Una última mirada (sexta parte)

Se alejaba del campo de batalla todo lo deprisa que sus patas le permitían. Ya había tenido bastante zarandeo durante el duelo contra aquella bruja insolente que no dejaba de reír y gritar como una chiquilla. Había tenido que aferrarse con todas sus fuerzas en la tela del bolsillo de su amo, que saltaba, se agachaba, corría y daba volteretas mientras agitaba su varita de madera y profería palabras impronunciables: "hocus pocus", "jabberwocky", "mimblewimble", "abracadabra"... Se le revolvían las entrañas con el mero recuerdo de esos minutos interminables, esos rayos y chispas deslumbradoras, y ese ajetreo que lo había hecho rebotar de un lado a otro como una bludger sin ninguna consideración. No necesitaba darle sabor a la vida con esas emociones fuertes, adoraba a su amo precisamente porque siempre había llevado una existencia más bien tranquila...

Un bulto se interponía en su camino, el cuerpo inanimado de una mujer con el pelo de ébano, aquella bruja de risa impertinente que había herido a su amo. Trepó por la túnica sedosa hasta alcanzar el hombro. Desde allí tenía mejor perspectiva: a un lado, el chico que lo había cuidado durante tantos años, la vida apacible en el castillo a la que ya estaba acostumbrado; al otro, el bosque lleno de peligros y aventuras, una promesa de libertad. Miró el rostro de la mujer: podía distinguir las mejillas que palidecían bajo la luz de la luna creciente, los ojos con la mirada perdida en el infinito. Se acercó a sus labios carnosos, hermosos de no ser por esa sonrisa socarrona, y los besó. El milagro no se produjo, aquel beso no le devolvió la vida, y él seguía siendo un sapo. Resignado, contempló por última vez aquellas facciones delicadas y crueles: la muerte le sentaba bien. Aquella mujer había sido bella, pero peligrosa.

Saltó hacia el bosque. A cada paso, más lejos sentía los remordimientos
de abandonar a su amo justo entonces, malherido. Sobreviviría, escuchaba el sonido de gente que se acercaba, pronto le encontrarían. La brisa nocturna le invitaba a seguir adelante, hacia lo desconocido; era su oportunidad, era el momento de elegir su destino, iniciaba un viaje que le llevaría hacia la libertad... y hacia su verdadero amor.

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Un rostro pecoso, pelo escarlata como la sangre, se había grabado a fuego en sus retinas. Por mucho que apretara los párpados, por mucho que zarandeara la cabeza de un lado para ahuyentar esa imagen, ese rostro persistía en quedarse a hacerle compañía, con una sonrisa a medio dibujarse en sus labios, la chispa de sus ojos helada bajo su mirada letal... Pudo sentir la muerte salir de sus propios ojos, acercarse a su mejor amigo, veloz y peligrosa como un rayo, y arrebatarle la vida. Ron se había ido, y él había sido su verdugo.

Sus instintos de reptil despertaron de nuevo, con más fuerza: "Desgarrar... Despedazar... Matar...". Aunque no estaba del todo seguro que sus deseos de infligir daño se debieran exclusivamente a su condición de híbrido: sentía el veneno del odio en su sangre, sentía que le impulsaba a actuar en contra de todos los ideales en los que siempre había creído... hasta ese momento. Ya no, ahora solo tenía sed de venganza. Ya no era Harry Potter, el chico de oro, ahora era Harrylisco, el monstruo. Alguien le había utilizado como instrumento y pagaría por ello: Snape.

Serpenteó, como en su sueño; su cuerpo se deslizaba en extrañas ondulaciones, se retorcía en extrañas contusiones propias de una gimnasta.

— ¡Harry!.

Tonks. La joven se interponía entre él y su odiado profesor, el culpable, el único culpable... No quería levantar la mirada del suelo aún, por amor a su chica. Amor, qué ironía creer en el amor, todavía. Y, sin embargo, el mero recuerdo de sus besos y las caricias en su piel encendieron una llama para la esperanza. No podía arriesgarse a mirarla, a matarla, otra víctima inocente en su conciencia lo desbordaría, sería el empujón que le haría caer al lado oscuro, como lord Voldemort.

Y mientras se debatía, se detuvo a escuchar. En el aire flotaban las notas de una extraña melodía, un cántico hermoso en su simplicidad que lo embrujaba. Sus movimientos empezaron a seguir ese ritmo lento en una danza candente, sensual. Tonks cantaba para sus oídos, era una canción de amor, un antiguo rito de unión.

