Malfoy acababa de caer al suelo, fulminado. Tendría que haberlo imaginado, para alguien que no hubiera tomado tantas precauciones como él, aquella mirada era una muerte instantánea.
Besos, el ruido de unos labios sobre piel acaparó su atención, y sin poder evitarlo, sus ojos volvieron hacia su enemigo. Tenía la secreta esperanza de pillar a los dos jóvenes en un beso fortuito, pero se encontró que Potter le miraba directamente, imperturbable; detrás, el joven Malfoy besaba la palma de su propia mano, y en cuanto supo que había conseguido llamar su atención, tuvo la osadía de enviarle un beso en el aire. "Como a una vulgar colegiala". En otras circunstancias, ese simple gesto habría desatado su furia, comparable a la de todas las quimeras de ese mundo, y aún se habría quedado corto. Pero no se encontraba en condiciones óptimas, precisamente.
En ese duelo de miradas, él no era el único que desfallecía. Potter también se tambaleaba; de no tener el apoyo del rubio, que lo agarró por la cintura, quizás habría caído, exhausto. Y mientras su vida escapaba en esa última mirada, no podía dejar de admirar cómo su sinfonía, que ya no sonaba según su idea original, sino según unas variaciones imprevisibles, cumplía todas sus expectativas. Potter había tomado la batuta y conducía la melodía a su fin apoteósico con admirable maestría. Justo antes de su última exhalación, un atisbo de sonrisa floreció en sus labios: esa batalla, su obra maestra, sería recordada durante mucho tiempo. Nadie pondría en duda de que Tom Sorvolo Ryddle había sido un genio.
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El duelo había agotado todas sus fuerzas. Los ojos le escocían como si millares de luciérnagas diminutas habitaran en su interior. Se había acostumbrado a un mundo de tinieblas, el que le ofrecían las gafas mágicas para proteger a aquellos que le rodeaban; y ahora sin ellas, cuando la luna se asomó tras las nubes para contemplar la masacre y destrucción de la batalla, quedó cegado por su brillo. Respiraba profundamente, como si el aire nocturno pudiera proporcionarle la paz de espíritu que tanto anhelaba. Era inútil, la victoria le había dejado un sabor de almendra amarga. Todavía no sabía cuántas víctimas se había cobrado la batalla, ni cuántos mortífagos habían conseguido escapar. Solo sabía que se sentía cansado, terriblemente cansado.
La mano que le había sostenido durante el duelo se retiró de su cintura, y un susurro cálido le erizó el vello en la nuca:
— Te veo luego, Harry. — Y dicho eso, se marchó.
Era extraño cómo en tan poco tiempo se había acostumbrado a la compañía de Draco Malfoy como para no sentirse excesivamente incómodo. Casi se había olvidado de su presencia. Igual que casi se había olvidado del pequeño frasco guardado en su bolsillo: el antídoto para volver a la normalidad, para dejar de ser un monstruo con una mirada letal.
Sus dedos hurgaron entre la tela de su túnica hasta encontrar la botellita. Una lágrima fría, de cristal, que le trajo recuerdos de Ginny, y de cierto sueño que preferiría olvidar. La descorchó con suma delicadeza, y la acercó a sus labios, lentamente. El perfume embriagador invadió su sentido del olfato, "jazmines", hipersensible desde que accedió a tomar parte en el plan descabellado de Snape. ¡Oh, cómo detestaba el profesor de pociones! ¿Cómo se había atrevido a convertirlo en un híbrido, mitad chico, mitad basilisco? Y él, como buen Gryffindor, incauto por naturaleza, aceptó tomar la poción experimental cuando todavía no estaban seguros de los efectos exactos...
Apoyado contra el tronco de una encina, bebió hasta la última gota del antídoto. Cerró los ojos, mientras un resquemor bajaba por la garganta y le invadía el estómago. Sus piernas finalmente cedieron y acabó cayendo. De lejos escuchó que alguien se acercaba y gritaba su nombre.
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Se arrodilló junto el cuerpo ensangrentado de su
hermana, que había caído luchando con la fiereza de una
fiera leona. El fluido rojo todavía manaba de su piel, cada
poro convertido en una fuente de agua de la vida que resplandecía
bajo la luz de la luna. Su rostro se había convulsionado en
una mueca que reflejaba el terrible dolor que había sufrido en
sus últimos instantes. Una simple palabra, "desangriocorpus",
un hechizo que alguien había olvidado incluir entre las
imperdonables, había robado la vida de su hermana. ¿Qué
satisfacción podía sentir de darle su merecido a la
rata, cuando Ginny había sucumbido?
Cerró los
puños, la mandíbula le temblaba, de rabia y de
impotencia. Quería llorar, pero sus ojos se habían
quedado secos. Cuando salió a luchar en esa batalla, sabía
que él moriría, había preparado su espíritu
para ese último viaje. Pero para lo que no se había
preparado era para sobrevivir a Ginny. Él era su hermano,
tenía que protegerla, y había fracasado en su misión.