A mitad de baile alguien conjuró otras gafas opacas y Harry abrazó la oscuridad con alivio. Se había erguido cual fuera una serpiente al son de la flauta de un hechizador, y ahora avanzaba sin miedo hacia la fuente de ese canto, hacia esa voz que, sin ser la más bella, conseguía apaciguar sus deseos de sangre. Permitió el contacto de un cuerpo: un brazo le rodeó suavemente la cintura, mientras unos dedos cogían con delicadeza su mano y se apoderaban de la lágrima de cristal. Harry apenas lo percibió, sus sentidos se habían embriagado con el aroma genuino de Tonks mezclado con los jazmines, un aroma tan fuerte que eclipsaba el hedor de muerte y destrucción. Tampoco percibió, o mejor dicho, no prestó atención a la sombra que se deslizó hacia ellos. Quizá se molestó cuando la metamorfimaga alteró los pasos de danza para poder entregar el frasco a la sombra, pero cualquier silbido o queja que hubiera podido emitir murió cuando unos labios asaltaron su boca, unos besos de chocolate, una golosina para su cuerpo y para su mente.

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Caminaba a grandes zancadas hacia su laboratorio con el frasco en la mano, esa lágrima en alegoría a cuánto dolor había causado, preguntándose una y otra vez por qué el antídoto no había hecho efecto. Según la fórmula encontrada en el Moste Potente Potions, si se preparaba correctamente, el resultado era instantáneo y no se habrían producido... "daños colaterales", como lo llamaban en el Ministerio. En su opinión, los políticos tenían un gran don para inventar palabras suaves con qué esconder las realidades más crueles.

En el vestíbulo se detuvo, bajo la atenta mirada de un hombre de tez curtida que se asomaba por el marco de un cuadro. Algo andaba mal, un aroma le perseguía, y no era desagradable como cabía esperar después de una batalla. No era olor a sangre ni a piedra quemada. Tampoco era una mezcla indescriptible como la de la alacena donde guardaba la piel de sapo en escabeche, el cuerno de bicornio en polvo y demás ingredientes para sus pociones; ni el aroma de una suculenta sopa de pollo. "¡Cómo me apetecería tomar un buen caldo!" Era una fragancia floral, similar a la de los invernaderos a finales de primavera.

Se llevó la botellita hasta la nariz e inhaló profundamente. Qué raro, se suponía que el antídoto no debía desprender un olor tan intenso. Quizá Ginny se había equivocado y había cometido un craso error... que había costado la vida a su hermano. Pero la muchacha era muy esmerada a la hora de elaborar pociones, tenía más talento que cualquier otro Weasley. De no ser así, no la habría aceptado como aprendiza. ¿Qué doxys había ocurrido?. Tenía que averiguarlo, y preparar otro medicamento para Harry antes no fuera demasiado tarde.

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Desde el descubrimiento del cuerpo de Dobby en la sopa, Hermione Granger apenas salía de su estupor. En cierto modo entendía la crudeza de la guerra: algunos luchaban por poder, otros por sus ideales, otros por su mera supervivencia... Sin embargo, en su mente no cabía como alguien podía echar a un elfo doméstico en el caldero de la sopa, con el agua hirviendo. Porque no había sido un accidente, eso era lo único que había podido sacar en claro de las palabras entrecortadas de la elfina. ¿Pero quién querría matar a una inocente criatura como Dobby?.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Mackenzie Murray, una niña de las más pequeñas, con trenzas rubias y nariz respingona.

La delegada se quedó mirándola por unos segundos, mientras su cerebro volvía a funcionar con su rapidez habitual. No podía permitir que la treintena de Gryffindors bajo su tutela se percataran de que había sucedido algo espantoso. Fuera de aquellos muros estaban en guerra; si cundía el pánico, si los niños escapaban corriendo, caerían fácilmente en manos del enemigo, como doxys atraídas por la miel, o recibirían el impacto de algún hechizo mortal.

— Nada, no ocurre nada — su voz estaba lejos de reflejar sus palabras, mas la niña no insistió, el simple cogerle de la mano parecía calmarla mucho más que cualquier palabra reconfortante. Suspiró, en cierto modo envidiaba la inocencia de esa tierna edad, cuando no eres consciente de la crueldad de una guerra, cuando la vida es todo juego y no conoces aún el significado del dolor... supuestamente. Si sobrevivían, esos niños crecerían más rápido de lo que era deseable, se verían forzados a madurar antes de tiempo.

Con la pequeña agarrada de la mano, se dirigió hacia la mesa más alejada de los calderos y se sentó, acomodándola en su regazo. Picó de palmas, para atraer la atención de los demás:

— Venga, acercaos, que os voy a contar la historia de un amigo mío que seguro que todos conocéis, Harry Potter.

Ese nombre tenía efectos mágicos, había logrado suscitar el interés, y todos corrieron a sentarse en corro a su alrededor, esperando embelesados a que empezara a contar. Hermione Granger estaba algo nerviosa, nunca había hecho de cuentacuentos, nunca había tenido tanto público a la expectativa de sus palabras. Pero quizás era algo a lo que podría habituarse, acababa de descubrir su vocación. Con voz melosa relató las aventuras vividas con sus amigos: luchas contra trols y contra dragones, pociones multijugos, cámaras secretas con basiliscos, vuelos en hipogrifo, profecías, laberintos y sirenas; contó leyendas de magos de todos los tiempos, desde los fundadores hasta el príncipe mestizo convertido en sapo, sin olvidarse de Merlín ni de Morgana. Habló y habló, hasta quedarse sin voz. Pasaron horas, o tal vez días, o tal vez solo escasos minutos; era imposible saberlo con exactitud, pues el tiempo había dejado de tener sentido. Una espera eterna, sin conocimiento de lo que ocurría alrededor, sin saber quién ganaba la batalla, sin saber si los seres queridos y los conocidos seguían con vida o habían sucumbido en esa guerra sangrienta que podría haberse resuelto en un simple duelo entre Harry y Voldemort. Esperando, y casi desesperando, aunque la esperanza sea lo último que se pierda.

La pequeña Mackenzie lloraba a mares en su regazo, como la fantasma del lavabo de chicas abandonado; otro chico que se llamaba Euan Abercrombie, asustado, preguntaba una y otra vez cuándo vendrían a buscarles. Dennis Creevey y Natalie McDonald, dos de los mayores del grupo, pidieron si podían comer chocolate a la taza. Les dijo que ellos mismos tendrían que prepararlo, pues los pocos elfos que quedaban en la cocina no estaban en condiciones para nada. Empezando por la elfina Winky, que se había refugiado bajo una cuba de cerveza de mantequilla y no paraba de beber. O casi mejor sería decir que se bañaba en ese líquido espumoso que chorreaba por el pequeño grifo, mitad directo a su boca, mitad escurriéndose por el suelo, pringándolo todo. Un espectáculo deplorable, quizás Winky era la razón por la que todos sus esfuerzos para defender los derechos de los elfos habían fracasado. Menudo ejemplo... Los otros elfos se golpeaban repetidamente la cabeza contra el muro o se tostaban sus largos dedos en los fogones, y solo dos de ellos volvieron a su rutina como autómatas, limpiando los cacharros y empezando a preparar la comida para el día siguiente.

Después de una eternidad sin recibir señal alguna, cuando ya no podía seguir confinada en aquel espacio por más tiempo sin saber qué sucedía en el exterior, cuando el mundo podía haber llegado a su fin, y ellos ser los únicos supervivientes sin saberlo… cuando la duda ya la mataba, cuando su sangre Gryffindor se rebelaba por quedarse en espera, decidió que tal vez podía elegir a un responsable que vigilara al grupo, mientras ella salía en busca de noticias. Creevey era tal vez el más adecuado, tenía carisma; desde el primer día, que había caído al agua y lo había salvado el calamar gigante, sus compañeros le admiraban casi tanto como a Harry. Y ahora que había preparado chocolate caliente para todos, todavía más...

Nada más abrir la puerta se encontró con una figura que provenía de las mazmorras, deslizándose furtivamente entre las sombras. La figura se detuvo al sentirse descubierta, y Hermione frunció el ceño, tratando de distinguir qué clase de animal llevaba bajo un brazo.

— ¡Has sido tú! — exclamó de pronto. — ¡Tú mataste a Dobby para robar...!

Nunca pudo terminar la frase, pues en ese instante un rayo plateado la elevó y la propulsó hacia la cocina, hasta el caldero donde la sémola y las verduras cocían lentamente: caldo de zanahoria, acelga, puerro, calabacín...

Un hechizo silenciador ahogó su grito y el de treinta niños amedrentados que ya no volverían a comer sopa.

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Sus manos se deslizaban fervientemente por la piel de melocotón de Tonks, como llamas de fuego que acarician la madera antes de devorarla con pasión. Recorrían cada curva de su figura, deteniéndose en los pechos firmes y redondos como manzanas, y mientras sus dedos jugueteaban con los pezones duros y rojos como grosellas, se deleitaba con los suspiros que escapaban de los labios de fresa. Y el tacto de esa piel, que temblaba a su toque… Macedonia de frutas, cerezas y plátanos, higos y naranjas, se le apetecía como un manjar exquisito. Harry había catado el fruto prohibido y ahora quería más.

La luna creciente ya se escondía en el horizonte cuando las caricias y los besos de amor se rompieron de forma súbita. Acababa de recordar. Su parte más humana había logrado imponerse a la fiera salvaje; ya había saciado sus instintos más primarios, ahora le acechaban las dudas y los recuerdos.