Tendría que haberla mandado a las cocinas, junto con
Hermione... Tendría que haberse quedado en la Madriguera, no
tendría que haber vuelto al colegio después de las
vacaciones de Navidad. Pero ya era demasiado tarde, Ginny se había
negado a quedarse en la retaguardia, se había ofrecido
voluntaria para plantar cara a su enemigo... y lo había pagado
a un precio muy elevado.
— Ron...
Aunque en la carrera de auror la habían instruido para enfrentar situaciones adversas, Tonks no pudo evitar que una lágrima resbalase por su mejilla. Se le rompía el corazón ver a Ginny, la joven bruja pizpireta con un potencial brillante, víctima de las fauces de la más cruel de todas las muertes.
— Harry lo ha logrado. Quién-Tú-Sabes ha muerto.
Transcurrieron algunos segundos antes de que esas palabras produjeran ningún efecto en el pelirrojo, que se había quedado anonadado. Cuando al fin levantó cabeza se percató de que, efectivamente, todos los mortífagos que no habían caído en la batalla, habían desaparecido. "No saben luchar sin un líder". Lejanas quedaban ya esas palabras que había escuchado alguna vez en boca de Harry.
—
¿Dónde está?
— La última vez que lo
vi se fue con Draco...
— ¿Con Malfoy? ¿Lo dejaste
solo con Malfoy? — preguntó, incrédulo.
—
Alguien tenía que luchar contra los tres vampiros que querían
comérselo a bocados — trató de defenderse la
metamorfimaga, inconsciente del doble sentido de sus palabras. — Y
Draco era el único de nosotros que sabía dónde
encontrar a Quién-Tú-Sabes.
— Sí, claro,
el perro siempre sabe dónde se encuentra su dueño.
En sus palabras transmitía todo el veneno que sentía por el Slytherin. Harry podía ser demasiado confiado, a veces.
Alargó la mano y cerró los ojos de su hermana, susurrándole su último adiós. Se levantó, en su rostro pálido apenas se distinguían las pecas.
— Vamos.
Buscaron entre los jardines del castillo, intentando no tropezar con los heridos y los cadáveres de uno y otro bando. Ginny no era la única baja en el Ejército de Dumbledore: Zacharías Smith también había pasado a mejor vida, junto con Anthony Goldenstein... Entre los heridos también había algunos profesores: la señora Sprout, Flitwick, McGonagall... Los equipos de rescate, dirigidos por la señora Pomfrey, no daban abasto. El profesor Snape se les unió.
Al cabo de un rato encontraron al muchacho que yacía al pie de una encina, a la entrada del bosque. Por un momento temió lo peor; cruzó los dedos, que su amigo no estuviera muerto también. La última vez que se habían visto, él se había marchado enfurecido por las falsas conclusiones a las que había llegado viendo a Harry y a Hermione interactuar durante la comida. Había creído que estaban flirteando con descaro, y la muchacha había necesitado largo tiempo y mucho tacto para demostrarle que lo único que había entre ellos era afecto entre amigos... No solo eso, Hermione también le había dejado claro lo que él nunca se había atrevido a creer: que lo amaba a él, que su corazón tenía grabado su nombre: Ron. Y pensar que por culpa de un malentendido y sus celos terribles había estado a punto de perderlo todo, un amigo, un amor.
— ¡Harry!
El chico todavía respiraba, su pecho ascendía y descendía a un ritmo acompasado, y Ron dejó escapar el aire que no sabía que contenía. Harry había sobrevivido. Bajo la luz de la luna creciente, su rostro angelical brillaba con un aura blanca, casta, pura. Ya no llevaba aquellas horrendas gafas negras, la brisa jugueteaba con el flequillo rebelde y dejaba su frente al descubierto. Allí donde antaño había figurado su famosa cicatriz ya no quedaba más que una fina línea rosada. Entre sus dedos cogía un frasco de cristal, delicado como una lágrima.
— ¡Harry! ¿Te encuentras bien?
El moreno se frotó los ojos al sonido de su voz, como si justo acabara de despertar. Parecía un niño pequeño.
— ¡Cuidado, Ron, — trató de advertirle el profesor de pociones. — Todavía no...
Demasiado tarde. La sonrisa que empezaba a dibujarse en el rostro del pelirrojo quedó congelada cuando su mejor amigo abrió los ojos. Una última mirada fría y letal, del color del avada kedavra, lo fulminó allí donde se encontraba, sin darle tiempo a reaccionar. El muchacho de pelo azabache cerró los ojos inmediatamente, pero ya no había nada que hacer. El antídoto no había tenido efecto alguno, y la muerte, irrevocable, se había llevado a otro ser querido. Harry seguía siendo un arma de doble filo que hería allí donde más duele.
Continuará