— ¿Por qué falló el antídoto? — preguntó con brusquedad, y aunque no esperaba respuesta, la metamorfimaga respondió de todos modos:
— No lo sé. Deberías preguntar a Snape, o a...
Se calló de forma repentina, algo que a Harry no le hizo ni pizca de gracia.
— ¿Ginny?.

Silencio, a lo lejos se escuchaba el sonido de un equipo de rescate buscando más supervivientes en el campo de batalla, los que pudieran quedar aún en los jardines. Harry se preguntaba cuánto tardarían en encontrarles bajo la encina. No hacían nada malo, pero no le apetecía que le pillaran en situación embarazosa por segunda vez en lo que iba de noche. El silencio de su mentora y amante empezaba a inquietarle.

— ¿Qué ocurre con Ginny? El desssangriocorpusss... ha sssobrevivido, ¿verdad? Pomfrey la ha sssalvado.

Silencio otra vez. Podía palpar la tensión, casi podía imaginar a Tonks con la cabeza baja, retorciendo las manos, nerviosa, buscando la manera de evitar la respuesta.

— Harry, escucha... Pomfrey no llegó a tiempo.

Pero el muchacho no quería escuchar, quería creer en un mundo perfecto, sin injusticias.

— Pomfrey esss una gran medibruja — seguía negándose a aceptar la terrible verdad que escondían las palabras de la joven. — Ella sssiempre sssabe qué hacer, lo sssabré yo, que he passsado media vida en la enfermería... Todavía recuerdo cuando me dio aquel potingue... "crecehuesssos", era horrible y dolía una barbaridad, pero graciasss a Pomfrey todavía tengo dosss brazosss... y cuando caí de la essscoba... ¡Essstoy vivo graciasss a Pomfrey!. Y Ginny también.

— Harry. Ginny está muerta. — "No, Ginny no, no era posible..." — Ha muerto desangrada.

Esa revelación le sentó como una puñalada en el corazón: otra muerte en su conciencia. Aunque no hubiera sido el instrumento esa vez, el recuerdo de su última pesadilla le perseguía. Se preguntó si ese sueño había sido una premonición o si, como él sospechaba, había sido la causa directa de esa muerte tan cruel. Se preguntó si todos sus sueños se cumplían: si en caso de haber soñado que se casaba con ella, Ginny lo habría llevado al altar; si hubiera soñado a Malfoy dándole de comer, el rubio se habría convertido en alguien imprescindible en su subsistencia; si hubiera soñado volar como un fénix, le habrían salido plumas de fuego y sus lágrimas tendrían la facultad de sanar.

Se levantó de un salto, acababa de tomar una resolución. Con las gafas oscuras en la mano, se medio arrastró hacia el castillo. Nadie se interpondría en su camino, ni siquiera la metamorfimaga, aurora y profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras. Los cánticos de amor ya no tenían efecto. Si quería detener a un medio basilisco, tendría que aumentar la potencia de sus hechizos, porque sus "impedimenta" apenas le hacían cosquillas.

Tonks lo observaba alejarse con pena e impotencia, le asustaba la determinación del muchacho, los poderes adquiridos como híbrido que le hacían invulnerable a sus hechizos; pero lo que más la asustaba era que su corazón estaba envenenado por la sed de venganza, ya no escuchaba sus súplicas ni sus palabras de amor.

Una mancha verde y un croar atrajeron su atención: ¿de dónde diablos aparecía un sapo ahora? Sin duda alguna se trataba de la mascota de algún niño del colegio, que se había perdido en medio del caos. Con reflejos de buscadora, atrapó al anfibio aventurero y lo levantó, buscando una respuesta en aquellos enormes ojos saltones. "Su piel es del color de los ojos de mi Harry", pensó, con una sonrisa:

— No te preocupes, ahora estás a salvo.
Poco sabía ella que acababa de truncar las esperanzas del pobre animal.

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Tenía que encontrar a Potter. No, Harry. Habían combatido juntos contra Lord Voldemort, esto le daba derecho a llamarle por el nombre de pila, ¿no? Además, en otras circunstancias podrían haber sido amigos. O quizá algo más. Harry era un mago muy poderoso, quizás el más poderoso, ahora que se había librado de su enemigo. Si no fuera un Gryffindor cuya temeridad rozaba la estupidez, si no fuera tan noble de corazón... aunque la nobleza era relativa. No conocía a brujo más hipócrita y manipulador que el viejo chiflado, Albus Dumbledore, considerado el epítome de la bondad. "Un gran maestro" pensó, con sarcasmo. Tenía que encontrar a Harry... y sabía dónde encontrarle. O mejor dicho, cómo.

Continuará